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Durante el hallazgo del cadáver de Aldo Moro en Via Caetani, Roma, mayo de 1978. Foto: sin datos de autor/ leemage / AFP.

Años de plomo

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Las dos muertes de Aldo Moro.

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¿Qué camino puede tomar la ficción para abordar el secuestro y el asesinato, por parte de las Brigadas Rojas, de uno de los políticos más ilustres de la Italia de posguerra? Unos 20 años atrás, el director Marco Bellocchio optaba por un relato apegado al secuestro, pero con un sesgo poético. Su reciente miniserie sobre el mismo tema encarna un credo distinto. Con el cine, la realidad es reproducida como lo que es: una sucesión de ilusiones o de locuras.

¿Qué tienen en común el director Marco Bellocchio y el político Aldo Moro? Moro fue uno de los hombres de Estado más influyentes de la posguerra europea. Bellocchio tendió el puente entre el neorrealismo y la Nouvelle Vague, inventando un cine moderno cuya evolución acompañó a través de las innumerables crisis de la industria, reinventándolo a la vez que permaneciendo fiel a su trinidad personal: la familia, la religión, la enfermedad mental. Ambos italianos, Moro era católico, Bellocchio más bien anticlerical. Uno era un hombre de Estado. El otro marchó con aquellos que querían derribar el sistema. Pertenecían a dos generaciones diferentes, pero en algún sentido nacieron con dos años de diferencia. Moro, dirigente de la Democracia Cristiana, nació políticamente en 1963, con el gobierno que presidía, el primero desde la posguerra en incluir ministros socialistas –una obra maestra política gracias a la cual logró quebrar la unidad de la izquierda, marginar a la extrema derecha y garantizar 15 años de dominio para sí mismo y para su partido–. Bellocchio nació cinematográficamente en 1965 con I pugni in tasca (Las manos en los bolsillos, 1965), en la que un curioso antihéroe, injerto del Smerdiakov de los hermanos Karamazov en la provincia de Piacenza, decide matar a su propia madre. Ambos se confrontaron a los conflictos de su época: el político para atenuarlos, el cineasta para exaltarlos. Así, en el mismo país y a lo largo de los mismos años, sus dos carreras avanzaron en paralelo.

Terminaron confluyendo en 2003, cuando Bellocchio dirigió Buongiorno notte (Buenos días, noche), una ficción sobre el secuestro y asesinato de Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas. En la primavera de 1978, Moro fue secuestrado mientras se dirigía al Parlamento donde los diputados debían debatir el voto de confianza al nuevo gobierno, al que el Partido Comunista Italiano, en el marco del “compromiso histórico”, brindaría un apoyo externo. Los cinco hombres de su escolta fueron eliminados, el presidente [del Consejo de Ministros] fue llevado a un apartamento de los suburbios romanos. Encerrado en una habitación secreta, fue sometido a un juicio sumario, interrogado por el jefe de los brigadistas, Mario Moretti –en particular, acerca del rol desempeñado por los servicios secretos en la represión del movimiento obrero–. El juicio resultó en su condena a muerte. Le siguió una larga negociación que concluyó en su ejecución. El cuerpo fue encontrado en una calle del centro de Roma, abandonado a mitad de camino entre la sede de la Democracia Cristiana y la del Partido Comunista Italiano. Se podría decir que Buongiorno notte escenificaba el lado “interior” del secuestro, un huis clos familiar, centrado en las confesiones del personaje de Chiara, inspirado en el libro autobiográfico El prisionero (2003), de la brigadista Anna Laura Braghetti, pero retranscripto en el universo intelectual y estético de Bellocchio.

Hoy, unos 20 años después, Bellocchio vuelve a poner en escena el secuestro en una miniserie de seis episodios titulada Esterno notte (Exterior noche) [disponible en Filmin]. Cada episodio se centra en un personaje: Moro antes del secuestro, el ministro del Interior Francesco Cossiga, el papa Pablo VI, la brigadista Adriana Faranda, la esposa de Moro y, por último, Moro prisionero. Tanto la película como la serie comparten la palabra “noche”. Una referencia a la “noche de la República” –título de un programa popular de 1986 del periodista Sergio Zavoli, que pasó a integrar el lenguaje común–. Esto sugiere que Bellocchio no cambió de opinión respecto de que el asesinato de Aldo Moro constituyó un punto de no retorno. Entonces, ¿por qué volver sobre Moro?

Buongiorno notte era, por su tratamiento, una película onírica. En su punto culminante, las imágenes de archivo de la resistencia italiana, las imágenes de la televisión y las de Bellocchio mismo colisionaban en la mente de la brigadista Chiara, quien sacaba la siguiente conclusión: Moro es un prisionero político; ahora bien, los prisioneros políticos son de la resistencia; entonces nosotros, brigadistas, somos como los fascistas. Por estos extraños silogismos, Bellocchio les daba una forma cinematográfica a los delirios de una época. Una parte de la izquierda italiana, por ejemplo, reaccionó al asesinato de Moro imaginando lo que habría pasado si, en lugar de ejecutarlo, las Brigadas Rojas lo hubieran liberado. El resultado de esta elaboración colectiva del duelo fue la confusión del deseo con la realidad, y la creación de un Moro ficticio: un hombre que, si hubiera sido liberado, habría desestabilizado el marco político. No deja de ser una ironía si se toma en cuenta que el Moro real fue, durante toda su vida y gracias a su incansable talento de mediador, el garante de la estabilidad del poder.

El poder de la imaginación, introducida por Bellocchio al final de Buongiorno notte, es el punto de partida de Esterno notte. Con una diferencia crucial. Al final de la película de 2003, Bellocchio inventaba una salida poética del drama: Moro, abandonado por los brigadistas en Roma, erraba feliz en el aire puro de la mañana. Esterno notte reinterpreta la liberación ficticia de Moro de una forma bastante más sombría. Este despierta en una habitación de hospital, tratado como un alienado, rodeado de sus antiguos compañeros del partido que se disponen a convertirse en sus nuevos carceleros. En off, su voz acusa a la Democracia Cristiana de haber deseado su muerte. El camino, aquí, va del exterior al interior, no hay amanecer.

El cine italiano a menudo pecó de ingenuidad, en particular cuando puso en escena al personaje de Aldo Moro; en la película de Elio Petri adaptada de la novela de Leonardo Sciascia Todo modo (1976), o en la de Giuseppe Ferrara, El caso Moro (1986): un cine que se presenta como un trabajo de contrainvestigación, con la pretensión de revelar conspiraciones y restablecer la verdad. Bellocchio, por su parte, siempre consideró que lo propio del cine no era afirmar lo verdadero sino pasar de una ilusión a otra o, en términos de Bellocchio, de una locura a otra. De este pasaje es de lo que se trata en Esterno notte. El Aldo Moro que es presentado en el primer episodio es un personaje como a menudo vemos en Bellocchio: un hombre integrado en el sistema social, perfectamente cómodo en su papel relevante, pero prisionero de su inmovilidad, incapaz de amor como de odio, opuesto a todo cambio verdadero. Es el hermano mayor de Las manos en los bolsillos o el juez interpretado por Michel Piccoli en Salto nel vuoto (Salto al vacío, 1978). Es cierto, Moro se abre a los comunistas, pero, como le explica pacientemente al papa, sólo para volver a reproducir el mismo gobierno y la misma política. El Moro prisionero que descubrimos en el último episodio es también un personaje bellocchiano, pero opuesto por completo al primero. Es el actor delincuente interpretado por Michele Placido, también en Salto nel vuoto, o el pintor Picciafuoco de L’ora di religione (La hora de la religión, también distribuida en español como La sonrisa de mi madre, 2002). Es un insurrecto, un destructor, un rebelde. Los dos Moros son locos. La locura del primero es la que Bellocchio identifica con la burguesía, el catolicismo y la familia tradicional, con aquellos que se someten a instituciones locas. La locura del Moro prisionero es, por el contrario, aquella creativa e iconoclasta del artista que se opone a esta sociedad. Esterno notte imagina un Moro que logra deshacerse, no política sino personalmente, de su propio catolicismo y logra finalmente exteriorizar sus emociones reprimidas, en particular el odio hacia su compañero de partido Giulio Andreotti. Es finalmente libre, o bien prisionero de otra locura.

Eugenio Renzi, periodista, crítico de cine. Traducción: Micaela Houston.

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