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Wikimedia: Николай Максимович.

Kung-fu y la lucha de clases

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La bartheana patada voladora de Bruce Lee.

Lejos de querer ser un mero entretenimiento, muchas de las películas de artes marciales chinas hablan, ante todo, de justicia y dignidad. La de un individuo, una clase o un pueblo oprimido que levanta la cabeza y le propina una merecida paliza a un tirano mejor armado. Ahora, la plataforma Mubi trae al streaming La cámara 36 de Shaolin (1978) en un ciclo sobre los hermanos Shaw.

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En 1973, el situacionista René Viénet, sinólogo y cinéfilo entendido, modificó los diálogos de una oscura producción de Hong Kong: Crush (1972), dirigida por Tu Guangqi y guionada por Ni Kuang. Viénet transformó la clásica historia del adepto del kung-fu (Jason Pai Piao) que defiende una aldea china de una invasión de samuráis en un alegre “brindis por los explotados para el exterminio de los explotadores”, al que llamó ¿Puede la dialéctica romper ladrillos? En ese entonces, muchos lo entendieron sólo como una parodia subversiva creada a expensas del disparatado cine oriental.

Sin embargo, al igual que un buen número de sus camaradas de la Internacional Situacionista, Viénet no despreciaba el cine popular. Por el contrario, al haber sido uno de los primeros importadores de películas de kung-fu en Francia, conocía sus códigos a la perfección. Por eso el desvío resultó tan eficaz: seguía la trama de la película paso a paso y la única transformación consistió en convertir a los samuráis en burócratas dispuestos a subestimar –como de costumbre– la capacidad de autogestión del proletariado. Por otra parte, algunas películas chinas no habían esperado la mirada entendida (y aguda) de los parisinos iracundos para asestar su dialéctica con patadas voladoras1. Alcanza con remontarse a 1971, en Hong Kong, para encontrar uno de los ejemplos más patentes: El gran jefe (Tang shan da xiong) de Lo Wei, en la que actúa un tal... Bruce Lee.

Conflictos político-marciales

Después de haber representado el papel de Kato en la serie estadounidense El avispón verde (1966), Bruce Lee firmó un contrato con la Golden Harvest, una compañía de Hong Kong que se encontraba al borde de la quiebra. Para ahorrar en decorado y trajes, traspusieron a la época contemporánea la historia verídica de Chen Chao-an, un inmigrante chino de fines del siglo XIX, muy popular en Tailandia por defender a sus compatriotas.

La pobreza obliga al joven a emigrar a Tailandia, donde, por intermedio de su primo, Hsiu Chen (James Tien), consigue trabajo en una fábrica de bloques de hielo. El gerente utiliza los bloques para transportar de forma discreta paquetes de droga; los obreros que descubren el engaño son eliminados con la misma discreción. Hsiu Chen, practicante de kung-fu, no sólo es el defensor de los oprimidos locales, sino que además es el delegado de sus camaradas en la fábrica. Cuando los obreros empiezan a desaparecer –en la casa de juego, según el gerente–, se dirige a la mansión del patrón (el “gran jefe” del título), un hombre aficionado a las jovencitas y experto en artes marciales. El personaje es interpretado por Han Yin-Chieh, coreógrafo de los combates de la película. Hsiu Chen es asesinado al querer denunciar lo que sucede.

Ya son cuatro los que faltan al comienzo de la jornada, por lo que los obreros inician una huelga y amenazan con destrozar la fábrica. Se enfrentan entonces al capataz y a los matones de la patronal bajo la mirada impasible de Chen Chao-an, que le juró a su madre que no pelearía... Finalmente interviene y pone en fuga a quienes intentaban romper la huelga –¡Claro, es Bruce Lee!–. De inmediato, el gerente lo nombra capataz, para satisfacción de los obreros. Así de fácil, una promoción y se olvidan en seguida de las víctimas del capital. Pero su euforia se ve mitigada cuando una amiga les recuerda las razones de su cólera.

En calidad de portavoz, Chen es invitado a cenar por el gerente, quien lo recibe con atractivas acompañantes. Mientras sus camaradas comen miserablemente y se preocupan por su prolongada ausencia, el delegado sindical está de juerga con sus nuevos “compañeros de sociedad” al punto de despertar en un burdel. De regreso en la fábrica, el desprecio y sarcasmo de sus compañeros lo hacen darse cuenta de que se convirtió en... un amarillo. Cuando suena la chicharra que marca el regreso a la labor, la base se niega a obedecerle.

Esta vez, Chen va a ver al propio gran jefe, que le esgrime el discurso paternalista del tipo que escaló sin ayuda, que se ganó el Rolex a fuerza de trabajo duro y que considera que los empleados son como “sus hijos”. Cuando vuelve a la buhardilla que comparte con los demás obreros, sin respuestas, lo dejan de lado. Lo cual es lógico: como simple obrero no decía “ni mu” y ahora que es capataz prefiere dar órdenes y refugiarse en el burdel antes que dormir con sus compañeros de trabajo. Es entonces cuando una prostituta que se solidariza con sus compañeros de infortunio le revela la verdad sobre el tráfico de droga. Durante la noche, Chen visita el depósito de hielo y descubre los cuerpos congelados de sus amigos desaparecidos. Se da cuenta de que la paz social no es más que una terrible cortina de humo. Su venganza (de clase) será terrible...

El gran jefe batió todos los récords de taquilla e impulsó la carrera de Bruce Lee. De todas sus películas, no sólo es una de las más violentas (Chen mata a una decena de matones), sino también una de las más políticas. De hecho, la censura lo tenía muy claro. En Estados Unidos cortaron la escena final, en la que Chen clava los dedos en el costoso traje de seda de su patrón. Quizás por miedo a que los espectadores sintieran un hormigueo en las manos cuando empezaran la jornada el día siguiente...

Enseguida, otras producciones tomaron el mismo rumbo. Después de todo, los empleados de los grandes estudios chinos, que trabajaban un promedio de 48 horas por semana y 355 días al año, probablemente tuvieran algunos mensajes subliminales para sus jefes. Tomemos el caso de Tie zhi tang shou, la película de Hui Kwok, con guion de Ni Kuang, que se filmó en Taiwán en 1972 y que en Francia se estrenó en 1974 con el nombre de Les doigts d’acier qui tuent (“Los dedos de acero asesinos”). El jefe de una explotación forestal, presumiblemente egresado de una carrera de administración, tiene sometidos a los campesinos. No contento con mandonear a los obreros por un puñado de arroz, los embrutece vendiéndoles opio y prostituye a sus mujeres y hermanas en un burdel de campo en el que los infortunados gastan lo poco que les queda. Sin embargo, un practicante de kung-fu (Tony Liu Jun Guk, que interpretaba un heroico aldeano en Crush) se cuela entre los campesinos con la firme intención de palpar la próstata patronal con dos dedos que asesinan.

Cámara 36

En 1978, el director Liu Chia-liang (también conocido como Lau Kar-leung), un auténtico maestro del kung-fu, revolucionó el género con La cámara 36 de Shaolin (Shao Lin san shi liu fang). Una obra maestra en la que el actor Gordon Liu interpreta a San Te, un monje que busca que los laicos puedan acceder a las enseñanzas del templo de Shaolin para combatir al opresor manchú. Sin embargo, es su “falsa segunda parte”, Retorno a Shaolin (Shao Lin ta peng hsiao tzu, 1980), la que profundizó el uso del kung-fu en las negociaciones sindicales.

En una fábrica de pigmentos, se imponen a los obreros unos violentos capataces cuya paga proviene de un descuento general en sus salarios. Entonces, un estafador de poca monta, Chun Jen-chieh (Gordon Liu), se hace pasar por el célebre defensor de los oprimidos, San Te, para luchar por las reivindicaciones de los trabajadores. Ante el fracaso de sus artimañas, intenta introducirse en Shaolin para aprender realmente kung-fu. El verdadero San Te (en esta ocasión interpretado por Chin Chu) lo descubre y lo obliga a realizar un duro y titánico trabajo: construir andamios de bambú durante todo un año. Sin darse cuenta, Chun Jen-chieh desarrolla una técnica muy personal, ¡“el kung-fu del andamio”!

Movido por la voluntad de desplegar las posibilidades que ofrecen las artes marciales, Liu Chia-liang utilizó todos los tópicos “súper heroicos” del género. El mensaje de Retorno a Shaolin es claro: todos pueden acceder a las técnicas del kung-fu siempre y cuando se entiendan sus fundamentos teóricos. El astuto Chun lo aprendió tras dominar el bambú, la cuerda y el equilibrio de tanto construir andamios: toda práctica engendra un saber. Y el saber es un arma.

Por otra parte, aunque el personaje de Gordon Liu pertenezca al lumpenproletariado, puesto que prefiere vivir de sus chanchullos antes que matarse trabajando, sus amigos obreros lo respetan e incluso necesitan de sus talentos para intentar poner un límite al patrón. Una clara ilustración de la necesaria alianza entre los diferentes estratos de la clase obrera. No es casualidad que el guion sea de Ni Kuang.

En 1994, Liu Chia-liang volvió a poner en escena sus preocupaciones político-marciales con la asombrosa película La leyenda del luchador borracho (Drunken Master 2/Jui Kuen 2), codirigida por su actor principal, Jackie Chan. En ella, Chan interpreta al famoso Wong Fei-hung, experto en “el boxeo del hombre ebrio”, quien se enfrenta a un embajador inglés deseoso de robarse las riquezas artísticas chinas para llevarlas al Museo Británico. En paralelo, los obreros de una fundición cercana sufren las presiones de la patronal anglo-china para trabajar más por una paga menor. Y cuando amenazan con ir a huelga reciben una paliza.

En cuanto la cuota de barras de hierro queda cubierta y están listas para exportar (en cajas que ocultan el patrimonio local), los patrones anuncian el cierre de la empresa y el despido de los obreros. Entonces, Fei-hung y sus compañeros deciden pasar a la acción: “¡Yo amotino a los estudiantes y vos a los trabajadores!”, le lanza su amigo pescador. La manifestación degenera cuando un policía desenfunda su arma al escuchar que un manifestante invoca el “derecho de los pueblos a disponer de sí mismos y de su historia”. Es entonces cuando, astutamente, los manifestantes hacen uso de sus herramientas de trabajo (el vendedor de serpientes lanza sus reptiles vivos a los soldados) y su particularismo cultural (el kung-fu) para poder ingresar a la fábrica. Allí tiene lugar el sublime combate final entre un Fei-hung dopado con alcohol de quemar y los ejecutivos de la empresa. El público no se equivocó al ir a verla: La leyenda del luchador borracho fue un gran éxito y las ganancias se destinaron a la asociación de dobles de Hong Kong.

El kung-fu desempeñó con frecuencia un papel central en las revueltas que atravesaron la historia de China, ya sea la de Taiping (1850-1864) o la de los bóxers (1899-1901). Aún más cerca en el tiempo, los diarios locales relataban cómo algunos aldeanos habían propinado una paliza a los matones enviados por promotores inmobiliarios expropiadores. Es lógico que el cine de las artes marciales, que nació en Shanghai en 1926 y que en 1931 fue prohibido por varias décadas, reflejara este hecho. El espectador occidental, acostumbrado al “realismo” cuando se trata de abordar temas sociales en la pantalla, puede sentirse desconcertado e incluso ceder a la burla. Pero, al contrario, uno puede lamentar que las películas de Ken Loach no incluyan una patada voladora, ese “gesto puro que separa el Bien del Mal y que devela la figura de una justicia finalmente inteligible”2.

Daniel Paris-Clavel, creador e impulsor de ChériBibi, revista dedicada a las culturas populares. Traducción: Georgina Fraser.


  1. La patada voladora es una patada que se asesta por encima de las partes genitales mediante un salto. 

  2. Roland Barthes acerca del catch, en Mythologies, 1957. 

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