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Durante un acto de campaña republicano en las instalaciones de producción de paneles avanzados FALK, el 27 de setiembre, en Walker, Michigan.

Foto: Kamil Krzaczynski / AFP

El guía en el centro

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Republicanos no; trumpistas.

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La emergencia de su figura hace ocho años expresó novedosas fracturas de la sociedad estadounidense y reorganizó el juego político. Implicó uno de esos infrecuentes, pero profundos, “realineamientos partidarios” que cambian los apoyos de ciertos sectores a ciertos partidos. Así, con la llegada de Donald Trump, los republicanos arrebataban a los demócratas el voto de los trabajadores blancos. Ajada la novedad, ¿mantendrá su magia y volverá ganar?

La campaña electoral de 2024 confirma lo que es un hecho desde hace una década: la política estadounidense gira alrededor de Donald Trump. En 2016, lo novedoso fue su aparición como candidato, la elección de 2020 estuvo dominada por la pregunta acerca de si los demócratas podrían ganarle y quién sería el candidato que lo lograra. Esta oportunidad no es la excepción, y desde el comienzo del ciclo electoral la pregunta que sobrevuela es, de nuevo, si se le puede ganar a Trump. Hace tres elecciones que la discusión es sobre Trump, sobre la polarización que generó, las políticas que impulsó, lo que representa para la democracia estadounidense pero también a nivel global, su impacto geopolítico... Cualquier curso, seminario o libro que reflexione sobre el estado del mundo, de la democracia o de la polarización ideológica termina hablando de Trump, de forma irremediable. En definitiva, el expresidente parece ser el alfa y omega de la política estadounidense y mundial.

Narrativa desdibujada

Al comienzo de esta atípica campaña electoral, el candidato republicano aparecía con una ventaja clara. El ya infame debate de julio con el actual presidente Joe Biden resultó en una tendencia que parecía irreversible.

Pero el reemplazo de Biden por su vicepresidenta, Kamala Harris, parece haber sacado de eje a Trump. Frente a un Biden expuesto a las limitaciones que le impuso su edad, Trump había encontrado una narrativa bastante convincente, al punto de que entre las filas demócratas se asumía que la elección estaba perdida. Pero Harris lo obligó a cambiar el discurso. Frente a una candidata joven, el anciano ahora es Trump; un desafío que el republicano parece no poder resolver. Esto resulta bastante sorprendente teniendo en cuenta que la posibilidad de que Biden se baje de la candidatura se discutió durante varias semanas antes de materializarse. Además, al menos en los papeles, Harris estaba lejos de ser un portento. La actual candidata no posee mucha experiencia política, su vicepresidencia fue bastante deslucida y su campaña de 2020 fue deficiente. En cuanto a su paso por la fiscalía general de California, entre 2011 y 2017, dejó un saldo de posiciones progresistas que pueden alejarla del votante medio, pero a la vez lo suficientemente duras como para alienar a la siempre díscola ala izquierda de su partido.

Aun así, en el cuartel general republicano parecen no haber estado preparados para ese cambio y la narrativa de Trump se desdibujó, sin encontrar un mensaje de reemplazo. Desde entonces dispara ataques buscando uno que le permita retomar el centro. Uno de los primeros nuevos argumentos fue la falta de credenciales democráticas del oficialismo. La acusación de Trump sobre “el golpe de Estado” que reemplazó a un candidato que ya había ganado los delegados suficientes, pero fue marginado antes de la Convención, no se instaló lo suficiente entre los votantes. También sigue apostando por el discurso en torno a su derrota en 2020. Desde que perdió aquella elección buscó presentarse como un mártir político, como la víctima de un fraude producto de una conspiración izquierdista, para fanatizar a su electorado y poder volver a competir este año. Tampoco es un discurso que le haya otorgado una ventaja clara. A su vez, desde la llegada de Harris a la candidatura abusó de los ataques personales. La mayoría de ellos son profundamente misóginos y racistas, como las acusaciones (falsas) acerca de la falta de autenticidad de la candidata, que supuestamente descubrió su identidad como afrodescendiente en forma reciente. En el debate con Harris en setiembre se mostró molesto y enojado. Hilvanó un discurso que combinó viejos ataques y nuevas acusaciones insólitas. Su campaña muestra dificultades para enfocarse en propuestas de política, incluso en las áreas en las que le va bien (como inmigración y criminalidad) y se apoya demasiado en ataques a su contrincante, generando contrariedad entre sus asesores. Si bien su comportamiento escandaloso es exactamente la razón por la que muchos de sus seguidores lo aman, corre el riesgo de alienar aún más a los votantes suburbanos moderados de los estados indecisos que le costaron la elección de 2020 y que serán vitales en lo que se perfila como una elección muy cerrada. Por ello, recientemente adoptó una estrategia mediática diferente, entrevistándose con podcasters populares entre varones jóvenes. Al mismo tiempo, la campaña está planeando mayor participación de mujeres para apuntar al electorado femenino que vive en los suburbios. Estas dos poblaciones serán clave en noviembre.

Algunos analistas creen que puede estar pasando algo más profundo: la estrategia comunicacional de Trump ya no es tan efectiva. El expresidente se abrió paso a base de insultos hasta llegar a la Casa Blanca, cuando sus discursos revulsivos rompieron todas las reglas del decoro, pero a la vez hizo las delicias de su base electoral que ansiaba una revolución anti establishment. Luego de cuatro años de gestión, el encanto de lo nuevo ya no es tal. De modo adicional, su polémica salida de la presidencia dejó resquemores entre algunos votantes moderados que reprueban sus formas, pero podrían votarlo.

Una elección fundacional

Con todo, no quedan dudas de que Donald Trump sigue siendo un candidato competitivo. Aunque las probabilidades de que Kamala Harris obtenga más votos que él son muy altas, el ya consabido sistema electoral estadounidense le abre muchos caminos a su victoria. Pese a que la llegada de Harris revitalizó las perspectivas demócratas, la fórmula Trump-Vance está a tiro del margen de error en un puñado de estados que son en los que hoy se define la elección. La fórmula republicana es favorita en estados que, a pesar de los cambios demográficos recientes, siguen siendo inercialmente muy republicanos, como Carolina del Norte, Arizona y Georgia (en los dos últimos, sin embargo, Joe Biden pudo ganar en 2020). A la vez, la nueva base electoral trumpista pone al candidato en un empate técnico en los viejos estados industriales del medio oeste como Pensilvania, Michigan y Wisconsin.

De este modo, y como ya viene ocurriendo desde hace varias elecciones, el fiel de la balanza electoral en Estados Unidos son los trabajadores blancos de clase media y media-baja. Esta población es la que vive, de forma mayoritaria, en el viejo cordón industrial que sufrió los efectos de los cambios económicos y tecnológicos de las últimas tres décadas. Así, estados que conformaban la “fortaleza azul” (por el color que identifica a los demócratas) comenzaron a flaquear en su apoyo a ese partido y en 2016 terminaron votando por los republicanos, quitándole el triunfo a Hillary Clinton, que llegaba ese año como favorita.

La mencionada elección de 2016 es clave en la historia reciente de Estados Unidos. Es la primera en la que se materializaron los cambios subterráneos que venían ocurriendo en la sociedad estadounidense y que son fundamentales para entender a Trump. Siguiendo la moda de los analistas políticos estadounidenses, tal vez conviene hablar de una elección fundacional; de un “realineamiento partidario”, el término que se utiliza para definir una elección en la que las coaliciones sociales detrás de ambos partidos se modifican significativamente. Como en Estados Unidos sólo existen dos partidos para absorber todas las corrientes políticas existentes en un país muy diverso y complejo, las alineaciones políticas son siempre contingentes y no formadas sobre imperativos ideológicos muy claros. Las sociedades multipartidarias, por el contrario, pueden ofrecer opciones electorales un poco más precisas, donde partidos con identidades más concretas pueden canalizar ideologías políticas más estrechas. Pero eso no ocurre allí: todo tiene que caber bajo las etiquetas de los dos partidos que dominan la política desde 1850. Cada tanto, esas tensiones afloran y un sector que votaba de forma sistemática por un partido pasa a engrosar las filas del otro. Así, la elección de 1932 fue la primera en la que el Partido Demócrata (otrora el partido de los intereses racistas y esclavistas del sur, como cualquiera que haya visto Lo que el viento se llevó o El nacimiento de una nación puede atestiguar)1 se transformó en el partido de las minorías étnicas, y sobre todo de los afrodescendientes, quienes abandonan al Partido Republicano que había ganado la guerra civil de 1861-1865 y abolido la esclavitud.

En esta misma línea, la elección de 2016 es la primera en mucho tiempo en la que se experimenta un realineamiento partidario. Esto se manifiesta, primero, en la apertura de una cuña en el Partido Republicano. La llegada de Trump expuso las tensiones entre dos sectores bien diferenciados. Por un lado, la derecha tradicional del partido, con posiciones pro mercado y libre comercio. Por el otro, un electorado “de base”, socioculturalmente distinto, muy anti establishment y poseedor de un nacionalismo xenófobo-nativista que no necesariamente está a favor del comercio o de los mercados libres. Así, Trump desarticula lo que hasta entonces era un movimiento conservador único pero no cohesivo, ya que los partidos reciben el apoyo de corrientes a veces poco correlacionadas. En rigor de verdad, nada exige que los sectores populares que se molestaban con la corrección política, el multiculturalismo y la globalización se sometan a los principios del libre mercado y del libre comercio como habían hecho durante una generación.

Su candidatura consolidó el acercamiento de los sectores trabajadores socialmente conservadores que eran una pieza fundamental del Partido Demócrata. Estos sectores provenientes de los estados industriales se sintieron abandonados por el Partido Demócrata, históricamente cercano al sindicalismo organizado, cuando la administración de Bill Clinton impulsó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Además, a pesar de votar a la alternativa “socialdemócrata”, estos segmentos no compartían los valores progresistas y los consumos culturales sofisticados del votante demócrata de las grandes ciudades. Estos últimos se definen, a su vez, por valores sociológicamente llamados posmateriales: preocupados por cuestiones como el ambiente, las minorías o el feminismo. De este modo, alienados por la predominancia cultural de un votante urbano del que se sentían alejados, y a la vez afectados por los cambios económicos resultantes de las políticas de su propio partido, el votante trabajador de “cuello azul” encontró en el proteccionismo económico y el conservadurismo social del mensaje trumpista el cobijo ideal.

En resumidas cuentas, al politizar un eje sociocultural entre la élite y el pueblo, Trump reorganizó el juego político, desacoplando fuerzas que antes estaban alineadas y matrimonios forzados a menudo incómodos entre adversarios hasta entonces. Este realineamiento explica la incomodidad de políticos de impecables credenciales de derecha en muchos temas, pero que no comparten el proteccionismo, el nativismo o los modos de Trump, como el excandidato a presidente en 2012 y actual senador republicano Mitt Romney, que votó a favor del juicio político al entonces presidente.

El populista perfecto

En este sentido, Trump es un populista perfecto. Como han señalado varios estudiosos del fenómeno, el populismo crea un espacio político bidimensional donde la izquierda y la derecha importan, pero no son necesariamente los principios organizadores centrales. Ese nuevo espacio bidimensional incorpora tanto intereses materiales como identidades socioculturales, prejuicios y resentimientos sobre quiénes son las personas y qué define a una nación.

A ese cóctel, Trump le sumó la legitimación de sectores extremistas que tienen una venerable tradición en el país, pero que hasta entonces nunca habían recibido este trato preferencial. Estos sectores están formados, en primer lugar, por los segmentos racistas y supremacistas, sobre todo sureños, que resienten los cambios culturales recientes. Se les suman las nuevas derechas algo excéntricas que se formaron al calor de los espacios de sociabilidad online en la década de 2010. Aunque hay diferencias entre ellos, la mayoría comparte el supremacismo blanco, la antiinmigración, el racismo, el anticomunismo, el antiintelectualismo, el antifeminismo, la homofobia y la islamofobia. Bajo la venia de Trump estos sectores de la ultraderecha hasta entonces marginal fueron haciéndose más relevantes y visibles en el paisaje político.

El resultado de esta alquimia es un movimiento político alrededor de una figura. Sus votantes ya no son republicanos, son trumpistas. Buscan volver al poder, y tienen serias probabilidades de lograrlo en un par de meses.

Juan Negri, doctor y magíster en Ciencia Política por la University of Pittsburgh. Director de las carreras de Ciencia Política y Gobierno y Estudios Internacionales y profesor de la Universidad Torcuato Di Tella, Argentina.


  1. Películas de Víctor Flemig (1940) y D W Griffith (1915), respectivamente. 

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