Cada celebración del desembarco de Normandía se convirtió, desde 1984 –cuando el entonces presidente francés, François Mitterrand, lo alineó con el espíritu de la Guerra Fría– en la ocasión de mandar un mensaje a través de la lista de invitados, el orden y el tenor del discurso, el desarrollo de los desfiles militares. No es el único intento de enmascarar la historia.
El 6 de junio, en el 80º aniversario, no menos de 25 jefes de Estado y reyes pisaron las playas de Normandía. El campo del atlantista estaba completo. Por primera vez desde el fin de la Guerra Fría, ningún representante de Rusia fue invitado, ni siquiera un consejero de la embajada. “Rusia no fue invitada porque las condiciones no están reunidas, teniendo en cuenta la guerra de agresión que ella lleva a cabo contra Ucrania”, justificó el Elíseo [sede del Poder Ejecutivo francés]. El presidente ucraniano, allí presente, fue largamente ovacionado por los 4.000 espectadores seleccionados. Mientras que el mandatario estadounidense, Joe Biden, se jactaba del sacrificio de los soldados de su país –“la libertad vale la pena, la democracia vale pena, América [sic] vale la pena, el mundo vale la pena”–, Volodímir Zelenski se lanzó a hacer una comparación histórica sorprendente1, en la que explicó “cómo el desembarco resuena en la lucha que la nación ucraniana lleva a cabo hoy”. Así, Rusia, que destruyó la máquina hitleriana en Stalingrado, es subrepticiamente alineada con el régimen nazi.
Que las conmemoraciones ofrecen un espejo deformado del pasado sólo podría sorprender a un inocente. Estas sirven antes que nada para poner en escena un relato que corresponde a los intereses de aquellos que las organizan. Pero la reescritura de la historia de la Segunda Guerra Mundial es mucho más amplia. Ella toca también los medios masivos, los manuales escolares, los museos y, en ciertos países, las políticas públicas.
Rusia, desde hace tiempo, se ha acostumbrado a ver su rol minimizado en vista de la contribución estadounidense. Ella fue considerada, desde ese momento, corresponsable, en un pie de igualdad con Alemania. Este discurso emergió primero en Europa central y oriental y en los países bálticos, gracias a la renovación de los movimientos nacionalistas de fin de los años 2000. En esos países, ocupados por los nazis, que fueran liberados por los soviéticos para después de la guerra quedar bajo la órbita de Moscú, se impuso la idea de una “doble ocupación”, primero por Alemania, después por la Unión Soviética (URSS), los “dos totalitarismos”. Para fijar este relato, fue necesario borrar bien las huellas del pasado y, en especial, aquellas que señalaban la victoria del ejército rojo o la colaboración con la ocupación alemana.
Desde 2007, Estonia decidió así destruir una estatua erigida en 1947 en el centro de Tallin en honor de los soldados soviéticos muertos en combate: se había hecho de ella el símbolo de la “ocupación soviética”. La minoría rusa protestó, la controversia degeneró en disturbios y el gobierno decidió contentarse con cambiarla de lugar. Este tipo de operaciones se transformó en moneda corriente. Desde hace 15 años, se hicieron cientos de ellas en Bulgaria, en Hungría, en Letonia, en Polonia, en Rumania o en Ucrania. En 2017, el gobierno polaco les daba 12 meses a las autoridades locales para retirar todos los monumentos públicos “que rindan homenaje a personas, organizaciones, acontecimientos o datos que simbolicen el comunismo u otros regímenes totalitarios”. Al año siguiente, aprobó una ley para sancionar “la imputación falsa de crímenes contra la humanidad a la nación o al Estado polaco”. Prohibición de hablar de la colaboración con el nazismo: el Instituto de la Memoria Nacional observa. En Ucrania, hubo un libro del historiador Antony Beevor sobre la batalla de Stalingrado que fue prohibido en 2018. ¿Su falta? Algunos párrafos que evocaban a los nacionalistas ucranianos que, enrolados en el ejército alemán, habían ejecutado a 90 niños judíos en 1941.
La historia en los parlamentos
La idea de una corresponsabilidad de Moscú y Berlín ha ganado espacio de manera progresiva en el oeste del continente, donde hasta ahora había estado circunscripta a los círculos neoconservadores. Ella misma se convirtió en la doxa oficial del Parlamento europeo cuando, el 19 de setiembre de 2019, por iniciativa de los países del Este, los diputados votaron una resolución sobre “La importancia de la preservación de la memoria histórica para el futuro de Europa”. Este texto establece que la guerra fue “el resultado inmediato del pacto nazi-soviético de no agresión”. Recomienda declarar el 25 de mayo (día de la ejecución de Witold Pilecki, un héroe de Auschwitz) “Día Mundial de los Héroes de la Lucha contra el Totalitarismo”, lo que asocia de modo implícito a la URSS con el genocidio de los judíos. En sí es discutible que los funcionarios electos escriban y fijen la historia. En 1990, historiadores de renombre como Madeleine Rebérioux y Pierre Vidal-Naquet se oponían ya a la ley Gayssot, adoptada con emoción dos meses después de la profanación de un cementerio judío de Carpentras, que prohíbe la negación de la Shoá. “Explicar el crimen, darle su dimensión histórica, comparar el genocidio nazi a otros crímenes contra la humanidad. Es así –y no a través de la represión– que se forman los espíritus libres2”, estimaba la primera. Al menos, el tema tenía consenso entre los investigadores. Como las leyes de la memoria siguientes sobre el genocidio armenio de 1915 y sobre la esclavitud: ningún historiador serio negaría el carácter genocida del primero ni que el segundo corresponde a un crimen contra la humanidad. En el presente, los legisladores intervienen sobre los temas debatidos desde siempre por los historiadores, de los que no conocen nada, con un objetivo únicamente político. Es así que, a pedido de Kiev, el 28 de marzo de 2023, algunas semanas después de que sus homólogos europeos, los diputados del Hexágono [como se conoce a Francia por la forma de su mapa continental] reconocieron, por una aplastante mayoría, el carácter genocida de la “gran” hambruna ucraniana de 1933. Un calificativo que fue objeto de posteriores discusiones entre los especialistas. Pero como lo ha declarado un parlamentario partidario del texto3, “si bien comprendo que pudiera haber debate sobre el carácter genocida del Holodomor, a partir de un momento, es necesario hacer política”.
En el ojo ajeno
Con su resolución de 2019, los representantes electos europeos no se limitan a tomar partido en una controversia. Ellos revisan la historia, suprimiendo todos los elementos susceptibles de obstaculizar su nuevo relato. Porque es necesaria una mala fe evidente para convertir a Moscú en culpable de la Segunda Guerra Mundial, ocultando las responsabilidades de los franceses o de los británicos. Cuando la URSS firmó su pacto con Alemania, el 23 de agosto de 1939, el Reino Unido y Polonia se dedicaron a entorpecer toda posibilidad de acuerdo de seguridad colectiva que la incluyera. Las élites británicas apoyaban entonces una política de “apaciguamiento”, por no decir de compromiso con los nazis a los que juzgaban mucho más respetables que los comunistas. Esta complacencia de la clase política, desde los financistas de la city a la aristocracia y la prensa, es un elemento determinante para comprender la marcha hacia la guerra. Ella fue, sin embargo, ignorada en los discursos políticos y ausente en los manuales escolares y en los programas de televisión.
Frente a esta ofensiva ideológica, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, no tuvo problema en denunciar el “revisionismo” antirruso. “El revisionismo histórico, cuyas manifestaciones se pueden observar en Occidente, sobre todo en lo que concierne a la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias, es peligroso porque deforma de manera grosera la comprensión de los principios del desarrollo pacífico definidos durante las conferencias de Yalta y de San Francisco en 1945”, denunció en junio de 2020, en un largo artículo sobre “Las verdaderas lecciones del 75º aniversario de la Segunda Guerra Mundial”, publicado por la revista conservadora norteamericana The National Interest. Para desmontar las manipulaciones occidentales, el presidente se vistió de profesor de historia. A lo largo del discurso él señala la responsabilidad occidental en el estallido del conflicto, reprocha la “traición de Múnich”, denuncia la connivencia entre Polonia y la Alemania nazi mientras celebra el heroísmo de los soldados soviéticos. Y como sus adversarios, deforma el pasado en beneficio de sus intereses, al prohibir la mención de los lazos entre la URSS y Alemania, reescribiendo los programas y los manuales escolares, especialmente para justificar la “desnazificación” de Ucrania y negar su legitimidad histórica.
Es, en efecto, una de las obsesiones del presidente ruso. Con archivos en mano, Putin lleva años dedicándose a cuestionar el propio pasado de su vecina. En mayo de 2023, apareció en las pantallas examinando un mapa del siglo XVIII antes de concluir: “El gobierno soviético ha creado a la Ucrania soviética. Es bien conocido por todos. Hasta entonces, no existía Ucrania en la historia de la humanidad.” Dos años antes, en julio de 2021, publicaba un texto de 15 páginas para demostrar “la unidad histórica entre Rusia y Ucrania”, remontándose hasta el reinado de Rous, fundado en Kiev en el siglo IX. “En la llanura de Koulikovo, el gran príncipe Dimitri de Moscú ha combatido junto al voivoda Bobrok de Volinia y al hijo del gran duque de Lituania Olgierd, André de Polotsk y Dimitri de Briansk. Al mismo tiempo, el gran duque de Lituania Jagellon, hijo de una princesa de Tver, llevaba sus tropas en ayuda de Mamai. Estas son las páginas de nuestra historia común” escribió, por ejemplo. A lo que Zelenski le había respondido, durante un largo discurso, el 23 de agosto de 2021: “Nuestra hryvnia [la moneda ucraniana] tiene miles de años. Existía en la época de Vladimir el Grande. Nuestro tridente [el escudo del país] fue aprobado por la Constitución ucraniana hace 25 años. Ese mismo tridente estaba ya representado en los ladrillos de la iglesia de la Dima hace 1.025 años”.
Trincheras
Esas elucubraciones cruzadas serían graciosas si la guerra de los recuerdos no hubiera degenerado en un conflicto sangriento. Y si otros países no hicieran el mismo uso, tan absurdo como criminal, del pasado. Como Israel, donde los dirigentes no dudan en referirse al reino de Judá, establecido por los israelitas de la Edad del Hierro, o a agitar supuestos descubrimientos arqueológicos para demostrar una continuidad de la presencia judía en la región, desde monedas, tumbas, vestigios de varios milenios de antigüedad, que sirven hoy para justificar una colonización y una opresión que todavía son muy reales. Manipulada para alimentar estos conflictos, la historia debería ayudar a entenderlos, a comprender sus raíces, su problemática. Pero la inmediatez se adapta mejor al discurso que los comentaristas desean transmitir al público. Para ellos, la cuestión ya es conocida: la guerra en Ucrania comenzó el 24 de febrero de 2022 y la de Gaza, el 7 de octubre de 2023; en un caso, Rusia agredió a Ucrania y en el otro, Hamas atacó a Israel. O las víctimas tienen el derecho a defenderse y Occidente, de ayudarlos. LQQD [por la sigla habitual en las clases de matemáticas para “Lo que queda demostrado”].
Esto no es falso. Pero, viéndolo con distancia, ofrece otro panorama. La guerra de Ucrania no se puede comprender sin recordar que, al momento de la caída de la URSS, mientras que Rusia estaba de rodillas y no constituía una amenaza, Estados Unidos eligió salvar a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Después, integrar a un número creciente de países que eran miembros del pacto de Varsovia, así como a antiguas repúblicas soviéticas, con el proyecto de sumar a Georgia y Ucrania. Una alianza antirrusa, un despliegue militar y estratégico considerable a las puertas de Rusia. Imaginemos, ironizaba Noam Chomsky, que México firma una alianza militar con China, luego la autoriza a emplazar tropas y armas, justo detrás de la frontera norteamericana, a pesar de las advertencias de Washington. Y si Estados Unidos reaccionara invadiendo el territorio mexicano, ¿quién imagina que la Unión Europea, deseosa de hacer respetar el derecho internacional, mandaría decenas de miles de dólares al país invadido? La masacre perpetrada por Hamas forma parte también de una historia. La de las seis operaciones represivas israelíes organizadas contra Gaza en 18 años; la de un bloqueo terrestre y marítimo entre los más severos del planeta; la de una ocupación ilegal de los territorios palestinos, numerosas veces denunciada por las Naciones Unidas desde 1967. En lugar de esta puesta en perspectiva, los medios masivos privilegian una cronología inmediata, que les permite omitir las vejaciones habituales infligidas a los palestinos, los controles permanentes, la ocupación militar, el muro que los segrega, la destrucción de sus casas, la colonización de sus tierras. El ataque del 7 de octubre de 2023 queda así desprovisto de motivos, fuera de los étnicos o religiosos. Una matanza de judíos, un “pogromo”, e incluso “el mayor pogromo desde la Shoá”, como rápidamente habrán dicho periodistas y dirigentes políticos, ubicando el acontecimiento en la larga historia de la persecución de los judíos –lo que autorizará a acusar de antisemitismo a cualquiera que buscara explicar el ataque de Hamas4.
Así la historia es manipulada a raudales. Ella justifica las guerras, descalifica a los adversarios, une identidades colectivas. Cada uno puede ocultarla, reescribirla, distorsionarla, hacer una analogía, una referencia, siempre y cuando refuerce una demostración. En esta batalla por dar forma al debate público alrededor de un relato acomodado a sus intereses, los que detentan los grandes medios de comunicación disponen de un arma formidable. Porque su principal poder consiste en encuadrar el espacio y definir el perímetro del debate, los medios masivos trabajan por mantener “fuera de cuadro” las páginas que puedan empañar la imagen de las democracias liberales. ¿Quién se acuerda, en Occidente, de la reticencia de Estados Unidos a emprender la batalla contra el nazismo? ¿De la responsabilidad de Winston Churchill en la hambruna de 1943 en Bangala (tres millones de muertos)? ¿De la masacre de cientos de miles de comunistas en Indonesia, con el aval de París y Washington? ¿Del fuerte apoyo de miles de liberales a la dictadura de Pinochet?
Frente a la aplanadora de los medios masivos y de la edición, la clepsidra de Clío, musa de la historia, y las dulces palabras de Mnemosyne, diosa de la memoria, no alcanzan. Resistir el discurso dominante requiere siempre un doble trabajo. Porque, incluso antes de exponer una visión ignorada del pasado, es necesario extirpar las ideas preconcebidas que obstruyen nuestro discernimiento. Los contestatarios nadan así contra la corriente frente a “las concepciones implícitas, jamás examinadas, pero comúnmente admitidas, que son aceptadas por autoconfirmación, en razón de su conformidad con lo que está aceptado como verdadero. Esta familiaridad establecida, esta unanimidad de ideas preconcebidas es considerada a menudo como ‘lo objetivo’ –observaba el historiador estadounidense Michael Parenti–. Es por eso que los disidentes deben constantemente defenderse y justificar de forma minuciosa todas sus demostraciones”5. Procurarse un método y unas herramientas que permitan a cada uno romper la matriz de las ideas preconcebidas y orientarse en la maraña de relatos es la ambición del Manual de autodefensa intelectual publicado en setiembre, en francés, por Le Monde diplomatique París. La misma Clío habría encargado varias decenas de ejemplares para abastecer los kioscos del Olimpo.
Benoît Bréville, director de Le Monde dipomatique (París). Traducción: María Eugenia Villalonga.
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Ver Benoît Bréville, “La historia, un arma de guerra”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, abril de 2024. ↩
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Madeleine Rebérioux, “Le génocide, le juge et l’historien”, L’Histoire, París, noviembre de 1990. ↩
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Aurélien Taché, entonces diputado por Europa Ecología Los Verdes, después de haber llevado la etiqueta En Marcha. Hoy es electo por La Francia Insumisa. Citado por Mediapart, 31-3-2023. ↩
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Enzo Traverso, Gaza devant l’histoire, Lux, Montréal, 2024. ↩
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Michael Parenti, History as Mystery, City Lights Books, San Francisco, 1999. ↩