El viento bajo las alas. Víctor Guichón. Yaugurú; Montevideo, 2024. 118 páginas, 500 pesos
Aunque el título incluye el componente de lo alado, esta novela de Víctor Guichón transcurre en el ámbito de lo terrenal. Esto no quiere decir que no tenga vuelo. Todo lo contrario. El viaje metafísico que propone es el de la filosofía nacida en el asfalto cuarteado y las veredas levantadas del barrio o la pequeña ciudad (términos intercambiables si pensamos en una forma de cuestionarse el mundo sin perder de vista el horizonte propio). Sus personajes tienen lo reconocible de lo real y a la vez conforman una particularidad.
Hay un francés que, pese al padre venido del otro lado del océano, tiene en su sino y en su trayecto vital un acriollamiento propio de ese ámbito de cosmopolitismo de entrecasa que son las barras de amigos interesados en el mundo. Es más creole, en el sentido antillano del término, que criollista en la acepción del manierismo a la Elías Regules. Por eso no extraña su encuentro con el Jhonny ni su amor desavenido con Juana. Ni siquiera se ve fuera de lugar esa misteriosa “cabina” donde ocurren la música (jazz mezclado con candombe beat), la amistad y la reflexión. Cabina que en las primeras apariciones podría ser un habitáculo de disquería, una mesa de bar, una tatucera heterodoxa o el puente de una nave espacial, pero que luego se va concretando en lo que de verdad es, en un realismo propio que, a pesar de eso, no descarta por completo ninguna de las otras posibilidades. Dice en la contratapa Marciano Durán que la cabina existió realmente, ámbito de un “insomnio creativo”. Por dos obviedades concatenadas, ese café que Durán recuerda no es el que Guichón cuenta. Primero, porque no hay dos que recuerden lo mismo. Segundo, porque narrar en inventarlo todo.
No hay que contar más de la trama, pero sí hablar algo de sus parentescos. Está, por supuesto, Anderson Banchero y algo de Carlos Martínez Moreno. Pero buscarle esas asociaciones sería una generalidad demasiado amplia para una novela que es toda concreción. No hay narrativa posonettiana que no sea, en cierto punto, parienta de esas dos voces si no se llegó todavía a la dominancia levreriana. Menos evidente, pero quizá más presente, es la familiaridad con propuestas como Entusiasmo sublime (2018), del recientemente fallecido Juan Estévez. Sin tener una similitud lineal, puede pensarse en la familiaridad de dos primos para yuxtaponer esos dos universos, el de la cabina del Francés en este vuelo de Guichón y el de aquel joven milico a pesar suyo, casi Soldado Svejk del interior oriental, que sigue fiel a un idealizado Kropotkin por obra y gracia de un afiche que hay que atesorar como última esperanza de resistencia, que proponía Estévez.
El viento bajo las alas obtuvo una mención especial en el Premio Onetti de 2011, con un jurado de lujo en términos narrativos al menos en dos de sus miembros: Mario Delgado Aparaín, una de las voces más importantes de la literatura uruguaya actual, y Hortensia Campanella, fina exégeta onettiana. Guichón es, además, poeta, con larga trayectoria en lecturas performáticas y dos de sus poemarios destacados en concursos: Bailarina invisible (2013, segundo premio en los Nacionales de Literatura) y ACÁ (2017, Premio Bartolomé Hidalgo). Nacido en Casupá, Florida, en 1960, Guichón vive en Montevideo desde 1978. Ese paso a la capital lo llevó ―aunque no se diga en la solapa por modestia― a integrar la generación de 1983, ese territorio de cruce entre lo político, lo sindical y lo cultural que fue parte clave de la resistencia a la dictadura.