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Mural durante la ceremonia en honor al Grupo Manouchian organizada por el ayuntamiento del distrito 20 de París, Francia, el 21 de febrero de 2023 con motivo del 69.° aniversario de la ejecución de los miembros del grupo.

Foto: Amaury Cornu / Hans Lucas / AFP

A Manouchian, Francia agradecida

4 minutos de lectura
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El 21 de febrero, a 80 años de su ejecución a manos del ocupante nazi, los restos del líder de un grupo parisino de la Resistencia, Missak Manouchian, ingresarán al Panteón de Francia. Un sitial reservado a personas de la talla de Voltaire, Victor Hugo o (entre muy pocas mujeres) Marie Curie. Será el primer extranjero y el primer comunista en recibir ese homenaje. En 2009, al estrenarse la película Bastardos sin gloria, de Quentin Tarantino, muchos se acordaron de Manouchian y su “ejército del crimen”, retratados en otro filme del mismo año. Aquella polémica se reflejó en las páginas de Le Monde diplomatique.

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“Está permitido violar la historia, siempre y cuando tengas un hijo con ella”, escribió [con pluma de otro tiempo] Alejandro Dumas. ¿Qué criaturas son los Inglourious Basterds, los “bastardos sin gloria” de la película de Quentin Tarantino? Obviamente, hijos de Estados Unidos. Ninguna otra nación sabe cómo magnificar mejor los rasgos de la historia bajo el pretexto de la diversión, ningún cine sabe cómo equilibrar espectáculo y moralismo a este nivel de perfección retórica.

En esta película, varios judíos son elegidos para llevar a cabo operaciones de comando en Francia, con el fin de castigar a todos los nazis con la muerte. Un plan que ejecutan con celo, ofreciéndonos escenas de megaviolencia en las que les vuelan la cabeza, los destripan o les tallan una esvástica en la frente con un cuchillo.

Sin embargo, la ocupación y la resistencia en Francia no se limitaron a una lucha grandiosa entre dos titanes, como nos recuerda útilmente El Ejército del crimen (2019), de Robert Guédiguian, que cuenta la historia del grupo manouchiano. El gobierno colaboracionista controlaba los medios de comunicación, la prensa y la radio, llevando a los combatientes de la resistencia a golpear cada vez más fuerte para obligar al enemigo a hablar de ellos, incluso en términos despectivos.

La primera escena de la película de Guédiguian es una de las más bellas. A la sombra del furgón policial que los lleva a la tortura y a la muerte, Missak Manouchian y sus camaradas, apretujados como sardinas, esposados, ven pasar a los parisinos, hombres, mujeres y niños, libres a la suave luz de un día soleado. Se trata de un contraste chocante porque, en realidad, el líder de los Francotiradores Partisanos - Mano de Obra Inmigrante (FTP-MOI) de París y sus compañeros han optado por estar libres hasta el final, mientras que la capital es una prisión a cielo abierto. Sin embargo, estos combatientes de la resistencia no muestran ninguna postura de superioridad, sino una sonrisa cómplice: “¿Crees que hay una bomba en ese cochecito?”, le susurra Olga Bancic a Manouchian.

La película de Guédiguian propone así todo lo contrario del modelo Tarantino. Para éste, el espectáculo de la violencia es un fin, el contexto histórico y la identidad de los protagonistas (judíos o nazis) apenas un medio. Adolf Hitler puede morir en un incendio al mismo tiempo que un “bastardo” le dispara, de hecho es mucho más agradable que verlo suicidarse en su búnker... Al contrario, en la obra de Guédiguian la violencia es sólo un medio, problemático pero necesario: el de liberar a las personas de sus verdugos.

Guédiguian no omite, sin embargo, el deseo de venganza individual de los perseguidos. Por ejemplo, el que empuja al judío Marcel Rayman a asesinar a sangre fría a soldados nazis, a plena luz del día, con una bala en el estómago. O el que lleva al joven comunista Thomas Elek a fabricar solo, en un desván, la bomba casera que deposita, escondida en un ejemplar de El Capital, en una librería donde se reúnen nazis “amantes de la literatura”. Pero siempre, tales actos son seguidos por un recordatorio del peligro extremo que representan para el colectivo. Rayman y Elek son sermoneados por sus jefes: en el París ocupado, infestado de agentes de la Gestapo, la responsabilidad de cada gesto debe ser total.

A diferencia de la película de Tarantino, que apunta a una provocación filtrada a través del consenso antinazi, una provocación que en definitiva es aceptable y políticamente correcta, porque está despojada de cualquier complicación psicológica, El Ejército del crimen insiste en la idea de contradicción. Contradicción, por ejemplo, entre la organización y los activistas de base: estos últimos son convocados a sacrificar su familia y su vida amorosa, sufrirla y decirlo. También hay una contradicción entre la obligación de matar y el amor a la vida que impulsa a estos “terroristas”. Cuando lanza una granada a una patrulla nazi, Manouchian regresa a la escena, mira los cuerpos y su rostro expresa la más profunda amargura.

Guédiguian trae a colación estas contradicciones porque nos ayudan a pensar, porque quiere apelar a la inteligencia del espectador, no a su voyeurismo. ¿Es suficiente odiar a los nazis y atacarlos para ser antifascista? ¿Acaso ser antifascista no requiere defender, contra la ley del más fuerte (una ley a la que, al final, se somete Inglourious Basterds), otros principios, un ideal? El Ejército del crimen recuerda que Manouchian y sus camaradas judíos, húngaros, polacos, armenios, italianos, etc., compartían una fuerte idea de lo que sería una sociedad libre del nazismo: en su mayoría, eran internacionalistas y comunistas.

El 21 de febrero de 1944, el día de su ejecución, Manouchian pudo escribir a Mélinée, su esposa una frase verdaderamente provocadora: “En el momento de mi muerte, proclamo que no tengo odio contra el pueblo alemán ni contra nadie más”.

Mehdi Benallal, publicado en Le Monde diplomatique (París), octubre de 2009.

Entender a Tarantino

Si El ejército del crimen cuenta una historia real (la del grupo de resistencia liderado por Missak Manouchian), Bastardos sin gloria es una ficción pura, desconectada de la realidad. De hecho, la primera frase de la película es: “Érase una vez... en Francia en la década de 1940”? ¿No anuncia acaso el comienzo de un cuento de hadas?

Comparar estas dos películas no tiene sentido, ya que el cine de Quentin Tarantino está lleno de referencias al cine de género: los westerns de Sergio Leone y John Ford, La docena sucia (1967) de Robert Aldrich, El desafío de las águilas (1968) de Brian G Hutton, etcétera. Aquí sólo utiliza un telón de fondo (Francia durante la Segunda Guerra Mundial) para contar no la historia, sino una historia, en definitiva trivial, en la que los judíos matarán a tantos nazis como sea posible.

El interés del cine de Tarantino reside en su modo de narración: los capítulos de la película, la elección de los actores, los diálogos interminables e hilarantes, la música poco convencional... Y si la megaviolencia no está ausente aquí, no deja de ser distanciada (a diferencia de su primera película, Perros de la calle, 1992) y jubilosa. Arrancar el cuero cabelludo a los nazis en broma o asesinar a [Adolf] Hitler y [Joseph] Goebbels con una ametralladora es un poco como usar el cine para vengarse, ¿no?

Cinéfilo bulímico, Tarantino es un fanático de las películas de terror, guerra y western. Su cine es generoso, está hecho para reír, para sobresaltar, para llorar... Y en cualquier caso, estimula -en exceso- los sentidos, sin tener otra pretensión que esa. Y eso es algo bueno. Querer intelectualizarla, politizarla o contextualizarla es no entenderla.

Mathias Reymond, publicado en Le Monde diplomatique (París), noviembre de 2009.

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