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Ilustración: Ramiro Alonso

La revuelta de los tractores

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Durante su monólogo televisado de dos horas, el 16 de enero, el presidente francés, Emmanuel Macron, no le dedicó más de cinco segundos al destino de los agricultores. Una oscura clarividencia: dos días después estallaba una de las más importantes movilizaciones agrícolas de las últimas décadas. En todos los rincones de Francia, las autopistas fueron bloqueadas por tractores, ganaderos vertieron estiércol delante de los supermercados, se quemaron neumáticos delante de las alcaldías, las prefecturas y las oficinas de los representantes fueron tomadas como blancos...

Sin embargo, durante las últimas semanas se habían multiplicado las señales que anunciaban esta bronca campesina. En Europa, donde distintas movilizaciones agitaron Alemania, Polonia, Rumania, Países Bajos, España y Bélgica. Pero también en Francia, donde, desde noviembre de 2023, algunos agricultores dieron vuelta los carteles de señalización colocados a la entrada de las comunas, como símbolo de una profesión que está “patas para arriba”. El 10 de enero, en un comunicado, seis centrales sindicales europeas describían incluso una situación que se había vuelto “insostenible”, pudiendo “comprometer la subsistencia de los productores de la Unión Europea”.

Torrentes de bronca

Ya hace mucho tiempo que los agricultores del viejo continente están en la cuerda floja, endeudados, ahogados por la distribución masiva y los gigantes de la industria alimenticia, golpeados por las sequías y las repetidas inundaciones, obligados a alinearse con la competencia externa y sus productos baratos, dependientes de un sistema de subvenciones que favorece a los grandes agricultores. Desde la guerra en Ucrania, el panorama se ensombreció aún más. Con la abolición de los derechos de aduana y la creación de “corredores de solidaridad” decididos por Bruselas, los productos agrícolas ucranianos inundaron Europa del Este, provocando una caída de los precios que ya alcanza al conjunto del continente y afecta los ingresos de los agricultores, cuyas diversas facturas (energía, agua, insumos, semillas...) se disparan. Ingresos por el piso, costos de producción en alza, todo ello en un sector ya frágil de por sí: la más mínima chispa podía encender el fuego.

En Alemania, fue la supresión de un reembolso fiscal sobre el gasoil; en Bélgica y en los Países Bajos, sendos proyectos que tenían como objetivo restringir el tamaño del ganado; en Francia, un aumento del “impuesto por contaminación emitida”... Al poner el foco en la gota que rebalsó el vaso antes que en los torrentes que lo llenaron, los comentadores acotan la bronca a una protesta “contra las normas medioambientales”, como si los campesinos fueran por definición indiferentes a la crisis climática. Pero es precisamente esto lo que denuncian los manifestantes en todas partes en Europa: lo absurdo de un sistema que los hace contribuir a su propia destrucción, al defender, a falta de una alternativa inmediatamente disponible, pesticidas de los que son las primeras víctimas, ganancias de productividad que los llevan a autorreemplazarse por robots, la alteración del medioambiente del que depende su actividad.

La proporción de agricultores en la población activa francesa pasó del 35 por ciento en 1946 a menos del dos por ciento hoy en día. El futuro del mundo campesino oscila entre tres horizontes. Desaparecer, bajo el efecto de la división europea del trabajo y de la entrada en la Unión Europea de grandes naciones cerealeras. Sobrevivir, tomando el camino impuesto por las burocracias y los fondos de inversiones, el de la industrialización desenfrenada –pero al precio de la devastación medioambiental y humana que ya está provocando, aquí y allá, sublevaciones de la tierra–. O luchar, para imponer una agricultura campesina, que se reencontraría con su vocación abastecedora al mismo tiempo que aseguraría la autonomía de sus trabajadores. ¿Qué fuerza política podrá proponer este camino? Muchos ganaderos y agricultores aspiran a ello; los ciudadanos lo desean; la racionalidad a largo plazo lo exige.

Benoît Bréville, director de Le Monde diplomatique (París). Traducción: Micaela Houston.

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