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Eduardo Halfon.

Foto: Adriana Bianchedi

Laterales | Eduardo Halfon

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Tal vez la más certera descripción de este escritor tan extraño la haya proporcionado él mismo a través del narrador de Canción, uno de sus libros: “Nunca antes había estado en Japón. Y nunca antes me habían solicitado ser un escritor libanés. Escritor judío, sí. Escritor guatemalteco, claro. Escritor latinoamericano, por supuesto. Escritor centroamericano, cada vez menos. Escritor estadounidense, cada vez más. Escritor español, cuando ha sido preferible viajar con ese pasaporte. Escritor polaco, en una ocasión, en una librería de Barcelona que insistía —insiste— en ubicar mis libros en la estantería de literatura polaca. Escritor francés, desde que viví un tiempo en París y algunos aún suponen que sigo allá. Todos esos disfraces los mantengo siempre a mano, bien planchados y colgados en el armario”.

Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971) ha establecido en su prosa una angustiante y a la vez divertida simbiosis entre el narrador y el escritor, entre la ficción y la confesión, entre la realidad y la verdad. Disfraz sobre disfraz, bien planchados todos. Los simbiontes se entienden. Con una obra que al expandirse parece adelgazarse hasta el mínimo imprescindible, intenta desentrañar los secretos de una identidad que puede ser la del Halfon escritor, la del Halfon personaje y la de sus múltiples disfraces, pero sobre todo la identidad del lector, de cada lector.

Al fin y al cabo, se trata de una historia propia: familia paterna judía polaca, familia materna judía árabe, nacido en Guatemala, criado en Estados Unidos, residente en la Florida, en Nebraska, en Nueva York, en su ciudad natal, en París. La lista es tan larga como el camino recorrido.

Tiene una notable capacidad evocativa. Una frase suya de cinco o seis palabras nos transporta hacia un mundo real pero también onírico, un agujero negro chiquito que se lo traga todo. De Duelo: “El café tenía sabor a neblina”. El escritor parece ser muy consciente de ese poder, así que lo utiliza con discreción, se diría que con recato. Usa su talento con cautela y un humor difícil de desentrañar. Nada lo emparenta con su medio o casi compatriota Augusto Monterroso, el brevísimo en todo sentido. Los cuentos de Halfon son como novelas cortas y sus novelas son como cuentos largos. No importa la etiqueta que se le cuelgue, cada libro que publica se mantiene erguido de principio a fin, más allá de su concisión: Duelo, 110 páginas; Canción, 128 páginas; Oh gueto mi amor, 64 páginas.

En sus historias siempre hay una búsqueda con toques obsesivos y muchas veces absurdos. Una persona, un sitio, algo. El mecanismo que entonces se pone en marcha le permite al autor subirse al árbol de la vida, irse por las ramas, llegar a la copa, posarse en una hoja, mirar alrededor, luego volver al tronco y bajar desesperado hasta llegar a las raíces: “Al escribir sabemos que hay algo muy importante que decir con respecto a la realidad, y que tenemos ese algo al alcance, allí nomás, muy cerca, en la punta de la lengua, y que no debemos olvidarlo. Pero siempre, sin falta, lo olvidamos”.

Aunque ha publicado casi 30 libros, a diferencia de otros autores muy prolíficos (César Aira puede ser el ejemplo más notorio), él mantiene en toda su narrativa una especie de pegamento temático, va y viene, retoma historias y personajes, vuelve sobre sí. Al final, su obra puede ser leída como una gran novela aún inacabada cuyo final es imposible de adivinar por ahora, y que tiene como protagonista a un tal Eduardo Halfon, guatemalteco, viajero, contador de historias. Un personaje.

Lo principal: Un hijo cualquiera (relatos, 2022); Canción (novela, 2021); El boxeador polaco (relatos, 2008); Saturno (novela, 2003).

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