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Concentración durante la inauguración anual de las sesiones ordinarias del Congreso en Buenos Aires, el 1º de marzo de 2023.

Foto: Luis Robayo, AFP

Las nuevas ropas del emperador

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La política exterior de Javier Milei.

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La estrategia internacional del gobierno libertario argentino está lejos del pragmatismo que reivindica. Construida a partir de la idea de un mundo que ya no existe, está llevando al gobierno a tomar decisiones que generarán altos costos para el país, como enemistarse con Brasil y China.

El 8 de marzo, en ocasión del Día Internacional de la Mujer, el gobierno reemplazó el Salón de las Mujeres de Casa Rosada por un nuevo Salón de los Próceres. Consagró allí un relato ideológico que refleja una valoración de la historia argentina en la que, por distintos motivos, destaca dos personajes: Juan Bautista Alberdi1 y Carlos Saúl Menem2. Un discurso articulado sobre sus ideas liberales como inspiración de las políticas actuales, en las que la política exterior no es la excepción. Una invocación sobresaltada del menemismo y una interpretación muy particular del liberalismo alberdiano.

El mandatario argentino Javier Milei declaró como aliados a Estados Unidos, a Israel y al “mundo libre”. Una ubicación que remite con facilidad a tiempos menemistas y a las relaciones que el entonces canciller Guido Di Tella llegó a calificar de “carnales”. También es verdad que Menem fue el primer presidente argentino en visitar Israel, en 1991.

Los fundamentos, sin embargo, son bien distintos. El acercamiento a Washington durante el gobierno de Menem estaba inspirado en un momento global radicalmente distinto del actual: aquel marcado por la caída del Muro de Berlín (1989), la disolución de la Unión Soviética (1991) y la consagración de Estados Unidos como única potencia verdaderamente global. Se trataba de una política exterior adaptada a un mundo –y enmarcada en una mirada teórica, el realismo periférico– con una noción del interés nacional en términos predominantemente económicos y subordinada al reconocimiento del rol de debilidad relativa de Argentina en la escena internacional.

Todo aquello cambió: hoy no hay sólo un polo de poder. Estados Unidos perdió peso relativo, China aspira a un lugar de paridad y otros actores han logrado mayor protagonismo con agendas propias. Mientras que el acercamiento del menemismo a Washington estaba definido, en lo principal, con base en intereses económicos y comerciales, el acercamiento de Milei aparece, antes que nada, basado en la ideología, los valores y la moral. La lectura del mundo no es sólo anacrónica, sino que malinterpreta la complejidad histórica del vínculo de los años 1990. En aquella época, en efecto, el menemismo actuaba siguiendo casi al pie de la letra el manual de una escuela que prescinde de valores y predica la primacía de costos e intereses. El gobierno libertario hace lo contrario. Carlos Escudé, inspirador ideológico de aquella corriente, era, al momento de su inesperado fallecimiento, un entusiasta promotor de la relación bilateral con China.

La mirada actual alcanza además la reivindicación de Alberdi, a quien la política exterior menemista y su sistema de creencias reconocían también como inspiración, por su inclinación hacia las relaciones con las grandes potencias de la época, por razones económicas, comerciales y financieras. Con la distribución de poder de su tiempo, es tan cierto que Alberdi se inclinaba hacia Europa como que resistía al imperialismo proteccionista norteamericano y sostenía la necesidad de una integración abierta y moderada con países de la región para contrarrestar a un Brasil al que veía como rival. Una política exterior cuya influencia de larga data ha alimentado miradas del interés nacional más autonomistas, y mucho menos recortadas, que las de sus declamantes, tanto en los 1990 como en la actualidad.

Un vacío en el Sur Global

La imitación e inspiración que hace el gobierno de Milei del menemismo carga con errores y omisiones obvias, cuyo peso es acaso mayor ahora que durante los años del riojano. El menemismo nunca descuidó la relación con los vecinos ni dejó de mirar un mapa internacional más amplio, algo que reluce en particular en las relaciones con Brasil y China.

La década de 1990 fue, también, la del Mercosur y la sociedad económica con Brasil, que durante la etapa de Domingo Cavallo como canciller resultó en una opción complementaria a Washington, y que bajo la conducción de Di Tella sirvió para compensar los costos de alinearse con Estados Unidos. Fue la época de afianzamiento del bloque y la expansión del comercio regional. Se creó la Agencia Brasileño Argentina de Contabilidad y Control de Materiales Nucleares, una experiencia, inédita a nivel global, que permitió responder de forma creativa y preservando márgenes de soberanía a las obligaciones de ambos países en su desarrollo nuclear pacífico. Acaso los dos hitos centrales de una relación que, con sus idas y vueltas, tuvo muchos momentos de importancia. Como recuerda Juan Gabriel Tokatlian en un artículo reciente3, Menem visitó Brasil más de 20 veces, siendo por lejos el principal destino de la diplomacia presidencial.

En cuanto a China, sólo basta recordar que Menem fue uno de los primeros presidentes occidentales en visitar el país luego de los hechos de Tiananmen (abril-junio de 1989), en noviembre de 1990, y que lideró la primera ola de expansión de la representación diplomática en tiempos en que la economía china, medida en dólares, era más pequeña que la de Italia, pero ya mostraba tasas de crecimiento sin precedentes.

Difícilmente pueda encontrarse un paralelo entre aquella política y la actualidad. Milei prometió en campaña no relacionarse con China y calificó al presidente brasileño Lula da Silva de “comunista” y “corrupto”. Si bien este tipo de eslóganes perdieron intensidad una vez que llegó al gobierno, y hubo incluso una señal alentadora de intercambio epistolar con el liderazgo chino y conversaciones con la cancillería brasileña, las señales han sido –cuanto menos– ambiguas. Milei ha dejado de lado la diplomacia presidencial respecto de ambos países. Desde que asumió, el presidente no ha tenido comunicación directa con su par chino Xi Jinping ni con Lula y evitó visitar Brasil, destino principal de todos los mandatarios argentinos.

Las tareas de acercamiento parecen haber quedado, pura y exclusivamente, en los cuerpos burocráticos del Estado. La institucionalidad de los lazos económico-políticos con Brasil traspasa incluso los importantes acuerdos bilaterales logrados durante los años compartidos de democracia. Es la profundidad de esas redes institucionales la que sostiene, desde el Palacio San Martín [sede de la cancillería argentina], una suerte de política de contención que parece similar a la de Itamaraty [sede de la cancillería brasileña] durante la presidencia de Jair Bolsonaro (2019-2022).

En el caso de China, su importancia para el comercio, pero también para el financiamiento de proyectos, es evidente. Argentina y China tienen estructuras exportadoras complementarias. China es el destino del diez por ciento de las exportaciones argentinas, en especial de productos agropecuarios, y se ha consolidado como inversor y fuente de financiamiento. Son miles de millones de dólares destinados a obras de infraestructura, un swap4 que permitió reforzar las reservas internacionales y funcionó como recurso de apalancamiento ante la extrema vulnerabilidad externa del país, y un rol cada vez mayor como inversor, tanto en el sector agrícola como en otros en crecimiento, como el minero y el petrolero.

La “diplomacia de contención” ha funcionado menos en relación con China que respecto de Brasil. Fue de hecho la propia canciller, Diana Mondino, quien protagonizó los traspiés. Una reunión con la representante de la oficina comercial de Taiwán en Argentina forzó a Mondino a reunirse luego con el embajador chino, Wang We, y a emitir un comunicado sobre la relación comercial y reafirmar la vigencia de las posiciones históricas del país sobre el principio de una sola China. A esto se suma la negativa a ingresar al grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica) a pocos días de iniciado el gobierno de Milei, con el argumento de que se trata de una asociación puramente política. El fundamento detrás de la decisión suena alberdiano: en la política exterior sería mejor alejarse de lo político y aferrarse a lo económico. Pero el argumento fue desautorizado por la propia canciller cuando declaró, nada menos que en Japón, que Argentina debe priorizar las relaciones políticas con “democracias liberales”, una declaración curiosa si se tiene en cuenta que fue formulada luego de culminada su visita de alto nivel a... la República Socialista de Vietnam.

Cuentan quienes conocen el andar del gobierno libertario que en el Ministerio de Economía sí hay una valoración del vínculo con China y de la necesidad de cuidarlo, si no por el potencial de su crecimiento, al menos sí por los riesgos que significaría ponerlo en crisis, tanto en materia de comercio exterior como de inversiones y financiamiento.

El Fondo, pragmatismo y audacia

Desde que en 2018 el gobierno de Mauricio Macri decidió recurrir al Fondo Monetario Internacional (FMI) para aliviar los serios desequilibrios en las cuentas externas, la política exterior argentina se ha visto fuertemente condicionada por la relación con el organismo. Una gimnasia de negociación que incluye, además de factores técnicos y estatutarios, otros de índole geopolítica, que suelen ser determinantes. Una constante que se repite en otros países cuyas economías aparecen periódicamente sostenidas y condicionadas por distintas formas de auxilio del FMI, como Egipto y Pakistán, y hace dos décadas por una Turquía que jugaba un papel clave en la etapa posterior a los atentados contra las Torres Gemelas (11-9-2001).

Los inéditos 54 mil millones de dólares otorgados al gobierno de Macri (2015-2019) son inseparables de las consideraciones estadounidenses sobre la orientación política e ideológica de un eventual cambio de gobierno. Del mismo modo, ya bajo la administración de Joe Biden, la relativa tolerancia y flexibilidad en los objetivos de gasto público y hasta en el grado de cumplimiento durante el gobierno de Alberto Fernández (2019-2023) también son inseparables de las percepciones de riesgo sistémico a nivel regional ante un posible colapso económico argentino.

Con estos antecedentes, la estrategia del gobierno de Milei es novedosa. A diferencia de lo que ocurre en otros ámbitos, parece estar siendo ejecutada conforme a una planificación previa, en la que el programa se subordina a los objetivos políticos. Lejos de pujar por extensiones y clemencia, márgenes de incumplimiento, adelantos de fondos o atrasos de pagos, el gobierno apunta a sobrecumplir las metas de ajuste fiscal y monetario, mientras lleva adelante una política monetaria de tasas de interés reales fuertemente negativas, en abierta contradicción con lo pactado oportunamente con el FMI. Una paradójica recuperación de soberanía en la que es la administración argentina –y no el organismo– la que lleva la dirección del ajuste, a condición de ir más lejos de lo que el propio FMI estaba dispuesto a exigir. Así, Milei intenta sentar un precedente para un modelo de ajuste radical apartado de la receta del FMI, en otro particular paralelo con los años 1990, cuando la convertibilidad era desaconsejada de manera enfática por la burocracia de los organismos internacionales, hasta ser aceptada sólo por el tamaño de la ambición reformista de orientación neoliberal que la acompañó.

El sobreajuste con características argentinas parece ser una política cuya aceptación el gobierno impone al FMI, mientras la carga del apoyo político se traslada del Departamento de Estado, donde en el pasado solía ser mayor, al Tesoro de Estados Unidos, donde las promesas de disciplina fiscal prevalecen a las miradas divergentes sobre Donald Trump o el cambio climático, sin que nadie descarte incluso que pueda existir algún respaldo concreto para facilitar el éxito del plan económico.

Riesgos de la improvisación y la sobreactuación

La proactividad de Milei en la discusión con el FMI contrasta de forma intensa con la ausencia de iniciativas hacia otros actores con enorme potencial de aportar al país en materia de inversiones, financiamiento o cooperación. Proyectos de infraestructura acordados con China han quedado en suspenso, y no se han visto signos de avance con Brasil y Chile, donde la cooperación minera, y en especial la energética, tienen un gran potencial. Tampoco se han aportado mayores definiciones respecto del rumbo deseado para el Mercosur, ni sobre las políticas de integración, regional o extrarregional, más allá de una enfática pero vaga prédica aperturista.

Otros países del G-20, comparables en alguna medida con Argentina, como Brasil, Turquía, Sudáfrica o Indonesia, han decidido de forma deliberada evitar alineamientos automáticos, buscando preservar y maximizar sus márgenes de maniobra. La distribución de poder en un orden en transición es difícil de predecir, por lo que una estrategia de adaptación rápida es importante en países cuya capacidad de moldear la política global es relativamente baja. El no alineamiento es un seguro.

El gobierno argentino ha encarado un camino diferente, lo que no exime, sino que agudiza, la necesidad de una diplomacia profesional y sobria. La sobreactuación y el carácter errático de la política exterior pueden condicionar las percepciones sobre el país y volverlo menos previsible, haciéndolo incurrir en costos innecesarios. El caso de Australia, tantas veces evocado, debería ser un espejo para una política de alineamiento que sea consciente del contexto. También de aquel ejemplo Argentina devuelve hoy una imagen deformada.

Un mal intérprete

Aunque el mundo que mira Milei remita a los años noventa del siglo XX, estamos en un orden internacional muy distinto. No sólo la potencia hegemónica perdió poder relativo, sino que el ascenso de China es abrumador. El gigante asiático es el principal socio comercial de la mayoría de los países del planeta y el segundo de Argentina, sólo detrás de Brasil. Lejos de las certezas de antaño, existe un desorden internacional, un mundo en transición, donde hay dos claros polos de poder que ejercen presión sobre todo el resto. Las recetas para navegar desde un país periférico deben ser mucho más cautelosas y pragmáticas.

Milei es un mal intérprete de sus próceres. Si quisiera imitar a Menem, podría empezar por una lectura clara sobre el orden internacional y diseñar una estrategia acorde. Las relaciones carnales fueron hijas de su tiempo. Si quisiera seguir a Alberdi, podría recordar el lugar que le daba el tucumano a la política exterior: “la verdadera economía política, el arte y el secreto de su riqueza pública y privada”, escribió en 1896. La política exterior de Milei no viste de Menem ni de Alberdi. Con alguna honrosa excepción, sus nuevas ropas aparecen muy similares a las de aquel emperador de las fábulas infantiles.

Martín Schapiro, exsubsecretario de Asuntos Estratégicos de la Nación, columnista internacional en Cenital y Futuröck, y Agostina Dasso, licenciada en Estudios Internacionales, magíster en Política y Economía Internacional, y doctoranda en la Universidad de Princeton.


  1. Autor intelectual de la Constitución argentina de 1853 y destacado representante de las ideas liberales del siglo XIX. 

  2. Presidente argentino de 1989 a 1999. 

  3. “¡Adiós, Latinoamérica!”, www.cenital.com, 10-3-2024. 

  4. Instrumento financiero por el que dos partes acuerdan un intercambio de beneficios futuros. 

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