Una de las polémicas en los premios Oscar 2024 es la ausencia de Gael García Bernal entre los nominados a mejor actor por su papel en Cassandro (2023, de Roger Ross Williams). No es la primera vez que el cine se enfoca en la lucha libre mexicana. Su principal estrella de ring y pantallas fue El Santo, de cuya muerte se acaban de cumplir 40 años. Espectáculo nacido a principios del siglo XX, el catch caló hondo en la cultura, historia y vida política de México, del que revela aspectos inesperados.
Pequeño y fornido, con el rostro cubierto por una máscara dorada, El Padrino ocupa el lugar de honor al frente de la capilla dedicada a Santa Muerte, una diosa sincrética que vela por los marginados y que los cárteles narcos adoptaron como protectora. Desde allí observa a los hombres que levantan el esqueleto de un gran cuadrilátero de hierro en la explanada. Bajo el cielo gris, la estructura del ring se integra a la perfección en el paisaje de concreto de Apatlaco, un barrio popular situado en Iztapalapa, la circunscripción con mayor pobreza y desocupación en México. Para el Día de los Muertos, el exluchador le regaló a su barrio un combate de lucha libre.
Después de un breve discurso en el que El Padrino alabó el orgullo de Apatlaco y honró a la santa patrona de los parias, los luchadores enmascarados entraron en el ring con espectaculares figuras aéreas. Los niños, sobreexcitados, se apiñaban alrededor del cuadrilátero, azuzados por los vendedores de helados y máscaras. Detrás de ellos, los adultos saboreaban de a sorbos sus grandes vasos de cerveza.
De máscara y pantalón celestes, El Sublime demostró sus técnicas con su atlética figura: llaves, candados y patadas aéreas... Junto a Enigma y Skyder, sus compañeros, conformaba el equipo de los “técnicos”, los que se esfuerzan por luchar limpio, con todas las de la ley, contrariamente a los “rudos”, que encarnan la brutalidad y la trampa. Desde hace casi un siglo, rudos y técnicos se disputan el afecto de los espectadores en todas las arenas de México.
En Apatlaco, los más populares son los rudos. Esta vez ganaron: después de tres rounds, los técnicos se rindieron mientras Aztlán (por el dios azteca del inframundo), el chico malo, se lanzaba desde lo alto de la tercera cuerda del ring para aplastar a su contrincante contra el asfalto, ante el clamor general y haciendo caso omiso de las protestas del árbitro.
Tras el combate, todos los luchadores compartieron una comida fraternal después de haber presentado los honores a El Padrino y Santa Muerte. Sin la máscara de El Sublime, Óscar muestra una sonrisa afable y anteojos de marco cuadrado. El luchador –que pide mantener su anonimato, esencial para conservar su prestigio– no guarda ningún rencor por la derrota: “Es la lucha universal del bien contra el mal. Los ‘rudos’ se burlan de las leyes, al igual que los políticos, mientras que la gente se esfuerza por ser honesta. Es lo que vivimos en México todos los días: impotencia, pero también humor. México inventó la lucha libre para reírse de su propia tragedia”.
El orgullo del barrio
Oscar enseña artes plásticas en una escuela de Tepito, un barrio popular de la capital, famoso por la pobreza y la delincuencia. Como muchos otros, viene de un linaje de luchadores. Su padre, exempleado de la Compañía Nacional de Electricidad, también luchó como aficionado. “Crecí con este imaginario. En los barrios, los niños necesitan olvidar sus problemas. Los payasos, los luchadores, les traen fantasía”.
En las primeras páginas de Mitologías, publicado en 1957, el semiólogo Roland Barthes festejaba el universo del catch-as-catch-can francés, ancestro del wrestling estadounidense1 y de la lucha libre mexicana. Ponía de relieve su cercanía con el teatro griego: “Se trata, pues, de una verdadera Comedia Humana, donde los matices más sociales de la pasión (fatuidad, derecho, crueldad refinada, sentido de revancha) encuentran siempre, felizmente, el signo más claro que pueda encarnarlos, expresarlos y llevarlos triunfalmente hasta los confines de la sala. [...] Lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma”. Barthes oponía el catch, en el que el resultado está arreglado de antemano, al boxeo, “un deporte jansenista, fundado en la demostración de una superioridad; se puede apostar por el resultado de un combate de boxeo [...] El proceso racional del combate no interesa al aficionado del catch; por el contrario, el boxeo siempre implica una ciencia del futuro”2.
En México, la lucha libre se remonta al período industrial posrevolucionario, en los años 1920, con la urbanización y el desarrollo del país. Sus orígenes se encuentran en el universo barrial, en las generaciones de chilangos, hijos o nietos de migrantes que fueron a la capital en busca de mejores condiciones de vida. Es el caso del personaje más emblemático, El Santo, también conocido como “El hombre de la máscara de plata”. Rodolfo Guzmán Huerta nació en 1925 en Tulancingo, en el estado de Hidalgo, antes de que su familia migrara a la ciudad y se estableciera en el barrio de El Carmen. Al igual que muchos otros, el joven Rodolfo se volcó hacia la única esperanza de ascenso social que puede tener un niño sin recursos: el éxito deportivo. El boxeo, pero también la lucha libre, que había cobrado popularidad con la visita de luchadores europeos y la creación, en 1933, de la primera empresa profesional, el Consejo Mundial de Lucha Libre (CMLL).
También es la época de esplendor de México, en particular tras la llegada del cine. El Santo saltó de los rings al mundo de las revistas ilustradas y la linterna mágica. Entre 1952 y 1973 participó en más de 50 películas, en las que defendía a viudas y huérfanos, cuando no a toda la raza humana, contra marcianos, zombis, momias de Guanajuato, vampiresas e incluso contra algunos magnates de los medios. Tras cuatro décadas, la mayor leyenda de la lucha libre se despidió con una reverencia. Se quitó la máscara en televisión, en vivo y en directo: una primicia. Falleció algunos meses más tarde, el 5 de febrero 1984.
Nadie logró capturar mejor esta edad de oro, el entrelazamiento entre lo cotidiano y el mito, que la fotógrafa Lourdes Grobet. Su tríptico fotográfico está dedicado a los luchadores y luchadoras en sus combates diarios, al público boquiabierto y a las gloriosas arenas, símbolos de modernidad arquitectónica a las que otorga la dimensión de lugares de culto. Le llevó 25 años publicar su obra, testimonio de vanguardia de una “teología de la lucha libre”, tal como escribe Carlos Monsiváis, el escritor y poeta que nunca se cansó de México y su espectáculo cotidiano, en el prólogo del libro Espectacular de lucha libre3.
Según Monsiváis, el apogeo de la lucha libre coincide con el de la cultura popular latinoamericana: “Su época de oro dialoga con otras épocas de oro; la del cine, el bolero, el tango, el vals peruano y la ranchera [...]: una sensibilidad urbana que empieza con el orgullo por el barrio y que termina transformando el fanfarroneo en un arma de supervivencia”. Lo popular se entiende “no en oposición a lo aristocrático o lo burgués, sino como respuesta a una invisibilidad institucionalizada” de las masas anónimas, escribe.
En la actualidad, las clases medias e intelectuales miran a la lucha libre con otros ojos. En setiembre de 2014 se realizó en México el primer seminario universitario dedicado al tema4. Decenas de investigaciones analizaron el fenómeno con la lupa del marxismo, el situacionismo e incluso la teoría queer, que ve en el kitsch asumido y la pasión por las máscaras la matriz de una construcción posmoderna de las identidades múltiples... En paralelo a los técnicos y los rudos, surgió una tercera categoría de luchadores, transgénero, que se caracterizan y se visten como mujeres: los “exóticos”. Cassandro, el luchador exótico de Ciudad Juárez, campeón del mundo de 1992, se convirtió en un ícono gay en el mundo entero.
Pantalla masiva
“Antes, la lucha libre estaba mal vista, se la consideraba un espectáculo de mala calidad. Se pensaba que era una actividad de brutos, de bárbaros. Pero ahora se la considera símbolo de modernidad”, explica Orlando Jiménez. Para este historiador, especialista iconoclasta de la lucha libre y árbitro en sus ratos libres, eso se debe a la evolución de la sociedad mexicana y, principalmente, al auge de los medios masivos. “En 1954, con la llegada de la televisión, la lucha se prohibió porque era un mal ejemplo para los más chicos. Más adelante, en los años noventa, la televisión impuso condiciones a los luchadores, sobre un trasfondo de disolución de los sindicatos corrompidos”. Antes, estos defendían a los luchadores de los agentes, les daban cierto estatus, reclamaban una regulación en salud, si bien es cierto que se restringían a las dos grandes arenas de México. El primer sindicato había sido creado por... El Santo.
Desde su fundación, en 1992, la nueva empresa de promoción de la lucha libre Asistencia, Asesoría y Administración (AAA) organiza espectáculos no sólo en México, sino también en Estados Unidos y Japón. La “Triple A” se apoyó en la liberalización de los canales de televisión durante los años 1990 y contribuyó ampliamente a copiar el modelo estadounidense, con luchadores fisicoculturistas, pantallas gigantes, luces y sonido, porristas, y peleas de enanos. Esta tendencia hizo que la lucha libre tuviera que adaptar su lenguaje a los códigos televisivos y a guionar el espectáculo para las cámaras más que para el público.
La muerte en vivo del famoso rudo El Hijo del Perro Aguayo, víctima de un traumatismo cervical provocado por una patada voladora de su contrincante, en Tijuana, el 21 de marzo de 2015, provocó un profundo malestar en el ambiente. Su interminable agonía se filmó en un primer plano, mientras el espectáculo seguía. El accidente puso en evidencia la vulnerabilidad de los luchadores, símbolos intocables del machismo mexicano: la inmensa mayoría trabaja sin protección social ni seguro médico.
Sin embargo, para Orlando Jiménez, las consecuencias de la globalización de la lucha libre no se reducen a la pérdida de autenticidad: “Hay una reacción que sorprende hasta a los gringos. Ellos piensan que nos están conquistando, pero en realidad es la lucha libre la que conquista el continente: no sólo en América Latina, donde poco a poco va ganando espacios, sino también en América del Norte, gracias a los mexicano-estadounidenses. Ellos hacen la integración cultural”.
¿Se trata de un símbolo de la universalidad que caracteriza el fenómeno de la lucha libre? Jiménez está convencido de ello: “Se pueden destacar diferencias de estilo, pero tanto en Estados Unidos como en Japón y México, países industriales con una gran tradición de lucha, la situación es la misma: la población sufre una economía capitalista que destruye lo social y está acostumbrada a recibir golpes”.
Fuerte significado político
Por otra parte, para los luchadores y luchadoras, la profesionalización es la oportunidad de defender sus derechos, afirma el historiador: “El problema de este país es la falta de organización. Eso está cambiando en el siglo XXI, los luchadores se organizan contra la explotación de los agentes. La Fundación Equidad y Dignidad Lucha Libre, dirigida por tres luchadoras, logró abrir la discusión sobre la protección social”.
Para Jiménez, lo que sucede es que la lucha libre siempre cargó con una fuerte simbología política, “el pedido de justicia social”. Del Zorro al subcomandante Marcos, la máscara es un atributo popular. Muchos exponentes son figuras de la lucha social, como Fray Tormenta, el cura que se subió al cuadrilátero para financiar su orfelinato, al que convirtió en una cantera de luchadores. Asimismo, la lucha libre inspiró a distintos militantes que buscaban emblemas de unidad.
En 1985, de las ruinas de un México destruido por el terremoto surgió un personaje enmascarado, vestido con una capa roja y dorada: Superbarrio Gómez, un militante barrial que tomó partido por las víctimas que habían quedado abandonadas sin techo ni apoyo gubernamental. Superbarrio Gómez continuó su camino contestatario, sobre todo contra el enorme fraude electoral que permitió que Carlos Salinas de Gortari ganara las elecciones de 1988. Así fue como el candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que había gobernado el país por más de medio siglo, logró vencer a Cuauhtémoc Cárdenas, candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), que en esa época encarnaba el espíritu de cambio, pero que finalmente tampoco pudo escapar al clientelismo y la corrupción.
“Quisimos que la lucha libre, ese gran simbolismo real y cósmico [...] se trasladara fielmente, sin maquillaje, a la lucha social y política cotidiana. [...] Las ciudades y sus calles, se están convirtiendo en grandes cuadriláteros”, escribió Marco Rascón Córdoba, alias Superbarrio Gómez, en su manifiesto de la “superdisidencia”5.
“Superbarrio, el luchador social, entendió el símbolo”, admite Jiménez. Pero agrega: “Luego se convirtió en Súper-PRD, es decir, en un cuadro del corporativismo y las prácticas partidarias. Se convirtió en rudo. Muestra que un héroe puede ayudar, pero también traicionar. Esa es la lección política de la lucha libre”.
Benjamín Fernández, periodista. Traducción: Georgina Fraser.
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Véase Balthazar Crubellier, “Grandeur et délires du catch américain”, Le Monde diplomatique, París, mayo de 2010. ↩
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Roland Barthes,“El mundo del catch”, Mitologías, Siglo XXI, Buenos Aires, 2003. ↩
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Espectacular de lucha libre. Con fotografías de Lourdes Grobet, Trilce/Océano, México, 2005. ↩
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“Seminario internacional sobre el espectáculo de la lucha libre en México”, www.indecusac.org, setiembre/noviembre de 2014. ↩
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“¿De dónde provino la luz dorada que hizo a superdisidencia?”, www.superdisidencia.net. ↩