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Escultura de Juan Domingo Perón en el restaurante temático Perón Perón, en Buenos Aires.

Foto: Juan Mabromata, AFP

Un proyecto para el desierto peronista

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Después del triunfo de Javier Milei.

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¿Hacia dónde va el peronismo en este momento de la historia política argentina? En estos seis artículos se profundiza en el problema de sus internas ancladas en el territorio y en el desafío de construir un programa que dé cuenta de las nuevas realidades productivas y tecnológicas, pero que no se olvide de honrar la historia peronista. Esto se combina con el análisis de las peculiaridades socio-antropológicas de ese “animal mitológico que existe”, como lo definió alguna vez el expresidente uruguayo José Mujica.

El proyecto económico del peronismo ha quedado desdibujado: su reformulación es imperiosa. Los factores que impulsaron el crecimiento económico y la movilidad social ascendente durante los primeros gobiernos kirchneristas se agotaron a partir de 2011, dando inicio a una larga etapa de estancamiento e inestabilidad. Asimismo, emergió una visión económica (que no es la única pero sí predominante en el peronismo) que ha mostrado limitaciones conceptuales, problemas de diagnóstico y falta de adecuación a los desafíos productivos del siglo XXI.

Las mutaciones del kirchnerismo

La crisis de la convertibilidad [del peso argentino con el dólar estadounidense] fue profunda, pero su resolución fue rápida y efectiva, aunque con graves costos económicos y sociales. El dispositivo diseñado por Jorge Remes Lenicov y luego refinado por Roberto Lavagna [ministros de Economía de 2002 a 2005] permitió recuperar el crecimiento económico, con importantes superávits en las finanzas públicas y el sector externo. La economía volvió a crecer, se recuperó el empleo, revivieron muchos sectores productivos y la situación social comenzó a mejorar aceleradamente.

Pero aquello que parecía una utopía de sensatez, equilibrio y aprendizaje fue mutando gradualmente. Si el gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) fue el único de la Argentina contemporánea que registró superávit fiscal durante los cuatro años de gestión1, con una prudente política monetaria, superávit comercial y acumulación de reservas, los gobiernos de Cristina Fernández (2007-2015) se fueron convirtiendo progresivamente en su antítesis. A ello se sumaron limitaciones en política industrial y energética. La primera, con pocas innovaciones para atender los nuevos desafíos tecnológicos. La segunda, con serios problemas para estimular la producción: durante los tres gobiernos kirchneristas cayó de forma sostenida la producción de petróleo y gas, y recién sobre el final del segundo mandato de Cristina Fernández, tras la estatización de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), se logró frenar el declive en la producción gasífera. Entre 2003 y 2015, en efecto, la producción de petróleo cayó todos los años, totalizando una disminución de 26 por ciento a lo largo del período. Algo similar ocurrió con la producción de gas, cuya caída fue del 15 por ciento (recién en 2015 logró mostrar una leve variación positiva). Agreguemos a ello un indiscriminado congelamiento tarifario en hogares, que generó un despilfarro de recursos fiscales.

El problema fiscal está lejos de ser la única o primigenia fuente de desequilibrios macroeconómicos, pero en nuestro país se agudiza por la debilidad de la moneda2, lo cual conduce a que la demanda de divisas no solo se explique para financiar importaciones o pagos de servicios al exterior, sino también como instrumento de ahorro. A ello se suma la insostenibilidad de la deuda cuando sus funciones exceden el financiamiento estatal y procuran cumplir la titánica tarea de cubrir los desequilibrios del sector externo.

Así, del postulado de la primacía de la política sobre la economía, leitmotiv de los primeros años del kirchnerismo, se pasó a una interpretación sobre la inexistencia de restricciones económicas –o a la idea de que al fin y al cabo todo se reduce a la mera voluntad política–. El diagnóstico, aún presente en algunos sectores del peronismo, es que el principal problema de Argentina es la redistribución del ingreso. Y es cierto que la evolución de los salarios depende en buena medida de la puja distributiva y del poder político, pero… ¿acaso los salarios alemanes o españoles son más altos que los argentinos porque los sindicatos o partidos populares son allí más fuertes? Es evidente que el nivel de desarrollo productivo y tecnológico y la consecuente productividad que de ello se desprende tiene una incidencia decisiva en los niveles salariales. Un país subdesarrollado que no crece, y pretende distribuir, sólo podrá distribuir pobreza.

La evolución salarial llega a cierto límite si no mejora la productividad, y para superar de modo sostenido esos límites es indispensable promover la inversión, la incorporación de tecnología, la mejora en las prácticas productivas y la concertación entre empresarios y trabajadores. Juan Domingo Perón lo entendió en 1952, cuando tuvo que implementar un plan de estabilización y plantear acuerdos de productividad. Cuando a Cristina Fernández le llegó su “momento 1952”, la decisión fue patear el problema para adelante. No hubo plan de estabilización ni recalibración de la política industrial y agropecuaria. El salario alcanzó un nuevo pico en 2013, pero no fue sostenible, y a comienzos de 2014 la devaluación llevó a un retroceso. El proceso se repitió en 2015: durante los primeros meses del año mejoró el salario, pero la devaluación de diciembre, ya con Mauricio Macri en el poder, volvió a marcar los límites.

Para incrementar de forma sostenida los salarios no alcanza solo con voluntad política: es necesario mejorar la productividad y evitar los desequilibrios macroeconómicos. En este punto se resume el gran dilema de las últimas décadas –y del presente–. La respuesta liberal (o libertaria) a este dilema es ajustar los salarios a la baja y/o aumentar el desempleo como respuesta a una productividad estancada. La respuesta peronista debe ser el incremento de la productividad mediante la expansión de la capacidad industrial y tecnológica del país, precisamente para no detener la dinámica salarial ascendente o, en el contexto que viene, para recuperar el terreno perdido. El peronismo será productivista y desarrollista, o no será nada. Lejos de la idea del desplazamiento hacia el centro ideológico que algunos quieren ver, dotar al peronismo de un programa productivo transformador, que pueda además convocar a otras fuerzas políticas y ampliar su base de legitimidad, es fundamental para darle sostenibilidad económica a un programa de movilidad social ascendente.

Estado, capital y trabajo en el siglo XXI

Para avanzar en esta línea, es necesario revisar la relación del peronismo con el Estado, el capital y el trabajo. Respecto del Estado, se deberá reconfigurar su papel en cuatro grandes aspectos. El peronismo plantea la idea del “Estado presente” como un mantra. Pero un atributo central de los Estados modernos es la moneda. Es urgente revertir el proceso de degradación del peso argentino poniendo el foco en la estabilización macroeconómica, el control de la inflación y un conjunto de políticas que permitan reconstruir la credibilidad perdida.

El segundo aspecto pasa por la calidad de servicios básicos como salud, educación y protección social. Argentina ha configurado una suerte de Estado de bienestar low cost, en el que la calidad de los servicios es dispar y heterogénea. El Estado social edificado con la inclusión previsional y la protección de la niñez a través de la Asignación Universal por Hijo, junto a la diversificación hacia otros programas sociales, llevó a una paradoja: durante el presente siglo se duplicó el gasto social, pero los niveles de pobreza fueron en 2022 y 2023 aproximadamente iguales a los del año 20003. Si no se asignan más esfuerzos a la creación de empleo de calidad, la política social acentuará esta ineficacia.

Los dos puntos restantes son los subsidios energéticos y el papel de las empresas públicas. El congelamiento de las facturas de electricidad y gas de los hogares fue una respuesta a la crisis de 2001-2002, pero terminó en una gigantesca bola de subsidios que alcanzó a familias ricas y de ingresos medios. Es urgente reemplazarlos por un subsidio directo a la demanda de los hogares que efectivamente lo necesiten. Hoy la tecnología hace posible realizar una adecuada segmentación: sólo hace falta voluntad política y un Estado eficiente que cruce sus bases de información. Y esto se logra con más Estado, no con su destrucción. Finalmente, el kirchnerismo abrió lugar a un regreso del Estado empresario. Aunque no se trató de una etapa estatista en sentido amplio, se produjeron algunas nacionalizaciones, sea por la crisis de las empresas privatizadas, como Aerolíneas Argentinas y Agua y Saneamientos Argentinos (AySA), o por la estratégica estatización de YPF. Una vez más, la respuesta no debe ser dogmática sino pragmática: sostener la propiedad estatal allí donde esté justificada y dotar a las empresas de mayor eficiencia y transparencia. Sostener que no es un problema que una empresa pública pierda estructuralmente dinero porque está cumpliendo una función social carece de sentido.

Con relación al capital, el peronismo del siglo XXI se debe una profunda reflexión. No existe estrategia de desarrollo sin inversión privada. Las mejores experiencias internacionales muestran que la articulación entre Estado y mercado es crucial: ninguno puede reemplazar al otro. La inversión privada es una de las llaves para crecer sostenidamente y mejorar productividad y salarios, de modo que la negociación con el sector empresario es indispensable. El kirchnerismo ha sido refractario a este tipo de enfoque, a lo cual se agregaron nuevos problemas, como la enemistad con el emergente sector tecnológico, la ya crónica distancia con el campo, una nueva agenda antiminería que, si bien no es mayoritaria, pesa en algunos sectores, e incluso ciertas perspectivas que postulan una supuesta antinomia entre desarrollo exportador y crecimiento del mercado interno.

Finalmente, con respecto al mundo del trabajo, son varios los aspectos en cuestión. En algunos movimientos sociales cercanos al kirchnerismo o integrantes del “pan-peronismo” se ha instalado la tesis de la imposibilidad de seguir promoviendo la inclusión mediante el empleo privado, lo que implica una negación de las tendencias mundiales y de la propia historia peronista. Ante esta supuesta limitación, emerge el concepto de “economía popular”, una invención argentina que omite que el estancamiento del empleo privado ha sido un fenómeno local asociado al bajo crecimiento de la última década y al errático rumbo productivo. Al mismo tiempo, el peronismo se volvió conservador a la hora de discutir una actualización de la legislación laboral que permita formalizar a cuatro millones de trabajadores en negro en micro y pequeñas empresas, así como pensar un nuevo marco para los trabajadores de plataformas, con los cuales se dio un nuevo fenómeno: por primera vez en mucho tiempo, sectores del trabajo encontraron otra expresión política en la que sentirse representados. El peronismo deberá recuperar su eje.

Una nueva visión

El peronismo tiene que reestructurar su propuesta económica para volver a ser una opción creíble, tanto para ganar elecciones como para el ejercicio del gobierno. La experiencia de Alberto Fernández (2019-2023) dejó en evidencia que sin resolver estos dilemas será difícil construir credibilidad. Esto implica dejar atrás una etapa de desaciertos en materia macroeconómica para recuperar la solidez monetaria (crucial para superar el bimonetarismo) y proponer un sendero de crecimiento sostenible y estable. La estabilización macroeconómica se traducirá en movilidad social ascendente con la puesta en marcha de un programa de desarrollo productivo industrial, tecnológico, energético y agrario, en la línea de lo propuesto en el plan “Argentina Productiva 2030”. Esto es crucial para ampliar la estructura productiva, mejorar la productividad y aprovechar mejor el potencial de las provincias. Para ello, es necesario abandonar la tendencia al conflicto permanente con sectores empresarios y reemplazarlo por un liderazgo concertador. El falso dilema entre crecimiento y distribución se resuelve con un programa que mejore sostenidamente la productividad y acuerde una adecuada distribución de tales mejoras.

Argentina dispone de capacidades humanas, empresarias y tecnológicas –y de recursos naturales– para un verdadero despegue productivo. El escenario internacional favorece el aprovechamiento de estas capacidades, pero el triunfo de Javier Milei implica un fuerte retroceso. Probablemente sea difícil recomponer al interior del peronismo una visión de consenso sobre la historia reciente y los factores explicativos que nos condujeron a la situación actual. Tal vez resulte más constructivo y estimulante proyectar estos dilemas hacia el futuro para construir un proyecto transformador que ofrezca una respuesta a los daños que el gobierno actual está generando y los reemplace por el proyecto productivo, federal e inclusivo que el país necesita.

Matías Kulfas, economista y profesor universitario argentino. Fue ministro de Desarrollo Productivo de la Nación entre 2019 y 2022.

Donde peronismo e impotencia convergen

Martín Llaryora nació en San Francisco, provincia de Córdoba. Su antecesor, Juan Schiaretti, nació en Córdoba capital. El líder del movimiento que los llevó al poder, Juan Manuel de la Sota, había nacido en Río Cuarto, también Córdoba. La carrera política de los tres se desarrolló en la misma provincia: nunca fueron candidatos por otra que no fuera Córdoba.

Maximiliano Pullaro nació en Hughes, provincia de Santa Fe. Su antecesor, Omar Perotti, nació en Rafaela, Santa Fe. El gobernador que lo precedió, Miguel Lifschitz, había nacido en Rosario. Carlos Reutemann, el anterior, era natural de la ciudad de Santa Fe. La carrera política de los cuatro se desarrolló en la misma provincia: nunca fueron candidatos por otra que no fuera Santa Fe.

Axel Kicillof nació en la Capital Federal. Su antecesora, María Eugenia Vidal, nació en la Capital Federal. El gobernador que los precedió, Daniel Scioli, había nacido en la Capital Federal. Los tres desarrollaron su carrera política en la Capital Federal, y cuando fueron elegidos gobernadores bonaerenses sólo habían ocupado cargos por el distrito porteño –o cargos nacionales–. Lo mismo había sucedido con Carlos Ruckauf. Es cierto que el nacido en Recoleta Felipe Solá desarrolló su carrera en la provincia, pero hace falta remontarse a Eduardo Duhalde para encontrar a un gobernador bonaerense con mando de tropa. A partir de entonces, hace ya un cuarto de siglo, fueron todos segundones.

El paracaidismo de foráneos no se limita a gobernadores lanzados por presidentes: hay familias completas que migraron de provincia para ocupar candidaturas legislativas. Los tres Kirchner, por ejemplo, comenzaron sus carreras políticas en Santa Cruz antes de ver la luz y mudarse al conurbano. Cristina Fernández lo hizo en las elecciones a senadores de 2005; Néstor, en las de diputados de 2009, y Máximo, en las de 2019.

¿Por qué las provincias normales producen sus propios líderes, mientras Buenos Aires los importa? El éxito transitorio de la porteña Vidal, así como el fracaso de las candidaturas vernáculas de Néstor Grindetti en 2023 y de los radicales anteriores a 2015, sugiere que el problema no es el peronismo, sino la provincia. Acéfala desde 1880, cuando perdió la Ciudad de Buenos Aires, amorfa por la concentración demográfica y confiscada por la ley de coparticipación, Buenos Aires es un cementerio de elefantes de todos los partidos. La endeblez de las conducciones partidarias se torna más evidente en el peronismo porque la gobernó durante 32 de los últimos 40 años.

¿Y cuál es la situación del peronismo nacional hoy? La segunda provincia más importante que gobierna, Córdoba, se alinea siempre contra el kirchnerismo, y la tercera, Tucumán, está cada vez más cerca de Javier Milei [actual presidente argentino, libertario de derecha]. El peronismo bonaerense se ha transformado de locomotora en isla. Enorme y superpoblada, pero incapaz de enhebrar archipiélagos.

Axel Kicillof apunta a romper la insularidad entonando una nueva canción. El 45 por ciento con que fue reelecto sugiere respaldo popular, y sus pares de otras provincias lo respetan y le agradecen variadas caridades. Si el kirchnerismo implicó la conurbanización del peronismo nacional, el poskirchnerismo sugiere una renovada porteñización. Con su mesa chica y su visión del mundo modeladas en el Centro de Estudiantes de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires (UBA), el gobernador consiguió transitar sin ensuciarse por tierras de barones taimados y machos del off. Cristina Fernández, la creadora que se transformó en mochila, sigue pesando, pero el bastón de mariscal busca otro dueño.

Hoy el peronismo gobierna 84 de los 135 municipios bonaerenses. Si la historia es guía, ningún intendente será gobernador en 2027. A quién elegirá Kicillof para sucederlo es una incógnita, pero lo más probable es que sea alguien de su riñón. Los candidatos presidenciales saben que necesitan el voto popular para ganar y la provincia de Buenos Aires para durar, así que siempre digitan a alguien que les prometa estabilidad, nunca reforma. La provincia no es lo que el peronismo hizo de ella; el peronismo es lo que la provincia hizo de él.

Andrés Malamud, politólogo argentino.

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  1. En los 158 años que van desde 1865 a 2023 solamente en 58 se registró superávit fiscal primario y en sólo 12 de ellos hubo también superávit financiero. Datos de Fundación Norte y Sur. 

  2. Ver Eduardo Crespo y Gonzalo Fernández Guasp, “¿Réquiem para el peso? Breve historia del colapso monetario”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, 2023. 

  3. Matías Kulfas, El eterno resplandor de una Argentina sin recuerdos, Fundación Carolina, Madrid, 2024. 

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