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John Akomfrah, “Canto VII” de Escucha la lluvia toda la noche, Pabellón Británico 2024.

La bienal del Sur global

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Venecia en los márgenes del arte moderno y contemporáneo.

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Editar

Soldados italianos custodiando el pabellón que los propios artistas israelíes decidieron mantener cerrado hasta que se alcance un alto el fuego duradero en la Franja de Gaza, o Bolivia utilizando el vetado pabellón nacional de Rusia. Sólo esos dos hechos ya convertirían a la Bienal Internacional de Arte de Venecia en un reflejo del mundo en crisis. Pero su importancia, este año, trasciende lo anecdótico.

La ciudad que es una metáfora de tantas cosas –el hundimiento como precariedad, pero también la precariedad como hundimiento– ha elegido abrirse, este año, a un nuevo círculo de significados. “Extranjeros en todas partes” es el lema que definió su curador, Adriano Pedrosa, director a su vez del Museo de Arte de San Pablo. Se inspira en el colectivo francosiciliano Claire Fontaine que, a inicios de los años 2000, plantó cara a la xenofobia a través de una serie de esculturas en neón que repetían esa frase que ahora desembarca en “la cita principal del arte contemporáneo”. Caracterizar así a la bienal veneciana es en parte verdad y en parte cliché. Si se piensa que su banda sonora es el minué de las clases altas sumergidas en esa forma decorativa del fenómeno bursátil, o si se toma en cuenta la gran disparidad de calidad de los pabellones nacionales, Venecia tiene problemas para hacer pie en el podio de las justas artísticas globales. Pero si se la encuentra en una buena edición –como lo es esta– y el visitante se abandona a las 15 o 20 gemas de su empuñadura, pasando por alto la pose y la hojarasca, es imposible no aceptar su predominio. En todo caso, nada que pueda ocurrir en otra parte lo hará en un mejor escenario.

Hasta el 24 de noviembre hay tiempo para comprobar cómo ese gran catálogo de muestras (porque está lejos de ser una sola exhibición) se sumerge en “el vértigo de lo ignoto”. La expresión es de Pietrangelo Buttafuocco, su presidente, y por algo para la mayoría de los artistas expuestos resulta el primer amerizaje en la ciudad. Esta es, con todas las letras, “la edición del Sur global”. No sólo por la cantidad de voces de Asia, África y América Latina, o por el lugar que ocupan los creadores provenientes de los pueblos indígenas, sino por el marco conceptual que la guía. Tanto Buttafuocco como Pedrosa destacan el carácter deudor de la edición número 60 respecto de la antropofagia cultural del brasileño Oswald de Andrade: apropiarse de la cultura occidental o colonial “canibalizándola para producir algo propio”. No se trata de exhibir lo típico y exótico, sino de mostrar el proceso de digestión de esa mezcla y su resultado.

Vista

Pongamos como ejemplo una gota. En una de las varias salas que componen el pabellón principal de Jardines, núcleo de la bienal, el curador puso a dialogar cuatro visiones del desierto. Está la de Kay WalkingStick, de madre británica y padre cherokee, que cuando trabaja sobre el Gran Cañón no lo hace al estilo de los paisajistas románticos sino interrogándose sobre su identidad mestiza. Una profundidad casi tectónica de la herida de las placas que se aproximan o se separan, pero sin tocarse En la pared que le está enfrentada aparece otro conjunto de grandes telas: el de Aref el Rayess. El libanés propone un desierto casi lunar, plano y de colores imprevisibles, donde las escasas ciudades parecen decorados abandonados de una película del espacio. Triangulando con estas dos voces del Sur están los cuadros del austríaco Leopold Strobl. Pinta los Alpes, sí, pero en su tono espectral –donde los humanos son sombras minúsculas– hay otra forma de abordar el paisaje: la interrogación ya no proviene de la luz (como en WalkingStick) ni del difuminado de colores imposibles (como en El Reyess), sino de lo ominoso, como si fuera una representación pictórica de los paisajes no narrados de su compatriota Thomas Bernhard. Es montaña, pero toca los desiertos del alma. La sala la completa, al centro, un conjunto de esculturas de la coreanoargentina Kim Yun Shin. Por un lado, se emparenta con los quiebres rocosos de la nativa americana de padre británico (en ese yin que implica fragmentación), mientras que, por otro, se rinde a la unicidad radical de la paleta de El Reyess, en lo que sería su yang, sin olvidar que esa experimentación oriental está canibalizada por su identidad asiático-argentina. Es sólo una sala de las muchas que integran uno de los dos pabellones centrales preparados por Pedrosa, el curador brasileño, y esos pabellones centrales son sólo dos del centenar largo de espacios expositivos de la bienal.

Para simplificar el panorama, digamos que la bienal se compone de cuatro tipos de “contenidos”. En primer lugar, lo que el curador elabora para los dos pabellones principales, el de Jardines y el de Arsenale. Eso es lo que debe ser valorado a la hora de definir el nivel de cada edición y es lo que no puede dejar de visitarse, en lo posible dedicando un día completo a cada sector. En segundo término, los eventos colaterales, en general muestras temáticas de variable valor artístico. En tercer término, el componente más desigual: los pabellones nacionales, que este año son 72. Algunos están ubicados alrededor del pabellón central de Jardines o dando continuidad al espacio expositivo de Arsenale, y otros emergen desperdigados en todos los barrios de la ciudad, dando una excusa inmejorable para recorrerla. En cuarto lugar están las muestras que, sin ser parte formal de la bienal, aprovechan su desborde de arte y le dan más nervio (como las que organizan prestigiosas instituciones largamente establecidas, desde el Palacio Ducal hasta la Galería de la Academia) o le cargan la adiposidad del oportunismo. En este último caso se ubican algunas galerías de arte que buscan aumentar el precio de sus artistas de catálogo colgando sus telas –o parando sus esculturas– en ese prestigiado tiempo y lugar con el fin –no siempre condenable– de engañar a incautos millonarios.

Oído

Algunos pabellones nacionales son “los clásicos”. Esos que siempre se ubican entre lo más interesante de cada bienal. Es el caso del británico, situado en el espacio de Jardines. Hablando de desiertos, en 2011 se había transformado en un caravanserai (esos centros logísticos para las caravanas ancestrales de comerciantes a lomo de camello) de la mano de Mike Nelson: su instalación Yo impostor fue calificada por la crítica como “una melancólica meditación sobre la identidad y la memoria histórica” (The Guardian, 3-6-2011), y sin duda no habría desentonado en la propuesta general de 2024. En 2013 el envío de Gran Bretaña fue más solipsista, con Magia inglesa, de Jeremy Deller; en 2017 fue abstracto y oscuro, con las falsas rocas y el tono descascarado de Tonterías, de Phyllida Barlow; en 2019 insistió con lo abstracto, con el trabajo de Cathy Wilkes, pero envuelto en una gran luminosidad que conectaba mejor con la ciudad lagunar; y en 2022 –para limitarnos a las anteriores cuatro ediciones visitadas– tuvo una nueva explosión de genialidad con el montaje de Sonia Boyce, que ganó el León de Oro a mejor pabellón nacional.

En 2024 el envío británico, Escucha la lluvia toda la noche, parece concentrar lo mejor de años anteriores. Es, para este cronista, el más interesante de los que llevan la firma de un país. El artista que lo ocupa, John Akomfrah, nació en Ghana, hijo de un ministro del gobierno del panafricanista Kwame Nkrumah, polémica figura derrocada por un golpe impulsado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos. No extraña entonces que su obra sea profundamente política. No sólo por su contenido (una de las piezas tiene como eje la figura de Amílcar Cabral, héroe de la independencia de Cabo Verde, también asesinado a impulso de la CIA, y que en este año del centenario de su nacimiento también es el eje del pabellón de Portugal). Lo es además por su forma. Grandes pantallas envuelven al visitante en varios “conos de sonidos” que buscan generar un “ambiente de las ideas” más que un “razonamiento de lo pensado”. La propia necesidad de entrecomillar conceptos revela lo absurdo de intentar encauzar sensaciones inmersivas a través de la palabra. Como ayuda, la web del British Council ofrece un digno sucedáneo en video.

Visitante recorre La celebración internacional de la blasfemia y lo sagrado, CATPC.

Foto: Peter Tijhuis/ Pabellón Países Bajos 2024

Nariz

A pocos metros, también en Jardines, otro pabellón europeo fue dejado en manos de artistas de origen africano. El resultado no pudo ser mejor. Países Bajos brilla en el top 3 de este año, junto con Gran Bretaña y Chile (ver nota sobre latinoamericanos en Venecia, en el próximo número), a través de La celebración internacional de la blasfemia y lo sagrado. Se trata, en lo principal, de esculturas realizadas con los materiales saqueados por la economía extractivista (predomina el cacao, lo que le da un intenso aroma a chocolate al pabellón), realizadas por el Círculo de Arte de Trabajadores de Plantación Congolesa (CATPC). Además de problematizar las relaciones económicas y el colonialismo, así como las ideas de religión importadas de Occidente, los artistas de la República Democrática del Congo invitados a tomar el pabellón de Países Bajos cuestionan el lugar del arte contemporáneo y sus museos en el manejo de las piezas tradicionales africanas. De hecho, las esculturas se complementan con la exhibición de breves filmes, entre los que se destaca El juicio al Cubo blanco, en el cual un grupo de teatro aficionado lleva a los tribunales –con juez, fiscales, testigos y sobornos– al centro de arte contemporáneo que está detrás de la muestra.

Como dicen en su presentación: “Apuntamos a un escenario en el que el sudor y los frutos del trabajo de las plantaciones se transformen de manchas impuras en herramientas de reparación. El proceso de exhibir y expresar nuestras ideas en estos frutos que hemos producido nos permite –al CATPC– recomprar tierras confiscadas, regenerar el bosque sagrado y alcanzar una convivencia pacífica entre los humanos y la naturaleza”.

Otro pabellón nacional que trabaja con los aromas es el coreano. Titulado Odorama cities, aparenta estar vacío. Tanto, que muchos de los visitantes lo recorren sin detenerse. No parece tener más que una escultura de un niño gigante que pende sobre el suelo en un paso de danza. Como si todo su cuerpo estuviera concentrado en no tocar el piso. Mirar lo que no toca hace que se note que el piso no está formado de cualquier material. A primera vista se pasa por sobre esa idea con la displicencia de quien se para, una vez más, sobre otro rocambolesco intento de rizar el ya rizadísimo rizo de lo conceptual. Pero es necesario detenerse ya no a primera vista, sino a segundo olfato. Hay algo sutil en la atmósfera. Un aroma. Un conjunto de aromas, mejor dicho.

Odorama cities, de Koo Jeong A, es el resultado de una investigación de campo en la que preguntó a 600 personas de todo el país sobre sus memorias olfativas. Más que olores, son historias. Se encontró, así, ya no con el aroma de la ciudad, sino con el relato del aroma de la ciudad, de los complejos de apartamentos donde el alcohol y el tabaco coexisten con los materiales de construcción. El aroma de la noche, mezcla de químicos, hierba y polución, contrasta con lo que Jeong denominó “el olor de la luz del sol” y que combina el arroz cocinándose y la flor del durazno junto con otras esencias destiladas por Delphine Lebeau, perfumista francés. Porque eso hizo Jeong. Llevó los recuerdos de sus compatriotas a ebanistas de esencias basados en París, en Shanghái, en Singapur, y con ellos fue creando mezclas que luego empaparon el pabellón a través de difusores. Las maderas del piso, de alguna forma, los fijaban al ambiente. Como pasa con mucho del arte conceptual, no es posible asir por completo la idea si no se dispone del texto curatorial, pero una vez que se entra en el juego que propone Jeong, se descubre que no va por un camino tan diferente al que plantea John Akomfrah con el sonido. Detenerse a oler puede tener el mismo efecto que detenerse a escuchar: exorcizar el ruido de lo fugaz.

Garganta

Uno de los pabellones que este año impactan con mayor dureza en la cáscara del visitante –necesariamente anestesiado por la sobredosis de propuestas– es el polaco. Estamos todavía en Jardines. Ya se posó la vista en el pabellón central (lo narrado sobre el desierto es apenas la muesca de la enorme cadena montañosa de contenidos que allí conviven). Ya se recorrieron los pabellones nacionales situados “de este lado” del canal, dedicándole buen tiempo al suizo –con su genial desborde queer– y al uruguayo (ver próximo número). Luego se empezó a recorrer “el otro lado” del conjunto de pabellones de Jardines, pasando el pequeño puente. Ahí se miró con simpatía la derribada estatua de Cristóbal Colón plantada entre la hierba por el colombiano Iván Argote, y se hizo la visita inmersiva en la deprimente Europa del “segundo mundo” que propone el pabellón serbio, siempre seguro animador de “mitad de tabla”. Unos metros más allá, en el espacio de Egipto, se dejaron las quijadas congeladas en un gesto de asombro con la inesperada belleza de Drama 1882, de Wael Shawky. Entonces se llega al pabellón polaco.

No se entra con muchas expectativas. Algo raro, ya que en 2022 Polonia había sorprendido con su “capilla sixtina” de los textiles romaníes que fue la sensación de esa edición, y en 2013 había presentado la excepcional muestra de Konrad Smoleński que exploraba la hibridación de la fabricación ancestral de campanas con la música contemporánea. Pero el prejuicio contra lo que impresiona, al leer su sinopsis, como propaganda disfrazada de arte puede más que los antecedentes.

Al llegar, un ambiente oscuro. A tientas se encuentran algunas sillas y mesas metálicas, como de bar de mala muerte al borde de una carretera de provincia. El gran espacio expositivo se reduce a dos enormes pantallas y un grupo de micrófonos con sus jirafas, que están ahí como esperando que lleguen los cantantes. Se enciende el video y en las pantallas aparecen refugiados ucranianos en Polonia. Dicen cuál fue el sonido más aterrador de la guerra. Lo nombran y lo ejemplifican. Pa-pa-pa-pa. Tuh-Tuh-Tuh-Tuh. Trrrrr-Trrrrr-Trrrrr. Así, dos veces, antes de pedir, con voz amable pero firme: “Ahora repita después de mi”. En la pantalla, junto con su imagen, se ve la reproducción del sonido en letras blancas que se vuelven amarillas acompañando la voz. Como en un karaoke. Tres o cuatro jóvenes que están visitando el pabellón entran en el juego y se acercan a los micrófonos. Comienzan a repetir, primero de modo casi festivo. Luego se van poniendo serios. Hasta que las repeticiones, combinadas con las imágenes del primer plano de las megapantallas, pasan a tener algo de ritual. De salmodia por los muertos. Los ojos, que se han acostumbrado a la penumbra, descubren en las mesas metálicas del recreado bar al borde del camino folletos que recomiendan qué hacer en caso de bombardeo.

Repite después de mí II, del Open Group, es la remasterización de una muestra que ya se había realizado en 2022 en Polonia y en 2023 en Austria. Efectivo más que efectista, deja la sensación de que la guerra de Ucrania está teniendo, finalmente, un reflejo potente en el arte. Lejos de la demagógica Plaza Ucrania, en el espacio común de Jardines, o de los elementos casi fascistas de Esta es Ucrania defendiendo su libertad, ambos en la bienal de 2022. Es verdad que ya en esa edición de hace dos años la pequeña muestra Palyanitsya había sido un correcto evento colateral (aunque con el retrogusto amargo de si esa recreación de la diferente forma de pronunciar la palabra pan no evocaba, sin cuestionarla, la caza de brujas de Kiev contra los civiles rusófonos). Incluso el entonces modesto pabellón ucraniano de 2022, que relocalizaba una fuente lejos de las trincheras y la llevaba a la ciudad del agua tras múltiples desventuras, ya esbozaba una posibilidad interesante. Pasados dos años de la invasión rusa, tal vez el arte tiene ahora más espacio en la cavidad torácica del tiempo para articular una respiración autónoma. No tan aplastada por el peso del nacionalismo. Prueba de eso es el pabellón ucraniano de 2024, pequeño pero interesante, que no se limita a retratar el dolor, sino que problematiza el doble rasero de Occidente respecto de los refugiados aceptables (porque cumplen con el estereotipo cultural y hasta visual que resulta tranquilizador) y otros que resultan menos bienvenidos. Más potente incluso, aunque de pésimo título, es el evento colateral Desde Ucrania: atrévete a soñar. Allí, 22 artistas y colectivos abordan el conflicto, destacándose las seis instalaciones de video de Yalema Malaschuk y Roman Khimei sobre la observación de los trastornos del sueño en los niños refugiados, o “Barroco ruso contemporáneo”, un órgano de iglesia fabricado por Zhanna Kadyrova con misiles estallados. Lejos de centrarse en la denuncia por especificidad –algo que puede funcionar en lo inmediato pero que rápidamente se diluye en propaganda–, los y las artistas de la exhibición que ocupa varios pisos del Palazzo Contarini Polignac logran, en su intento de universalizar, cuestionar todas las agresiones militares. ¿O acaso la movilizadora fotografía en blanco y negro de Yana Kononova, “Bosque de Izyum”, que se despliega en una sala barroca que parece más adecuada para alojar un concierto de Vivaldi que el testimonio de una masacre, no podría reflejar cualquier fosa común del pasado o del mañana? Ocurre que en momentos de distracción permanente y de hipertrofia de información, como la que estamos viviendo, la pausa del arte contemporáneo –cuando logra escapar a su propia futilidad comercial– se puede volver el mejor abordaje periodístico. Un reflejo en el que una crisis percute de manera más profunda que con el titular de la superficie.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.

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