Impotente para frenar la guerra en Ucrania y los ataques de Israel sobre la población de Gaza. Testigo de las acciones de fuerza de Washington en el Caribe y de Tel Aviv sobre Qatar. En su aniversario número 80, la arquitectura global creada en 1945 se tambalea ante las nuevas dinámicas de poder. Sin embargo, los países del Sur aún echan mano a sus mecanismos.
En todo el mundo, existen hoy 61 conflictos que afectan a 36 Estados, algo nunca visto desde 1945.1 El campo de las relaciones internacionales sigue fragmentándose, mientras que su arquitectura institucional, construida sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, se sacude bajo el efecto de varias dinámicas combinadas. Depositaria de la seguridad internacional y “del respeto de las obligaciones [de los Estados] nacidas de los tratados y otras fuentes del derecho internacional”, según el preámbulo de su Carta, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se muestra incapaz de frenar la proliferación de guerras y la apelación cada vez más desenfrenada a la fuerza, sin ninguna regla ni precaución. Varias aventuras salvajes de Israel y Estados Unidos lo volvieron a demostrar recientemente: la “guerra de los 12 días” lanzada por Israel contra Irán (13-24 de junio de 2025), los bombardeos estadounidenses sobre las instalaciones nucleares de Fordo, Isfahán y Natanz en junio de 2025, después, los bombardeos israelíes sobre Qatar en setiembre de 2025, o la movilización del arsenal militar de Washington en el Caribe frente a Venezuela en nombre de la lucha contra el narcotráfico. Pero, sobre todo, la ONU es impotente para frenar la agresión rusa a Ucrania y los crímenes masivos en Gaza.
Por su parte, Donald Trump sigue una estrategia más global que apunta a desligar a Estados Unidos del sistema de alianzas (en particular la transatlántica, con Europa) que dirigió durante 80 años. Washington considera ahora que el orden liberal es un fardo costoso y un obstáculo para la libertad de acción de Estados Unidos, confrontado al crecimiento de China, al regreso de Rusia al escenario internacional tras su desaparición en la década de 1990 y a la afirmación, sin una unidad constante, de los países emergentes.
Trump considera que su país ya no debe malgastar sus recursos para seguir siendo el gendarme del mundo: entonces eligió dejar de pagar determinadas contribuciones al presupuesto de la ONU y aplicar recortes claros... Mediante decretos, retiró a Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), del Consejo de los Derechos Humanos, de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) y de importantes tratados internacionales (Acuerdo de París sobre el clima de 2015).
Sin embargo, aunque siempre lista para defender el “Estado de derecho”, la Unión Europea queda enredada en su “doble vara” (se muestra firme frente a la agresión a Ucrania, pero es inexistente en lo que respecta a Gaza), no levanta ni el dedo meñique para hacer que se apliquen las órdenes de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) sobre Palestina y no formula ningún plan de salvataje financiero de la ONU. Dejando de lado el relativo éxito diplomático que supone el reconocimiento del Estado de Palestina por parte de varios países miembros de la ONU, Francia sigue siendo confusa e inaudible en la escena internacional.
A la inversa, China refuerza su presencia dentro de la ONU y en sus diferentes instancias para legitimar mejor su estatuto de gran potencia y reforzar su influencia en la escena internacional. China quiere aparecer como un nuevo polo de estabilidad y defensa del multilateralismo, en particular ante sus numerosos socios del Sur. En esta amplia redistribución de roles, Rusia no teme contradecirse: después de haber vituperado el intervencionismo francés en África y protestado porque se aferraba a una multipolaridad pacífica, se entrega después sin reservas a una guerra de agresión contra su vecino ucraniano... Y muchos países del Sur buscan sacar provecho de las alianzas diversificadas que se tejieron entre ellos y con cada una de las grandes potencias.2
A lo largo de toda su historia, la acción de las Naciones Unidas, marco jurídico y político fundado para regular las relaciones y los conflictos interestatales, fue el espejo, y en general el escenario, de las relaciones de fuerza. “La ONU no se creó para llevarnos al paraíso, sino para preservarnos del infierno”, sintetizó acertadamente el embajador estadounidense Henry Cabot Lodge. Sin embargo, tras muchos altibajos, fue a lo largo de ocho décadas el espacio en el que se elaboraron miles de tratados y programas de todo tipo sobre la cultura, la ciencia, el trabajo, la salud... Sus cascos azules acompañaron la resolución de numerosos conflictos, como en Timor Oriental, y siguen velando por algunas situaciones de paz precaria como la de Chipre, Sahara Occidental o sobre la línea del frente de Abyei, en Sudán.
Defectos estructurales
Lo que ahora se conoce como la “crisis del multilateralismo” en el siglo XXI saca a la luz algunos defectos estructurales de la arquitectura creada en 1945. En primer lugar, el dominio que tienen las instituciones financieras internacionales (IFI) –es decir, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional–, creadas un año antes que la ONU en Bretton Woods, en 1944, en base a la cooperación económica internacional. Los programas de desarrollo impuestos a los países del Sur son así elaborados cuidadosamente por un club de países ricos, e implementados con la misma brutalidad con la que un capo mafia ejerce su poder sobre los comerciantes del barrio. A pesar de sus notables esfuerzos, el Consejo Económico y Social de la ONU nunca logró ejercer sobre las IFI la autoridad que le corresponde según la Carta. Todavía hoy, constituyen un directorio económico y financiero que sólo se digna a coordinar su acción con las Naciones Unidas en el marco de los Objetivos de Desarrollo Sostenible adoptados en 2015. En paralelo, proliferan los acuerdos de libre comercio en un marco bilateral o multilateral, sobre los que la ONU no tiene influencia. Esta última no desempeñó ningún papel significativo en la crisis financiera mundial de 2008 y sigue como espectadora las consecuencias de la guerra por los recursos que caracteriza al capitalismo digital. También tolera, en materia de seguridad colectiva, el predominio de alianzas militares como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y, en el ámbito político y geopolítico, la competencia del G-8 y del G-20.
Además, la representación desigual del mundo dentro del Consejo de Seguridad arroja una sombra de duda sobre la legitimidad y la pertinencia de sus decisiones. Los cinco miembros permanentes (5P), titulares del famoso derecho de veto –del que Moscú y Washington abusan con más frecuencia que lo que deberían–, reflejan el orden de las potencias que surgió después de la Segunda Guerra Mundial (China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia). No hay ningún país africano –en 1945, el continente todavía estaba casi totalmente colonizado–, ningún país latinoamericano, a pesar de que algunos Estados, como México, se involucraron en la redacción de la Carta de las Naciones Unidas, o del peso económico y diplomático de Brasil. Dependiente del acuerdo de los 5P, la modificación de la composición del Consejo avanza a paso de tortuga. En este año aniversario, la idea de agregar países africanos a la lista de miembros permanentes parece, sin embargo, suscitar consenso... aunque sin la atribución del derecho a veto.
El Sur busca su lugar
Pese a esta falta de representatividad, los países del Sur siguen estando muy movilizados en la ONU. Beneficiarios de numerosos programas de desarrollo, utilizan además la Asamblea General, donde son mayoría, pero no disponen de ningún poder coercitivo, como una tribuna y una herramienta para aclarar las posiciones de la “comunidad internacional”. En el confuso universo de una geopolítica brutal, la Asamblea General promueve a Palestina, dotada de un puesto sin equivalente alguno como “Estado no miembro observador reforzado”; favorece las negociaciones sobre el medioambiente o los océanos; recuerda los principios del derecho humanitario... Estas peticiones de principio no modifican sustancialmente las relaciones de fuerza internacionales. Pero las grandes potencias movilizan todos sus medios para influir en las deliberaciones de la Asamblea General –con algunos fracasos espectaculares, como la aprobación, a pesar de la oposición de los Estados que las tenían, del Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares en 2017. La acción judicial de Sudáfrica contra Israel ante la CIJ confirma el compromiso de los grandes países del Sur con la arquitectura multilateral y el derecho internacional.
No faltan propuestas de reforma de la ONU. Pero todo depende de la acción colectiva de los Estados y de la movilización de sus pueblos. Sin embargo, hoy en día no se ve ningún consenso progresista entre los países del Sur y las capitales más abiertas del mundo occidental, ni dentro de las organizaciones denominadas de la “sociedad civil”, sobre la visión y la estrategia que deben adoptarse para reconstruir un orden internacional. Y cerrar de nuevo las puertas entreabiertas del infierno.
Anne-Cécile Robert y Christophe Ventura, de la redacción de Le Monde diplomatique. Traducción: Merlina Massip.
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Siri Aas Rustad, Conflict Trends. A Global Overview, 1946-2024, Peace Research Institute Oslo, 2025. ↩
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Pierre Hazan, “Tablero móvil”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, setiembre de 2023. ↩