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Gazatíes atraviesan el puente Wadi Gaza, buscando regresar a su casa durante el alto el fuego, a lo largo de la calle Al-Rashid, entre la ciudad de Gaza y Nuseirat, en el centro de la Franja de Gaza, el 10 de febrero.

Foto: Eyad Baba, AFP

La condición inhumana

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Más allá de la fábula de los poderosos.

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Miembro de la redacción de Le Monde diplomatique durante más de 20 años, Christian de Brie falleció el 4 de febrero de 2023. En los últimos años había iniciado una investigación de largo alcance sobre la historia del segundo milenio bajo el prisma de “quienes hicieron historia, pero a quienes la historia ignora”. Reproducimos aquí la introducción del libro que no tuvo tiempo de terminar.

Intentar desplegar una visión global del segundo milenio, el de una historia mundializada, presenta el riesgo de hacer tambalear muchas ideas instaladas.

Hasta el siglo XVIII, fue Asia –China, India, Medio Oriente– y no Europa la que fue el centro del mundo, por su situación, su superficie, su población, sus estructuras políticas, económicas, sociales, culturales, y finalmente por los acontecimientos que tuvieron lugar allí. Sólo el euroecentrismo de los occidentales impide a los demás tomar conciencia y sigue persuadiéndolos de lo contrario. Como, por ejemplo, de que América fue “descubierta” por Cristóbal Colón en 1492, cuando lo había sido 30.000 años antes por poblaciones llegadas de Asia y Siberia y que, desde ese momento, no habían dejado de desarrollar sociedades y civilizaciones en el lugar1. Con igual criterio, Europa habría sido “descubierta” por los árabes y bereberes que desembarcaron en Gibraltar en el año 710. Para los occidentales, la historia del milenio es antes que nada y siempre la historia de Occidente, y el resto del mundo no existe sino en los márgenes, en la medida y durante el tiempo en que sostienen relaciones con él, en la mayor parte de los casos de conquista y dominación brutales.

En segundo lugar, su relativo desconocimiento de la historia, que se hace más consecuente cuanto más se retrocede en el tiempo, los lleva irresistiblemente a sobreexponer el siglo XX. Ahora bien, ni la guerra total, ni los genocidios, las masacres y las deportaciones masivas de poblaciones civiles son invenciones recientes. Existieron antes y en otros lugares, y fueron de amplitud comparable. Empezando por la destrucción de los indígenas de las Américas. Si la explosión de la población mundial, que en un siglo pasó de 1.500 a 6.000 millones de habitantes, si la explosión de las técnicas, de los medios y niveles de producción, de la comunicación o de la destrucción carece de precedentes, no es certero que el último siglo del milenio haya sido “la era de los extremos”, según la expresión de Eric J. Hobsbawm2. Es más probable que ese siglo esté todavía por llegar.

La historia es una fábula al servicio de aquellos poderosos cuya memoria mantiene indefinidamente viva, olvidando la suerte de la inmensa mayoría de los seres humanos. Ellos hicieron la historia, pero la historia los ignora. Sin ellos, la humanidad no podría sobrevivir. Para alimentarla, incansablemente, generación tras generación, desbrozaron la tierra, la nivelaron, la desecaron, la irrigaron, la trabajaron, sembraron, plantaron y luego seleccionaron y experimentaron miles de variedades de cereales, leguminosas, árboles frutales, fibras textiles adaptadas al suelo y al clima, pero también de animales domesticados que suministraron productos lácteos, carne, cuero y energía para todo tipo de trabajo, sin dejar de extraer el mejor partido posible de todos los productos de la pesca. Ironía de la historia: no estaban autorizados a consumir los mejores frutos de su trabajo, que quedaban reservados para quienes los oprimían y no producían nada. Además, explotaban las canteras de piedra y mármol, y las minas de oro, plata, hierro, carbón, de plomo, de cobre, dando forma a una miríada de objetos útiles que la mayoría de las veces no les pertenecían, incluidos los magníficos productos de un artesanado que también estaban reservados a sus ricos opresores.

Fueron ellos quienes edificaron castillos y fortalezas, templos y mausoleos, catedrales, basílicas, mezquitas y pagodas, y no aquellos que los monopolizaron. Luis XIV no construyó Versalles, así como tampoco Pedro I el Grande San Petersburgo, ni el emperador mogol Shah Jahan el Taj Mahal. Tanto unos como otros habrían sido incapaces de levantar una sola pared baja de piedra sin que se les derrumbara. Pero el fraude continúa.

Antípodas

Hasta el siglo XX, más del 90 por ciento de los habitantes eran campesinos, cuyo eje era la tierra, y artesanos rurales, antes de que la industrialización y el desarrollo tecnológico obligaran a casi la mitad de la población mundial a emigrar a concentraciones urbanas cada vez más gigantescas a lo largo de sucesivas generaciones. El destino de unos y otros apenas cambió. Fueron y siguen siendo, casi siempre y en todas partes, víctimas sometidas a una explotación implacable y a la violencia permanente por parte de una pequeña minoría de verdugos, que prosperan subidos al espinazo de los pueblos.

Para la inmensa mayoría de las personas, había una vida miserable, corta y precaria, un trabajo agotador, sin derechos ni libertad, dentro de la ignorancia, el miedo y la superstición, a merced de las exacciones y arbitrariedades de los poderosos, arrasados por las guerras perpetuas, las epidemias y las catástrofes periódicas.

Para unos pocos, emperadores y reyes, príncipes y barones, sultanes y kanes, prelados y califas, jefes de Estado y dictadores, padres de los pueblos y grandes timoneles, más la cohorte de parientes, subordinados y ejecutores, perros de la guerra y secuaces, lobistas y financistas, que los servían a ellos tanto como a sí mismos, nada era suficiente. Una insaciable voluntad de poder y una codicia desenfrenada los alzaban permanentemente unos contra los otros para saquear riquezas y acaparar el bien común.

Esa ínfima minoría apenas cambió en su estructura jerarquizada a lo largo de los siglos. A su cabeza se encuentra una galería de tiranos –apenas unos miles en total– que se repartían el mundo y se sucedían unos a los otros. En efecto, el monarca hereditario es el modelo dominante del milenio. Con algunas pocas excepciones: la monarquía electiva en Polonia y el Sacro Imperio Germánico, la cooptación en el Egipto de los mamelucos, la república en Venecia… Persistió hacia fines del siglo XX en Medio Oriente, Asia e incluso, bajo una forma ciertamente democrática, en varios estados miembros de la Unión Europea. Son tiranos con títulos diversos: emperador, rey, sultán, zar, emir, basileus, khan, sha, shogun, generalísimo, presidente, caudillo... Generalmente derivan su poder de Dios, su Dios, cuando no son ellos mismos divinizados, según un poder transmitido de forma hereditaria mediante procedimientos variables y, desde el siglo XX, por una duración en principio limitada, surgida del sufragio universal, más o menos manipulado. La permanencia en el poder no está garantizada y la autoridad suprema, muchas veces, es usurpada o conquistada por la fuerza, el asesinato o la traición. Raras son las dinastías que se sostuvieron más de tres siglos: los Capetos, los Habsburgo, los Estuardo y los Romanov en Europa, el Califato abasí, los sultanes del Imperio Otomano, los mikados en Japón y los salomones en Etiopía.

Encontramos de todo entre estos grandes que dominaron el mundo. Muy pocos son recomendables. Porque todos se supieron rodear de hagiógrafos laudatorios, consagrados a la edificación de sus hazañas, sobrevaloradas o incluso inventadas; atravesaron el tiempo sin demasiados daños para sus reputaciones, e incluso los más abominables encuentran cierta indulgencia entre los historiadores y en la memoria de los pueblos. No esperaron a las técnicas modernas de comunicación, a los expertos, asesores y demás spin doctors para garantizarse con eficacia su promoción.

Soberbia soberana

Por sobre la diversidad de personajes y destinos, comparten algunos rasgos comunes a todos aquellos que detentan un poder superior. En primer lugar, la certeza de ser alguien fuera de lo común, no por las circunstancias sino de modo intrínseco: la suficiencia, la arrogancia, la exageración, la desmesura, la megalomanía son en ellos una segunda naturaleza. Es una certeza alimentada hasta la náusea por la multitud temerosa e interesada de subordinados y cortesanos que los rodean y que se ve reforzada por el fasto inaudito en el que viven. A tal punto es así que muchos de ellos se sorprendían de ser tan mortales como el más ínfimo de sus súbditos, se rodeaban de magos hacedores de milagros y se dedicaban, todos, a hacer erigir ruinosos mausoleos para la edificación de las generaciones futuras.

Después, estaban siempre al acecho, con un temor y una desconfianza permanentes respecto de su entorno, incluido el más cercano y fiel, de sus pares y otros soberanos, de sus vasallos y de su pueblo. Tenían temores, en general bien fundados, de ser asesinados o depuestos, de que los traicionaran, de que se urdieran complots, de que se forjaran alianzas hostiles, de los ataques sorpresa, de los golpes de Estado, de las rebeliones, revueltas y revoluciones. Para intentar desarmarlos, espiaban, corrompían y tomaban la delantera valiéndose de los mismos métodos que temían.

Por último, vivían en constante tensión para la conservación, consolidación, ampliación y transmisión de su poder. Para lograrlo, no hay nada como la fuerza, la guerra y la represión, que fomentaron, prepararon y ejecutaron con mayor o menor éxito.

Durante el resto del tiempo, se dedicaban a la caza, y bastante, lo cual se supuso, por siglos, que era una buena preparación física para la guerra; se enfrentaban en torneos, justas, desafíos y duelos, y luego prefirieron el juego de las grandes maniobras militares, menos arriesgado. Se deslumbraron, embriagaron y colmaron el mundo a su alrededor, hasta la desmesura, de fasto, fiestas, festines, juegos, ceremonias, sexo, en una puesta en escena protocolar consagrada al culto del soberano del que dejaron edificantes testimonios las cortes de los emperadores de China en Pekín, de los grandes mongoles en Delhi, de los basileus, después sultanes, en Constantinopla, de Luis XIV en Versalles. Muchos de nuestros pequeños amos contemporáneos conservaron la nostalgia de estas ruinosas bufonerías y no se pueden resistir al goce de revivirlas de vez en cuando.

Pero el soberano no es nada sin los medios para ejercer el poder. Hasta la formación y el desarrollo de los estados modernos y de su formidable burocracia, cuya eficacia se vio reforzada por técnicas cada vez más perfeccionadas de control social, el soberano sólo podía apoyarse en fuerzas reducidas cuya fidelidad nunca estaba garantizada. Una debilidad que estaba compensada por la dependencia dentro de la cual el soberano se esforzaba por mantenerlas: el enriquecimiento y las prebendas que les otorgaba y el ejercicio de la violencia o el terror que les delegaba.

El primer círculo estaba formado por la parentela de los príncipes de sangre: hermanos, hermanas, esposas, hijos, nietos, sobrinos y sobrinas, legítimos o bastardos, a los que había que dotar de feudos, rentas y títulos, sobre todo militares, y a los que había que encontrar partidos acordes con su rango. En principio, su destino estaba ligado con el del soberano, al que tenían todo el interés en servir, a menos que se presentara la ocasión de ocupar su lugar. Sería difícil contabilizar el número de parricidios, infanticidios, fratricidios que ensangrentaron la historia de las dinastías, incluso de las más consolidadas.

Luego está la noria de los grandes señores feudales, sus familias y siervos, con un vasallaje más o menos sólido, que se encuentra en todas las latitudes y en todas las épocas. Eran capaces de garantizar su perennidad, de defender y reforzar sus intereses, que no siempre eran los del monarca, a quien debían una asistencia que negociaban tanto más cuanto que, a veces, eran tan poderosos y ricos, si no más ricos, que él.

Luego estaba la multitud de cortesanos, pedigüeños codiciosos y parásitos que se dedicaban a arrancar algún cargo, rentas y privilegios si llegaban a acercarse al amo.

Y, por último, los sirvientes de todo tipo que ocupaban su puesto únicamente por la confianza del monarca, y que eran revocables de manera instantánea. Ministros, altos funcionarios, gobernadores, mandarines y visires, generales y almirantes en jefe, mayordomos y recaudadores de impuestos, hasta los criados de la casa, desde el chambelán hasta los lacayos, pasando por los médicos boticarios, los eunucos y los guardias personales que conocían las debilidades y los vicios ocultos del soberano, y que sabían cómo sacar provecho o influir en él.

Mano de hierro

El poder del tirano dependía en gran medida de la fuerza de sus ejércitos. Eran el centro de toda su atención y estaban formados por guerreros nobles, conscriptos o “voluntarios” enrolados por la fuerza, por mercenarios profesionales, equipados y entrenados para las guerras que el tirano no dejaba de provocar. Y de dirigir, habitualmente él mismo, al menos durante los primeros siglos, desde el fragor de la batalla arriesgando su propia vida, antes de mantenerse a prudente distancia. Entre sus ejércitos figuraban siempre los cuerpos de élite, reconocidos y recompensados por su eficacia en el combate, por su ferocidad, por el terror que inspiraban, por su devoción a los poderes fácticos: la Horda de Oro, los jenízaros, los mamelucos, los samurais, los sijs, los gurkas y, más próximos a nosotros, los marines, los paracaidistas, las Waffen SS y las tropas de choque.

Porque “se puede hacer de todo con bayonetas, excepto sentarse encima”, según la fórmula que se atribuye a Napoleón Bonaparte, el tirano necesitaba una fuerza policial asignada a su servicio encargada de vigilar, espiar, arrestar, confundir, encerrar, deportar y liquidar a los enemigos y falsos amigos del régimen. Era un trabajo sucio en el cual se destacaron, en todas las geografías, algunos ejecutores de tareas que se volvieron célebres, y que eran sus esbirros, sicarios, espías, escuadrones de la muerte, milicianos, agentes de la Gestapo, del GPU [Directorio Político del Estado] o de la Agencia Central de Inteligencia (CIA).

Finalmente, aunque no es lo de menos, el control de las mentes y las almas. Esta era la tarea del poder religioso, que está ligado de modo íntimo con el temporal, cuando no se confunde con él. Está presente en todas partes, en todas las épocas y bajo todas las formas. Monoteísta o politeísta, estructurado o no en iglesias y clero, su función es hacer aceptar y legitimar la sumisión al orden establecido. Sea cristiano, islámico, hindú, budista, confuciano o taoísta, el hombre debe aceptar su condición durante su corta vida en la tierra y prepararse para la que le espera más allá. Atrapado desde la cuna, encerrado en una malla de creencias de la que no tiene medios de liberarse, con su vida regulada por rezos, ceremonias, conjuros y peregrinaciones, contenida por una ajustada red de practicantes, arrastrado en masa junto con otros a lugares de culto cubiertos de oro, pedrerías, mármol y púrpura tan alejados de su condición, ¿cómo y por qué no habría de tener fe? Sobre todo, porque cualquier veleidad de duda, cuestionamiento o revuelta era denunciado de inmediato y reprimido con violencia.

Nos cuesta creer que, a lo largo de un milenio marcado por evoluciones y convulsiones sin precedentes, en un mundo de pueblos tan diversos, la finalidad y la estructura del poder confiscado por una ínfima minoría hayan permanecido sensiblemente casi iguales en todas partes. Uno podría tener la tentación de pensar que no es así, al menos si se mira el período más reciente y en las sociedades occidentales, donde se desarrolló el estado de derecho, donde se democratizó el poder, donde se reconocieron derechos y libertades y donde las condiciones de vida son decentes para la mayor parte de la población. Habría que verlo. Primero, en muchos países estos logros son más formales que reales y no cambiaron para nada el destino de la mayoría. En los países más ricos y mejor dotados, las técnicas de dirección y de control social, así como de manipulación de las masas por parte de los medios de comunicación, se perfeccionaron tanto y son tan eficaces que mantienen al ciudadano-súbdito dentro de una sumisión voluntaria. En cuanto a los “barones ladrones”3 del capitalismo financiero, industrial y comercial que, desde el siglo XIX, ocuparon el lugar de los señores de antaño, reconstituyeron sistemas feudales más conquistadores, más dominantes y tan desprovistos de escrúpulos como los antiguos.

Los nadies*

Una última constatación. Hay un rasgo común que comparten los privilegiados que se inscriben o se aferran al bando de los verdugos, monopolizando poder y riquezas: el inmenso desprecio que deparan a los que no forman parte de ese bando, es decir, a la inmensa mayoría –casi todos ellos ignaros, toscos, demacrados, sucios y malolientes, mal vestidos, apilados en tugurios o cuchitriles insalubres–. Era difícil que los consideraran hermanos, y mucho menos todavía que los trataran como tales. Todo en ellos parece justificar su situación de víctimas.

Pero estas víctimas representan alrededor del 90 por ciento de la población humana que vivió durante aquel milenio. Están repartidos por todos los continentes, en proporciones que variaron sin cambiar radicalmente a lo largo del período, según permiten evaluar las estimaciones. La inmensa mayoría de la población mundial, casi dos tercios, vivía en Asia: el 65 por ciento a principios del milenio, el 60 por ciento a finales; alrededor del 15 por ciento en Europa (con un pico del 25 por ciento en el siglo XIX seguido de un descenso al 12 por ciento en el siglo XX); casi otro tanto en África (con una caída a menos del 10 por ciento en el siglo XIX). Sólo América vio que su proporción respecto de la población mundial variaba sensiblemente: del cinco por ciento al principio del milenio al 10 por ciento en el siglo XV, bajó al 1,5 por ciento en el siglo XVIII (como consecuencia del genocidio de los indígenas), para alcanzar casi el 15 por ciento en el año 2000.

En todas partes, las tasas de natalidad y mortalidad, sobre todo infantil, fueron elevadas, y la esperanza media de vida rondó los 25-30 años. Hubo que esperar a la segunda mitad del siglo XIX y, sobre todo, al siglo XX para que la tendencia se invirtiera, inicialmente en Europa y América del Norte. El desfasaje entre la baja de la mortalidad infantil, por un lado, y la ralentización de la natalidad, por el otro, explica la explosión demográfica del último siglo de nuestra era, en el transcurso del cual vivieron tantas personas como durante los siete primeros siglos.

Globalmente, entre el 80 por ciento y el 90 por ciento de estas poblaciones siguieron siendo rurales hasta el siglo XIX, cuando se aceleró la urbanización hasta drenar alrededor del 50 por ciento de la población mundial hacia fines del milenio4. Estos habitantes rurales eran campesinos. Todos vivían de la explotación de la tierra y la ganadería y en menor medida de la pesca y la caza, en condiciones geofísicas y climáticas que, sin duda, eran en extremo variables. Por otra parte, y paradójicamente, sus condiciones sociales tienen en común un cierto número de rasgos que se pueden encontrar en casi todas partes y en todas las épocas.

En la mayoría de los casos, no dispusieron libremente del producto de su trabajo que, en una gran proporción –entre la mitad y las dos terceras partes– fue acaparado de modo autoritario, por lo general en especie, en nombre de los terratenientes, clérigos o laicos, y del monarca. Y esto ocurrió bajo múltiples formas (rentas, impuestos, derechos, tasas...), en general por intermediación de regentes y recaudadores de cánones e impuestos, brutales e inescrupulosos, que aprovecharon la situación para enriquecerse, a sus expensas y a las de sus señores. Este es el caso en casi toda Asia, al igual que en la mayoría de los países de Europa.

Sólo podían contar consigo mismos, con su fuerza de trabajo y su saber para mantener, mejorar y perfeccionar sus medios y técnicas de producción; algo que supieron hacer, en todas partes, con perseverancia e ingenio, para mayor beneficio de la minoría que los explotaba.

Por último, fueron esclavizados a capricho, enrolados durante días, meses o años, en trabajos decididos por otros: fortalezas, castillos y lugares de culto, murallas y fosas, puertos, canales y caminos; desbrozamiento de bosques y desecación de pantanos, en general en condiciones espantosas.

Y entre ellos, muchos se encontraron en situaciones todavía peores: fueron esclavos y siervos, propiedad durante generaciones de sus amos, que podían usarlos y abusar de ellos5. Persecuciones específicas, localizadas o temporales, golpearon a determinadas categorías de personas por su etnia, sus creencias religiosas o políticas, sus enfermedades o su marginalidad: infieles, no creyentes, renegados, judíos, intocables, desviacionistas, leprosos, homosexuales…

Las mujeres y los niños, por último

Y sobre todo, está la suerte de las mujeres, víctimas de todos los hombres, incluidos los que compartían su destino, sometidas y explotables sin descaro[^6]. Procrearon, en promedio, alrededor de diez hijos a razón de uno cada 18 meses, en general desde la pubertad, una buena mitad de los cuales estaban condenados a morir antes de los cinco años, dejando a las madres exhaustas y deformadas antes de los 30 años, si no morían en el parto. Tenían además la carga de alimentarlos y criarlos. A ellas les correspondía además atender el fuego y el hogar, el aprovisionamiento de agua y la realización de las tareas domésticas... En la mayor parte de los casos, a esto se agregaba la obligación de participar, de manera regular o episódica, en las labores de los campos, en la cría de animales domésticos y en las tareas colectivas obligatorias. O incluso tenían que entregar horas de hilado, costura y bordado para clientes exigentes y por una paga irrisoria.

En cuanto a los niños, se los ponía a trabajar desde los cinco años en lugar de mandarlos a la escuela, que, durante la mayor parte del milenio, fue prácticamente inexistente en todas las geografías. Eran sometidos sin piedad a un duro aprendizaje y a la autoridad de sus mayores, o bien se los ubicaba fuera del hogar, se los alquilaba o incluso se los vendía, y eran considerados buenos para todos los trabajos mucho antes de la edad adulta, sin que las niñas recibieran mejor trato que los varones. Los volveremos a ver en gran número durante la era industrial, en los dos últimos siglos, en minas, hilanderías, plantaciones... hasta fines del milenio, cuando 300 millones de niños todavía trabajaban. Desde el principio, se unieron al proletariado, por haber sido deportados de los campos. Y este proletariado, encerrado en las fábricas y en las concentraciones urbanas, no conoció una vida mejor sino peor que la de las generaciones precedentes, a menos que, tras interminables luchas, consiguieran arrancar algunos derechos, que todavía hoy se ponen en tela de juicio.

Si es cierto que quienes ignoran la historia están condenados a revivirla, debería resultarnos de interés examinarla más de cerca. Durante mucho tiempo la historia, tratada como una sucesión de acontecimientos de los cuales los eruditos a sueldo primero, y las naciones después, extrajeron caprichosamente elementos para edificar relatos épicos que abarrotan nuestra memoria y que están destinados a la gloria de los poderosos, ignoró soberanamente al 90 por ciento de la población, a la gente del bajo pueblo, a los humildes y a los pobres, a todos aquellos que en realidad la forjaron. Desde hace un siglo, pretende ser más científica que épica, pero le queda todavía mucho camino por recorrer para intentar comprender nuestra condición pasada.

(*) Todos los subtítulos son de la redacción. En este caso toma un concepto de Eduardo Galeano. Traducción: Merlina Massip.


  1. Libro de Pierre Miquel, Les mensonges de l’histoire, Perrin, París, 2008. 

  2. Ver Eric J. Hobsbawm, L’âge des extrêmes, Complexe-Le Monde diplomatique, Paris, 1999; reeditado con el título L’ère des extrêmes. Histoire du court XXe siècle (1914-1991), Agone, Marsella, 2020. 

  3. Ver a Howard Zinn, “Au temps des ‘barons voleurs’”, Le Monde diplomatique, París, setiembre de 2002. 

  4. Georges Duby y Armand Wallon (bajo la dirección de), Histoire de la France rurale, Seuil, París, [1ª ed.: 1975-1977], 1982, Points, 1996-2018. 

  5. Ver Martin Monestier, Les Enfants esclaves. L’enfer quotidien de 300 millions d’enfants, Le Cherche Midi, París, [1ª ed.: 1978], 1998. 

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