El encuentro del 14 de mayo del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, con el nuevo gobernante sirio, hasta hace medio año con precio a su cabeza por terrorismo, es sólo el más reciente de los reordenamientos regionales1. Hay que sumar el impacto del castigo colectivo israelí sobre Gaza y la coreografía de capa sobre capa que las monarquías petroleras imprimen al nuevo gran juego. Irán parece ser el gran perdedor de la partida.
El equilibrio geopolítico de Medio Oriente se ha transformado de manera profunda desde el período poscolonial. A mediados del siglo XX, las guerras árabe-israelíes enfrentaban a dos grupos bien identificados: la coalición nacionalista árabe y los sionistas apoyados por Occidente. Sin embargo, la situación se empezó a complicar de forma considerable a partir de finales de la década de 1970. Por un lado, la República Islámica de Irán, nacida de la revolución integrista, se propuso como proyecto derrocar a los regímenes suníes “reaccionarios”. Por otro lado, el bloque de los países árabes comenzó a fisurarse, hasta que su ruptura se consumó con los acuerdos de Camp David, que en 1979 condujeron al tratado de paz entre Israel y Egipto.
El final de la Guerra Fría vino acompañado de dos nuevos terremotos estratégicos: la guerra del Golfo en 1990-1991, que marcó el inicio de la era de la unipolaridad estadounidense, y la firma de los Acuerdos de Oslo, en 1993, que prometían un futuro Estado para los palestinos. Más que una línea de fractura regional, el conflicto israelo-árabe empezó a ser percibido como un duelo de soberanías entre israelíes y palestinos, lo que provocó un fortalecimiento del eje Damasco-Teherán. Luego de los atentados del 11 de setiembre de 2001 y de las guerras estadounidenses en Afganistán e Irak, Irán aprovechó para movilizar un frente revolucionario chiita más amplio, que pronto se activó en toda la región. Este frente incluía al Hezbollah libanés, al régimen sirio de Bashar al-Assad, a las milicias chiitas iraquíes, a los hutíes yemeníes y, de forma más marginal, al Hamas palestino. Con las “primaveras árabes” de 2011, esta coalición vio la oportunidad de posicionarse como la vanguardia de la resistencia antisionista y antiimperialista. En contraposición, pero con la misma determinación por poner fin a la revuelta popular, la contrarrevolución sunita agrupó a regímenes prooccidentales que hasta el momento estaban divididos. En ambos bandos, la principal preocupación era contener las calles más que liberar Palestina.
Hegemonía vacante
Ese era el telón de fondo sobre el que ocurrieron los últimos dos conflictos generalizados hasta la fecha, que fueron casi simultáneos. Por un lado, la limpieza étnica de la Franja de Gaza, acompañada de ataques mortales contra Líbano, emprendida por Israel tras los asaltos de Hamas del 7 de octubre de 2023; y por otro lado, en diciembre de 2024, el derrocamiento del dictador sirio Al-Assad, protegido de Irán, a manos de tropas formadas en su mayor parte por rebeldes islamistas, que dio inicio a un período de transición que podría conducir a una salida democrática. Sus repercusiones están sacudiendo el escenario regional. Con el asedio a Hamas, la decapitación de Hezbollah, las crecientes presiones sobre el movimiento hutí y la disminución de sus propias capacidades militares, Teherán ve cómo se desmorona su “eje de la resistencia”. En paralelo, los actores externos se están retirando del terreno: a pesar de la insistencia de Israel, las potencias occidentales no muestran ningún apuro en atacar Irán. Por su parte, tanto los rusos como los iraníes han asistido como espectadores al ocaso del régimen sirio.
Mientras las viejas líneas del frente se desvanecen, no se vislumbra ninguna nueva hegemonía que venga a llenar el vacío de poder. Por el contrario, las luchas geopolíticas, que son más inciertas y están más enmarañadas que nunca, conforman una constelación de focos de tensión.
Uno de esos focos atañe a las movilizaciones populares a favor de la libertad y de la democracia. Las “primaveras árabes” de 2011 y 2012, y sus réplicas entre 2018 y 2019, no dieron importancia a la cuestión palestina y a otros conflictos regionales, que fueron generados, en gran medida, por los propios regímenes cuestionados. Para estas poblaciones oprimidas por el yugo del autoritarismo, la principal consigna era “el derecho a la dignidad”.
Este espíritu de rebelión sigue vivo tanto en el mundo árabe como en Turquía. Está impulsado por mareas humanas, sin líderes visibles, que utilizan las nuevas tecnologías para compartir sus ideas y desafiar la represión. En un contexto de un alto índice de desempleo y corrupción generalizada, las reivindicaciones económicas son las que predominan. Sin embargo, estos movimientos provenientes de los estratos populares carecen de preparación para avanzar a la siguiente etapa. Los militantes siguen intentando adquirir competencias organizativas. No tienen un programa posrevolucionario y están desprovistos de herramientas frente a los plazos institucionales electorales. Es por eso que, desde el inicio de las “primaveras árabes”, nunca han sido los insurgentes de primera hora quienes reemplazan a los autócratas –más bien son apartados de la vida política–, sino los grupos más capaces de coordinar a las masas; y como lo confirma el caso sirio, esos suelen ser islamistas.
En lugar de responder a las demandas, los regímenes árabes continúan apoyándose en la represión, las promesas neoliberales y el respaldo internacional para mantenerse en el poder. En algunos países, como Egipto, las élites gobernantes se han desconectado por completo de su pueblo. La construcción de nuevas capitales administrativas y otros megaproyectos simbolizan esta separación. Las sociedades civiles, pacientes pero no pasivas, observan la comedia política y esperan el momento adecuado para pasar de nuevo a la acción.
La próxima ola de levantamientos planteará una pregunta delicada: ¿cómo se puede alcanzar la democracia sin violencia? Las transiciones prolongadas, como la que vive Sudán, tienden a generar más conflictos que verdaderos progresos. Por el contrario, las victorias relámpago que desembocan en la elección de un nuevo gobierno pueden ser saboteadas por el retorno de reflejos autocráticos y contrarrevolucionarios, como ocurrió en Egipto y Túnez.
Giro histórico
Única por su contexto geopolítico y por la tenacidad de los disidentes, la experiencia siria actual reaviva la llama revolucionaria y genera una ilusión que fascina a todo Medio Oriente. Demuestra que, incluso tras largos años de impasse y frente a los gobiernos más brutales, las fuerzas de oposición pueden triunfar; basta con que su compromiso sea firme y sus estrategias bien pensadas. Lo que sucede en Siria también ofrece, por primera vez, una cara humana a la nebulosa de las “primaveras árabes”, probablemente porque se basa en una lucha armada, que tiene mayor impacto en la conciencia colectiva que la desobediencia pacífica. La caída del clan Al-Assad tras más de medio siglo de reinado provocó un inmenso alivio entre los millones de sirios exiliados en todo el mundo, que ahora esperan ansiosos ver un Estado más pluralista que redefina los contornos de la ciudadanía, los derechos y las libertades.
La guerra en Gaza es un elemento disparador en este giro histórico. La extensión a Líbano y Yemen de la ofensiva israelí contra Hamas arrasó la coalición proiraní. Hezbollah perdió a sus dirigentes y una buena parte de su arsenal. Los hutíes, aunque no tan golpeados, tuvieron un anticipo del cataclismo que supondría un enfrentamiento armado con el Estado hebreo –que, además, contaría con la garantía añadida de una intervención estadounidense–. Por su parte, Al-Assad cometió el error de ignorar las advertencias de sus padrinos ruso e iraní sobre el deterioro de sus Fuerzas Armadas.
Los éxitos militares de Tel Aviv frente a los agentes de Irán se deben a una serie de reorientaciones estratégicas. El frente revolucionario chiita alcanzó el punto culminante de su poder durante el conflicto israelo-libanés de 2006, que estuvo marcado por la resistencia victoriosa de Hezbollah. A partir de entonces, con la ayuda de sus aliados occidentales, Israel decidió optar por la táctica del desbordamiento. Sus servicios de inteligencia se infiltraron en las filas de Hezbollah específicamente cuando este envió miles de combatientes hacia Siria en apoyo a Al-Assad. En 2020, el asesinato por parte de Estados Unidos del general Ghassem Soleimani, principal arquitecto de la estrategia iraní de expansión regional, también generó un gran vacío militar dentro de la alianza chiita. Hoy, el cambio de régimen en Damasco vuelve a barajar las cartas.
Los desafíos en Siria
El nuevo poder sirio enfrenta numerosos desafíos. Nombrado presidente interino en enero de 2025, Ahmed al-Charaa (cuyo nombre de guerra es Abu Mohamed al-Golani) debe reflotar una economía moribunda que ya no puede contar con los ingresos del captagón –una droga sintética de la cual Siria era el principal productor mundial–. También debe garantizar la seguridad interior, hoy garantizada por una multitud de milicias y sus distintas facciones, y resolver la cuestión del estatus de los combatientes extranjeros, que aún son numerosos en el territorio. En un peligroso número de equilibrista, el nuevo poder se esfuerza por neutralizar a los fieles del antiguo régimen mientras protege a la minoría alauita –de la que procede el clan Al-Assad– de posibles represalias. Sin embargo, no ha tenido mucho éxito hasta el momento: la mayoría de las regiones alauitas escapan al control del Estado, y varias milicias ya han cometido atropellos sangrientos que han empujado a miles de alauitas a huir hacia Líbano.
El problema más inmediato viene de la mano del pluralismo. Al-Charaa sabe, por haber administrado el gobierno de Idlib durante ocho años, que es crucial respetar la diversidad religiosa y étnica de la sociedad siria, y se comprometió a hacerlo. Por el momento, se muestra ante todo pragmático. Partidario de una república unitaria más que federal, no busca cuestionar la extrema centralización del poder presidencial.
Ahora bien, tolerar la diversidad es una cosa, pero ofrecer a cada grupo una representación equitativa a nivel institucional es otra muy distinta. Todos los sirios, ya sean sunitas, alauitas, cristianos, drusos o kurdos, ¿van a ser tratados en pie de igualdad? El caso de los kurdos merece ser abordado con especial atención. El Rojava, la zona que controlan en el noreste del país, goza de una autonomía de facto, y el gobierno sirio no puede esperar reincorporarla sin la ayuda de Turquía, para quien la autodeterminación kurda representa una amenaza existencial. La hipótesis de un acuerdo militar entre ambos países para destruir este bastión tiene pocas probabilidades de concretarse. En cambio, Al-Charaa podría proponer un pacto a los kurdos: el desarme a cambio de derechos culturales y políticos. El acuerdo alcanzado por las autoridades turcas con Abdullah Öcalan, en virtud del cual este último llamó en marzo (y se concretó en mayo) a la disolución de su Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK, por sus siglas en kurdo), demuestra que es posible la negociación de una solución de este tipo.
Por otra parte, ¿qué ocurrirá con la libertad de conciencia y, en particular, con el derecho a convertirse a otra religión? Muchos sirios reclaman el establecimiento de una democracia laica que haga prevalecer el principio de igualdad por encima de cualquier consideración religiosa o étnica. Quizá esa sea la única manera de construir un orden político estable en un país donde los clivajes comunitarios son numerosos. No obstante, es probable que ese objetivo no sea compartido de forma unánime.
Esto plantea otro problema más delicado: el del lugar del islam en la transición siria. Aunque haya cambiado su traje de rebelde yihadista por el de jefe de Estado, Al-Charaa sigue siendo un islamista; y si bien su organización, Hayat Tahrir al-Sham (Organización de Liberación del Levante), renunció a la idea de instaurar un califato regido por la ley islámica, la realidad es que no ha modificado fundamentalmente su doctrina al tomar las riendas de un gobierno nacional. Así, los islamistas sirios se encuentran frente a un dilema clásico: su principal ventaja para conquistar el poder (la religión) se convierte en el mayor obstáculo para ejercerlo. Si lanzan las cruzadas religiosas que prometieron, corren el riesgo de perder la simpatía del resto del mundo y de sus propias sociedades, empezando por las mujeres y las minorías. Si, por el contrario, sacrifican su identidad islámica en favor de un gobierno laico, podrían instaurar una autocracia como todas las demás. La forma en que los nuevos dirigentes sirios resuelvan este dilema tendrá profundas repercusiones sobre las cuestiones democráticas y religiosas en Medio Oriente. Como los islamistas no pueden gobernar sin los otros grupos, cabe esperar que la diversidad confesional actúe como un factor de moderación.
Esfuerzos domésticos
Por ahora, son pocos los actores externos que están tentados a intervenir en el proceso de transición. Rusia e Irán se desentendieron –y aunque este último quiera jugar el papel de aguafiestas, no tiene los medios para hacerlo–. Estados Unidos y Europa esperan ver cómo evoluciona la situación, al igual que Turquía, que desearía desactivar el peligro kurdo sin tener que recurrir a acciones militares. En cuanto a Israel, decidido a arruinar cualquier perspectiva de una Siria democrática, está replicando la táctica utilizada por los estadounidenses en vísperas de su invasión a Irak en 2003: hacer quedar al país como fragmentado e inestable ante el resto del mundo, como un país en el que nunca se podrá confiar.
Otros vecinos de Siria están empantanados en sus propias crisis. La estatura internacional de Egipto no ha dejado de deteriorarse desde la llegada al poder del general Abdelfatah al Sisi. Por primera vez, no desempeña ningún papel importante en términos de ayuda humanitaria o de mediación en Gaza, ubicada a sus puertas. El Estado ha dejado a la deriva, por así decirlo, a su pueblo frente al agravamiento de las desigualdades, la inflación y el desempleo. Al conceder un papel económico cada vez mayor al Ejército –el único autorizado a supervisar las importaciones de trigo–, este último ha desarrollado nuevas tácticas de represión y se apoya en instancias cada vez más orientadas a la seguridad, como las milicias tribales, para controlar a la población.
Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos, punta de lanza de la contrarrevolución tras las “primaveras árabes”, se dieron cuenta de repente de que tienen que adaptarse al nuevo equilibrio regional. Sus esfuerzos por sembrar la confusión en las filas de los contestatarios, que en algún momento dieron frutos, no han bastado para acallar las exigencias de un cambio. Tras haber hecho todo lo posible por facilitar la rehabilitación de Al-Assad –reintegrado a la Liga Árabe como si nada hubiera pasado en mayo de 2023–, ahora temen por el surgimiento de una Siria democrática que, a su vez, encarnaría una religiosidad islámica (aunque autorice la práctica de otros cultos).
A ello se suma el fracaso de su estrategia de acercamiento con Israel. Los Acuerdos de Abraham, firmados en 2020 y seguidos de conversaciones acerca de un acuerdo bilateral entre Israel y Arabia Saudita, estaban destinados a estabilizar la región y a traer la paz tanto a israelíes como a palestinos. Nada de eso ha sucedido. Para las monarquías del golfo, Israel se ha convertido en un socio diplomático radiactivo cuyo expansionismo militar amenaza con redibujar incluso las fronteras del mundo árabe. No se descarta que saudíes y emiratíes terminen encargándose de ayudar en la reconstrucción de Gaza en nombre de los israelíes, algo muy distinto de lo que imaginaron cuando se comprometieron con la normalización de sus relaciones.
La República Islámica de Irán ha perdido gran parte de su influencia, y las operaciones repetidas del Ejército y de los servicios secretos israelíes en su territorio la vuelven más vulnerable que nunca a ataques exteriores. Ahora se enfrenta a un dilema corneliano: o se mantiene firme en sus posiciones, reconstruye con paciencia su coalición chiita y refuerza sus capacidades militares de cara a la próxima gran confrontación con Israel y sus mecenas occidentales, o bien contempla una nueva distensión con Estados Unidos y Occidente, sobre la base de su reciente acercamiento con Arabia Saudita. Los dirigentes iraníes comprendieron que, detrás de la firmeza de su postura, Donald Trump tiene un enfoque puramente transaccional de la política en Medio Oriente: mientras se pueda alcanzar un compromiso, estará dispuesto a dejar de lado las hostilidades del pasado. Este es, de hecho, un punto de divergencia con el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu.
Estados Unidos nunca ha hecho nada por frenar al ejército de Israel, pero el presidente estadounidense sabe que le será imposible mantener una actitud aislacionista en caso de que se agraven las tensiones entre Tel Aviv y Teherán.
En el plano interno, la situación iraní es aún más compleja. Aunque, desde la revolución, el autoritarismo de los ayatolás se ha apoyado en tres pilares –el nacionalismo, la identidad chiita y la influencia transnacional–, la dimensión religiosa ha perdido gran parte de su relevancia. Así lo demuestran las grandes manifestaciones populares a favor de los derechos de las mujeres y de la democracia tras la muerte de Mahsa Amini en la primavera de 20222.
De todos los países árabes, Líbano ha sido el más beneficiado con la caída del régimen de Al-Assad y el consiguiente debilitamiento de Hezbollah. Ahora, el partido chiita depende del Estado libanés, al que combatió y ambicionó durante años, para proteger a sus miembros y sus activos. Sus líderes entendieron que no pueden seguir contando con la generosidad ilimitada de Irán, al menos por el momento. La arrogancia ha pasado al campo de Israel.
Líbano se encuentra en una encrucijada. Uno tras otro, todos los dirigentes carismáticos de los grandes bloques confesionales han sido asesinados. Los drusos perdieron a Kamal Youmblatt; los cristianos maronitas, a Bashir Gemayel; los sunitas, a Rafiq Hariri; los chiitas, a Hassan Nasrallah. Hoy, el pueblo pide un sistema de gobierno laico que pueda frenar la corrupción y expulsar a la oligarquía religiosa que ha estado en el poder durante tanto tiempo. De hecho, la única institución que aún goza de un mínimo de credibilidad es el Ejército. Es posible que esto lleve a las distintas comunidades a entenderse mediante acuerdos inéditos.
La espantosa guerra en Gaza
Mientras tanto, la guerra en Gaza continúa, un conflicto cuya espantosa brutalidad se debe tanto a los cálculos de los estrategas israelíes como a la violencia ciega de los ataques del 7 de octubre de 2023. Al atacar indistintamente a civiles y militares, Hamas provocó un profundo trauma en la población israelí y exacerbó el espíritu de venganza de un gobierno que ya estaba ocupado sometiendo a su propia sociedad, en especial mediante el desmantelamiento del sistema judicial.
Esa misma sed de venganza refuerza el mesianismo espiritual que impregna el discurso sionista desde hace décadas. Sin embargo, hoy en día, el sionismo no es más que un proyecto expansionista envuelto en justificaciones teológicas: se trata de ampliar sin cesar las fronteras del hogar nacional judío, incluso, si es necesario, mediante la anexión de otros países árabes. No es casualidad que el ejército israelí multiplique las nuevas ocupaciones de territorios en Gaza, Cisjordania, el sur de Líbano y Siria (además de los Altos del Golán, que ocupa desde 1967). Sean de derecha o de izquierda, los sionistas no quieren escuchar hablar de soberanía palestina ni de una solución de dos Estados. Su actitud recuerda a la de los colonos franceses en Argelia: sin empatía hacia los indígenas.
Sin embargo, la creciente militarización de la sociedad al servicio de un colonialismo desinhibido divide al país. Algunos israelíes tienen dificultades para conciliar su visión ideal de la nación –refugio de un pueblo perseguido– con una tendencia irreprimible de hacer la guerra a sus vecinos. Esta ola de oposición viene a sumarse a las manifestaciones de enojo ya provocadas por los abusos de poder de Netanyahu.
Para los palestinos, las perspectivas a futuro han cambiado. La lucha armada ya no es una opción, y ahora sólo pueden contar con la solidaridad internacional que suscita su causa en defensa de su soberanía. La cuestión palestina ya no es un “problema árabe”, sino que se contempla a través del prisma universal de los derechos humanos. No es en tanto minoría digna de compasión que los palestinos merecen tener un Estado duradero, sino como pueblo sometido por una potencia ocupante a desplazamientos forzados, apartheid y genocidio (3). En este sentido, la victoria táctica de Israel en Gaza podría, a largo plazo, parecerse a una derrota moral, aunque Netanyahu no parece haberlo comprendido. Por su descarada violación del derecho humanitario internacional, los dirigentes israelíes se exponen a ser procesados por crímenes de guerra.
Extrañamente, es en su propio campo donde los palestinos encuentran el principal obstáculo para lograr su emancipación. Creada por los Acuerdos de Oslo como gobierno autónomo interino, la Autoridad Palestina (AP) es una organización corroída por la corrupción, que se ha transformado en cómplice de Israel y de sus aliados occidentales. En lugar de proteger a su pueblo y resistir la continua invasión de las colonias israelíes en Cisjordania, desde octubre de 2023, no ha dejado de intensificar su represión contra las fuerzas de oposición. En cuanto a Hamas, por muy debilitado que esté, sigue simbolizando la vanguardia de la resistencia armada; por eso, sería impensable excluirlo de cualquier resolución futura de la cuestión palestina.
De esta manera, se perpetúa un trágico círculo vicioso: al ceder cada vez más tierras fértiles a los israelíes, la AP obliga a las poblaciones rurales palestinas a refugiarse en las ciudades que, aunque se manifiesten en forma pacífica, se convierten en focos candentes de contestación al poder. Esta fragilidad interna expone a toda Cisjordania a las maquinaciones geopolíticas extranjeras. Si Trump entrega la totalidad de este territorio a las anexiones israelíes mediante un “Deal du siècle 2.0” [Acuerdo del Siglo 2.0], quedará muy poco margen de maniobra para la resistencia palestina, sobre todo si la AP presta su consentimiento.
Otros países árabes ya se han visto enfrentados a este tipo de dilemas imposibles impuestos por la nueva administración estadounidense, que parece haber hecho de esta táctica su sello distintivo en Medio Oriente. Pocos días después de asumir sus funciones, el presidente Trump decretó la congelación total de la ayuda exterior estadounidense, salvo para dos países: Egipto e Israel. Al mismo tiempo, ejerció presión sobre Egipto y Jordania –que es particularmente dependiente del apoyo militar y económico de Washington– para obligarlos a aceptar en su territorio a los palestinos que planea expulsar de Gaza. Ninguno de los dos países cedió.
Esto se debe a que, a diferencia de lo que se espera, los regímenes árabes se muestran muy poco conciliadores con Trump3. Su plan para Gaza los tomó tan desprevenidos que llegaron a esbozar una cierta cooperación con la intención de impedir su implementación, con el objetivo común de evitar cualquier estallido de descontento entre sus propias poblaciones. Por lo tanto, la diplomacia árabe está condenada a una espera indefinida. Por su parte, el Estado de Israel no tiene más que un solo programa: asfixiar al pueblo palestino para erradicar de una vez por todas sus aspiraciones nacionalistas. Para Tel Aviv, no hay un “día después” de la guerra en Gaza.
Hicham Alaoui, autor de Security Assistance in the Middle East: Challenges... and the Need for Change (obra colectiva codirigida con Robert Springborg), Lynne Rienner Publishers, Boulder, Estados Unidos, 2023; y de Pacted Democracy in the Middle East. Tunisia and Egypt in Comparative Perspective, Palgrave Macmillan, Londres, 2022. Traducción del inglés: Élise Roy. Traducción del francés: Paulina Lapalma.
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“Trump insta a Siria a normalizar las relaciones con Israel en la primera reunión con su presidente”, El País, Madrid, 14-5-2025. ↩
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NdR: ver “Un país propio”, cobertura de tapa de Le Monde diplomatique, edición Uruguay, octubre de 2022. ↩
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NdR: la gira por las monarquías del Golfo, realizada por Donald Trump a mediados de mayo, parece enfocada a limar estas asperezas. ↩