En el país de Lenny Bruce, Johnny Carson y Jon Stewart, los comediantes de stand-up provocaron durante mucho tiempo a las personalidades republicanas, poco dispuestas a aceptar sus salidas irreverentes. Con el paso de los años, la prudencia oratoria impuesta en nombre de un discurso moderado permitió al presidente estadounidense confiscar el género con sus palabras ofensivas y poco matizadas.
En el torrente de comentarios que siguió a la derrota de la candidata demócrata en las últimas elecciones de ese país, Kamala Harris, un tuit llamó la atención. El periodista Elie Mystal observó que “los progresistas estadounidenses necesitaban crear su propio Rogan, alguien que pueda hablar a las personas a las que se dirige”. Tres semanas antes de las elecciones presidenciales, el presentador de podcast Joe Rogan había recibido en su estudio a Donald Trump para una conversación de tres horas (ver recuadro). El episodio recibió más de 50 millones de visualizaciones en Youtube, un total que excedió ampliamente el de los programas convencionales, lo que permitió al candidato republicano llegar a un público mayoritariamente blanco, joven y masculino.
Origen
Rogan proviene de la stand-up comedy, comunidad de trabajadores de la risa que mezclan expresión íntima con chistes impertinentes. Ahora bien, el presidente estadounidense, aconsejado según dice por su hijo Baron, centró su última campaña electoral en los nuevos medios manejados por humoristas. En cada oportunidad tuvo muy buenas audiencias. El matrimonio entre el humor y la política se festejaba, hasta ahora, sin invitar a los republicanos. ¿El stand-up cambió de bando?
Profundamente arraigada en esa cultura, esta simpática cháchara conoció en los años 1950 una revolución formal que la transformó en un arte de expresión personal. Abandonando una fórmula que consistía en bombardear con chistes inofensivos a un público de clubes nocturnos, se abrió al comentario político y social tomando la apariencia de una conversación. Esta transformación fue llevada a cabo por dos figuras con temperamentos, no obstante, opuestos.
El primero fue Mort Sahl, que apareció en escena en 1955, sosteniendo en sus manos el diario del día que comentaba con un tono alerta y malicioso. El humorista abordaba de modo frontal la vida política de su país haciéndose el exégeta sarcástico. Calcando la fluidez de sus palabras de los ritmos de una banda de jazz, Sahl tuvo una popularidad creciente ante un público de estudiantes e intelectuales, al punto de ser calificado como “filósofo político”.
Tres años después de su aparición, Lenny Bruce retomó su fórmula conversacional en los clubes de striptease, donde actuaba entre dos números de desnudos. Frente a ese público más canalla, se convirtió en el lancero kamikaze de una sátira más social que política. Con una mezcla de improvisaciones eruptivas y de sketchs cuidadosamente elaborados, Bruce levantaba el telón de las hipocresías sociales, apuntaba a las contradicciones de los valores estadounidenses y quebraba el consenso mayoritario para hacer lugar a las minorías. Su gusto por la provocación puso el acento en temas hasta entonces reprimidos en el debate público, como la sexualidad, la religión o la segregación. Bruce influyó en generaciones de humoristas, a los que desde entonces se califica de “truth-tellers”: bufones que usan la risa para cantar sus cuatro verdades a la sociedad estadounidense.
Apogeo
Sahl y Bruce delinearon para las décadas siguientes las dos facetas críticas del comediante de stand-up: el satírico político o el provocador moralista. También moldearon dos actitudes con respecto al poder: mientras Bruce luchaba en vano para defender su libertad de expresión ante la Justicia, Sahl participaba en la redacción de los discursos de campaña del candidato demócrata John F Kennedy. Si bien esta colaboración no duró —una vez que Kennedy fue elegido en 1960, Sahl volvió a los comedy clubs a burlarse de él—, marcó las primeras nupcias de los demócratas estadounidenses con el humor.
Este matrimonio podría haber sido bipartidista, dado que el republicano Richard Nixon fue el primer dirigente en aparecer, en 1968, en un programa del canal NBC (“Rowan & Martin’s Laugh-In”). Por entonces en campaña, su breve participación (“El humor no es lo mío”, confesó al preparar la emisión) contribuyó a suavizar su imagen, muy a pesar de los productores demócratas que lo habían invitado. El fenomenal auge del stand-up a partir de los años 1970 planteaba un desafío para los representantes políticos: ¿cómo integrar las salidas humorísticas sin dañar su reputación? Su respuesta fue ofrecer un espacio ritualizado para la sátira, para delimitar la potencia contestataria.
Hubo que esperar al segundo mandato de Bill Clinton (1997-2001), marcado por múltiples escándalos financieros y sexuales, para que los chistes surgieran en los estudios de los late shows de la televisión, encarnados durante 30 años por Johnny Carson. Sus dos principales sucesores de los años 1990, el jocoso Jay Leno en NBC y el plácido pero implacable David Letterman en CBS, presionados por la competencia por las audiencias y por la atmósfera de fin de reinado en Washington, hicieron que la política entrara de un modo aún más decidido en el escenario del entretenimiento mordaz. Nunca volvió a salir de allí. Desde hace 20 años, The Daily Show, con Jon Stewart, el The Late Show with Stephen Colbert o el Last Week Tonight, con Jon Oliver, hacen del humor un registro en sí mismo del periodismo político. Estos programas volvieron a encontrar el germen contestatario de los dos grandes modernizadores del stand-up, pero permaneciendo anclados en tierras demócratas.
Caída
Los republicanos nunca estuvieron cómodos con reírse de sí mismos. Durante una noche de gala en 2006, una parte de la audiencia se fue de la sala antes del final del discurso de Colbert, que se burlaba del presidente George W Bush, presente en la tribuna. En su libro Irony and Outrage, la investigadora Dannagal Young considera que el pensamiento liberal mantiene una afinidad electoral con el humor. La ironía sirve a su lectura distanciada del mundo, mientras que los conservadores preferirían movilizar sentimientos de ira y usar la ofensa para criticar a sus adversarios.
El primer mandato de Trump (2017-2021) marcó a la vez la cúspide de esta distinción y su canto de cisne. Trump mantenía una vieja pelea con los humoristas. En 2011, durante la cena anual de corresponsales de la Casa Blanca, en la que participaban muchas personalidades neoyorquinas, la prensa retuvo las muecas en el rostro de Trump el momento en que el presidente Barack Obama lanzaba chistes cada vez más despectivos hacia él. Hundido en su silla, el multimillonario neoyorquino recibió la humillación sin siquiera mostrar una sonrisa forzada, y prometió, en privado, que se vengaría.
La venganza vino con su elección. Una vez presidente, hizo que esa cita mundana se cancelara. Y, a través de su cuenta de Twitter, atacó por su nombre a todos aquellos que se burlaban de él. Poco proclive a reírse de sí mismo, insistió con el tono que había sido el suyo durante la campaña de 2015-2016: una mezcla de ira, de elogio del “sentido común” y de mofas contra sus adversarios. El insulto siguió siendo más que nunca su terreno de expresión privilegiado. Por su parte, una franja de los humoristas, desconcertados por las extralimitaciones de ese atípico presidente, cambió la ironía por la ofensa. En 2018, la presentadora del programa satírico Full Frontal with Samantha Bee trató a Ivanka Trump (la hija mayor de Trump) como “perra irresponsable”. Por su lado, la actriz y guionista Kathy Griffin publicó en las redes sociales una foto de ella sosteniendo la cabeza decapitada y sanguinolenta de Trump entre las manos. Expresó luego su arrepentimiento, afirmando que su puesta en escena respondía a un sentido irónico.
Resurgimiento
Mientras la rabia y la ofensa ganaban de forma provisoria las filas del bando demócrata, el humor comenzaba simétricamente a hacerse un hueco entre los trumpistas. El canal conservador Fox News produjo una réplica de The Daily Show, de Jon Stewart: The Greg Gutfeld Show. El sitio web de falsa información paródica The Onion también se encontró en competencia con un homólogo conservador, The Babylon Bee. Por último, una serie de podcasts y de programas contribuyeron a tejer una red inédita de sátira de derecha, aprovechando la libertad ofrecida por internet.
Ante el anuncio de la candidatura de Trump a un segundo mandato, el humorista Ari Shaffir confesó que discernía en ello una oportunidad para ver correr “las lágrimas de las personas honestas”. Resumía el estado de ánimo de una franja del mundo del stand-up que denuncia los efectos de las políticas identitarias en su trabajo. Así, la comediante Judy Gold, en su obra con título explícito, Yes, I Can Say That, lamentó que el circuito de las universidades, tradicionalmente abierto a los espectáculos humorísticos, pidiera conocer por adelantado los temas abordados, así como las expresiones “ofensivas” que podrían ser empleadas. Frente a lo que perciben como un asalto de la censura, algunos comediantes de stand-up piensan retomar el combate de Lenny Bruce, sin inquietarse por saber si lo hacen en nombre de los dominados o de los dominantes. Indiferentes ante su propia posición de poder, prefieren reivindicar su derecho a la provocación y ver en el humor una fortaleza asediada por las exigencias de respeto a las minorías.
El podcast de Joe Rogan prospera dentro de ese nuevo panorama. Si bien Rogan fue durante un tiempo presentador de reality shows y espectáculos de deportes de lucha, hace cerca de 35 años emprendió una carrera de humorista. Los valores del stand-up alimentaron sus ideas acerca de lo que hace a la calidad de una conversación pública: el derecho a expresar todas las opiniones. Líder de los bufones con convicciones libertarias (a semejanza de Dave Smith), a Rogan le gusta buscar a sus invitados en una lista de cómicos controversiales y figuras políticas que utilizan la ofensa, de los cuales Trump sigue siendo el mejor representante. Otros presentadores de podcast también criticaron la campaña de demonización que habría sufrido el actual presidente estadounidense por parte de las instituciones, elogiando al mismo tiempo su audacia al reintroducir palabras prohibidas sin temer a los censores.
Hoy por hoy, las provocaciones de Trump son percibidas por una parte de los comediantes de stand-up como la expresión de una liberación lingüística que ellos mismos profesan. Ese acercamiento se realiza a costa de una confusión entre la función histórica del comediante de stand-up y la actitud de Trump sobre los estrados. De las dos figuras tutelares de su arte, Sahl y Bruce, esos humoristas libertarios a menudo abandonan la distancia irónica del primero, y sólo se quedan con el humor antiinstitucional del segundo. Ahora bien, así es precisamente como se presenta Trump en su relación con la clase política tradicional: como el que dice la verdad con palabras que los progresistas prohíben. Por ello pudo seducir a una parte del entorno del stand-up, a veces incluso ganar su apoyo, o más a menudo su silencio. Podemos desde ya apostar que ese apoyo tiene todas las características de un gesto suicida, en tanto Trump permanezca indiferente ante la crítica e incapaz de reírse de sí mismo. Tanto, también, como su defensa de la libertad de expresión nunca fue más que una fachada para atacar a sus adversarios, como lo demuestra en este momento la represión de los partidarios de la causa palestina por su administración1.
Guillaume Orignac, periodista. Traducción: Micaela Houston.
Podcast y comunicación política
El sentido común de Joe Rogan
Humilde, atento y capaz de ejercitar la autoironía: así es el rostro que Donald Trump presentó durante sus tres horas de conversación con el conductor de podcast Joe Rogan, pocos días antes de las elecciones presidenciales de noviembre de 2024. Un rostro muy alejado de la actitud agresiva y dominante que habitualmente muestra.
Invitado a los podcast de los humoristas Andrew Schulz y Theo Von, el candidato demostró que sabía bromear y reír, y responder con calma y pedagogía a las preguntas de sus interlocutores. Hay que decir que el formato pretende ser a la vez más acogedor y auténtico que el de los programas políticos tradicionales: rechaza las formas de la discusión polémica y pone en escena la curiosidad manifiesta de sus presentadores, llegando incluso hasta la candidez infantil. En 15 años, estos nuevos medios han impuesto otra manera de entrevistar que privilegia las preguntas prácticas y deliberadamente ingenuas. Tanto en Von como en Schulz, la conversación se inicia con las responsabilidades paternales de Trump. Este ángulo ofrece a su imagen pública una cámara de descompresión, revelando a un hombre que comparte las mismas preocupaciones que cualquiera. Este es el principio de estos programas concebidos como contramodelo de los debates televisivos: provocar un intercambio cuya duración –una hora en el programa de Von, una hora y media en el de Schulz, y tres horas en el de Rogan– mantiene la ilusión de una discusión alejada de las rigideces del lenguaje político.
Con Rogan, Trump evoca los recuerdos de sus primeros días como presidente en 2017, reducidos a simpáticas anécdotas, como la de su descubrimiento de la habitación Lincoln en un ala de la Casa Blanca. La política ya no es entonces asunto de decisiones sino un terreno de experiencias personales, donde uno se sorprende del tamaño de la cama presidencial. Lo ordinario se encuentra con la grandeza histórica... La operación funciona en dos tiempos: borrar la imagen irritante del candidato, lo que permite, luego, hacer pasar su política por la expresión del sentido común popular.
Que Rogan deslice en la entrevista sus propias reflexiones, sin jamás cuestionar las de Trump (concernientes a la corrupción partidista de los medios, la injusticia de las políticas ambientales y de defensa de las minorías, los beneficios del proteccionismo), completa la confusión: el imperativo de autenticidad transforma un punto de vista en verdad buena para decir, probando que el candidato Trump es realmente el representante de los estadounidenses ordinarios.
G. O. Traducción: redacción de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
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Eric Alterman, “Donald Trump en guerra contra la libertad de expresión”, Le Monde diplomatique, París, mayo de 2025. ↩