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Protesta contra la violencia policial en San Pablo, Brasil, el 5 de diciembre de 2024.

Foto: Nelson Almeida, AFP

Cuando las balas perdidas sólo encuentran un color

11 minutos de lectura
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Violencia en Brasil.

La violencia estatal en Brasil afecta, en especial, a negros y pobres, categorías que no por casualidad suelen estar relacionadas. Los operativos son presentados por algunos sectores del establishment como una “guerra justa” contra la periferia.

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Empecemos por recordar un caso emblemático. El 3 de febrero de 2014, un adolescente sin hogar, acusado de robo, fue atado a un poste en el barrio de Flamengo (una región exclusiva de Río de Janeiro), humillado y golpeado por los residentes.

Casi todos los días Brasil es testigo de escenas como esta, que se remontan a la sociedad esclavista más longeva del Occidente moderno, donde, bajo el yugo del látigo, dos tercios de todas las personas secuestradas y traficadas de África a las Américas fueron obligadas a trabajar, un número diez veces mayor que el del sur de Estados Unidos, la otra gran nación con pasado esclavista en el continente. A pesar de este llamativo rasgo histórico, que ha persistido durante casi cuatro de los cinco siglos de existencia de Brasil desde la invasión portuguesa, la sociedad brasileña sigue siendo reacia a abordar con la debida seriedad el problema del racismo estructural –legado casi como un “patrimonio natural” de ese pasado– y que debe ser enfrentado a través de políticas públicas. Un negacionismo que se remonta a los orígenes de la República y no resiste el análisis de los hechos.

Apartheid racial

Después de la abolición, la República comenzó con un fuerte impulso modernizador inspirado en las naciones europeas de la belle époque, que llevó a un proyecto de “blanqueamiento” de la población brasileña como política de Estado y que constaba de dos dimensiones: una histórica, basada en la reconstrucción de la narrativa del pasado de la esclavitud, recurriendo incluso a la destrucción de documentos y evidencias de este pasado; y la eliminación física de los negros. “Para defender que Brasil sería, en el futuro, naturalmente más blanco, ya sea por selección natural o por la entrada de inmigrantes blancos. [...] Se suponía que la civilización era blanca, y que los pueblos mestizos no presentaban buenos pronósticos al respecto”1. Los defensores de esta estrategia, discípulos del racismo científico decimonónico, que asociaba el progreso con el europeo y el anglosajón, entendían a los negros como una amenaza (la “amenaza racial”) y que el mestizaje sería el camino, por etapas, para su liquidación.

Un siglo y medio después, la realidad de cualquier ciudad brasileña presenta una compleja estructura racista. La desigual ocupación de los espacios ya indica que las relaciones sociales están determinadas por una variable racial, con graves consecuencias para la democracia y la justicia.

Veamos algunos datos: las personas negras están en menos aulas (en especial si se toman en cuenta las de mejor calidad), en menos puestos de liderazgo y tienen menos poder de consumo. Y tienen menos derecho a la vida: las estadísticas muestran que la mayoría de las víctimas de homicidio en Brasil son personas de piel negra (76,5 por ciento según datos del Atlas de la Violencia). En el sistema penitenciario no es diferente, la mayoría de los reclusos son negros. En las relaciones sociales, vemos a los negros casi siempre sirviendo y rara vez siendo atendidos, y están menos presentes en los espacios centrados en la cultura y la ciencia, porque suelen ser sitios caros ubicados en las zonas ricas de la ciudad. En este punto, es importante recalcar que incluso el transporte entre las zonas más ricas y la periferia obedece a horarios que impiden una experiencia de ocio después de la jornada laboral. La ciudad brasileña, como organismo social, funciona bajo un apartheid racial que se manifiesta a través de diversas dimensiones de la experiencia cotidiana.

Un estudio realizado por Octavio Ianni (2001)2 ilustra bien este panorama también en el ámbito privado. Para analizar las relaciones interraciales brasileñas, la investigación se guio por la pregunta “¿Aprobaría usted el matrimonio de su amigo, hermano, hermana o usted mismo con un negro o mulato?”. Al 35 por ciento no le gustaría que el amigo se casara con un negro (baja al 29 por ciento en el caso del mulato). Pero en la hipótesis de que un hermano se casara con una negra, el rechazo es del 74 por ciento (70 en el caso de que la novia fuera la mulata). Un 76 por ciento se opone a que una hermana se case con un negro y un 72 con un mulato. El rechazo es más extremo cuando la pregunta es sobre la propia persona: al 89 por ciento no le gustaría casarse con un negro y al 87 por ciento tampoco con un mulato.

Durante una investigación financiada por la Unesco en la década de 1950, inspirada en el trabajo de Gilberto Freyre, para estudiar la propagada “democracia racial brasileña”3, Florestan Fernandes concluyó que “el mayor legado del sistema esclavista, vigente aquí desde hace más de tres siglos, no sería un mestizaje para unificar la nación, sino la consolidación de una profunda y arraigada desigualdad social”.

Se ha intentado (y se está intentando) mucho para esquivar el problema. Durante el siglo XIX, el Instituto Histórico y Geográfico Brasileño, mejor conocido por su sigla IHGB, trabajó para producir una historia oficial basada en el patriotismo y la armonía nacional, “aunque, a veces, tuvo que sacrificar la investigación más intransigente para elegir textos que funcionaran como propaganda estatal”. La metáfora de Freyre de las tres razas sería, durante mucho tiempo, uno de los elementos centrales de este proyecto de construcción de la narrativa brasileña. “O mejor dicho, un cierto Brasil, una cierta utopía, con la que vivimos hasta el día de hoy como si fuera una realidad”4.

Es la negación de esta memoria la que encarna, en primer lugar, la segregación de los estratos negros (y pobres), sometidos al estigma del trabajo manual, que confiere un estatus bajo. La abolición no cambió la percepción social de los esclavizados y sus descendientes, que aún cargan con este estigma basado en la esclavitud y el resultado de la ingeniería social que nos da la medida de un apartheid informal.

¿Contra las drogas o contra la periferia?

“Un buen criminal es un criminal muerto”. Esta máxima, tan fecunda como siniestra, traduce el estado de securitización en el trato con la periferia. Pero ¿quién es el “bandido”, esa figura que obliga a pronunciar discursos incendiarios contra las favelas, legitimando un estado de excepción en las periferias brasileñas?

Sérgio Buarque de Holanda5 apunta que la dignidad y el estatus en la sociedad portuguesa, que nos dieron cuna institucional, estaban asociados a profesiones vinculadas al intelecto. El trabajo manual era menospreciado porque estaba asociado con la esclavitud. Y esta es la razón que sustenta el mismo desprecio por la vida de las poblaciones periféricas: su función social heredera de la condición de los esclavizados, cuyo derecho a la vida está condicionado a su utilidad manual y, por lo tanto, se puede relativizar.

Este es el movimiento social que da origen al discurso “un buen criminal es un criminal muerto”. Aunque “bandido” implica, en Brasil, un arquetipo distinto del de “criminal”. Si bien se trata de cualquiera que infrinja la ley y deba, al menos formalmente, sufrir sanciones dentro de los límites legales, el bandolero causa repulsión y no despierta la más mínima solidaridad como ser humano. En otras palabras: la forma arquetípica del bandido precede al crimen, asumiendo la naturaleza de un “enemigo interno”, legitimando la militarización. Como nos enseña la teoría política más elemental, una vez consumado el contrato social que da vida al Estado, cualquier amenaza externa a los límites de su soberanía justifica la guerra justa. Y una condición necesaria para el combate es la identificación clara del enemigo: en este caso, negro, pobre, mal vestido, inculto y que vive en la periferia.

Una vez identificada la diana (el habitante de la favela negra) y el objetivo estratégico (el control de la periferia), se enuncia la política de combate a las drogas como táctica y la policía militarizada como medio operativo de esta guerra.

Cabe destacar que el narcotráfico es un mercado de 500.000 millones de dólares al año. Sin embargo, los acusados y condenados por ese tipo de delitos que llenan las celdas brasileñas son negros y pobres, con baja educación y, en muchos casos, encarcelados sin portar armas. Son los “minoristas del tráfico” a los que el criminólogo Nils Chriestie clasificó como “accionistas de nada”. Los flagrantes informes revelan que muchas de estas detenciones se realizan con la droga en pequeñas cantidades y sin portar armas. Según Orlando Zaccone6, “el stretch –esa figura que actúa al final de la cadena del mercado de drogas– privado del capital, necesario para formar parte del negocio ilícito como accionista, se convierte en un traficante comisionista [...], ofreciendo el único activo valioso que le queda, su propia libertad para ir y venir”.

De ese modo, bajo la política de “guerra contra las drogas”, la militarización de la seguridad pública puede definirse en términos de un proceso de securitización basado en la Doctrina de Seguridad Nacional, heredada de la dictadura militar y desarrollada para combatir al enemigo interno. Una doctrina que dio forma a instituciones centradas en la represión sistemática y militarizada contra la periferia, con el recurso ocasional al uso directo de las Fuerzas Armadas.

¿De dónde viene esa “guerra”?

El uso del prohibicionismo como arquitectura de seguridad contra las poblaciones marginales no es una invención del Estado brasileño. En 1971, la administración estadounidense de Richard Nixon, en busca de popularidad durante el convulso período de luchas sociales por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam, adoptó una agenda antidrogas que tenía como objetivo criminalizar a los grupos “no deseados” por las élites de ese país. Según su secretario, John Erlichman, “sabíamos que no podíamos criminalizar a los que estaban en contra de la guerra o a los negros, pero convenciendo a la población de que asociara a los hippies con la marihuana y a los negros con la heroína, y luego criminalizando fuertemente a ambos, podríamos desestabilizar a las dos comunidades”7.

Luego, en el período posterior a la Guerra Fría, Estados Unidos buscó continuar su liderazgo frente a los aliados y mantener la tutela sobre América Latina. Los dos pilares de este propósito estratégico fueron la política económica neoliberal y la militarización contra las drogas, con el consecuente agravamiento de problemas sociales que potenciaron la violencia contra las poblaciones marginadas.

Para un examen más empírico del caso brasileño, puede tomarse en cuenta la canción del Batallón de Operaciones Especiales de Río de Janeiro (BOPE): “Tú que me escuchas, presta mucha atención/ Ya voy/ ¿Qué pasa? ¿Me mandaste a buscar? [...] Hombres de Negro, ¿cuál es su misión? ¡Entra en la favela y deja los cuerpos en el suelo! Hombres de negro, ¿qué van a hacer? ¡Hago cosas que asustan a Satanás! [...] Ladran los perros/ Lloran los niños/ ¡Vagabundo gateando!/ ¡Viene el BOPE! [...] ¡Es una matanza BOPE! [...] El BOPE es malo, viene a romper todo”.

Como señala la canción, la militarización de las agencias de seguridad pública es el sello de la violencia policial. Sirve a la preservación de un orden determinado y se dirige contra el “bandido”, que tiene un color y un código postal bien definidos. Esta figura, a modo de caricatura, puede definirse como un hombre o una mujer sin ningún límite moral, que se gana la vida con ganancias inconmensurables a costa de la desgracia de los demás, que actúa de manera violenta y bárbara, es decir, una especie de incivilizado, que tiene la cárcel por destino como una metáfora de la necesidad de enjaularle. El “traficante” es siempre un ser peligroso y su encarcelamiento se justifica más allá de la realización de la ley, como una verdadera necesidad en vista de su naturaleza de “bestia”. El discurso del miedo adquiere toques inquisitoriales con esta demonización. Dice el criminólogo Raúl Zaffaroni: “Asociando la imagen del ‘traficante’ con la de un ser violento y cruel, contrariamente a la dimensión real de quienes son seleccionados para ingresar al sistema penal por la práctica del delito de trata, el discurso moral desde la perspectiva de la diferenciación (traficante-usuario) pasa a jugar un papel relevante en el sistema penal. Esto crea una verdadera presunción de violencia, sin disposición legal, para los acusados de narcotráfico. [...] Como si todos los responsables del delito de ‘narcotráfico’ formaran parte de una sola categoría ‘herética’ y violenta por ‘naturaleza’”8.

Para entender el problema, es necesario mirar no sólo la policía, sino también el derecho penal. Según Zaffaroni9, el poder punitivo penal produce un proceso de selección criminal. Dado que no es posible que ningún sistema penal arreste, enjuicie y juzgue a todos los que cometen delitos, el sistema debe tomar decisiones. Estas opciones obedecen a principios propios de cada cultura política, social, policial y jurídica. La necesidad de responder a la sociedad, de demostrar eficiencia, condiciona las elecciones en función del costo/beneficio para los agentes, que son la punta de lanza. Determinan la selección de aquellos que son llevados ante la Justicia o no, obedeciendo a los límites ideológicos y sociales en los que están inmersos, tanto como institución como en la psicología de sus agentes individuales.

Estas opciones explican los datos referidos a la actuación policial y a la Justicia penal, que se extiende al sistema penitenciario, que atestiguan que la tasa de homicidios sufridos por los negros alcanza una proporción cuatro veces superior a la de los blancos. En el caso de las mujeres, la tasa también sigue una curva racial: en una década, el número de mujeres negras víctimas de homicidios intencionales creció un 15,4 por ciento, mientras que la tasa de mujeres no negras disminuyó un ocho por ciento10.

Las cifras del sistema penitenciario no se quedan atrás y también apuntan a la inequidad. El 64 por ciento de los presos son negros, de los cuales sólo el 13,6 por ciento cumplen condena por delitos violentos, y el 40 por ciento se encuentran en prisión preventiva, a la espera de juicio, el 5,1 por ciento cumplen condena por tenencia ilegal de armas y el 28,47 por ciento están encarcelados por tráfico de drogas. Teniendo en cuenta el cruce de datos, casi el 45 por ciento está encarcelado por delitos contra la propiedad, y alrededor del 80 por ciento de los detenidos por trata de drogas son jóvenes de entre 16 y 28 años, delincuentes primarios, la gran mayoría de los cuales fueron capturados desarmados. Sin embargo, se les confina a un mínimo de cinco años de prisión entre facciones violentas con las que deben alinearse para sobrevivir, ya que el Estado no cumple con su obligación de garantizar la vida de los que están bajo su custodia. “En otras palabras, además de no prevenir las muertes violentas intencionales y no investigarlas, el Estado brasileño encarcela mucho y mal”11. Como señala Zaccone, “el paradigma médico se aplica a los jóvenes consumidores de la Zona Sur [de población acomodada], a través de certificados médicos que garantizan soluciones correccionales fuera de los reformatorios, a diferencia de la suerte que se les da a los jóvenes de las clases bajas, para quienes se aplica el paradigma criminal”12.

¿Qué policía?

Al acercar la seguridad a la lógica de la guerra, la militarización resignifica el valor de las vidas de los ciudadanos vulnerables –daños colaterales– y de los propios policías, como bajas en combate y, por lo tanto, aceptables hasta cierto punto.

La situación de la policía militar merece atención y constituye una variable importante para la situación de violencia. Rehenes de condiciones de trabajo insalubres, sometidos al riesgo constante de muerte violenta e impedidos de acceder a los derechos laborales básicos de cualquier trabajador, son entrenados para la guerra y se les hace responsables de los resultados en circunstancias que empeoran cada día. Dentro de estos marcos, producir resultados se convierte en detener y matar. Y la orientación de las dos prácticas (detenciones y homicidios) seguirá las tendencias ideológicas hegemónicas, organizadas en la doctrina militar que orienta la formación y el accionar policial.

Así, serán los grupos sociales más vulnerables los más susceptibles a la elección de los policías, porque proyectarán sus propios prejuicios como miembros de una institución históricamente dirigida a reprimir al sujeto periférico y racializado. En los territorios vulnerables, la tendencia será a actuar como una fuerza de ocupación frente a los enemigos, lo que explica las miles de ejecuciones extrajudiciales bajo el estatuto de “autos de resistencia”, con la aprobación del Ministerio Público sin ninguna investigación y archivadas con la aprobación de la Justicia. El oficial de policía, por lo tanto, va a la caza del sujeto socialmente vulnerable, y, en ese sentido, “socialmente vulnerable” se convierte en sinónimo de “vulnerable al enfoque policial”.

João Rafael G de Souza Morais es historiador, doctor en Ciencias Políticas y profesor del Instituto de Estudios Estratégicos de la Universidad Federal Fluminense. Artículo publicado por Le Monde diplomatique, edición Brasil.


  1. Lilia Moritz Schwarcz, Sobre o autoritarismo brasileiro. San Pablo, Companhia das Letras, 2019. 

  2. Octavio Ianni, Teorias da globalização, Río de Janeiro, Civilização Brasileira, 2001. 

  3. Florestan Fernandes. Que tipo de República?, San Pablo, Brasiliense, 1986. 

  4. Schwarcz, ob. cit. 

  5. Sérgio Buarque de Holanda. Raízes do Brasil, Río de Janeiro, José Olympio, 1994. 

  6. Orlando Zaccone, Acionistas do nada: quem são os traficantes de droga, Río de Janeiro, Revan, 2007. 

  7. Renato Martins, Relatos do front: o outro lado do cartão postal, Río de Janeiro, 2018. 

  8. Zaccone, ob. cit. 

  9. Eugênio Raúl Zaffaroni, “A esquerda tem medo, não tem política de segurança pública”, Revista Brasileira de Segurança Pública, Brasilia, SENASP, 2007. 

  10. Luiz Eduardo Soares, Desmilitarizar: segurança pública e direitos humanos, San Pablo, Boitempo, 2019. 

  11. Soares, ob. cit. 

  12. Zaccone, ob. cit. 

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