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Alberto Rey, pastor en la iglesia evangélica Manantial de Bendiciones, en San Martín, provincia de Buenos Aires, el 29 de setiembre de 2019.

Foto: Ronaldo Schemidt, AFP

La Teología de la Prosperidad como problema

11 minutos de lectura
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Argentina en el espejo de Brasil.

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El 5 de julio, el presidente argentino, Javier Milei, participó en Chaco en la inauguración del Portal del Cielo, el nuevo templo de la Iglesia Cristiana Internacional que, con capacidad para 15.000 personas, es el más grande de ese tipo en el país. Esta visita fue la ocasión para reeditar la expectativa de que en Argentina pudiera ocurrir “lo mismo que en Brasil”. Pero si se mira con atención, la comparación se desmiente.

En el film evangelicofóbico Apocalipsis en los trópicos (dirigido por Petra Costa y disponible en Netflix), el presidente brasileño Luis Inácio Lula da Silva, uno de los más grandes líderes políticos de la izquierda latinoamericana de los últimos 50 años, cuenta: “Un trabajador que está desempleado va al sindicato y el sindicato le dice: ‘Compañero, debemos organizarnos dentro de la fábrica y cuando estemos organizados tendremos que hacer huelga, luchar, porque el capitalismo esto y aquello’. El tipo piensa: ‘Maldita sea, vine porque perdí mi trabajo y estos tipos quieren que haga una revolución’. Y entonces se va a una iglesia católica. Y en la iglesia le dicen: ‘Hijo mío, debes sufrir en la tierra para entrar en el reino de los cielos...’. Y el tipo dice: ‘Vine aquí para decir que estoy desempleado y me responden eso’. Y luego llega a la Teología de la Prosperidad de los evangélicos. Ahí le dicen simplemente que el problema es el Diablo y que Jesús es la solución. Es muy simple: está desempleado porque el Diablo entró en su vida y Jesús es la salida. Y el tipo se va tranquilo, pensando que alguien le dijo que tiene una oportunidad. Mi teoría es que el socialismo falló porque negó a la religión. Puede ser que algún comunista ortodoxo no acepte mi teoría, pero uno no puede negar los valores en los que la gente cree”.

Lula habla de aquello que más aman odiar quienes odian a los evangélicos: la Teología de la Prosperidad. Se trata de una articulación teológica que pone en correspondencia la gracia y la economía, según la cual la fe, manifestada a través de ofrendas y acciones, conduce a la salud, la riqueza y la felicidad material. Lula la interpreta como la han interpretado muchos científicos sociales: en su funcionamiento concreto en la vida cotidiana, como un ritual que produce confianza en medio del bombardeo cotidiano en el que millones de trabajadores salen a ganarse la vida minuto a minuto, todos los días.

El presidente brasileño entiende perfectamente por qué la Teología de la Prosperidad llega a tanta gente, mientras que muchos analistas progresistas se limitan a analizar significantes fuera de contexto o tan sólo en el contexto de lo que implica para ellos, como si esa significación fuera universal. ¿Prosperidad? ¡Neoliberalismo! ¡Libertarianismo! ¡Nazismo!, denuncian exaltados, ignorando que la vinculación entre gracia y bienestar material no es exclusiva de una religión. En todo tiempo y lugar las religiones suponen una ofrenda y esperan una retribución.

La captación del fenómeno evangélico que propone Lula es más verdadera y más productiva que la de la mayor parte de los practicantes del pensamiento crítico. El presidente brasileño entiende sin exageraciones, sin proyecciones lineales, cómo se vincula la Teología de la Prosperidad con la restauración de la integridad personal de millones de ciudadanos obligados a correr tras las más variadas formas de sustento.

¿Qué hacer con los evangélicos?

Visto desde Argentina, Lula pone en escena una solución posible al problema que, ante el crecimiento de los evangélicos, deberían plantearse tanto las fuerzas nacional-populares como las progresistas: asumir que el crecimiento evangélico es una realidad de las bases sociales de su proyecto político y no tomarlo obsesivamente como un enemigo existencial que, vaya a saber por qué razón, podría o debería dejar de existir.

En Argentina una parte importante de los dirigentes e intelectuales vinculados al progresismo y al peronismo reacciona frente a la presencia evangélica como si las alternativas implícitas fuesen cerrar las iglesias o lograr que los evangélicos dejen de serlo. Algunos parecen incluso ignorar que los evangélicos han ido ganando mucho peso en los sectores populares, lo que los vuelve interlocutores necesarios de cualquier proyecto que se proponga construir una mayoría popular.

Claro que no todos los dirigentes del peronismo actúan así. Los intendentes del conurbano y algunos gobernadores han constituido espacios de diálogo institucional y social con las iglesias evangélicas.1 Y esto ocurre desde hace al menos 30 años, no desde ayer. Otra excepción: la presencia de fieles evangélicos es enorme en los movimientos sociales, por eso difícilmente se vea a Juan Grabois compartir la actitud ofensiva ante esa fe que despliegan otros dirigentes con los que tiene proximidad política. Sin embargo, la gravitación del pensamiento de algunos segmentos moldeados en los marcos de las ideologías de los profesores universitarios progresistas (que no debería ser considerada la única forma de progresismo) domina las expresiones de la militancia digital, de los periodistas amigos y de los voceros autorizados –a pesar de algunas contradicciones: en la misma iglesia en la que habló Milei en Chaco, también estuvo el encomiado por muchos de ellos, el exgobernador de esa provincia Jorge Capitanich, quien también habló y oró como lo hubiera hecho cualquier pastor–.2

Para los progresistas de raíz más o menos iluminista, la religión es, en general, incomprensible y repudiable, en tanto les parece una rémora del pasado en una concepción lineal del tiempo en la que el futuro prescindirá absolutamente de la irracionalidad. Y les resulta mucho más amenazante si además una determinada expresión religiosa puede ser asociada, aunque sea superficialmente, con Estados Unidos. También aparece como algo más peligroso cuando viene acompañada de una exteriorización emocional que les recuerda al autoritarismo (curiosamente, no ocurre lo mismo cuando el misticismo es chavista). Todo esto hace que los evangélicos aparezcan a estos ojos progresistas como una religión peligrosa.

El ascenso evangélico es una realidad inquietante para el peronismo también por otro motivo: los históricos vasos comunicantes y superposiciones con el catolicismo como supuesto elemento central de la identidad nacional. Desde el punto de vista de esta vertiente del peronismo, los evangélicos son portadores de una dimensión foránea que viene a romper la supuesta y benéfica identificación entre patria y catolicismo, como si viviéramos en tiempos de Juan Manuel de Rosas.

Para colmo de males, progresistas y peronistas estiman que la fe evangélica lleva en la frente la marca del individualismo, entendido como un hecho al mismo tiempo oprobioso y extraordinario. Algo de esto es cierto, pero su significado social es discutible. Los evangélicos no son más individualistas que otros creyentes cuando dejamos de lado las ideas generales para concentrarnos en las prácticas situadas. En este sentido, no deberíamos olvidar el hecho social que explica, al menos parcialmente, la expansión evangélica en los sectores populares: las iglesias evangélicas crecen porque articulan acciones de contención social e individual de formas novedosas, que desafían el dualismo del que parten las interrogaciones aparentemente ingenuas y las críticas del individualismo... formuladas por intelectuales individualistas (¿o qué otra cosa somos quienes, más allá de la vocación, obramos en espacios en los que nuestros logros se miden competitivamente en función del ridiculum vitae?).

Además, ¿que estaría tan mal del individualismo? ¿Está tan mal asumir que “al que madruga Dios le ayuda”? ¿El individualismo es contrario a la igualdad o una de las condiciones de su emergencia como aspiración? Y, por otro lado, ¿qué es lo opuesto del individualismo? ¿La “comunidad” no supone acaso a un buen salvaje colectivista que debe ser sustituido por una visión en la que en el mundo popular lo individual y lo colectivo conviven de manera dinámica?

El misterio del crecimiento evangélico

Un hombre alcohólico entra en crisis y busca ayuda. Su hermana lo lleva a una iglesia evangélica. El pastor lo recibe y ora por él. El pastor le dice que Dios no tiene memoria para sus pecados, que puede ser feliz y empezar de nuevo. La comunidad de la iglesia lo acompaña. Palabras que le vienen de la infancia, de canciones y de himnos que conoció con su madre en una iglesia católica conectan con esa esperanza y le dan fuerza. Permanece en la iglesia un tiempo, pero un día tiene una disputa con su pastor: afirma que en un sueño le fue encomendado transmitir la palabra de Dios. El pastor le dice que todavía no está preparado. El hombre cree más en su sueño que en la reprensión del pastor. Forma, más cerca de su casa, una iglesia con algunos vecinos, que lo vieron cambiar con su familia.

La creencia tangible de que Dios puede obrar el milagro de cambiar la vida de una persona se combina con otro aspecto de la teología evangélica: que permite –e incluso celebra– el ejercicio universal del sacerdocio. Exagero a los fines de abreviar, pero que cualquiera pueda convertirse en pastor no es un defecto –salvo para los fanáticos de la educación formal, los adoradores de los seminarios y aquellos que creen que la autorización es resultado de un proceso educativo y no de una experiencia–. Para los evangélicos, y en especial para los pentecostales, este es uno de los factores clave que explican la multiplicación de los templos. Crecen por mitosis, viralmente. El resultado es un universo masivo pero al mismo tiempo fragmentado entre las grandes iglesias (las más visibles) y las iglesias pequeñas, que desde hace medio siglo se multiplican de a centenas por año, y que son las que contienen la mayor cantidad de población evangélica.

Los pentecostales, la rama más dinámica de los evangélicos, son la abrumadora mayoría de ese mundo segmentado pero interconectado. Y lograron ser la mayoría porque transformaron la tradición protestante, que los precedía en Argentina como en todos los países en los que se implantaron. Los pentecostales operan según dinámicas transnacionales y globales. Comparten con los protestantes el repudio a la mediación apostólica (por eso no son católicos) pero, a diferencia de estos, enfatizan la presencia intramundana de lo sagrado: aquello que los protestantes clásicos y otras denominaciones, como bautistas, metodistas o presbiterianos, ponen en el más allá los pentecostales lo ponen en el más acá. Su doctrina reencanta el mundo y conecta con sectores sociales donde lo sagrado es activo, cotidiano. Gracias a la fuerza demográfica que fueron adquiriendo, les pusieron el sello de sus prácticas a las de todos los grupos descendientes de la tradición protestante. El mundo evangélico se ha pentecostalizado, y las viejas identidades se han diluido ante la emergencia de la idea de “evangélicos” como un término abarcador de nuevas experiencias comunes y tradiciones absorbidas en esa ola pentecostal.

Chaco no es Brasil

Entre 2008 y 2019, los evangélicos pasaron de representar el nueve por ciento al 15,3 por ciento de la población argentina. En la región del noreste, incluyendo Chaco, pasaron del 10,8 al 23,1 por ciento.3 Las elecciones presidenciales de 2019 presentaron la oportunidad de testear la hipótesis de un voto evangélico correlativo a su peso demográfico, es decir, verificar si hay un vínculo directo entre voto y confesión religiosa. Ese año, la fórmula encabezada por Juan José Gómez Centurión y Cynthia Hotton (dirigente evangélica que ya había sido legisladora) planteó una campaña afín a las que se suponía que eran las prioridades de las masas evangélicas (un simple supuesto, como se verá). Las declaraciones del candidato peronista, Alberto Fernández, a favor de la despenalización del aborto, y la situación económica dejada por el presidente-candidato Mauricio Macri, aparecían como una oportunidad inmejorable para la fórmula Centurión-Hotton. El resultado, sin embargo, fue paupérrimo. En Chaco obtuvieron apenas el 2,84 por ciento de los votos, unos 20.617 de un total potencial aproximado de 150.000 votantes evangélicos. Esto, sin considerar que no todos los que los votaron eran evangélicos, ya que la fórmula obtuvo también el apoyo de católicos conservadores, personal militar y policial y de gendarmería –que no pertenecen mayoritariamente a la fe evangélica–.

El fantasma de la situación brasileña, sumado a los prejuicios antievangélicos, lleva a una anticipación política que es un obstáculo para el peronismo y el progresismo. Porque, además, una cosa es lo que se cuenta de Brasil y otra lo que realmente sucede en Brasil, más allá de la mistificación del poder evangélico. Sobre esto, dos cuestiones a señalar.

La primera es que el voto evangélico en Brasil nunca fue homogéneo ni continuo. En los años 1990 se inclinaba mayoritariamente por Fernando Henrique Cardoso [socialdemócrata], pero en los años 2000 apoyó cuatro veces seguidas al PT. De hecho, José Alencar, que acompañó a Lula como vicepresidente en sus dos primeros mandatos, era evangélico. En 2018, los evangélicos apoyaron mayoritariamente a Jair Bolsonaro [ultraderecha], pero en 2022 volvieron a respaldar en un 52 por ciento a Lula. Hoy constituyen un electorado en disputa entre la izquierda y la derecha. Se podría argumentar que el evangelismo sedimentó una tendencia conservadora. Es verdad, pero no es menos cierto que ninguna sedimentación está sellada a fuego, tal como lo mostró la política a través de la cual el propio Lula logró en los años 2000 el voto de creyentes evangélicos. Es más: Lula impulsó como candidata a alcaldesa y luego a gobernadora de Río de Janeiro a Benedita da Silva, creyente de las Asambleas de Dios, una denominación pentecostal que nadie podría llamar progresista, con el siguiente lema: “Mujer, afro, favelada y pentecostal”.

La segunda cuestión son las particularidades del sistema político brasileño, que ayudan a entender que la demografía evangélica haya tenido, desde los años 1990, cuando representaban no más del 20 por ciento de la población, una traducción política que no alcanza en la actualidad el mundo evangélico argentino. En primer lugar, cuando el voto evangélico comenzó a consolidarse, Brasil no tenía, como sí tenía Argentina con el peronismo y el antiperonismo, electorados definidos, de manera tal que una alternativa “honestista” asociada con la religión pudo ganar espacio. Adicionalmente, el sistema electoral proporcional de lista abierta permite que los votantes elijan candidatos individuales dentro de las listas partidarias. Esto hace que organizaciones con alguna capacidad de movilización puntual puedan ganar diputados concentrándose en un candidato por localidad: la fuerza de movilización de una iglesia puede ser suficiente para lograr la elección de un diputado aun cuando no sea el más votado ni su lista gane la elección. A su vez, la fragmentación parlamentaria permite que una pequeña bancada bien alineada alrededor de algunos puntos comunes obtenga gran poder de negociación. La consecuencia es que, con unos pocos diputados, algunas iglesias obtuvieron recursos que les permitieron disciplinar políticamente desde arriba a una fracción del mundo evangélico y reproducir a escala ampliada esa politización.

En Argentina las cosas son diferentes, al menos por ahora: ni todos los pastores pretenden orientar el voto, ni todos lo hacen para el mismo lado, ni los fieles les hacen tanto caso. De hecho, algunos pastores saben que meterse en política electoral puede dividir a sus comunidades. Mientras el peronismo y la izquierda insisten en atacar a cuanto pastor mileísta encuentran, ignoran a aquellos pastores que llaman a votar al peronismo... a pesar de que el peronismo es absolutamente mezquino con los evangélicos en sus listas. La realidad es que, de la misma manera que no hay proyecto emancipatorio contra el peronismo, tampoco hay proyecto democrático e igualitario sin diálogo con los creyentes evangélicos y con sus pastores. Al peronismo no le será fácil, pero le es necesario.

Pablo Semán, doctor en Antropología Social y Profesor en la Unsam.

Punto uy

Si en Brasil un 26 por ciento de la población se define como evangélica, y en Argentina un 11, en Uruguay este contingente confesional se limita al siete por ciento (Latinobarómetro, 2018). Han tenido expresión política en las principales tiendas, con tres diputados en la coalición que llevó a la presidencia a Luis Lacalle Pou en 2019 (1) y con incidencia en el entorno del exintendente frenteamplista de Salto Andrés Lima (2). La investigadora María Victoria Sotelo Bovino estudió en su tesis doctoral para la Universidad de la República el comportamiento político de los evangélicos en el Uruguay del siglo XXI. Detectó una transformación “desde un retraimiento pietista hacia una participación política activa”. Si bien “los evangélicos conservadores bíblicos dominan la política con posturas provida, profamilia y contra la ideología de género”, y votan sobre todo al Partido Nacional, también existen “políticos evangélicos liberacionistas históricos con posturas distintas” (3).

(1): Miguel Pastorino, “Evangélicos y política en el Uruguay después de las elecciones”, Diálogo Político, 9-12-2019.

(2): “Intendente de Salto fue bendecido en su despacho por un pastor evangélico”, Montevideo Portal, 15-10-2018.

(3): “Saliendo del templo, evangélicos en la arena política uruguaya del siglo XXI”, SIWO, Universidad Nacional de Costa Rica, vol. 17, n° 2, 2024.


  1. María Pilar García Bossio, “Estado e instituciones religiosas: regulación estatal en la Provincia de Buenos Aires y municipios bonaerenses, 2001-2019”, tesis para optar por el grado de Doctora en Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, 2022. 

  2. facebook.com/watch/?v=716415007656834 

  3. conicet.gov.ar/creencias-valores-y-actitudes-en-la-sociedad-argentina/ 

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