El más latinoamericano de los escritores uruguayos amaba España, se casó en Venecia, soñaba con Ítaca y alguna vez pensó que Viena podía ser un buen lugar para morirse. Este 3 de setiembre se cumplen 85 años del nacimiento de Eduardo Galeano, autor de Memoria del fuego, ese monumental mosaico sobre un continente.
Desde sus comienzos como periodista usa el mapa como un tema y no solamente como un insumo para situar sus historias. En Río de Janeiro conoce los terreiros de umbanda mucho antes de que sus ecos lleguen a la conversación de los cafés de Montevideo. Entra en Paraguay disfrazado de hacendado para contar mejor la forma en que malviven los campesinos guaraníes. En las minas de Bolivia encuentra los primeros balbuceos de lo que luego será su voz de narrador. Descubre Chile de la mano de Salvador Allende, a quien acompaña en la campaña electoral que pierde, en 1963, y a quien no quiere importunar cuando gana la presidencia siete años más tarde. En Cuba entrevista al Che Guevara. En Venezuela se contagia con dos cepas de malaria mientras busca a los buscadores de oro.
El continente no le alcanza y con 23 años viaja a países que hoy ya no existen, como Checoslovaquia y la Unión Soviética (URSS). Aunque no incorpora en su modelo utópico el socialismo real –quizá por su origen político en el Partido Socialista, que en ese mismo momento estaba abandonando el leninismo– y tiene varias viñetas en las que denuncia los crímenes de Stalin (Espejos, 2008), su carácter de librepensador de izquierda tampoco elude la defensa de la URSS cuando es necesario (Los hijos de los días, 2011). Lo principal de ese viaje de principios de los años 1960 es su encuentro con China. Ahí “descubre” en términos periodísticos al “último emperador”, Puyi, dos décadas antes de la película homónima de Bernardo Bertolucci, y entrevista al primer ministro Zhou Enlai. Eso da lugar a un libro, China 1964, crónica de un desafío. Otro viaje más cercano también se vuelve libro: Guatemala, ensayo general de la violencia en América Latina (1967), reeditado en 2020 por Siglo XXI.
Todo eso ocurre en el decenio largo que va desde sus 20 hasta sus 30 y pocos años. El tiempo en que se casa dos veces, tiene a sus hijos biológicos, aprende su oficio en el diario Época y el semanario Marcha de Montevideo, escribe Las venas abiertas de América Latina (1971) y funda la revista Crisis en Buenos Aires.
Luego, con el doble golpe de Estado de Uruguay (1973) y de Argentina (1976) su vida cambia. Buenos Aires ya no es el segundo hogar sino una trampa. Río de Janeiro deja de ser aquel festivo lugar para fascinarse con los morros que miran a la bahía de Guanabara. Ahora Río de Janeiro es la casa de Chico Buarque como escala de su exilio en España.
El destierro marca el momento del comienzo del escritor que todos identifican con el nombre Eduardo Galeano. Su estilo deja de ser el ensayo poético-económico-historicista de Las venas abiertas... y ya no intenta ser la narrativa ficticia de Los fantasmas del día del león (1967) o Los días siguientes (1967). Pese a que esta novela había motivado comentarios elogiosos de Ángel Rama, que lo había calificado como uno de “los más brillantes miembros de su generación” (en Montevideo gentes y lugares, 1966), y pese a considerar a Juan Carlos Onetti su padre literario, el Galeano del exilio se aleja del onettismo de café e inicia un camino personalísimo de ruptura de los géneros. Como caja de herramientas tiene las formas más libres del periodismo. Días y noches de amor y de guerra (1978) ya muestra al Galeano que vendrá.
Su paisaje interior todavía es América Latina, pero va aprendiendo a hacer de España su lugar elegido. En Calella da largos paseos al borde del mar catalán, como un sucedáneo del Río de la Plata. En la terraza de su apartamento instala una parrilla, para no extrañar aquellos asados. En la habitación que queda disponible recibe a los amigos del Sur, como Juan Gelman, que ahí se instala una temporada y escribe parte del libro Citas y comentarios (1979).
De a poco se va apropiando de la geografía española y sale de los límites del balneario-refugio. Encuentra sus lugares especiales cada vez que hace el tramo en tren de cercanías hasta Barcelona, que todavía no era este parque temático colapsado por el turismo de masas. Hace suyos bares como el Boadas o El Paraigua y va sumando amigos catalanes.
Luego esos amigos de Barcelona le van presentando a otros amigos en otras partes de España. Así que al final llora cada vez que tiene que dejar Galicia, donde descubre “tabernas y cafés que se llamaban Uruguay o Venezuela o Mi Buenos Aires Querido”, que son propiedad “de los gallegos que habían regresado de América y sentían, ahora, la nostalgia al revés”, como cuenta en El libro de los abrazos (1989). Los vascos lo adoptan con total entrega y en el otro extremo de la península encuentra en Andalucía un río subterráneo que lo sumerge en las escondidas peñas de flamenco. De todas las ciudades españolas, es probable que su preferida haya sido Cádiz, donde siente que respira mejor mientras camina.
Con Helena Villagra se casa en Venecia. La belleza es importante para Galeano y en Italia está casi el 50 por ciento de todo lo que es bello en el mundo. Les gusta todo de Italia. En especial sentarse en cualquier café a la hora del desayuno, con Helena, cada uno con un diario, leyendo y comentando las noticias.
En cierta medida el opuesto de las ciudades italianas es Viena. Ahí, una noche, en un bar, después de haber pasado el día entre los Brueghel del Kunstmuseum, ve a un hombre sentado. Solo delante de su copa. Rodeado por el silencio y el frío de la ciudad que, quizás, había producido la mayor densidad de locura y genialidad de Europa por metro cuadrado. Ahí escucha cómo su mujer le dice que “este es un lugar del mundo lindo para morirse”. Está de acuerdo. Es que la capital austríaca, tan imperial, es portadora de una belleza casi ominosa. Podría haber encontrado otra ciudad de haberse internado en sus barrios en busca de los complejos de viviendas construidos en los años 1920 y 1930, aquellos de la “Viena roja” que aún hoy brindan a sus habitantes apartamentos a salvo de la especulación inmobiliaria. No hay en su obra testimonio de que lo haya hecho. El mundo es tan ancho que incluso para alguien como él, que se esforzaba por que dejara de serle ajeno, resulta inabarcable.
Al volver a Montevideo se instala en una calle secundaria del Buceo, en una zona de clase media a pocas cuadras de la rambla. Montevideo son los amigos, el fútbol, la rambla y los cafés, pero necesita irse a menudo. Así que su geografía se sigue ampliando. No sólo en los libros, que van dejando los límites latinoamericanos de Las venas... y Memoria... para universalizase en Espejos y Los hijos de los días, por ejemplo. También en los viajes, en los que siempre trata de rizar el rizo de lo habitual, aunque no lo dejen salir del todo de esa cápsula que el entorno le impone a la celebridad que ya era. A veces logra escapar un poco, como en la ocasión en la que estando en República Dominicana se va por tierra hasta Haití. Otras son “aventuras contenidas”, como cuando es jurado en el festival de cine que se hace en los campamentos de refugiados de los saharauis, en pleno desierto, o las estadías en Chiapas con los zapatistas. Sin embargo, hay un viaje en particular –el que hace en 2003, totalmente por la libre, solos él y Helena– que es el que completa el ciclo de su geografía. Aunque no haya estado ni cerca de ser el último.
Hacía tiempo que quería seguir la ruta de Ulises, la que narra Homero en la Odisea, así que aprovecha que está en Turquía –los turcos alucinan con la prosa de Galeano y buscan y tranzan sus libros en todas partes– para tomar ese país como punto de partida.
Entran en una agencia de viajes de Estambul, elegida al azar, sólo porque está ahí, al alcance de la mano en el momento en que acaban de decidir “lo hacemos”. ¿Avión? “No, barco, Ulises no volaba”, ha de haber pensado con ironía al elegir el camino largo hacia Grecia, como es debido.
Al llegar a Ítaca, días después, no hay nadie. Ya había terminado la temporada. Mejor así. La disfrutan casi solos. Pero está Ítaca. Que es la de Homero y también la de Konstantínos Kaváfis, su poeta preferido. En ese viaje Galeano tiene el primer empuje de la enfermedad que terminará matándolo en 2012. Pero la tose y la expulsa. Todavía le queda mucha vida por delante. Casi un decenio más para seguir fatigando el mapa.
Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay, autor de Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso (Siglo XXI, 2016). Este artículo es una adaptación de un texto más extenso sobre Galeano.