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La revolución no es una telenovela

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No era una belleza como las otras mujeres que habían movido el corazón y las pulsiones de ese argentino “demasiado bien parecido”. Pero Hilda Gadea —inteligente, culta y políticamente comprometida— fue para Ernesto Guevara la persona adecuada en el momento adecuado. Ernesto empezaba a convertirse en el Che. Hilda ayudó a moldearlo en ese viaje.

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“Hilda anda con un hippie”. La noticia llegada desde Guatemala sorprendió a la familia Gadea. El hippie no era otro que un desconocido médico argentino llamado Ernesto Guevara, quien aún no había engendrado al Che.

Ricardo Gadea, hermano menor de Hilda, en su apartamento del piso 11 del complejo habitacional San Felipe en Lima, más de seis décadas después lo recuerda bien:

—Yo tenía 14 años. La primera noticia que tuve del Che fue una sorpresa. Un amigo peruano había ido a Guatemala, allí había visto a Hilda, y regresa a la casa contando que estaba enamorada de un hippie. Era Ernesto, y le atribuían serlo porque no usaba traje, nada de corbatas, y se vestía bastante pobremente. La familia se sorprendió: Hilda era la mayor, una mujer modelo, súper destacada. ¿Hilda con un hippie?

Hilda Benita Gadea Acosta, la China para la familia y amigos, había nacido en Lima el 21 de marzo de 1921. En 1948, siendo secretaria nacional de Estadística y la integrante más joven del Comité Ejecutivo Nacional del APRA —partido de centroizquierda que en ese entonces tenía una marcada postura antiimperialista—, Hilda debe pasar primero a la clandestinidad y luego al exilio. La obliga el golpe de Estado del general Manuel A Odría. Elige Guatemala, un país que por entonces se había convertido en un imán para los latinoamericanos progresistas, y que lo sería todavía más a partir de 1950, cuando comienza la presidencia de Jacobo Arbenz. En ese edén de nueva vida vivía Hilda como economista, trabajando en el Instituto de Fomento de la Producción, una entidad creada para dar crédito a los agricultores.

Rodeada de exiliados apristas y militantes de todo el continente —hondureños, nicaragüenses, venezolanos, cubanos—, ávidos por vivir esta nueva experiencia, Hilda conoció a ese “hippie” llamado Ernesto.

La imagen inicial fue más bien desenfocada. “En el primer encuentro me impresionó negativamente, pues yo pensaba, bastante a la ligera, que era demasiado bien parecido para ser inteligente”. Además era argentino y, “en general, como muchos latinoamericanos, yo les tenía desconfianza; primero por su suficiencia de país más desarrollado que los nuestros y luego por la imagen de prepotentes que pesa sobre ellos”.

Poco a poco, la muralla de preconceptos de Hilda se fue desmoronando. La primera guerrilla del Che se libraba en el campo amoroso y ese “demasiado bien parecido” del comienzo ha de haber sido parte de la munición. Sin embargo, Hilda cuenta que le interesaron “los valores propios del Che” y que fue el asma que Ernesto padecía lo que despertó en ella “una consideración especial”. Tal vez hablar de atracción en tiempos de revolución sonaba un tanto burgués. A medida que aumentaba la amistad —“una fraternal camaradería”, como la llama Hilda—, el mundo de la peruana se fue abriendo a Guevara. La biografía del Che que escribió Jon Lee Anderson también da cuenta de ese comienzo vacilante, aunque luego muestra un Guevara reticente al vínculo y una Hilda que es la que intenta hacer avanzar la relación.

Sea como sea, las visitas a Hilda se hicieron frecuentes, casi diarias. Sus conversaciones eran interminables. Aunque en el centro estaba la política, no faltaba la literatura. Ambos habían leído a Lenin, Engels y Marx, pero también la narrativa de Tolstoi, Gorki, Dostoyevski. Así, tras una larga marcha de diálogos revolucionarios, vino la primera insinuación del argentino. Fue cuando Hilda le prestó un libro de Mao Zedong.

—Vamos a China —propuso el Che, que aún no era el Che.

Notó la extrañeza que causó su propuesta. Entonces puso el parche:

—Prometo no enamorarte —dijo—. Y cuando prometo algo, lo cumplo —agregó.

Pero ni fueron a China ni cumplió el Che. Quizás porque el corazón no sabe de promesas, como podría decir un culebrón.


En 1954 —primeros días del año— se produce un hecho que marcaría el futuro del Che y que es evidencia de la importancia que tuvo la peruana en su vida. Hilda le presenta a los exiliados cubanos que habían participado en el asalto al Cuartel Moncada. Guevara entabló una fuerte amistad con Ñico López y a través de él se enterará de la existencia de un tal Fidel Castro.

En una de esas reuniones con los cubanos, a la anfitriona, Myrna Torres, se le ocurrió poner un disco de tangos y exigir que bailaran los argentinos. “Guevara me invitó a bailar, con gran desilusión de mi parte porque él apenas llevaba los pasos. Tuve que recurrir a todo mi control para no dejarlo antes de terminar el disco; el reía y se excusaba”, recuerda Hilda. La falta de oído musical del futuro comandante era total. Un problema que arrastraba desde los bailes de su juventud en Argentina, como anotaron varios amigos entrevistados por Jon Lee Anderson.

A la par que Guevara se acercaba más y más a los cubanos, también intimaba con Hilda. En un paseo campestre al atardecer, mientras se escuchaban valses vieneses que tocaba un hondureño al acordeón, hace un acercamiento más serio, según retuvo Hilda.

—¿Vos sos completamente sana? ¿Y tu familia también?

—¿Qué? ¿Estás haciendo mi historia clínica? Sí, soy muy saludable y toda mi familia también. ¿Por qué? ¿Me vas a proponer matrimonio y como médico quieres saber mi estado de salud?

—Quizás no estaría mal. ¿No te parece?

—Eso se verá, todavía es muy pronto para decirlo.

El asunto no se volvió a tratar por un tiempo. Las visitas mutuas continuaron y entre tanta palabrería política quiso Hilda poner otros temas en agenda. Le llevó un libro de César Vallejo y descubrió que a Ernesto le gustaba, y mucho, la poesía. También le llevó un poema titulado “Tu nombre”, publicado en un diario guatemalteco. Corazas revolucionarias mediante, el Che no se dio por aludido al recibirlo, ni Hilda cuando dos días después él se lo recitó de memoria.

Aleida

“Adiós, mi única, / no tiembles ante el hambre de los lobos / ni en el frío estepario de la ausencia”, escribió para su segunda esposa, Aleida March, antes de partir hacia Bolivia. Cuando se le pregunta por las poesías que ha inspirado Guevara, la poeta uruguaya Laura Alemán prefiere rescatar estos versos del propio Che. Nacida el 19 de octubre de 1936, Aleida tenía 22 años cuando se casó con Ernesto, diez años mayor, seis meses después de haberse conocido. Nacida en el campo cubano, era militante del Movimiento 26 de Julio y en diciembre de 1958 habían comenzado a ser pareja. Así lo narra Jon Lee Anderson, en base a lo que le contó Aleida: Una noche de insomnio salió de su cuarto y fue a sentarse a la vera del camino. Eran las tres o las cuatro de la mañana y la ofensiva había comenzado. Un jeep que se acercaba a gran velocidad se detuvo frente a ella. Lo conducía el Che. “¿Qué haces aquí?”, preguntó. “No podía dormir”, contestó ella. “Voy a atacar Cabaiguán. ¿Quieres venir?”. “Claro”, respondió, y se sentó a su lado.

—Entre sus poetas preferidos —recordó más tarde Hilda— estaban Federico García Lorca, Miguel Hernández, Antonio Machado, Gabriela Mistral, César Vallejo, algunos argentinos como José Hernández, cuyo Martín Fierro sabía completo, Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal, Alfonsina Strorni, y las uruguayas Juana de Ibarbourou y Sara de Ibáñez. Particularmente, le gustaba esta última, me la hizo conocer, pues yo no había leído nada de ella. Me recitó “Los pálidos”, “Pasión y muerte de la luz” y “Tiempo III”, que era la que más le gustaba. Para él, entre las mujeres, era la mejor poetisa nueva después del modernismo, y estuve de acuerdo. Recitaba con facilidad cualquier poema de Neruda, a quien admiraba mucho.

Por Hilda fue que el Che conoció a Walt Withman y León Felipe. Y con sorpresa descubrieron que los dos compartían un poema como divisa, como bandera: “Si...”, de Rudyard Kipling, y que Ariel, de José Enrique Rodó, había sido importante en la formación de ambos.

A las coincidencias literarias sumaban una visión común del papel que tenían que cumplir en la sociedad. Una visión que no excluía la aceptación de la muerte: “Podría decir sin temor a equivocarme que compartíamos un sentido agónico de la vida, es decir, la interpretábamos con naturalidad y podíamos afrontarla en beneficio de la sociedad”.


Fue a mediados de marzo de 1954, en una fiesta. Hilda bailaba, Ernesto no. Ya no insistía en prácticas que el oído le negaba. Inquieto parecía querer hablar con ella. Y hablaron. La declaración la disparó en forma de poema escrito en un papel. “Era corto, pero muy hermoso y fuerte. Me explicaba que no sólo quería belleza sino una camarada”. La peruana le confesó su amor pero le dijo no estar preparada para el casamiento. Pensaba que la lucha política era prioritaria y que para hacer algo por los demás era mejor estar libres.

—¡Prejucios apristas! —respondió el Che, agregando que los luchadores políticos eran más completos si tenían sus respectivas compañeras.

No la convenció. Parecía que iba a ser un asedio prolongado.

Llegó el derrocamiento de Arbenz, la prisión de Hilda, su liberación, el asilo de Guevara en la embajada argentina.

—Será en México donde nos casaremos —dice Hilda que le decía el Che.

—¿Tú crees? Yo me voy al sur —dice Hilda que le contestó, ya que planeaba regresar a Perú o viajar a Argentina.

A partir de aquí las versiones se vuelven contradictorias. Hilda atribuye cierta distancia del Che a una dureza que no excluía la ternura de tomarle las manos y recitarle a Vallejo. Luego un viaje, el regreso, y la insistencia del argentino en que ella acepte el casamiento. En cambio, la biografía monumental del Che que hizo Jon Lee Anderson bucea en los escritos de Guevara —que era prolífico en anotaciones sobre sentimientos e ideas— y no encuentra más que una cierta indiferencia por el avance de una relación que no parece estar en el centro de sus preocupaciones del momento.

De Guatemala se mudaron a México. Hubo una ruptura de ribetes telenovelescos —en un libro que olvidó el Che en la casa de Hilda, ella encontró un negativo que puesto al trasluz develó una muchacha en ropa de baño— y una reconciliación en una reunión con cubanos, donde el Che ya consolidaba su compromiso con la suerte de esa isla.

—¿Te has decidido o no? —cuenta Hilda que le dijo Guevara al día siguiente de ese encuentro. “Su tono era calmado, pero firme, casi me daba un ultimátum, y como yo estaba decidida le contesté que sí”.

Decidieron casarse a los dos meses. Sin embargo, como el papeleo se demoraba, empezaron a convivir.

Fue en el hogar que compartían en Ciudad de México donde, una noche, Ernesto llegó con Raúl Castro. Más tarde, se encontraría con Fidel y la corriente de simpatía sería tal que la conversación entre ambos comenzó a las ocho de la noche y terminó en el amanecer del día siguiente. Fidel lo convenció de emprender la lucha contra Batista. “Tenía razón Ñico en Guatemala cuando nos dijo que si algo bueno se ha producido en Cuba desde Martí es Fidel Castro. Él hará la revolución. Concordamos profundamente… sólo a una persona como a él estaría dispuesto a ayudarle en todo”, rememora Hilda que le dijo el Che.

Cuando lo recibieron días después en su casa, Hilda también quedó impresionada con Fidel. “No parecía el dirigente que era, podía pasar por un turista burgués bien parecido. Pero en cuanto hablaba, los ojos se le iluminaban con una pasión y una fe en la revolución y en el pueblo que conquistaba a todo el que le escuchaba. Tenía el encanto y la personalidad de un gran líder y, a la vez, una naturalidad y sencillez verdaderamente admirables”.

La expedición estaba decidida e Hilda le preguntó a Guevara si Fidel admitiría mujeres en el Granma.

—Quizás, como vos, sí —dice Hilda que le respondió el Che.

—Háblale —le sugirió.

Zoila

“Eran como las cuatro de la tarde de una fecha que no recuerdo”. Así comienza el recuerdo que tiene Zoila Rodríguez del día que conoció al Che en la Sierra Maestra. Primero herró su mula, después se volvió mensajera de los rebeldes, luego cocinera y enfermera en el campamento guerrillero, hasta que finalmente “un amor hermoso y grande creció en mí y me entregué a él, no sólo como combatiente sino como mujer”. Era una hermosa mulata de 18 años. Vivieron juntos varios meses. Jon Lee Anderson registra que se vieron por última vez el 31 de agosto de 1958, cuando el Che iniciaba la ofensiva final con su columna, rumbo a Santa Clara. “Zoila le pidió que le permitiera acompañarlo. El Che se negó. Se despidieron en la aldea de El Jíbaro. Fue su último encuentro como amantes. 'Dejó a mi cargo su mulo Armando', recuerda Zoila. 'Lo cuidé como si fuera un cristiano'”.

El Che nunca lo hizo. Hilda confirmó que estaba embarazada, pero ni la llegada de un hijo cambiaría el empecinado deseo del Che de cambiar el mundo.

Finalmente, llegó el día del casamiento. Fue el 18 de agosto de 1955 en Tepozotlán. Al regreso se celebró con un asado, en el que participó Fidel.

El viaje de bodas fue en noviembre y tuvo como destino los yacimientos precolombinos de Chichén Itza y Uxmal.

El embarazo de Hilda avanzaba, tanto como las conversaciones entre Guevara y los cubanos. En enero comenzaría la preparación para el viaje. “Recuerdo que en la primera semana de enero Ernesto suspendió el bife que cada mañana comía en el desayuno. Al mediodía, solamente comía un sándwich en el hospital, y ya en la casa, por la noche, su cena era bastante equilibrada para bajar de peso”, anota su flamante esposa. Así comenzó a prepararse la aventura del Granma.


Los dolores de parto comenzaron el 14 de febrero de 1956. Hildita nació al otro día, alrededor de las siete de la tarde, en Ciudad de México.

Tres días después ya estaban en casa.

A la noche recibieron la primera visita.

Era Fidel.

—Esta niña se va a educar en Cuba —dijo Castro con seguridad.

El entrenamiento se volvió más exigente y en determinado momento fueron detenidos, al encontrar la policía mexicana su campo de tiro. Sin embargo, tras dos meses en prisión, Guevara regresa. Su hija se vuelve uno de sus centros de atracción.

—El corralito de Hildita era su territorio liberado, de allí miraba todo, se agarraba con sus manitos regordetas de los barrotes y empezaba: “Pa... pa... ma... ma”. Ernesto se ponía en cuclillas y le conversaba o recitaba —recuerda la madre.

La despedida no fue una. Fueron muchas. Guevara permaneció tiempo en la clandestinidad preparándose para la invasión. Esporádicamente volvía a casa. Si cada regreso era una fiesta, cada despedida tenía dentro de sí la tristeza de que tal vez fuera la final. La última fue un domingo. Ella no lo sabía. “Fue hasta la cuna de Hildita y la acarició. Luego me abrazó y besó, mientras sonriendo me decía algunas frases cariñosas. Sin saber nada, temblé y mi abrazo fue muy estrecho. Se fue, y desde ese fin de semana, ya no regresó”.


El 2 de diciembre de ese 1956, cuando Hilda llegó a su oficina, encontró rostros apesadumbrados que la recibieron en silencio. Unas manos le alcanzaron el periódico con el desastre en titulares: “INVASIÓN A CUBA EN UN BARCO... Fidel Castro, Ernesto Guevara, Raúl Castro y todos los otros miembros de la expedición han muerto...”.

—No pude seguir leyendo, todo me daba vueltas. Me senté para no caer. Como un relámpago pasó por mi mente todo este período, desde que lo conocí en Guatemala hasta el domingo que lo vi partir. Una cosa era estar de acuerdo con la expedición, otra afrontar el dolor de la pérdida.

Le dieron el día libre, se encerró en su cuarto, a nadie quería ver, con nadie quería hablar. Pensar en la posibilidad de que la noticia fuera falsa, posibilidad alimentada por una vecina, le dio esperanzas.

La esperanza se hizo realidad en la voz del padre de Ernesto a través del teléfono: “¡No está, Hilda, no está entre los muertos, ni en los heridos, ni en los presos!”. El Che estaba vivo.

De todas maneras, nada estaba confirmado. Hilda decide viajar a Perú con su hija de diez meses, a fines de diciembre. De ahí viajaría a Argentina. Mientras están arreglando los detalles del viaje, su suegro le da la mejor de las noticias posibles: “Acabo de recibir una tarjeta de Teté”. Tal era el apodo familiar de Guevara. “Te leo: gasté sólo dos y me quedan cinco... confíen en que dios sea argentino”.

No sería la última noticia falsa de su muerte.

Hasta que el 1º de enero de 1959 el dictador abandonaba la Habana y entraban los barbudos.

Hilda e Hildita llegaron a Cuba el 21 de ese mismo mes.

No fue un final feliz. La vida no es una telenovela.

Allí la esperaba Guevara.

El comandante, el médico, el “hippie”, fue franco: tenía otra mujer.

“Recuerdo que todavía me emociona. Al darse cuenta de mi dolor dijo: 'Mejor hubiera sido morir en combate'”.

—No, prefiero que estés vivo, tienes mucho por hacer —le respondió la que aún era su esposa.

El 22 de mayo se divorciaron. Dos semanas más tarde, Ernesto se casó con Aleida March.

El Che murió en Bolivia en octubre de 1967. Hilda en enero de 1974 en La Habana. La hija de ambos también murió en La Habana, en agosto de 1995.

Los restos de Hilda e Hildita están en el Panteón de las Fuerzas Armadas Revolucionarias del cementerio Colón. Al costado del nombre de Hildita, en la lápida está escrito: “Al pétalo más dulce del amor, Che Guevara”.

*Las fotos fueron tomadas del libro Mi vida con el Che, de Hilda Gadea.

*Los fragmentos de Mi vida con el Che, de Hilda Gadea, se reproducen con autorización de sus familiares.

Sengo Pérez

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