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Ciudadanos se organizan y ayudan en las primeras horas en el edificio de la calle Gabriel Mancera, en la Colonia Del Valle, tras el sismo del 19 de setiembre. Foto: Ernesto Álvarez

Hasta cuándo tiembla

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El sismo que golpeó a Ciudad de México el 19 de setiembre terminó con la vida de más de 300 personas. La solidaridad espontánea tuvo un rol fundamental en las horas siguientes, pero debió lidiar con la falta de preparación estatal y el oportunismo de terceros. La periodista uruguaya Eliana Gilet, que reside en México desde hace años, estuvo allí y habló con muchos protagonistas anónimos de la tragedia.

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Tiembla. El mate junto a tu cama se cae al piso. Buscás un pantalón que ponerte. Las piernas se te aflojan. Te caés sobre la cama. Demorás, inexperto. Te caés de nuevo al intentar bajar las escaleras. Te raspás un brazo contra la pared. Después sabrás que bajar es lo peor que se puede hacer tras los 15 primeros segundos del temblor, que es en las escaleras donde muere atrapada la gente que no llega a salir. Pero entonces todavía no hay muertos y sólo una despreocupación cándida, inocente. No va a pasar nada. Es mentira eso también, pero algo hay que decirle al corazón para que no se desboque ahora, que no te deje sola justo ahora que alrededor el mundo es otro. ¡Las vecinas! ¡Por suerte! El más joven de la vecindad, Joel, de ocho años, suelta apenas una lagrimita. La abuela, la madre y la vecina que lo rodean expresan en esa agüita su miedo. No hay otra cosa que puedas hacer más que mirar hacia arriba, porque el temblor también suena. Suena alrededor, truenan los edificios, los árboles, los cables de alta tensión. No podés salir, porque el casero del lugar tiene un montón de mierda acumulada en el zaguán que tapa el paso. Y como ahí hay techo y no encima de donde estás, te quedás con las vecinas y Joel, abrazados. Oís a la abuela pedirle protección a la Virgen de Guadalupe. Sentís que a vos también te protege cuando para. De a poquito. Termina el minuto más largo de tu vida.

La ciudad está sin luz y sin agua. A más de un mes del sismo, cuando se escriben estas líneas, al menos tres populosas delegaciones –Iztapalapa, Tláhuac y Xochimilco– siguen sin acceso al líquido vital. En la radio a pila que trae un vecino hablan de edificios derrumbados, casas, una escuela. En todas partes la gente se vuelca instintivamente a remover los escombros de los lugares caídos, buscando a quienes quedaron atrapados.

En la colonia Del Valle la gente está organizada en cuatro filas que hacen de cintas transportadoras humanas. Las de los bordes entran baldes vacíos y las del medio los sacan llenos de escombros. Grupitos de a tres o cuatro personas acarrean las partes más grandes y pesadas de lo que fue un edificio de apartamentos, que ahora se ve como una pirámide trunca. Todo el tiempo hay discusiones entre la gente de qué hacer; todos tienen algo para decir.

Un bombero pide atención y es escuchado: si quieren ayudar, deben retirarse de la parte alta de los escombros, porque ahí parados le aplican más peso al caos, y eso no es algo deseable. Que se corran a la base de la pirámide y de ahí comiencen a escarbar. La gente se reorganiza y sigue la tarea, hasta que dos horas más tarde, llegan los efectivos de la Marina Armada de México y todo se alborota nuevamente. La gente reclama a los uniformados que organicen el asunto, pero ellos también están perdidos: mandan a la gente a la cima de la pirámide a hacer lo que el bombero recomendó que no. Entonces vuelve y les dice a los militares que no, que el trabajo hay que hacerlo de abajo hacia arriba, de afuera hacia adentro. Y que vayan quitándose de ahí, porque le agregan peso a la estructura.

También aparecen los de Protección Civil –claves en este lío–, que arman pequeños grupitos de personas que se ofrecen para meterse entre los huecos de los escombros. Con polines van asegurando que el camino laberíntico en busca de sobrevivientes no se les venga encima. Un vecino se acerca y anota los nombres de los voluntarios que bajan. Y entonces, aparece el pedido universal de silencio. Uno de los rescatistas levanta el puño al aire: –¿Hay alguien aquí que me escuche?

El caos enmudece y el silencio se extiende como una ola en el estadio cuando la gente lo imita y levanta sus puños cerrados. Es una imagen de la voluntad colectiva que aprieta la panza. “¡Una camilla!”. De entre los escombros sacan a un muchacho flaquito, barbudo, tapado de polvo, que da una señal de vida inconfundible: mueve las piernas. La gente rompe el silencio y todo el mundo grita, aplaude, hasta los que no ven nada porque están en el final de las líneas de transporte. Han rescatado a un sobreviviente.

Una niña en un albergue oficial en la Colonia Villa Coapa, tras el sismo del 19 de setiembre. Foto: Ernesto Álvarez

Más de 300 personas murieron tras el sismo del 19 de setiembre, que en realidad fue el segundo de una seguidilla de tres: el 7 y el 23 tembló en el sur del país y arruinó decenas de pueblos en Chiapas y Oaxaca. Pero fue el del 19 el que se llevó toda la carga sensible: ocurrió exactamente el mismo día que tembló en 1985 y apenas dos horas después de que en Ciudad de México se realizara un simulacro de evacuación con el que se homenajeaba a las más de 10.000 personas que murieron hace 32 años. La catástrofe de este año no estuvo ni cerca de aquella, pero marcó a otra generación, los sub 30 que no habían nacido entonces, a quienes la genética colectiva les dictó una respuesta en un sentido claro: no hay que esperar la acción de la autoridad ante el desastre.

Como no hay luz, gente anónima en las esquinas organiza el tránsito. Hay arterias viales colapsadas y una sensación de que, en realidad, dista de la crisis que uno esperaría. Los negocios que se mantienen abiertos despachan a la luz de las velas: la gente ha vaciado los anaqueles de las farmacias y la comida de las tiendas de abarrotes. Miles de acopios ciudadanos se levantan de forma solidaria para atender a quien necesite. La gente llega con comida preparada a los puntos de búsqueda para alimentar a los voluntarios y a los uniformados, que coparon la parada. En la tarde, llegó la policía de Ciudad de México a los lugares derrumbados –38 edificios– y cercó el paso, restringiendo o impidiendo de plano el acceso de la gente a las tareas de búsqueda y rescate. Por la noche, desalojaron a casi todas las brigadas “civiles” de la mayoría de los puntos de crisis. La prensa también fue desalojada. La falta de ojos no uniformados que observaran qué era lo que estaba pasando dentro acrecentó la desconfianza en la tarea oficial y enlenteció la búsqueda.

En el Hospital 20 de Noviembre se acondicionó la entrada de ambulancias como un triage para atender gratuitamente a los heridos y se dedicó el grueso de su plantilla a la emergencia, pero explicó su director, el doctor Alfredo Merino, que se quedaron esperando el aluvión de pacientes rescatados de los escombros durante la noche, que nunca llegó. Todo lo armaron con recursos propios, explica, ya que no ha llegado ninguna ayuda especial para hacer frente a la crisis.

La respuesta de la autoridad fue llamar a la donación solidaria de la gente (algo que ya todo el mundo estaba haciendo de manera natural) y evitaron mencionar cuál sería la contribución oficial para paliar el desastre. La frase “dinero público” brilló por su ausencia y también el reconocimiento a la labor que la gente estaba haciendo: en su mensaje presidencial en la noche del 19 de setiembre, Enrique Peña Nieto agradeció a quienes habían aportado información por las redes sociales, señalando lugares afectados, pero evitó siquiera mencionar a las miles de personas que estaban poniendo el cuerpo en las calles.

En quienes sí se apoyó la autoridad fue en las cámaras patronales de la construcción. Horas después de que temblara, el gobernador de la ciudad, Miguel Ángel Mancera, convocó a los empresarios –por medio del magnate José Shabot Cherem– a reunirse en el C5, el centro de vigilancia de la ciudad. Allí, el funcionario les hizo saber a los patrones que el gobierno requería de su apoyo. En ese acto, tercerizaron la ayuda, por lo bajo. La cámara de desarrolladores inmobiliarios (Canadevi) y la Asociación de Desarrolladores Inmobiliarios (ADI) dispusieron de un centro de operaciones en una notaría pública (la 134 del DF, en la Colonia Del Valle) para que los privados fuesen el brazo organizador y ejecutor del poder público. Además de poner a disposición su maquinaria, pusieron a sus empleados.

Elemento de la Marina durante la madrugada en el derrumbe de la calle Puebla, en la Colonia Roma, el primer lugar en donde se utilizó maquinaria pesada tras el sismo del 19 de setiembre. Foto: Ernesto Álvarez

Cuando la gente fue desalojada por la policía de las zonas de rescate, los empresarios los suplieron con sus trabajadores. Durante el segundo día, el miércoles 20, obreros de la construcción fueron enviados a cumplir la jornada en el derrumbe al que los mandara la notaría coordinadora. Así, cambiaron la solidaridad por la compulsión y, aunque la gente que colaboraba lo hacía con gusto, también reconocía que les pagaban el día.

Por otro lado, enviaron a sus ingenieros a revisar las casas que la gente reportaba como dañadas. La inspección que realizaron no tiene, en realidad, ningún valor legal para las personas afectadas, pero brindó a los empresarios un censo de afectaciones, una base de datos privada de lugares dañados en colonias donde la presión inmobiliaria es fuertísima. Protección Civil, el organismo público encargado, anunció que su prioridad eran los lugares públicos (escuelas, hospitales y oficinas de gobierno), por lo que las casas deberían esperar. A más de un mes del sismo, seguían sin revisar el grueso de las viviendas; las patronales afirman que son 10.000. Los privados tienen un mapa del desastre desde el día uno, gracias a la habilitación que la autoridad les dio para hacerlo.

Como muestra, un botón: Shabot Cherem, el empresario que acordó la colaboración con el gobierno ante la crisis, es dueño (junto a su hermano Salomón) de la constructora Quiero Casa, que en cinco años ha levantado una veintena de torres de apartamentos que superan los niveles de construcción permitidos por la norma. Al menos tres de sus “desarrollos” mantienen conflictos abiertos con los vecinos de los barrios en donde desembarcaron. En el sur de la ciudad, en los Pedregales de Coyoacán, cavaron tanto para construir tres niveles subterráneos de estacionamientos que hicieron salir a la superficie las aguas de un acuífero poco profundo. Aunque llevan dos años tirando agua potable al drenaje, en una ciudad que ya vive en crisis por la falta del recurso, la empresa no ha sido sancionada. Los vecinos mantienen un plantón frente a la obra, exigiendo que deje de desperdiciarse el agua.

El aporte directo del gobierno de la Ciudad de México fueron las instalaciones de distintos complejos deportivos para que funcionaran como albergues temporales para los afectados, y las oficinas delegacionales para acopiar las donaciones de alimento, medicinas y artículos básicos de higiene que la gente hizo llegar de manera masiva.

En el Deportivo Rosario Iglesias, en la colonia Villa Coapa, debe haber al menos 100 personas imitando las cadenas humanas que articulaban la zona del derrumbe, pero aquí organizan las donaciones. Hay dos estancias llenas de productos que la gente donó. Al fondo, está el albergue. Son menos de diez las familias que están en él.

Paciente rescatado recibe atención en el Hospital 20 de Noviembre, un día después del sismo del 19 de setiembre. Foto: Ernesto Álvarez

Sobre unas colchonetas en el piso un niño juega con un perrito blanco, símil oveja. A su lado, una mujer seria está sentada en una silla. Él se llama Jorge y su mamá, Angélica. A él, que tiene 12 años y acaba de empezar la secundaria, le había tocado ser brigadista en el simulacro de las 11 de la mañana. Son distintas las tareas de cada quien, dice, pero a él le tocaba sacar a las personas de los salones, evacuar el inmueble, decirles a los niños que se bajaran de una vez y que no estuvieran en el chisme. A la una le tocó hacerlo sin simulacro:

—Nos encontramos a un niño paralizado en un salón y a otro de mi misma brigada que seguía temblando; le hablé por señas: que se bajara y que luego iba a platicar con él. No es fácil, nosotros también tenemos miedo, pero hay que tragárselo y hacerlo rápido.

Una vez que estaba afuera, se enteró de las malas noticias: su casa se había derrumbado. El niño recuerda el trayecto de la escuela a su edificio, los vidrios rotos en tal o cual parte y cómo se alivió al llegar, cuando vio a sus hermanos y a su abuelo, que estaban todos bien. Pero muchos de los otros vecinos que ocupaban alguno de los 24 apartamentos estaban atrapados entre los escombros.

El niño tiene una mirada inteligente de ojos aguzados que le permite esquivar lo que no quiere responder, jugando con el perrito. El bichito era de uno de los vecinos, que murió en el derrumbe, y los rescatistas se lo dieron a él, como para que le quedara un pedacito de la casa adonde ya no volverá. Su madre es un mar de lágrimas que se sueltan en cuanto abre la boca. Su familia está bien, dice, pero los vecinos de tantos años... Se calla. “La situación está muy dura, pero el mexicano siempre en estas cosas sobresale. Esa parte te llena, eso lo compensa mucho”. La dejamos tranquila. Raya la crueldad preguntarle a esa mujer shockeada qué va hacer ahora.

En lo que fuera el edificio donde Jorge vivía, en la calle Rancho del Arco, a pocas cuadras del albergue en que lo encontramos, hay más de 100 personas que esperan con sus cascos, picos y palas para entrar a colaborar. Esa fue la forma en que la acción oficial limitó la autoorganización: los dejó afuera.

Los voluntarios de la fila cuentan que pasaban entre cuatro y seis horas esperando que a su brigada le permitieran pasar a la zona acordonada por policías. La gente que estaba afuera no recibía información oficial de qué sucedía adentro, enturbiando la comprensión de lo que pasaba y, sobre todo, de cuántos muertos y rescatados había y cuántos aún seguían desaparecidos. “Lo que hacen es decirle a la gente solidaria que no estorbe, porque ellos son los profesionales”, dice un voluntario anónimo.

Rodrigo y Elizabeth Zavala reciben las cenizas de Anuar Yabra Zavala, hermano e hijo, quien murió en el derrumbe del edifico en la calle Torreón, tras el sismo del 19 de setiembre. Foto: Ernesto Álvarez

Esta distancia se hizo más potente (y empezó a molestar) cuando como pólvora corrió un rumor: la autoridad va a meter maquinaria pesada para remover los escombros y volver más rápidamente “a la normalidad”. El temor de que abortaran el rescate fue tal que una de las familias del edificio colapsado en el Complejo de Viviendas Multifamiliar Tlalpan consiguió un amparo en la justicia que impedía que la autoridad metiera máquinas hasta que no se encontrara a todos los desaparecidos.

El uso de las máquinas es un riesgo para los que estén atrapados, porque su peso y accionar hacen cimbrar las estructuras colapsadas, cuando afuera, vedadas de la ayuda, hay miles de manos dispuestas a trabajar igual de rápido y sin ocasionar más daño. Los más viejos recordaban cómo en 1985 los rescatistas salvaron a 14 bebés que habían quedado atrapados tras el derrumbe de la maternidad del Hospital Juárez, vivos, seis días después del sismo. En la madrugada del tercer día, las primeras máquinas pesadas entraron en un laboratorio derrumbado en la Colonia Roma. Son las cuatro de la mañana del viernes 22 y Ángel, un voluntario que pisa los 40 años, mira lo que sucede desde la esquina de las calles Puebla y Valladolid, atrás de la valla policial. Los militares presentes están armados, “por si las piedras se ponen revoltosas”.

—Estaba trabajando como voluntario en un edificio aquí cerca, sobre Valladolid, cuando llegaron los militares. El lugar se había revisado y lo habíamos marcado con peligro de colapso. Se pidió a los militares que no entraran con sus camiones, para evitar las vibraciones del suelo en un lugar enclenque. Les valió madres: metieron los camiones y en pocos minutos el edificio colapsó completamente —cuenta Ángel.

Cuando llegó la fuerza pública, apareció una camada de “coordinadores”, pero ningún responsable oficial del trabajo realizado. En algunos puntos, se podía saber que el encargado era “un coronel” del que no se tenían más datos. Los coordinadores eran civiles, pero vinculados a los de las fuerzas de seguridad: hijos de los policías, soldados o funcionarios.

—Coordinar no es dar órdenes sin levantar un dedo, es hacer con el ejemplo. Yo vi cómo les gritaba un coordinador a los voluntarios y a los afectados, “es que esta pinche gente no entiende”, les decía. Y además, disculpen, pero no puedo confiar en un Ejército que desaparece estudiantes —dice Ángel, en referencia a la sospecha que se tiene del accionar del Batallón 27 de Iguala en la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, el 26 de setiembre de 2014.

Brigadistas piden silencio para escuchar si hay voces entre los escombros del derrumbe en la calle Escocia, en la Colonia Del Valle, tras el sismo del 19 de setiembre. Foto: Ernesto Álvarez

Anuar Yabra Zavala murió en el edificio de Viaducto y Torreón, en donde trabajaba. Su cuerpo fue encontrado abrazado al de Benjamín Ortíz, su patrón. Rodrigo, su hermano, de 38 años, cuenta sobre las desesperantes 28 horas en que lo buscaron:

—Nunca hubo un módulo de información; tenías que rascar en lo que escuchabas, para saber si era cierto o no. Cuando llegué, la zona no estaba acordonada. Protección Civil llegó como a las cuatro de la tarde (tembló a la una) y el Ejército como a las ocho de la noche. Trataron de controlar a las brigadas, de contar el tiempo que permanecían en el lugar. A la medianoche nos sacaron a todos y no volvieron a dejar entrar hasta las seis de la mañana, cuando sólo pasaban de a 50 personas.

—¿Creés que esto enlenteció los rescates de las personas atrapadas?

—Probablemente. Siempre se reportaron voces de ayuda y ruidos entre los escombros. Siempre hubo esperanza.

Rodrigo quiere que se agradezca públicamente a la pareja joven que atiende el Café Idilio, que está a un par de cuadras del edificio, porque aunque no los conocían, allí se instaló su familia; fue su base para descansar, ir al baño, cargar el teléfono. No cerraron nunca. —Los de Protección Civil no se veían preparados para lo que tenían enfrente. Lo único que te decían era que todo iba a estar bien, cuando lo que se requería era información veraz sobre las víctimas.

Explica Rodrigo que los militares tapaban con una sábana blanca cuando rescataban a alguien, por lo que no se podía saber quién era, ni si estaba vivo.

—La policía que hacía la seguridad no metió las manos. Con mi familia hicimos base en el Café Idilio, para entrar y salir rápido de la zona. Seguro que lo mismo que nos pasó a nosotros, les pasó a otros familiares. No se necesitaba mucho más que poner a alguien que respondiera. No estaban preparados y no creo que vayan a estarlo. Esto lo resolvimos quienes tomamos las calles para apoyar, en todos los sitios, donde la ayuda jamás dejó de fluir. La gente no ayudó en el rescate, la gente hizo el rescate.

Hubo dos edificios derrumbados en los que la presión de la gente entró en conflicto con la autoridad por el manejo de la crisis. Uno de ellos fue en la Colonia Roma, en Álvaro Obregón #286, qué albergaba oficinas. Los familiares de las personas atrapadas en el colapso denunciaron en la revista Proceso (la nota es de Marcela Turati y fue publicada el 2 de octubre) que los gobiernos federal y capitalino les hicieron firmar un acuerdo de confidencialidad a cambio de obtener información veraz sobre las víctimas.

El otro punto conflictivo fue la “maquila” de la Obrera, donde la falta de información oficial alimentó una versión equivocada de las cosas: durante la semana de búsqueda, se sostuvo que en el edificio colapsado en la esquina de Bolívar y Chimalpopoca había un sótano en donde trabajadoras indocumentadas extranjeras habrían quedado atrapadas. Sin embargo, fue más sencillo confirmar las identidades de los extranjeros muertos en este derrumbe (siete personas) que de las trabajadoras mexicanas fallecidas que allí laboraban (ocho mujeres). Los consulados de Argentina, Taiwán y Corea despejaron las dudas y ayudaron a descartar la primera versión. Los extranjeros muertos eran en realidad los patrones.

La casa de Marcos, en la Colonia Obrera, quien fue desplazado por los daños en su edificio. Cientos de casas en la ciudad están en esa condición y miles de familias no tienen a dónde ir por los daños que dejo el sismo del 19 de setiembre. Foto: Ernesto Álvarez

Fernando perdió a su madre y a su hermana en el colapso de Chimalpopoca. María Teresa Lira, su madre, tenía 70 años y empezó a trabajar cuando enviudó. Había conocido a una chica coreana que la llevó, seis años atrás, a trabajar a Seo Yung Internacional, en el tercer piso. Trabajaba por temporada, cuando se lo solicitaban en la empresa porque les había llegado material importado. Allí revisaba el producto por 200 pesos mexicanos el jornal (unos diez dólares), sin seguro social. María Teresa había llevado a trabajar allí a su hija, María Elena Sánchez Lira, de 55 años, que se desempeñaba en tareas administrativas, y sí estaba dada de alta frente al Estado.

La migración asiática a México se intensificó tras la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1994, que facilitó el ingreso de mercadería al vecino del norte. Muchos de los taiwaneses que estaban en Sudamérica, en Argentina o Paraguay, subieron hasta aquí entonces, explica Carlos Liao, director de la Oficina Económica y Cultural de Taipéi en México. Las taiwaneses del edificio estaban vinculados a la familia Chen Powen, de la que murieron dos de sus integrantes: King Pei Ju, de 52 años, hermana; y su hija Huang Hsien-Yu, de 23, sobrina, quien era la titular de la empresa Abc Toys, importadora de juguetes, según datos brindados por la Secretaría de Trabajo de la capital.

Otras tres empresas estaban vinculadas a la familia Asquenazi, judíos ortodoxos que rechazaron la ayuda ofrecida por el consulado argentino ante el fallecimiento del patriarca, Jaime Achequenaze Asquenazi, nacido en Argentina hace 76 años.

En los cuatro pisos que colapsaron en segundos, aumentando las sospechas sobre la seguridad de la construcción, se reunían dos comunidades con fuerte presencia en la ciudad y, particularmente, en esta colonia popular, llena de talleres y maquilas. Tanto los Asquenazi, textileros, y los Chen Powen, taiwaneses importadores de accesorios plásticos, tenían personas trabajando irregularmente. De las ocho mexicanas fallecidas, tres estaban sin registro. Otras dos chicas taiwanesas fallecidas también trabajaban irregularmente para Abc Toys. Esto ha sido una complicación —dice Fernando— para negociar con el dueño de Seo Yung, un coreano llamado Cho Han-Sup, quien afirma no tener dinero para pagar las indemnizaciones de las cinco mujeres que murieron trabajando para él.

La movilización y denuncia de Chimalpopoca fue promovida por la Brigada Feminista, un grupo de mujeres autónomas que se organizó para colaborar en las búsquedas de ese punto. Fueron agredidas por la policía y satanizadas por las redes sociales hasta que adoptaron una postura defensiva: no van a hablar con la prensa. Otras ONG y centros de derechos humanos tomaron el caso y lograron que la Secretaría de Trabajo les entregara un informe sobre las empresas y las víctimas. Es el único informe oficial que el gobierno ha dado sobre las víctimas y las condiciones en que murieron.

Hombre camina frente a Moctezuma #116, una vecindad inhabitable desde el sismo de 1985, que jamás fue reparada por las autoridades de la capital. Hoy hay 14 personas sobreviviendo ahí, después del sismo del 19 de setiembre. Foto: Ernesto Álvarez

Una de las primeras conclusiones que puede sacarse de él es cuál ha sido el papel de esa secretaría en asegurar condiciones dignas de trabajo. “No asevera, sólo da información pero no concluye acerca de la responsabilidad, omisiones y opacidades de que haya gente trabajando sin contrato y sin seguro”, sostiene Norma Cacho, coordinadora del área de procesos organizativos de Prodesc, una de las organizaciones que atendió el caso. También trabajan en aclarar la situación de las personas que murieron trabajando en hogares —en edificios de alto poder adquisitivo, como los de la Colonia Del Valle, como domésticas y porteros, de quienes es mucho más difícil obtener información, dada la alta irregularidad en los registros.

Ese magro informe transparentó cómo el control civil cedió ante el militar durante las horas de rescate, en que se activó el plan DN-III-E, en manos de la Secretaría de Defensa. En Chimalpopoca, el jueves, a dos días del temblor, el general brigadier del Estado Mayor, Francisco Bustos Toscano, informó erróneamente que 22 personas habían fallecido allí, cuando los muertos fueron 15. Al militar lo acompañaba un funcionario de gobierno, Miguel Ángel Vázquez Reyes.

Carlos Ventura, coordinador del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, contó que al solicitársele información al gobierno sobre lo actuado durante el rescate, “nos dijeron que si alguien tiene más información de lo actuado en la zona del desastre es el Ejército, porque ellos no la tienen. Teniendo en cuenta que el Ejército es una institución cerrada, es también una violación al derecho a la información”.

Una vez que se apagó la alerta de las búsquedas oficiales de sobrevivientes —el 4 de octubre, cuando se rescató el último cuerpo en Álvaro Obregón—, como si continuara cimbrando, aparecieron nuevos círculos de gente afectada. Desde los vendedores ambulantes que cerraron sus puestos porque los trabajadores del edificio público a quienes les vendían fueron desalojados, hasta los que conviven en lugares en riesgo.

Valeria y Gabriela son dos hermanas que estuvieron en los albergues de la Colonia Guerrero hasta que cerraron, el primer domingo de octubre, a menos de dos semanas del sismo. La convivencia allí no fue sencilla, pero la soportaron mientras duró. No es fácil, dicen, pasar de un momento a otro a compartir un espacio con otras 100 personas, con niños y gente que perdió todo. “Nadie está acostumbrado a vivir esto, a perder la privacidad, a vivir con esta inestabilidad tan fuerte”, explica una de las jóvenes.

Fernando con las cenizas de su madre María Teresa Lira, que murió junto a su hija en el edificio derrumbado en la calle Chimalpopoca, de la Colonia Obrera, tras el sismo del 19 de setiembre. Foto: Ernesto Álvarez

No es a la única inestabilidad a la que se han acostumbrado. En cuanto nos ponemos a conversar, sacan el documento que indica que su casa, en la calle Moctezuma, fue catalogada con el color rojo, de inhabitable, por lo que deben desalojarla. Claro que “desalojar” no es lo mismo para ellas, en la Guerrero, que para una parejita que viene sacando sus cosas a un auto en la Condesa. Su edificio da a la calle Cacahuamilpa, que está a espaldas del colapso de Álvaro Obregón. En la esquina de esta zona residencial, un soldado armado vigila la cuadra apostado en la esquina. Su edificio no resultó dañado, pero el vecino sí, y ellos no están dispuestos a esperar a ver cómo se resuelve el asunto. Ya consiguieron otro apartamento donde rentar. Entre esta pareja y las hermanas del albergue hay 20 minutos en la ciudad y kilómetros de diferencias.

Las chicas tienen otro documento importante en su carpetita de plástico: es un dictamen de su mismo edificio, fechado en febrero de 1987, que indica que su casa ya había resultado dañada en el sismo de hace 32 años, y por eso fue incluida en un Programa Emergente de Vivienda para su reconstrucción. Sin embargo, la casa no ha tenido en todo este tiempo ninguna refacción con ayuda pública.

Creen que las escaleras han sostenido a la vecindad porque fueron hechas con vías de tren de acero. Catorce personas viven ahí, entre los que hay varios niños y un vecino en silla de ruedas, Julio, que nunca evacuó el lugar.

—Sólo nos pusimos en el área más segura, que es el baño que reconstruimos recientemente, y esperamos —dice ahora, mientras por la calle pasa un camión y sus paredes tiemblan.

En 2002, por medio de un crédito obtenido con el Instituto de Vivienda del Distrito Federal (Invi), los vecinos compraron el predio en el que se erige su vecindad, que ya supera los 100 años en pie, con muros de tepetate y rajaduras que le surcan las paredes. A pesar de la situación en que vivían las familias, el Invi puso como condición para renovar el edificio que el crédito del predio fuese saldado antes por todos los vecinos que firmaron el convenio. Llevan 15 años pagándolo —con riesgo de derrumbe desde hace 32— sin que la vecindad haya sido reparada.

Libinia, la abuela y matriarca de la casa, una mujer aún joven que sigue desempeñándose como trabajadora doméstica y que lleva 37 años en esa vecindad, relata los esfuerzos durante años por cumplir ese crédito (que varió en cantidad según las posibilidades de cada familia), pero que hace unos cuatro años, cuando la situación económica empeoró y al no tener mejoras, dejaron de pagar las cuotas.

A diez cuadras de Moctezuma, en la Plaza de la Solidaridad al final de la Alameda de Bellas Artes —construida en el hueco que dejaron hoteles caídos en el 85—, los integrantes del Movimiento Urbano Popular MUP convocan a una asamblea de afectados. El MUP es una organización de base que lleva 30 años trabajando por el acceso a la vivienda digna de la gente más pobre y más jodida. Es una de las pocas que ha logrado, mediante la autoconstrucción y la expropiación pública de terrenos, que la gente no sea expulsada masivamente del centro de la ciudad.

Elementos de la Marina mexicana desalojan a los civiles que ayudaban en el derrumbe del edificio en la calle Álvaro Obregón, en la Colonia Roma, tras el sismo del 19 de setiembre. Foto: Ernesto Álvarez

—Es responsabilidad del Invi poner en riesgo a las familias por falta de pago. Todas esas familias están en riesgo porque el Instituto no construye —señala Jaime Rello, uno de sus referentes. Y dijo algo obvio e importante: las malas condiciones, edilicias y jurídicas, en que mucha gente vivía en esta ciudad, se han vuelto visibles y más urgentes después del sismo.

Insisten en que lo que se necesita es una tregua inquilinaria: poner un alto a los de- salojos de los predios que estén en juicio, y que se condonen las deudas de los créditos hipotecarios que tengan las viviendas afectadas. Una respuesta radicalmente opuesta a la del gobierno central, que ofrece hipotecas para acceder a los préstamos del programa de reconstrucción anunciado para la ciudad. “No más deuda”, es un reclamo que lentamente se empieza a oír entre los afectados.

Claro que no todo es plata, y salirse, sin garantías ni lugar adonde ir, del hogar que se ha habitado por años es un trago amargo. Marco está saliendo de un edificio rodeado por una cinta amarilla como de escena del crimen, que hace que uno levante la cabeza para ver la rajadura que luce en el frente.

“Entran bajo su propio riesgo”, dice y franquea la puerta. El pasillo es luminoso y tiene dos patios centrales que hacen de respiración de los diez apartamentos que se distribuyen en dos pisos. Claro que esa distribución fue construida hace tiempo; el 12 de setiembre de 1936 fue la inauguración del lugar, según el registro a la entrada. Cumplió 80 años días antes del sismo. Marco señala cómo el piso de la entrada quedó sumido hacia adentro, después de recibir el golpe del vecino, de siete pisos, que en la década de 1980 le construyeron al lado.

Todos los muebles están donde estaban cuando tembló el 19, porque Marco no se anima a sacar nada de su apartamento: le dijeron que el lugar no tiene muros de soporte y cualquier golpe puede hacerlo caer. No sabe aún qué va a suceder. Él llevaba 20 años viviendo allí y vuelve día por medio, a ver si aparecen los de Protección Civil, que quedaron en regresar. Mientras tanto, se sienta y mira las grietas a ver si crecen. “Gracias por tantos años”, le escribió en una de las paredes que se ve nomás entrar.

Brigadistas trabajan en el edificio derrumbado en Chimalpopoca, en la Colonia Obrera, intentando descartar que no hubiese trabajadoras migrantes atrapadas en un sótano tras el sismo del 19 de setiembre. Foto: Ernesto Álvarez

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