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Ilustración: Daniel Mosquera

Liverpool

2 minutos de lectura
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Abogado especializado en derechos de autor y narrador —ganó el Premio Nacional de Literatura en 2013 con su novela “El hombre que despertaba”—, Luis Fernando Iglesias (Montevideo, 1958) es también periodista y melómano. En 2012 tituló un libro de cuentos “Todo debe suceder”, en clara referencia a la canción de George Harrison; el relato inédito que aquí publicamos tiene ancla en otro beatle.

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El nueve de diciembre de 1980, mi madre entró a mi dormitorio como todas las mañanas. Sin decir nada, dejó el diario junto a la bandeja con un té con leche y un pedazo de torta mármol, su especialidad. Siempre fui malcriado. Desayunar en la cama era uno de mis privilegios. Miré la primera plana: “Asesinaron al beatle John Lennon”. Tiré el diario contra la pared, aparté la bandeja y apagué la luz. Quise mezclar la noticia con algún sueño para transformar todo en irreal. A los pocos minutos, reconocí mi fracaso. Encendí la lámpara y leí, como en otro sueño, la muerte que se le había aparecido a John la noche anterior en el Dakota a manos de un siniestro imbécil, cuyo nombre con justicia muchos nos negamos a pronunciar. Luego de esa mañana, una tristeza gris me acompañó por un buen tiempo sin que la entendiera en su totalidad. El sueño, definitivamente, se había terminado.

En agosto de 2012 tuve la suerte de visitar Liverpool. Los cuatro músicos están en cada rincón, en cada calle, en cada recuerdo. A la noche, recién llegados, fuimos al Albert Dock, que siglos atrás estaba poblado de grandes depósitos donde se albergaba la mercadería que se cargaba y descargaba de los barcos. Ahora es una especie de Puerto Madero inglés, con restaurantes, bares, oficinas y lujosos departamentos. Esa noche cenamos shepherd’s pie —pastel de carne picada de cordero y puré de papa— y fish and chips, uno de los platos preferidos de los fab four, acompañados por unas pintas de cerveza. La comida siempre ayuda a entender los lugares que visitamos, aunque la sobremesa fue corta y nos fuimos a dormir temprano. Había mucho por recorrer al día siguiente.

De mañana fuimos a The Beatles Story, detallada muestra de toda la trayectoria de la banda. Cuando llegamos ya había un hombre esperando en la puerta del museo. Intenté disimular mi disgusto. Éramos los segundos. Recorrer esa historia lleva cerca de un par de horas. Fotos de cada lugar, de cada etapa. Desde la reproducción de un barrio bajo de Hamburgo hasta la copia del piano blanco tocado en “Imagine”.

A la tarde tomé la Magical Mystery Tour, excursión que visita los lugares donde los músicos pasearon durante sus vidas tempranas. El recorrido dura tres horas y termina en uno de los reconstruidos Cavern Club. Hubo un momento, entre foto y foto, en que me cuestioné si esos lugares no se habían transformado en un formidable tinglado para turistas. Las dudas cedían ante la emoción de ver el refugio venido a menos de la plaza central de “Penny Lane”, el reconstruido portón de “Strawberry Fields Forever” o al ver de lejos la St. Peter’s Church, donde se conocieron John y Paul. Pero, cada tanto, esa inquietud regresaba.

Llegamos a Mendips, la casa de la tía de Lennon. John nació el 9 de octubre de 1940, durante un feroz ataque alemán contra la ciudad de Liverpool. Al poco tiempo su madre, Julia Stanley, fue abandonada por su esposo, Alfred Lennon. La tía Mimi —hermana mayor de Julia— se encargó de la crianza del niño. Poco a poco, John recuperó la relación con su madre. Con ella aprendió a tocar el banjo y compartieron un humor ácido junto al amor por la música. La casa de la tía Mimi lucía la tradicional placa azul que la municipalidad otorga al transcurrir veinte años de la muerte de una figura notoria. Desde la calle parecía una casa acogedora.

De repente, el guía de la excursión señaló hacia atrás. Con fuerte acento scout, dijo:

—Esa esquina es el lugar donde Julia murió atropellada por un policía borracho, una tarde en que fue a visitar a su hijo a lo de Mimi y que John se encontraba en casa de un amigo.

La intersección estaba vacía, el viento parecía quieto. “Ahí, en ese preciso lugar, murió Julia”, pensé, y se me hizo un nudo en la garganta. No había nada armado para turistas en esa intersección de calles tristes. En ese lugar, muchos años atrás, una vida cambió para siempre. Mezclados con esa visión, sin que yo los convocara, reaparecieron mi cuarto, mi madre y aquella lejana mañana montevideana, en el aire quieto del suburbio de Liverpool. En el exacto lugar donde también Lennon perdió su juventud.

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