Karl Kristoffersen falleció a los setenta y ocho años. Había escrito y dirigido nueve largometrajes, doce obras de teatro y dos miniseries históricas para la televisión sueca. Cuando encontraron su cuerpo en la casa de la playa habían pasado apenas nueve días desde el fin del rodaje de Ångest (Angustia). Queremos decir que por respeto a la obra de su juventud nos hubiera gustado faltar al preestreno. El maestro había pasado los últimos treinta años copiándose y el Instituto le aprobaba presupuesto sólo porque era él. Estaba senil y todo el mundo se había dado cuenta, pero parecía que nadie se atrevía a decirlo en voz alta. Sin embargo, desde los carteles dispuestos en el hall, Signe Nilsson —su última actriz fetiche, quizás desnuda más allá de los límites del cuadro— nos mira de cierta manera, y además está la luz tibia, el olor triste de la moquette y la destilación nostálgica de los afiches antiguos y aun de los nuevos, que nos inducen a un estado hipnótico ya antes de atravesar las puertas de la sala. Cuando llegamos a las butacas somos exactamente los cinéfilos incondicionales con los que contaba Kristoffersen. Poco queda de nuestro sentido común. Apenas recordamos los motivos por los que hemos insultado al maestro con frases que creímos geniales de camino al cine, y que por fortuna no anotamos. Nos queda sólo la mentira más ridícula: haber venido para asistir al nacimiento de una estrella: Signe Nilsson, que promete. Pero aquí, con las luces aún encendidas e influidos por la gravitación de la película agazapada en el proyector, aceptamos la simple verdad de que necesitamos a Kristoffersen como a una droga antigua, y que de Signe sólo queremos su desnudez. Pocos minutos más tarde nos volvemos a sentir como viejas esposas defraudadas. Desde un tren en marcha Signe mira los prados bañados por la luz sesgada del amanecer o el atardecer, y antes de que pase otra cosa (que una anciana se siente frente a ella y lea un libro con caracteres cirílicos), pasan siete minutos y veinte segundos. No habrá sorpresa, ya lo sabemos, Ångest es más de lo mismo: una quietud sobreactuada, mundos interiores de los que no nos vamos a enterar, y referencias a políticas regionales y traumas de la infancia que no nos interesan, así que en lugar de seguir la historia —inexistente hasta el momento—, nos interesamos por la arqueología más o menos fácil del rodaje; en algo debemos ocupar la atención. Rearmamos la realidad de la segunda semana de grabación a partir del montaje tenso y rabioso de la vieja Helga Bauer, de las luces artificiales y los rebotes demasiado duros de Anders Von Husen, del maquillaje, el vestuario y los peinados teatrales de las hermanas Lundberg, y de ese modo llegamos a ver casi sin distracciones a la actriz Signe Nilsson en la escenografía de un vagón, dentro del estudio del Instituto, que mira el paisaje falso a través de la ventana, y para nuestra desazón, hasta alcanzamos a reconocer la corriente entre ella y el director. Es escandaloso el cuidado de los movimientos de Nilsson, el miedo que parece mantenerla cautiva. Recordamos que antes de sentarse acomodó las maletas y pudimos ver las curvas de los senos y nos incomodó cuánto le incomodaba a ella que la miráramos así —que miramos lo que mira Kristoffersen—, y luego se sentó a ver el paisaje, y no hemos presenciado desde ese momento más que el devenir del asco, la bronca y el temor en la muchacha. Si algo ha pasado en la pantalla es esa tortura silenciosa en la que ella hace equilibrio sin que entendamos por qué, como una tigresa que bien podría matar al domador de un zarpazo y sin embargo obedece. Es evidente que la bella Signe sucumbió al igual que todas sus predecesoras a los encantos de vampiro del viejo Kristoffersen y fue llevada como en un sueño a la vieja cabaña de la playa, donde todo debe ocurrir en blanco y negro. Signe entra a la cabaña y tiembla un poco, de frío o de miedo, y mira a Kristoffersen con sus ojos transparentes. Ahora vemos que tienen una belleza vertiginosa, violenta, una luz abstracta y a la vez una lubricidad de joya viviente del fondo de los mares, que sólo pueden tener las muchachas que han padecido a Kristoffersen, para salir de sus capullos convertidas en seres superiores a él. Llegados a este punto, cuando la pensamos en la cabaña donde el viejo ha esclavizado a todas sus ninfas, ya nos hemos enamorado de Signe, y nos decimos “¡qué mujer!”, y después “¡y Kristoffersen!”, porque no puede ser: ¡miren a ese viejo asqueroso arrancando el barro de sus botas antes de entrar! La puerta se cierra y el silencio ya los ha desnudado, entonces ella señala la estufa un poco para no mirar a Kristoffersen y pregunta por la leña y él ríe de manera tétrica. De pronto nos enceguece el cuerpo demasiado hermoso de Signe y la imaginación funde a negro para no ver las garras del monstruo que lo recorren, pero escuchamos el largo quejido de híbrido mitológico del viejo, hasta que en un fogonazo de revelación y éxtasis dice “Gud” (Dios). Pero entonces pensamos que realmente pasa lo contrario, o casi: cuando ella se desnuda el viejo cae fulminado por un terror inextricable y la muchacha lo ve aplastado en el suelo y se asoma a la compasión, pero da un paso atrás. En la sala del cine hay un espíritu colectivo de impaciencia: es que no ven lo que nosotros. En la pantalla Signe mira a la señora que lee un libro, suponemos que en ruso. Sólo la mira, impávida, y otra vez nos quedamos sin saber qué quiere decir Kristoffersen. Quizás la vieja sea una metáfora de ella misma, o de una madre con la que la muchacha no consigue comunicarse, o quizás la vieja tenga el conocimiento de lo que vendrá y que Signe, o Karina —que así se llama el personaje de Ångest—, intenta descifrar. O quizás Signe hace como que mira a la vieja, pero en realidad recuerda que al despertarse en la cabaña se sienta en la cama, enciende un cigarrillo y habla de su niñez. Se cubre con la manta pero deja un seno fuera, porque no se da cuenta, porque no le importa, o porque ella no puede evitar la estética del ojo que la mira —el de Kristoffersen, que lo ve todo aunque duerma—, y el seno alumbra la cabaña como en un cuadro holandés. La muchacha cuenta con lujo de detalles un día en la escuela primaria (clases de piano, un niño que le decía malas palabras, un profesor nazi, la nieve, un perro que se llamaba Olsson, el primer beso). Luego amanece, pasa el lechero, llueve, escampa, y ella sigue hablando mientras Kristoffersen ronca. Entonces Karina baja del tren y mira a la cámara, y la cámara se aleja, se eleva con unos sacudones que nos hacen pensar en la grúa y en todo el equipo de técnicos escondidos y sudando bajo el látigo del director. La cabeza rubia se pierde en un río de cabezas, y ahora no tenemos dudas de que Signe llora al borde de la cama. En el cenicero hay una montaña de cenizas y colillas. Kristoffersen despierta y se levanta, y ella ve en detalle todos los aspectos de sus nalgas viejas cuando camina hacia el baño, pero nunca deja de hablar de la escuela con esa voz suave y quebrada por la dureza del idioma que ella usa con disciplina de gimnasta. En la película, Karina sube a un taxi, dice la dirección y responde un lugar común sobre el clima y nosotros pensamos algo como “descansa, Signe, ya no hables en sueco”, pero ella mira el paisaje y en su mirada no estamos nosotros, ni el taxista, ni siquiera el viejo Kristoffersen, y nos sentimos idiotas. ¡Signe!
Kristoffersen prepara el desayuno para los dos y se come su porción, despacio pero sin pausa. Termina, y como ella sigue hablando y la comida se enfría, se come también la porción de Signe. Luego se limpia los dientes con una cuchilla ballenera y gruñe con los ojos extraviados, y nos damos cuenta del horrendo olor a caries que debió tener Kristoffersen (recordamos las entrevistas, cigarrillo en mano, los acercamientos pornográficos de la televisión, las manchas en los dedos, los labios finos y los dientes oscurecidos), y vemos los labios de Signe, que ha permanecido de continuo en plano, y otra vez pensamos: “¡no puede ser!”, y nos preguntamos qué podía justificar que haya usado sus encantos para llevarse a Kristoffersen como en sueños a la cabaña de la playa. Porque ya estamos seguros de que todo lo ha hecho ella, y también creemos que grita en la cabaña cuando se da cuenta de que todo pasó según su voluntad. Karina baja del taxi y camina por un barrio obrero en el que no se oye otra cosa que el crujir de sus pasos en la nieve, y sentimos que algo crece detrás y está por estallar a través del blanco, y nos gusta pensar que eso es maestría, la comunicación de Kristoffersen y la vieja Helga Bauer, genios adelantados a su tiempo, pero bien puede pasar que no lo hagan a propósito, que Bauer haya editado con la mente puesta en algo y nosotros acá esperamos otra cosa, y por eso sentimos que la paz perfecta de Karina no puede durar, que algo nos reventará en la cara de un momento a otro. ¡La cabaña!, nos decimos. Y volvemos para ver que después del grito sólo se oye el silbido del viento. Kristoffersen mira a la muchacha tan fijamente que parece muerto. Está practicando, porque se va a morir ocho semanas más tarde. Ella le grita “¡Karl! ¡Karl!”, quiere que reaccione, y él nada, como si le hubiera dado un ataque, pero es sólo que no tiene voluntad y se siente humillado, y se hace el loco, como a menudo pasa con los viejos hijos de puta. Entonces ella siente todo el peso de su soledad, acepta el juego en el que el viejo es ya un cadáver y se viste con torpeza y corre afuera para respirar el aire helado. Se aleja y llora alumbrada por el sol del horizonte hasta que empieza a reír. La playa se vuelve a todo color, el mar es verde y azul, y ella tiene el pelo muy amarillo. Se va. Más adelante puede verse un pescador que remolca un bote hacia la orilla (o no hay bote ni pescador, ella no necesita hombres ni símbolos fálicos para dirigirse al horizonte, aunque cuando esté lejos —quizás hoy en Malmo, sola frente a una sopa de arenque—, vuelva a llorar). Kristoffersen aprendió ese día, a los setenta y ocho años, que no está bien ser un hijo de puta. Después se durmió y no volvió a despertar. En su último sueño antes de morir dirigió Ångest durante seis semanas y nadie se dio cuenta de que no era él, sino el reflejo del sueño que se imitaba. Como siempre, despotricó contra los técnicos, contra el clima escandinavo, contra el Instituto, pero parecía mejor artista, más comprometido y verdadero, cuando hacía hasta cuarenta tomas, cuando se peleó con Helga Bauer, cuando mandó despedir al jefe de eléctricos. Terminó el rodaje y él siguió en el sueño. Volvió a la casa de la playa, vio amaneceres y atardeceres, habló con un perro que tuvo en su juventud, fumó, bebió, volvió a leer los libros de sus trece años sólo por sobrevolar el sendero de sus pensamientos de entonces, y el último día de su vida dijo “Gud”, y se murió. Así fue como terminó la vida real de Karl Kristoffersen. Luego las llamadas sin respuesta, la alarma de la productora, del Instituto, de la familia. Una ex esposa que sobrevuela Europa con el corazón roto de toda la vida. La noticia que repercute en la radio, la televisión, los portales y los diarios. Helga Bauer termina el montaje en tiempo récord, quizás porque no siente en la nuca los ojos del maldito Karl Kristoffersen. La cinta clasifica de inmediato en Cannes. Y nosotros en la butaca, frente a los fotogramas que corren sobre la pantalla: Signe, un tren, un libro, una anciana, un barrio en ruinas, una escalera, un cuarteto acartonado que interpreta a Bach en un salón azul, etcétera, ¿qué importa eso.