Para el 58o Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias, la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (fundada por Gabriel García Márquez en 1995) seleccionó a 15 periodistas de Iberoamérica para integrar un taller de crítica y reportaje, en el que a diario se pondría en común material para revisión de cuatro tutores de reconocimiento internacional. Entre los seleccionados estaba Agustín Acevedo Kanopa, escritor, crítico, psicólogo y colaborador frecuente del área de cultura de la diaria. Lo que sigue es fruto de ese taller: un trabajo heterodoxo entre copas, reescrituras y desvelos.
El truco es permanecer con la cabeza apuntando hacia arriba, la mirada relajada en las copas de los árboles, con el rabillo del ojo aguardando algún movimiento. Luego de un minuto, lo veo, ahí, casi camuflado en su minuciosa lentitud: un perezoso cambiando de rama. Tres gringos y yo nos lo quedamos mirando, maravillados.
Wilson Guevara, ex estatua humana, actual ayudante en la preservación del Parque Centenario de Cartagena, me cuenta que en aquel espacio conviven cinco perezosos, 40 ardillas, 50 iguanas y cinco micos tití cabeciblancos. “Esta plaza era una de las más peligrosas de Cartagena. En cierto modo, fue gracias a los animales que trajeron que se fue volviendo más tranquila, que se mejoró el turismo, hasta que todo se fue regulando”.
Un poco como la isla de Madagascar, convertida en una especie de milagro zoológico a partir de su aislamiento por las corrientes oceánicas, el Parque Centenario es un ecosistema cerrado en sí mismo. Es fácil perderse en sus vericuetos —su gran fuente parece la piscina privada de una casa fantaseada por los habitantes de la ciudad, responsable, según Wilson, de la muerte de un montón de iguanas, intoxicadas por el cloro, que bebían de allí— y uno se da cuenta de que Parque Centenario es casi un oasis, un rincón en el que los cartageneros pueden convivir entre ellos, por fuera de los incómodos turistas; un rincón aislado, enrejado, custodiado por fanáticos que cantan salsas religiosas, y simples trabajadores que esperan que sus poros reabsorban el sudor antes de volver a emprender camino a casa.
Fuera de esta pequeña Madagascar recluida entre rejas, Cartagena, en pleno 28 de febrero, es completamente otra, sumida en la locura de la quincuagésima octava edición de su festival de cine, reconocido como el más viejo de Latinoamérica. La ciudad se prepara para la gran inauguración en el Centro de Convenciones, una gigantesca mole de mármol construida al borde de la Bahía de las Ánimas. La Calle Larga del barrio Getsemaní está repleta de personas acreditadas que lucen su orgullosa escarapela del festival, mientras que un hiperactivo operativo policial cubre cada una de las cuadras, revisando mochilas y preguntando los motivos oficiales y no oficiales de los merodeadores, para asegurar la llegada del actual presidente de Colombia.
Entrar al paquidérmico recinto es tan trabajoso como abrirse paso en una embajada estadounidense. Los de la delegación de la Beca Gabo —de la que formo parte junto a otros 14 periodistas de países como México, Estados Unidos, Cuba, Guyana, Rumania y, por supuesto, Colombia—, organizada por la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), fuimos encomendados a llegar, por cuestiones logísticas, una hora antes, y debemos esperar pacientes en las butacas, viendo cómo el aforo se llena. Cuando está casi al tope, entre toda la locura aparece Tilda Swinton, quien encabeza el plantel de los más condecorados invitados del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias. Al verla llegar nos arrebata una fascinación entremezclada por una culpa o ridículo colonialista inevitable. Tilda camina con su novio (el artista plástico Sandro Kopp, mucho más joven que ella, parece elegido por catálogo y armado de a partes en una fábrica de novios apuestos luego de concienzudas pruebas eugenésicas), se sienta en su butaca e inmediatamente la rodean un montón de fotógrafos que hacen tomas a escasos centímetros de su rostro. Por un breve segundo me preocupa que Tilda se haya olvidado de untarse protector solar para soportar tantos flashes. Todo lo que podía escribir en la intro de mi hipotética entrevista a Swinton (que nunca se realizará, aceptémoslo de una vez) ya está ahí: ella a punto de sentarse, más blanca que los mismos flashes que nos ciegan, inmaculada y andrógina, con su vestido verde agua abierto y acampanado sobre sus muñecas cuando se la ve de frente, y ceñido y negro, con finas rayas blancas, como un saco de mafioso italiano, cuando se la ve por detrás. Lo masculino y lo femenino en constante mitosis, mientras un montón de gente trata de decirle cosas que de sólo pensarlas me da vergüenza ajena, pero que sería muy similar a lo que yo le diría si la tuviera enfrente.
Entramos en un pozo de silencio y un ligero cambio de presión atmosférica anuncia la llegada del presidente de Colombia, en camisa suelta y pantalones caquis, custodiado por una línea defensiva de cinco o seis guardaespaldas. Al verlo en el estrado recitando un texto colocado en el atril, pareciera como si Juan Manuel Santos intentara hablarnos con un montón de canicas en su boca. Sin embargo, pronto ese escollo se salva y entra en su ritmo. Lo que sigue a continuación es un texto o performance sorprendentemente articulada: Santos hablándonos del festival, jugando con su propia cinefilia (durante parte importante de su vida se desempeñó como periodista, y para no dejarnos dudas de ello, nos muestra una imagen de él manipulando una cámara y otra estrechando manos con Mark Wahlberg), se muestra como principal artífice de Colombia como centro de locaciones e inversiones cinematográficas extranjeras. A pesar de que me digo a mí mismo “es un político, peor aun: es un político latinoamericano”, no puedo evitar creerle, al menos a la hora de hablar de cine. Faltan sólo dos meses para las elecciones en Colombia, y aunque él no puede ser candidato, debe velar por su legado.
Rápidamente, vincula la explosión del cine colombiano con el fin de la guerrilla. Todo lo nuevo, toda la nueva credibilidad para inversores y nuevos turistas está patrocinado, posibilitado y ejecutado por esta nueva paz obtenida hace unos meses, a espaldas de los sectores más conservadores del país, los mismos que toman como una verdadera traición que el antiguo ministro de Defensa del gobierno de Uribe haya pactado con aquellos a los que se había destinado tanto dinero para combatir. Santos no puede resistir la tentación de hacer campaña. Dice cosas como: “Soy el único presidente que ha asistido todos los años a este festival” (aplausos) o “no confíen en alguien que les diga que no le gusta el cine” (risas y más aplausos) o, mejor aun, “voten por alguien que le guste el cine” (aplausos frenéticos). Ante tal entusiasmo ñoño es difícil contradecirlo sin evitar imaginar, en contraposición, al presidente uruguayo y su esposa, los dos en los sillones de la casa presidencial, mientras ven La pasión de Cristo.
Más allá de la situación actual de Colombia, es imposible no reconocer el peso que en el rubro cinematográfico tuvieron sus últimos años de gobierno. 142 millones de pesos destinados a la producción audiovisual. Contratación de casi 20.000 colombianos en el sector. 217 películas nacionales estrenadas. Colombia como cuarto país con más producciones de cine en América Latina. El abrazo de la serpiente como la primera película colombiana nominada al Oscar. Es innegable discutirles a las estadísticas, pero una y otra vez Santos vuelve a hablar en términos de guerra: “Un país que construye paces es un país que construye temas diferentes a la guerra”. Y así, más canchero que nunca, dice: “Pasemos de Pura sangre, pasemos de Cóndores no entierran todos los días. Ya no es Tiempo de morir, sino tiempo de vivir”, y por más ridículo que suene, por más que yo prefiera una película de Luis Ospina frente a quinientas de contenido más bondadoso, es inevitable sentir cierta empatía, cierto tendido de puentes más allá del foso entre el presidente y el público.
Por supuesto, hay momentos de duda; cuando habla de BioColombia, uno de sus proyectos más ambiciosos, inspirado en el naturalista Von Humboldt, que consta de una investigación tasada en 12.000 millones de pesos que lanzó una serie de expediciones que permitieron descubrir 93 posibles nuevas especies. Santos reconoce en este avance que el fin de la guerrilla fue condición necesaria para que este descubrimiento sucediese, pero a uno le queda pensar: ¿qué hubiera pasado si las FARC no hubiesen operado como un límite inaccesible para el gobierno, incapaz de permitir a grandes conglomerados entrar para instalar sus hoteles cinco estrellas? ¿Qué hubiera pasado con esas selvas si no hubiese un mal que, curiosamente, las custodiara de un bien aun peor?
El resultado, indistintamente, es Colombia como gran nuevo escenario de ficciones extranjeras. Después de todo, es uno de los países más biodiversos del mundo, capaz de ofrecerte tanto un desierto como una selva en un simple cambio de foco o de plano.
Sin embargo, la película que abre el festival no puede dejar del todo aquella herencia siniestra. The Smiling Lombana es un documental que la directora Daniela Abad realiza sobre su abuelo, una figura extraña, fascinante y elusiva, que a su manera opera como un espejo de la historia subterránea de Colombia: la existencia de una persona y un país que se construyó a imagen y semejanza de otro molde (el europeo primero, el norteamericano, después), que más tarde cediera y se autoinmolara en la seducción del dinero fácil proporcionado por el narco. La historia de una ambición ciega, que sólo sabe avanzar, no sólo como el narco, o el mismo Tito Lombana, sino también como el espejismo desarrollista de la mayoría de los países de Latinoamérica.
Luego de la inauguración, las huestes festivaleras avanzan, mansas, hacia el recinto donde se realizará la próxima celebración. El festejo de apertura es en el Palacio de la Inquisición, lugar que ofició como centro de detención y torturas durante el tiempo de terror en que reinara el Santo Oficio. Todo aquello es extraño, pero más extraño aun es que a nadie le resulte extraño bailar en un bello patio interior alrededor de una horca. Sin embargo, al reportero le invaden preocupaciones más profundas, como el hecho de que hay un stand de Jameson ofreciendo whisky gratis, y la inevitable y repetitiva tribulación: “¿Cuánto será gratis hasta que se acabe? ¿Por cuánto tiempo?”.
La fiesta de apertura revela una de las mayores peculiaridades del festival: su público desenfadadamente joven, con una delegación del film El susurro del jaguar que actúa como una especie de minifactory de Warhol que toma a la pista de rehén (y al resto de la gente, dominada por un festivo síndrome de Estocolmo), y un conjunto de cartageneros, bogotanos y medellinenses que se sueltan al ritmo de la champeta, un género que en el pasado estaba asociado íntimamente a los barrios más pobres de Cartagena, pero que en los últimos años alcanzó otros estratos y a un nuevo público.
Enfrentarse a la realidad de un festival caribeño es todo un reto. El periodista conoce las reglas del juego, ha oficiado como jurado Fipresci (Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica) en festivales europeos, pero siempre como el agregado latino, como una garantía exótica lo suficientemente vital, atractiva y vaga para lucirse frente a los colegas europeos, incapaces de articular un solo paso de baile. Acá es al revés: ni bien la champeta deja de sonar y las salas de la inquisición se inundan por el sonido de la salsa, el joven periodista se descubre repentinamente uruguayo, ese país de inviernos gélidos, registros récord de suicidios y cumbias súper básicas, y no puede evitar caer preso del llamado maléfico de la “Suiza de América”, tan perdido y desubicado en la pista de baile como un teutón con bermudas y crocs, mientras los colombianos se deslizan como si estuvieran en patines.
Ante la duda, mejor seguir tomando. En el recuerdo, la fiesta se desarrolla entre charlas vagas con productores de películas que uno olvidará a la mañana siguiente y la vergüenza de haber golpeado a Luis Ospina en el pecho mientras le decía “Un tigre de papel es lo mejor que le pasó al arte documental latinoamericano” y “qué suerte que no se haya muerto, con lo mal que lo había visto en esa película reciente sobre la generación de Caliwood”.
Cuando uno vuelve a su hotel, ya desprovisto de toda esa gente coronada por la famosa escarapela del festival, se encuentra con el mismo escenario insomne de todas las noches: la pasiva del “Portal de los Dulces”, que durante la mañana se atesta de dulceros y vendedores de hormigas culonas, pero que de noche (en un juego perverso con su nomenclatura) se llena de prostitutas de todas las edades y tamaños, enfundadas en minifaldas, shorts y tops escotados, como si de golpe uno se viera teletransportado a un extraño videoclip de reguetón. Más cerca del hotel, un vendedor ambulante venezolano persigue al borracho periodista tratando de venderle un palo de selfie, sin saber que no hay nada en el mundo que su potencial cliente odie más que aquel objeto. Casi intentando cambiar de tema, al preguntarle cómo ve el cambio en la ciudad durante el festival, el otro dice: “Yo vengo a trabajar todos los días, amigo. Festival o no festival, casi siempre me compran los mismos”.
Durante el día, a la Plaza de los Coches se le pasan tres baldazos de hipoclorito de sodio y vuelve a llenarse de un público más cívico: estudiantes, europeos de all inclusive achicharrados por el sol e invitados del festival. Dentro del muñón amurallado de Cartagena es casi inevitable perderse, pero ante la duda, uno sigue caminando y, a la larga, por pura probabilística, termina dando con su destino. Aun así, no importa lo lejano, cualquier función está prácticamente agotada, incluso en películas experimentales. Tal es el caso de La estrella errante, del español Alberto García, que sigue a Rober Perdut, vocalista de Los Fiambres (oscurísima banda de culto alicantina de los 80), en un collage disperso entre drogas duras, una extraña camiseta que una vez puesta te permite cambiar de lugar y tiempo e intermitentes homenajes a Arrebato, de Iván Zulueta.
Al lado nuestro hay un grupo de 20 adolescentes ruidosos y risueños. Les pregunto si su aparición es fruto de una actividad liceal, pero nos dicen que no, que su profesora de literatura los convenció de que asistieran a películas del festival como actividad extracurricular. Cuando empieza y se sume en penumbras el teatro Heredia-Mejía (bautismo doble el que disputan los fantasmas del sádico hombre que forjó la ciudad y el mestizo creador del himno de Cartagena), vemos de reojo a los chicos mientras contemplan una película de argumento casi incomprensible. Me gustaría tranquilizarlos, decirles que más allá de todo lo raro que pasa en pantalla, la película es claramente una especie de psicopaisaje entre la drogadicción del protagonista y el estado actual de la región industrial de Galicia, antes pujante y ahora convertida en un elefante que murió pero que todavía sigue en pie, pero yo mismo termino dudando de mis interpretaciones. Luego de una escena de diez minutos de viejos masajeados por chorros de hidroterapia, el director cinematográfico y tutor de la Beca Gabo, David Trueba, se acerca a los chicos y les pregunta con una sonrisa maligna: “¿Os está gustando?”. Los chicos se ríen y se encogen de hombros. Atrás mío, perdida en la oscuridad, una de las niñas dice tímidamente: “Sí, es interesante”. En 15 años será la próxima Lucrecia Martel.
Sufro de una particular debilidad por las bebidas de color radioactivo que se venden en otros países. En Perú está la Inca Kola, que más que a cola, tiene gusto a chicle, y se ofrece como un misterioso y eficaz maridaje con la comida chifa. En Colombia, todos los self-service de comida rápida venden Postobón en distintos sabores, una marca nacional que estampa la camiseta de varios de los equipos de fútbol más populares del país, pero que sobre todo se ofrece en raras variedades híper dulces y sugerentes. Por alguna razón, el color de la Postobón manzana es rosado, rosado ochentas, como la piel de un cerdo macerada en ácido lisérgico, y uno termina aceptando que más que a manzana, aquella bebida sabe, justamente, a “rosado”. Es fascinante ver cómo alrededor de la pajita aquel color se esfuma entre los recovecos del transparente pálido de los hielos. Hay algo de mi súbita tristeza, o de mí mismo y mis pensamientos, que se vacía dentro del recipiente de cartón y plástico.
No soy el único que, pese a estar todo el tiempo con un bello y variado grupo de personas, está sufriendo estos súbitos cambios de ánimo. Una amiga entró a hiperventilarse en una de las revisiones de nuestros textos, más tarde en un almuerzo todos comienzan a abrir su corazón y de golpe me entero de que soy parte de una generación de periodistas que se largan a llorar en sus habitaciones de hotel, cuando nadie los ve. Intento tranquilizarlos diciendo que es un caso más de angustia festivalera (demasiadas películas, demasiadas responsabilidades, demasiadas fiestas, tan poco tiempo), pero hay algo más profundo, algo de esta selección de jóvenes periodistas que fuimos criados alrededor de la idea de que hay algo muy importante aguardando por nosotros. La contraparte de ello es la certeza de que en determinado momento deberemos demostrar si estuvimos a la altura de ese amor y cuidado, o si fuimos farsantes desde el comienzo.
Afortunadamente, este periodista no ha sufrido —por ahora— ninguno de esos meltdowns, pero también es cierto que casi se puso a llorar cuando vio a un perro rengo cruzar la calle, o cuando al final de Las herederas (coproducción paraguaya-uruguaya-noruega) suena la canción “Recuerdos de Ypacaraí”.
En todo caso, la angustia es más sencilla de rastrear, es una que sucede, que lo embarga a uno por completo, cuando se pasa demasiado tiempo en centros comerciales. Para los que no pueden acreditarse a las películas al comienzo del día, acudir a las salas fuera del casco histórico, donde el grupo festivalero se diluye entre el público que va a funciones comerciales, es una de las escasas alternativas disponibles. Sin embargo, los complejos están diseminados en lugares lejanos a la ciudad amurallada, y casi siempre uno termina preso de aquella fuerza gravitacional, quemando todo su día en los centros comerciales, varado en el Triángulo de las Bermudas que forman un Mc Donald’s, un Subway y una Nikestore. Y es que la mayoría de los shopping centers, más allá del país, comparten un valor ligeramente deprimente: todos, en algún sentido, fueron hechos con expectativas de un futuro que nunca llegó. O que llegó a medias. Un optimismo que ahora se nos revela opaco y plástico, como aquellos gigantescos pasillos iluminados por tuboluces parpadeantes. Quedarse varado en la programación de un shopping como Caribe Plaza o Paseo de la Castellana es deambular por los sueños de los hombres que entre los 80 y 90 percibían aquello como un paso definitivo para la humanidad.
En Paseo de la Castellana (al que se accede luego de un largo viaje de taxi que pasa por algunos de los barrios más peligrosos de Cartagena) prima un aire familiar, con unos castillos inflables en la planta baja donde niños saltan al ritmo de la champeta. Los cines, abarrotados hasta en películas del impenetrable francés Bruno Dumont, presentan un constante flujo de espectadores, algunos lanzándose a ciegas a la grilla, sin saber con lo que se van a encontrar.
Sin embargo, hay sutiles diferencias. Un ejemplo claro y divertido: mientras que en las salas más oficiales del festival, es decir, las que quedan dentro de la ciudad amurallada —principalmente visitadas por realizadores, estudiantes de cine y similares—, la película de Claudia Priscilla y Kiko Goifman Bixa Travesti (uno de los títulos más combativos, que relata sin tapujos la vida de la performer trans Linn da Quebrada) es acogida con aplausos y decidido entusiasmo, en el Paseo de la Castellana las escenas de sexo homosexual interpretadas en el film argentino Nadie nos mira, de Julia Solomonoff, levantan un cumulus nimbus de incomodidad entre carraspeos, susurros y movimientos en las butacas.
Al llegar la noche, el reportero uruguayo vuelve al hotel para descubrir que hay una especie de gala improvisada de los Oscar en el cuarto de una de sus compañeras. Casi todos los participantes de la Beca Gabo estamos en una cama de dos plazas, tomando ron y gritando minutos antes de la apertura de sobres cada una de nuestras predicciones o anhelos. Al delegado uruguayo se le ocurre agregar al menú alcohólico juegos de shots con un tequila que trajo un periodista de Guyana (aunque tomar un shot cada vez que hay un gesto políticamente correcto se acerque a un deporte de alto riesgo), pero el resto de la gente prefiere mantener un mínimo de compostura. Al final gana Guillermo del Toro y la colega mexicana de la revista Gatopardo lo festeja como si fuese el triunfo de una copa del mundo. Y pese a los gustos personales de cada uno, algo de eso hay entre todos lo que estamos viendo la que posiblemente sea la entrega de premios con más presencia de latinos en la historia.
Si los locales del Centro Comercial San Felipe siguieran abiertos a medianoche, la gente huiría despavorida por los movimientos sísmicos de toda esta gente bailando champeta en la terraza. Una crew de B-Boys comanda una improvisada coreografía a la que se le va plegando un montón de personas, aprendiéndose de forma intuitiva y natural todos los pasos, como si de golpe uno se encontrara en un espectáculo de Broadway dirigido por Daddy Yankee. No hace falta mirar mucho para darse cuenta de que es el evento más integrador del festival, con gente de barrios más humildes, como San Francisco, entremezclándose con la clase media cartagenera, hipsters y realizadores con la acreditación colgada en su cuello. Las fiestas itinerantes Champetú tienen esa clara función: expandir el género y la cultura de la champeta, limarle de a poco el imaginario de peligro que suele rodearla. Capitán Cartagena, el cerebro detrás de las fiestas Champetú, es bastante claro al respecto:
—Cuando estás así, en una ciudad gentrificada, parece marica que se trate de invisibilizar por completo una cultura popular. Estas ciudades se han higienizado, han quedado un poco asépticas. Nosotros con la fiesta estamos haciendo un poco de ruido frente a esta ciudad que la han diseñado para otros. Todo lo que queda oculto detrás de la imagen postal que se vende somos nosotros. Es un poco un viaje de regreso a nuestra propia cultura, algo esencialmente cartagenero, a través de una fiesta donde la gente disfruta tomando y bailando.
La duda que persiste en eventos como estos es si ante esta apertura no se corre el riesgo de generar una apropiación cultural de otra clase social sobre un producto popular. Capitán Cartagena, que en sus comienzos renegaba de aquel género (tenía un programa de rock en la televisión y era fanático de Radiohead y Björk), se rasca su afro y responde, seriamente:
—Es un terreno delicado. Mira, sí, hay de todo un poco, pero no demasiado. Lo que puede pasar, que no depende de mí, es inevitable. Se está viendo cómo, a partir de internet, el funk carioca suena ya en el mundo. Es más bien el mundo el que se va volviendo un poco hipster, y puede suceder con cualquier otra pequeña manifestación de las ciudades. Yo entiendo ese peligro, pero no voy a dejar de hacer lo que hago y quedarme de brazos cruzados porque tenga miedo. Nosotros estamos haciendo lo nuestro, somos un emprendimiento joven que es un puente para comunicarnos con la ciudadanía, más allá de algunos fenómenos inevitables. La gente no va a dejar de bailar en San Francisco los lunes, los niños no van a dejar de bailar champeta en la casa, yo no voy a dejar de ser champetudo.
La champeta en sí tiene múltiples orígenes, como un revoltoso río alimentado por numerosos afluentes. Acuñada en las zonas de mayor extracción afro de Cartagena y alrededores, la clave del género no se dio tanto por el desarrollo natural de una tradición oral y musical, sino en los 70 y 80, a partir del consumo de música africana y de algunas islas del Caribe, traída por algunas personas que frecuentaban los puertos de Cartagena y Barranquilla. El punto de quiebre fundamental de la champeta fue tecnológico, con la aparición de los primeros pick-ups, rebautizados en Colombia como “picós”, parlantes portátiles de gran potencia que se llevaban y traían de bares, callejones y casas para crear fiestas barriales. La obsesión por el mayor volumen levantó rivalidades entre crews que entraron en una especie de guerra armamentista por quién tenía el amplificador más potente (algo similar a los soundsystem jamaiquinos), a su vez compitiendo por quién tenía la canción más inconseguible, en un entorno en el que todo circulaba casi exclusivamente a nivel de vinilos. Es ahí que el ritmo antillano y africano, a partir de discos importados de países como Zaire, Sierra Leona y Nigeria, empieza a popularizarse y a dar con ese sonido tan particular en el que los cartageneros cantaban por encima de la mezcla, inventándoles las letras.
“Busco alguien que me quiera”, de El Afinaíto, “Paola”, de El Sayayín, o “Bailando Champeta”, de Twister el Rey, serán escuchadas por el corresponsal uruguayo cerca de quinientas veces, en la calle, en fiestas, en locales comerciales, en taxis o en el aeropuerto, para prácticamente no volver a saber de ellas cuando retorne a su país.
En la terraza del Centro Comercial San Felipe se toma ron Medellín del pico, perdido en ese mar de perreo, y de repente el gigantesco castillo de San Felipe de Barajas, iluminado con vivos dorados, parece más una pirámide que un fortín. Desde ahí, con su único ojo sano, nos mira el fantasma de Blas de Lezo, principal defensor de Cartagena frente a las invasiones inglesas y francesas, moviéndose al ritmo de la champeta sin la pierna izquierda y el brazo derecho que perdiera en otras batallas.
Desde Montevideo me preguntan si vi a alguien famoso. Vi a Maribel Verdú hablando con David Trueba en una mega cocktail party organizada por Caracol TV, en la casa de Rafael Núñez, único presidente cartagenero en la historia de Colombia. Me quedé con el whisky en la mano, haciendo un vuelo de buitre alrededor de los dos, esperando la oportunidad de presentarme, pero terminaron por embargarme unos nervios adolescentes como los de Diego Luna y Gael García Bernal en Y tu mamá también. A Tilda Swinton, más que verla, se la oye; uno percibe una estela de gritos y aplausos que la rodean, pero así como aparece, desaparece, esfumándose entre el tumulto que la vitorea. En una de las noches del insigne boliche de salsa Quiebracanto (todas las noches terminaré cayendo ahí, al punto de ya poder saludar al patovica en un choque de puños fraternal), me quedo en el balcón mientras unos españoles me ilustran sobre originales formas de abrir botellas de Cerveza Águila. Al rato, uno de mis compañeros sale de la pista y me grita “¿No lo viste? ¡Estuvo Owen Wilson, con un sombrero panamá! ¡Bailó como cinco canciones con nosotros!”. De casualidad nos presentan a una Natasha Jaramillo perturbadoramente idéntica en apariencia y en modos al personaje que interpreta en Matar a Jesús, la película repleta de contenidos autobiográficos filmada por Laura Mora Ortega, cuyo padre fue asesinado durante los tiempos de mayor violencia en Colombia. La directora nos contó, en una charla realizada en exclusiva para los integrantes de la Beca Gabo, que un día estaba en una reunión de 50 personas y alguien pidió que levantaran la mano aquellos que tuvieran un padre asesinado: entre el tumulto aparecieron ocho palmas bien abiertas.
Pero lejos de la violencia, todos los invitados estamos protegidos por algo más omnipresente que la muralla. Más allá y más acá de esos límites, sabemos que se levanta otra Cartagena. En marzo comienzan las lluvias y traerán de la bahía ríos grises que surcarán las calles. También hay un inmenso problema de transporte, con coches atestados que circulan más bien como peatones gigantes, pechándose y abriéndose paso sin ningún criterio específico. A esto se le agrega el reciente derrumbe de un edificio que desentramó un escándalo de permisos y habilitaciones falsas, con la existencia de 16 torres que podrían colapsar en cualquier momento (la municipalidad ofrece lugar temporal a las familias en un polideportivo, pero la mayoría se niega a abandonar sus hogares). Junto con otros escándalos aislados, todo culminó en la renuncia del alcalde Manuel Vicente Duque y unas elecciones extraordinarias que tienen a Cartagena en vilo. Delante y detrás de todo eso, la ciudad, convertida en centro de un montón de festivales a escala nacional e internacional (como el literario Hay Festival y el Festival Internacional de Música), sigue despierta e indiferente como Remedios la bella, de Cien años de soledad.
En la ceremonia de entrega de premios, celebrada en el teatro Heredia-Mejía, la ganadora a mejor ficción es Cocote, del dominicano Nelson Carlo, mientras que Las herederas gana el premio a mejor dirección y a mejor película de jurado Fipresci. El premio a mejor documental se lo lleva Nosotros, las piedras, de Álvaro Torres Crespo. Sin embargo, los mayores aplausos son para el premio a la dirección de Bixa Travesti, cuando su directora agrega: “Quiero compartir este premio con todas las mujeres trans que luchan por sus cuerpos”.
El corresponsal uruguayo estuvo cabeceando toda la premiación: es lo que pasa cuando terminás todas las noches en Quiebracanto para volver a tu habitación de hotel y escribir los textos pedidos por el taller del FNPI.
Es de noche y entre todos los compañeros de la beca comienza a diseminarse por ósmosis una nostalgia anticipada, sabiendo que no nos queda mucho más tiempo juntos. Un día nos encontraremos en otro festival, en alguna visita a alguno de aquellos lejanos puntos del mapa, pero nunca seremos todos, nunca seremos esto. La mexicana me pregunta qué me pareció toda la experiencia y respondo que sé que fui feliz en Cartagena porque desde que me desperté hoy vengo sintiendo una tristeza verdadera, la certeza de que todo esto va a terminar. Esa tristeza anticipada es la única sensación real de felicidad que conozco.
“Una noche más y no jodemos más”, me digo, viéndome en el espejo del bar las ojeras de dos horas de sueño diarias, y me compro un Speed para poder continuar con el festejo.
En la fiesta de cierre hay canilla libre de ron. Mientras todos bailamos salsa en un gigantesco edificio colonial devenido cámara frigorífica por medio de potentísimos aire acondicionados, más allá, en el barrio San Francisco, los empleados que se dedican de lleno a labores de turismo en la ciudad amurallada agarran sus picós y ponen al mango una champeta, festejando, sudados, el lunes que oficializa el comienzo de su fin de semana.
Entre todo el ruido y el tumulto de esta ciudad que se resiste a dormir, en Parque Centenario el perezoso sigue dormido con sus largos brazos enroscados en una rama, su cuerpo haciendo equilibrio entre las copas de los árboles, ajeno al viento, el tiempo y la historia, soñándonos a todos nosotros.