El mismo año que Los Tontos se separaron el grupo asturiano Ilegales editó su quinto álbum, titulado Chicos pálidos para la máquina. Sin tener ninguna relación con el trío uruguayo, el tema que da nombre al disco me sobrevuela y me calza perfectamente con el recuerdo que tengo de algunas imágenes de Renzo, Calvin y Trevor de aquellos años. Jorge Martínez, líder de Ilegales, guitarrista, principal compositor y vocalista, un autor de textos cargados de una ironía desquiciante y un discurso políticamente incorrecto nada casual, escupía una canción apocalíptica, ruidosa, llena de imágenes terribles, de una violencia cruda y directa. “Los héroes de la guitarra están oxidados / y los novatos están drogados”, cantaba. Recordar a Los Tontos es como revisar una crónica de una muerte anunciada con parte de esta banda de sonido caprichosa sonando por debajo. Si, además, le agregamos a la abrupta disolución del grupo original la posterior tragedia de la muerte temprana de Renzo (en 2018), la historia inevitablemente toma un final triste que nadie podría haber imaginado cuando, tras impactar en la radio con “El himno de los conductores imprudentes”, al caer 1985 saltaron al Teatro de Verano y el público los recibió como héroes modernos.
Como decía la canción de Martínez, el ambiente en el que Los Tontos explotaron con inimaginable suceso estaba profundamente herrumbroso. Sin embargo, el moho adherido a sus estructuras fue lo suficientemente resistente como para sostener en pie a personajes tan nocivos y rencorosos que, con su envidia y frustraciones, contaminaban todo a su alrededor. Y si bien no podemos afirmar que Los Tontos estuvieran narcotizados como aquellos personajes que imaginó el asturiano, su boom comercial —como casi siempre ha sucedido en todos estos casos, desde Elvis a Michael Jackson, pasando por Maradona y Mike Tyson— no fue fácil de manejar y de llevar en las venas, máxime cuando el entorno no estaba preparado y permitió o no supo percibir que la popularidad y la fama pueden convertirse en una droga letal. Un viaje en velocidades fuera de lo aconsejable que te eleva y sumerge en la más deliciosa euforia al mismo tiempo que, tras amargarte la saliva y resecarte la garganta, te quita la voz y te hunde. Y vuelta a empezar con una dosis mayor. El síndrome de abstinencia del éxito, la confrontación constante contra el ambiente hostil, el disfrutar tu momento de máxima popularidad permanentemente a la defensiva —país chico, infierno grande— no debe haber sido tarea sencilla. Sostener los pies en la tierra, resistir la presión, manejar y dejarse manipular en un negocio desconocido sólo se puede sobrellevar —no sin heridas— a partir de una individualidad sumamente firme o de una cohesión grupal sin fisuras, sin dudas, con calma, aislando el vértigo. Algo que probablemente Los Tontos nunca lograron.
Aunque no podría asegurarlo, siento que, al margen de las diferencias internas y los problemas personales de cada integrante del grupo, pareciera que Los Tontos nunca pudieron administrar su carrera con calma, ni convivir cómodamente en medio del torbellino que los rodeó desde que lanzaron “El himno...”. Sin lograr el control de su propia fama, con sus tensiones internas a flor de piel y sin saber manejarse en un país y un mercado que no estaban preparados para recibirlos y para asimilar su impacto y su talento, sin embargo, contaron con una ocasión única para sobrepasar el momento de agobio: salir fuera de fronteras.
La vía de escape de viajar al exterior —que en esos años era muy poco común en el rock uruguayo— no parece haber sido considerada como una salida al embrollo local, ni tampoco como un calmante o un incentivo adecuado para la intensa vida profesional de Los Tontos al momento de separarse, meses más tarde. En medio de la vorágine uruguaya, contar con la posibilidad de aplicar una mirada diferente y con cierta perspectiva a lo que vivían en el país desde fuera, y que intentaran observarse a sí mismos desde otro ángulo, o los dotaba de mayores esperanzas o les agregaría más elementos a su confusión. Así, Los Tontos viajaron a Chile previo al lanzamiento de su segundo disco en Uruguay y sin haber debutado aún en el programa televisivo La cueva del rock de Canal 4. El cruce de la cordillera debió alimentar a la banda y su equipo de trabajo y dotarlos de una energía positiva que les ayudara a sobrevivir en su país de origen, para poder desmarcarse de las críticas uruguayas, tras haber respirado aire fresco y revitalizador. Para el ambiente chileno de aquellos días, que Los Tontos fueran unas ascendentes estrellas pop y que por tal razón sonaran ya con insistencia en las radios locales con “Pásame la escoba” era sólo motivo de admiración. Que a dos horas y media de avión de sus hogares —donde sentían que los trataban con una mezcla de envidia y agudeza crítica desmedidas y crecientes— visualizaran un trabajo inmediato que podría catapultarlos a otros mercados debió ser un aliciente para resistir los momentos bajos en casa. Pero no fue así. No fue suficiente. Es trágico percibir hoy que, a pesar de contar con la certeza (¿o no se dieron cuenta?) de haber comprobado en su visita a Chile que su apuesta artística tenía un enorme potencial fuera de casa, y de que esa experiencia les podría abrir un porvenir insospechado, no la aprovecharan. En Chile tuvieron la ocasión de ser descubiertos por nuevos públicos y de ellos mismos descubrir nuevas audiencias que, por cierto, no acarreaban con el cúmulo de prejuicios que —supuestamente— el medio uruguayo le reprochaba al trío un día tras otro. El viaje por Chile les enseñaba un nuevo camino a explorar. La visita a Santiago debió tranquilizarlos y producir una suerte de efecto balsámico expansivo en sus vidas y en sus carreras, ayudarlos a navegar la tormenta uruguaya de críticas, reproches y agresiones que enfrentarían durante los siguientes meses: sobreexposición a partir del programa de televisión, el gran impacto comercial de su segundo disco, Tontos al natural, al mismo tiempo que recibían duras críticas de la prensa especializada y una noche fatal en Montevideo Rock II. No fue así. El final de la historia ya lo conocemos.
Los Tontos, más allá del talento y el carisma innegable de Renzo Teflón —con sus fantasmas y problemas personales a cuestas—, eran un todo artístico y discursivo que se enriqueció a partir de la tensión creativa que suponía el aporte de Leonardo Baroncini, sumado al equilibrio aparentemente silencioso de Calvin Rodríguez. El viaje a Chile como puerta de entrada a otros mercados les debería haber otorgado —además de la proyección del dinero, seguridad en sí mismos, más y mejor experiencia— ese aire necesario que les era imposible encontrar en el Uruguay claustrofóbico y ombliguista en el que se sumergieron a su regreso de Santiago, en aquel intenso 1987. Tal vez si hubieran tenido un momento de tranquilidad y proyección hubieran podido proyectar lo que se les venía en su futuro, esa tarea artística desafiante que nunca sabremos si podrían o no haber superado: evolucionar sobre su música de discurso irónico hacia nuevos matices y variantes sin perder su esencia. Lo lograron, por ejemplo, El Cuarteto de Nos y Siniestro Total, por sólo citar dos ejemplos muy dispares, pero con algunos puntos de contacto con el trío. Ni que hablar que el maestro Leo Maslíah les había marcado un camino exquisito y, por cierto, no exento de ingratitudes, pero posible. Los Tontos no se dieron esa oportunidad porque en pocos meses hicieron un viaje kamikaze casi sin etapas intermedias: del éxito al colapso, con una escala poco feliz, tras la separación, de reproches mutuos, más o menos velados. Si luego de la ingratitud del medio local y un público aburrido llegó el resentimiento o si el resentimiento ya germinaba en ellos ante la desconfianza con el público no lo sabremos jamás. Si los problemas personales, las diferencias artísticas, el manejo inexperto de su propia carrera, las críticas, el natural desgaste de una relación humana bajo extrema presión mediática, cierto bloqueo o agotamiento creativo prematuro que no supieron dejar decantar buscando un ambiente más propicio para reencantarse juntos con lo que podía venir por delante (incluso respetando sus propias carreras solistas)... si todo esto complotó al mismo tiempo contra su estabilidad como grupo, qué fue antes y qué después ya es muy difícil de establecer. Lamentablemente no se dieron ni el tiempo ni el espacio para frenar, descansar, repensar y reengancharse nuevamente. Crecer en público nunca es fácil y en la mayoría de los casos termina mal. Renzo se encerró en sí mismo para reaparecer más oscuro y enigmático. Leo y Calvin lo intentaron con fuerza, pero sin poder ocultar el despecho. Los tres perdieron una gran oportunidad, o al menos terminaron el viaje de una manera que no se merecían esas buenas canciones pop escritas como banda apenas pocos meses antes.
Los Tontos, esos chicos pálidos para la máquina que precisamente no sonreían en aquella foto promocional de Tontos al natural, son una instantánea injustamente cruel de un grupo de éxito fugaz, talento explosivo y fracaso anticipado. Analizar esa imagen promocional hoy —Renzo siempre oculto tras sus lentes espejados flanqueado por Leonardo y Calvin, todos demasiado serios, casi tristes— me deja un sabor agridulce, una sensación de frustración ajena, de proyecto inacabado, de que merecieron y pudieron haber dado más. Mucho más.