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Ilustración: Luciana Peinado.

El balneario

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Además de dos libros de cuentos, Eduardo Aguirre (Montevideo, 1979) tiene una novela inédita, La lluvia es una planta carnívora, que recibió una mención en el Concurso Literario Juan Carlos Onetti 2014. El año pasado publicamos en estas páginas su cuento “El cuaderno de astronomía”.

Desde el balcón puedo ver gran parte de la ciudad. Me levanté muy temprano. Quizás no tan temprano. En realidad, cualquier hora antes del mediodía es temprano en este lugar. Ellas aún duermen.

La noche anterior me había relajado en este mismo balcón, tomando cerveza, mirando las luces de la rambla que llegan desde este cerro en que nos encontramos hace ya tres días. Pienso que esta sería la ciudad o, mejor dicho, el balneario perfecto para escribir novelas, el lugar perfecto donde vivir y también donde morir. Últimamente me he obsesionado mucho con eso.

Quiero fumar antes de que se despierten. Hace días que tengo guardado en la mochila un cigarrillo. A la mayor no le gusta que fume, dice que me pongo violento, pero ella nunca me vio violento en realidad.

Me apoyo en la baranda de madera y pienso en qué pasaría si me tirara desde esta altura. Es un pensamiento frecuente cada vez que estoy frente a una baranda. En los centros comerciales me pasa igual, pero la sensación es mucho peor; cada vez que subo por las escaleras mecánicas y voy con la más chica de las dos, me veo como si se tratara de una escena de una película en la que la arrojo desde el tercer piso de la escalera mecánica y me veo a mí arrojándome a continuación. La sensación me angustia, y por eso cada vez que voy por las escaleras trato de pensar en otra cosa, mirar el piso, nunca hacia el vacío.

Antes de prender el cigarrillo me acerco al ventanal y las veo dormir. Cada una en su cama. Me gusta verlas dormir. Las personas no se ponen a pensar en lo vulnerables que son cuando están durmiendo, son como animalitos indefensos. La más chica es la que se parece más a mí, en cambio la grande, la que es casi una señorita, cada día se parece más a su madre; heredó sus gestos, su cara, el mismo pelo ensortijado, heredó hasta esa excesiva madurez, impropia de su edad.

Vuelvo a la baranda. Pienso en fumar antes de que sea demasiado tarde.

La casita del balneario es la última casa de la cuadra, es donde empieza o donde muere la calle, según cómo se lo quiera ver. Hay más casas alrededor, pero no parecen estar ocupadas. Pienso en cuánto tiempo tardarían en darse cuenta si nos pasara algo.

Prendo el cigarrillo y doy una fuerte pitada, veo el fuego quemar la punta despareja de la hojilla, y si agudizara mis sentidos podría sentir el crujido del papel al incinerarse. Siento el humo meterse en mi pecho, trato de retenerlo lo más que pueda hasta que me atraganto con un poco de humo que fue a parar al lugar incorrecto y me hace toser tanto que imagino que debo tener la cara bien colorada. Pienso en ellas, no quiero que me vean fumando. Miro hacia el ventanal del balcón pero no veo movimiento. Vuelvo a prender el cigarrillo, pero esta vez no me atoro y fumo con tranquilidad y siento cómo la garganta empieza a picarme de forma cálida. Un pájaro se posa en la baranda del balcón tan cerca de mí que lo podría tocar; lo quedo observando. Para mí todos los pájaros son iguales, pero este se parece a un cardenal, totalmente azul. Quizás existan los cardenales azules... Estiro despacio el brazo en dirección al pájaro para tocarlo, pero se va volando. Lo veo volar hacia unos cables de luz y se aleja, lo veo perderse entre el montón de casas. En ese momento vuelvo a ser consciente de lo lejos que nos encontramos de la ciudad, de nuestra casa. Pienso en lo maravilloso que sería saltar desde este segundo piso del balcón y volar entre el mundo de casitas de balneario e ir rumbo a la playa. Me siento ligero, sin miedo para hacerlo. Tiré la colilla hacia abajo, hacia el vacío. Me agarré con fuerza de la baranda.

Entonces una fuerte brisa pareció envolverme, y cuando quise acordar mis pies ya colgaban en el aire y con la cola apoyada en la baranda y sosteniéndome con fuerza de los brazos me hamacaba, urdiendo el momento adecuado para hacer el salto; pensé qué sería de mis hijas si al despertarse se encontraran solas, pero rápidamente ese pensamiento se desvaneció, porque empecé a sentir una picazón en la espalda; era como si hubiera sido picado por decenas de pulgas que se iban enterrando en mi piel, rasgando los tejidos, hendiendo la carne; sentí que esa picazón era lo previo a lo que iba a suceder... imaginé cómo mi camisa se rasgaba a la altura de los omóplatos, y unas alas blancas se sacudían con fuerza. No estaría nada mal sobrevolar la ciudad, pensé, hasta que salida de la mismísima nada vi a una niña vestida de pollera a cuadros y con un extraño moño en la cabeza parecido al de la Pequeña Lulú. Hace sonar el timbre de su bicicleta y me saluda desde la calle trayéndome al aquí y ahora.

Rápidamente regresé las piernas hacia el balcón y agité los brazos para saludarla. Siempre tuve paciencia con las niñas. Me di cuenta de que era la misma niña que había jugado con mis hijas la tarde anterior en la playa. Venía a nuestra nueva casa de balneario. Llevaba unas extrañas pantuflas con forma de animal, parecido a un pato, un ridículo pato.

—Señor —dijo la niña—, ¿su hija puede salir a jugar? —me gritó desde la entrada de la casa con una inocencia pasmosa, pueril.

—Por supuesto —le dije—. Voy a ver si se despertaron. —Y fui rumbo al cuarto—.

No quería que olieran que había fumado otra vez. Fui al baño, me miré en el espejo, lucía demacrado. Me refresqué la cara, me enjuagué la boca, los ojos apenas rojos. Volví al cuarto. Las veía dormir, indefensas, inocentes; por un momento pasó por mi cabeza la idea de que estuvieran muertas, por un momento deseé eso. Me quedé unos minutos observándolas. Miré sus respiraciones agitarse bajo las sábanas. Tomé una de las almohadas y la apoyé sobre la cara de la más chica en un arrebato. Un fino hilo de baba nacía de su comisura, todavía estaba inmersa en un sueño profundo, infantil. Me senté a los pies de la cama y apreté con fuerza la almohada contra su boca, su nariz, tardó dos o tres segundos en reaccionar, fueron breves espasmos, sacudidas de piernas, sus manos blancas y débiles intentando detenerme, enterrando sus uñitas en mis antebrazos, pero ya era tarde, el impulso pudo más. No me llevó más de dos minutos. Nunca imaginé que fuera tan fácil. Sus manitos cedieron. Para mi sorpresa, la mayor miraba en silencio la escena, con la cara comprimida por el terror, lloraba en silencio. Murmuraba entre sollozos y me dijo:

—¿Por qué, por qué, papá?

Y yo le dije Laura, no sé por qué la llamé como a mi ex mujer, pero para mí ella era su madre, y su madre seguía siendo una sombra para mí.

—Tranquila, tranquila, amor, esto recién empieza —le dije de forma suave, como en un susurro, como cuando la tenía en mis brazos de niña y la hacía dormir.

Ella no paraba de llorar, pero sin intentar moverse, era presa del pánico; yo no entendía bien de dónde salía tanto temor si nunca me había visto violento, pensé, nunca. A lo lejos sentí el timbre de la bicicleta sonar una y otra vez en repetidas ocasiones.

Me asomé al balcón y le grité a la niña que entrara, que dejara la bicicleta en la entrada, que no iba a llevar mucho tiempo. La niña obedeció, con ese carácter tan sumiso que tienen los pueblerinos por aquí. ¡Me dan tanto asco! Por eso los citadinos tienen que venir de vez en cuando aquí, para que el mundo sea mundo, para ponerlos en su lugar, para que la gran bola de espejos se acomode.

Laura se había abrazado a un peluche, llorando a mares, pero seguía inmovilizada. ¡Estaba en pánico esa mujer! Son tan ridículos los pueblerinos, pensé. Sentí los pasos de la Pequeña Lulú subiendo la escalera, haciendo sonar el cuac de sus patos.

Me paré en el vano de la puerta para recibirla, para darle una sorpresa. A los niños les encantan las sorpresas...

Todavía sentía en mi garganta el resabio cálido del cigarrillo, y volvía a sentir unas incontrolables ganas de fumar y fumar. Aunque ellas me vieran, ya no me importaba ocultar nada más.

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