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Ilustración: Luciana Peinado

El cuaderno de Astronomía (sayonara)

18 minutos de lectura
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A mediados del año pasado publicamos “Una minúscula rueda dentada”. Ahora, un nuevo relato de Eduardo Aguirre (Montevideo, 1979), antiguo miembro del taller de Mario Levrero y autor de la novela inédita (pero premiada) “La lluvia es una planta carnívora”.

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Yo no quiero decir cómo es ella. Si digo que es rubia se imaginarán una mujer rubia, pero no será ella. Ocurrirá como con el nombre: si digo que se llama Elsa se imaginarán cómo es el nombre Elsa; pero el nombre Elsa de ella es otro nombre. Ni siquiera podrán imaginarse cómo es una peinilla que ella se olvidó en mi casa; aunque yo dijera que tiene 26 dientes, el color, más aún, aunque hubieran visto otro igual, no podrán imaginarse cómo es precisamente, la peinilla que ella se olvidó en mi casa. Felisberto Hernández

Todo aquello no duró más de treinta segundos. Y sin embargo, cuando terminó, yo había sido iniciado en el misterio que marca el principio del fin de la infancia. Nicole Krauss

En aquel atardecer abrumador me acordé de Hatsumi. Y comprendí qué había sido el estremecimiento del corazón que ella me había provocado. Era un anhelo adolescente que no había sido, ni sería jamás, colmado. Haruki Murakami

Sólo te quiero como amigo

1

—Sólo te quiero como amigo —me dijo. Nunca nadie me había ofendido tanto. Su nombre, Clarissa.

Quizás deba empezar por contar algo sobre mí: mi nombre o cómo fue mi niñez, así el lector podrá hacer una rápida composición de lugar, y se dará cuenta, también rápidamente, de que mi adolescencia no tuvo nada del otro mundo, absolutamente nada. Lo que sí puedo decir, es que Clarissa fue el comienzo del fin de mi niñez.

—¡Es que no me alcanza con eso! —le dije. Había esperado al último día de clase en el liceo, principalmente por dos motivos:

1- Porque así no habría casi testigos.

2- Por cobardía.

Hacía mucho tiempo que tenía que haberme “declarado”. En esos días mi carácter era muy frágil, se estaban formando apenas los cimientos del hombre que soy ahora, quince años después. La terapia ayuda, debo reconocer.

Yo sabía que ese mismo fin de semana ella se iría a Piriápolis a pasar el verano con sus padres; en definitiva, con Alicia —y ese sí es su nombre y no lo puedo cambiar, aunque como verá, posible lector, hice todo lo posible por salvaguardar su identidad; me fue imposible, uno es como se llama, y Alicia le calza perfecto, cualquier otro nombre sería una estafa para usted, amabilísimo lector—, después de ese verano, tomaríamos rumbos distintos. Distintas orientaciones en la carrera, distintos liceos... sin duda pensé que era mi última chance para no perderla. Cuando uno es adolescente además de ser estúpido tiene una gran facilidad para transformar todas las situaciones en absolutas en el mal sentido de la palabra: es blanco o negro, es sí o no, es ahora o nunca. Uno desconoce un montón de variables y desconoce absolutamente el significado de la palabra destino. Los dos estábamos destinados el uno para el otro, o por lo menos lo creía. Durante años urdí en ese pensamiento, durante años supe que tendría una segunda oportunidad, pero nunca creí que lo fuera a echar todo a perder.

2

Ya había echado raíces. Mi carácter, poco a poco, se iba formando. Tenía una mujer que me quería y pronto iba a ser padre.

—¿Qué más se puede pedir?

Estaba por publicar mi primer libro, sólo me faltaba plantar un árbol y me podría llamar lo que el común de la gente dice “un hombre realizado” a todas esas tonterías.

Desde hacía un tiempo me encontraba trabajando en una librería, y últimamente había pensado en Alicia.

¿Es raro eso? Sin duda. Uno no piensa en una persona después de quince años sin verla así porque sí; había algo que yo desconocía y que estaba próximo a pasar... ¿un presentimiento, quizás? Puede ser. Un poco de misticismo no está nada mal. Pero las cosas ocurrieron como las estoy narrando, y el que no quiera creer que se vaya inmediatamente de aquí y me deje seguir con mi relato.

Como iba diciendo, es raro pensar en una persona después de quince años... no fueron quince exactamente, hubo un par de encuentros con Alicia después de mi fallida declaración. Meses después me llamó para mi cumpleaños. La charla fue corta. Fui muy duro con ella. Hablamos unos minutos, pero la conversación estuvo plagada de silencios incómodos, de no saber cómo seguirla.

Un encuentro fugaz. “Por los viejos tiempos” me había llamado Carola un año después, tratando de convencerme de que nos juntáramos. Algo me decía que de ese encuentro no iba a sacar nada bueno. Éramos viejos amigos que se juntaban para ponerse al día, y eso, como se sabe, no trae nada bueno. ¡Nada!

Carola, como intuyó que estaba dudando, me dijo: “¡Mirá que va Alicia!”.

3

Carola era la novia de Diego. Con Diego nos conocíamos de la escuela. Al empezar el bachillerato, éramos los únicos en toda la clase que tenían una especie de vínculo.

Pero Diego rápidamente sufriría una transformación y ya no sería más aquel muchachito tímido que vivía con sus abuelos que yo conocía. Y antes de que empezara a salir con Carola, había empezado a fumar como hobby de un día para otro entre amigos, apenas un fumador social, para luego pasar a fumar una cajilla diaria. También su look había cambiado. Se vestía de negro y escuchaba Pantera, o Sepultura; lejos habían quedado los días de Roxette y Jazzy Mel. Sus cambios se fueron dando de forma progresiva, a medida que su abuela agudizaba su demencia senil. ¿Casualidad? Hace poco me enteré de que su abuela murió, pero ha pasado mucho tiempo, y Diego ahora vive con Carola, pero esa es otra historia y no me quiero desviar... como venía diciendo, Carola era la única que se acercaba al rincón de la clase en que nos sentábamos, lo más alejado del pizarrón y de los profesores, porque además de nuestra amistad teníamos otro factor en común: que éramos pésimos estudiantes, yo más que él.

Ella era nuestra compinche y celebraba todos los chistes malísimos, absurdos e inocentes que Diego siempre tenía bajo la galera para contar, que yo ya conocía previamente contados por su abuelo, que me abordaba en cada visita que hacía, y debía fingir interés, porque el viejo me caía bien. El abuelo también murió, unos años después que su esposa; a esa altura el viejo era apenas una sombra del que yo había conocido; el veterano de pecho erguido, jovial, que andaba todo el año, fuese invierno o verano, de pantalones cortos y sandalias, se había transformado en una masa blancuzca, inerte, por un derrame cerebral. En el barrio se decía que la causa de todo eso era la muerte de su esposa. Pero volviendo a los chistes de Diego: Carola los celebraba de forma desmedida, excesivamente desmedida, era más que obvio que estaba interesada en mi amigo. A los pocos días salimos los tres juntos, y en pocos minutos estaban a los besos bajo la parada del ómnibus. Ese día y todos los que siguieron me fui solo para casa. Al otro día ya iban de la mano al liceo, y a la semana Carola empezó a fumar.

El comienzo de una torpe declaración

Alicia fue una obsesión durante mucho tiempo. En aquellos días todavía no había vivido experiencias fuertes, desamores violentos. Pero siempre hay una primera vez para las cosas.

¿Ayudaría al relato decir que nuestro último encuentro fue un día pesado, cargado de nubes plomizas a punto de estallar? A diferencia de la lluvia torrencial de hoy, ese día no llovió.

Hay algo que tienen los días de lluvia que es insuperable. Es algo que afecta mi estado de ánimo, en especial mi estado de lucidez; es como que los sentidos se pusieran alertas y mi cuerpo flotara en una capa de gelatina, en una enredadera de nervios.

Y ese día yo estaba alerta. O sería mejor decir: sabía que algo iba a pasar, y por eso me senté en un banco de la librería y me puse a mirar hacia la calle.

Pero antes del último encuentro que quiero llegar a contar hubo otro muy importante, y fue hace mucho tiempo, más de diez años.

Poco queda en mis retinas de qué fue exactamente lo que pasó. Hay ciertos acontecimientos que parecen que han sido borrados minuciosamente de mi mente.

Viene y se va de mi cabeza un videoclip con escenas a toda velocidad: me veo con Alicia en el liceo, haciendo cola para entrar a algún examen, estudiando en su casa con Diego y Carola; de alguna manera los cuatro éramos inseparables por aquellos días.

Pero más allá de todos esos recuerdos que se quieren entreverar hay uno que aparece con insistencia, y es el último día de clase, el día de mi torpe declaración de adolescente.

Rememoro la escena.

No quedaba nadie en el liceo. Sólo nosotros dos. Ella tenía que comprar unos repartidos en el quiosco y yo la acompañé. Y cuando salimos del local, empecé a hablar sin parar. Le dije que tenía un nudo en el pecho y que no aguantaba más esa situación. Ella me miró a los ojos y las manos me empezaron a sudar. Me preguntó: ¿Qué pasa? Siempre había una manera suave de decir las cosas, como si al pronunciar cada palabra se formara de manera lenta y pausada, como si salieran de la bola de un chicle que terminaría explotando en los labios. Así me hablaba ella, sumida en una calma que a mí me impacientaba. Yo tenía que hacer todo el desgaste y era lógico. Algo me decía que era ahora o nunca. Estaba a horas de irse por todo el verano a Piriápolis de vacaciones con su familia. La misma ciudad donde la esperaba un novio, un novio de balneario, un novio que sabía que era muy poco para ella. Algo me hacía pensar que lo de ellos era un noviazgo por correspondencia, porque ella nunca hablaba de su novio, era como una sombra que estaba al acecho.

¡Así no puedo más!, le dije y la miré a los ojos. Ella me sostenía la mirada. Una mirada de ojos saltones que me dejaba en trance.

Ella parecía que no tenía nada que ver en toda la situación. Me escuchaba, no paraba de mirarme a los ojos. Estábamos bajo el alero del quiosco, no volaba ni una mosca. Éramos nosotros dos y nadie más. El sol poco a poco iba desapareciendo, derritiéndose detrás de los edificios de Malvín. La escena podía perfectamente transcurrir en el liceo o en el Lejano Oeste. Daba igual.

Si no te lo digo siento que voy a reventar, le solté, sin pensar bien en las palabras. No sabía de dónde salían. Podía ser el parlamento de cualquier película del tipo de chico que intenta conquistar a la chica, pero no lo era.

—No me alcanza con que seas mi amiga, yo necesito algo más —recuerdo haberle dicho con una inocencia que hoy me resultaría atroz, pero en definitiva Alicia era eso, mis últimos restos de inocencia. Al pronunciar esas palabras sabía que no había retorno. No había vuelta atrás. Ella me decía con la voz gangosa que no podía ser, como si se dirigiera a un niño. Empezó a hablar de su novio y de pronto hizo una pausa. Pareció que iba a decir algo de lo que se arrepentiría.

Agaché la cabeza, sentía que me había sacado un peso de encima. Parecía que interiormente algo me impedía reaccionar a lo que me decía. Para mí en aquel tiempo todas las mujeres eran un imposible.

La miraba a la cara nuevamente. Miraba sus labios gruesos, la piel casi transparente, el cabello castaño tirado hacia atrás. Tenía unas ganas tremendas de besarla pero me contuve. Me pasé las manos por los pantalones. Me secaba el sudor. Ella parecía distante.

Lo poco que me dijo fue sobre no perder lo que teníamos. Tomó mi mano, como si fuera necesario el gesto para afirmar sus palabras. Tenía ganas de correr, de irme lejos.

Luego no recuerdo más. Sé que me fui. Nos despedimos, de forma fría, sabiendo que algo había cambiado, y me pasé todo el día echado en la cama mirando el techo.

Después de mi fallida declaración sentí un alivio infernal. Era como si fuera un globo gigante y me hubieran desinflado de golpe.

Por mucho tiempo no quise saber nada de ella borrando todo tipo de contacto entre nosotros y todo lo que pudiera relacionarme con ella, recordarla. Además, todo coincidió con que terminamos el liceo y los dos teníamos orientaciones distintas en el liceo.

Luego se fue a Piriápolis, y eso me ayudó a no pensar tanto en ella durante un par de días.

Mi cabeza se fue ocupando con los exámenes de verano y el trabajo con mi madre.

Estuve mucho tiempo que no quise saber de nada relacionado con ella. Estaba sumergido en una fuerte depresión.

Un par de meses después me llamó para mi cumpleaños, había dejado con su novio. La noté distante. ¿Pero el hecho del llamado no era una buena señal? ¿De qué? No lo sé. La charla fue corta. Fui muy duro con ella. Hablamos un par de minutos y luego no supe más nada de ella por mucho tiempo. Algo me decía que ya no éramos los mismos.

Por los viejos tiempos

Finalmente decidí ir al encuentro. Las heridas estaban frescas y la verdad es que no me quería perder la oportunidad de verla otra vez.

Del encuentro no hay mucho para decir. Es increíble cómo uno, a medida que pasan los años, cada vez tiene menos en común con las personas que alguna vez fueron íntimas y con quien compartió un mismo interés o un mismo sentimiento. O por lo menos con muy pocos mantiene eternamente ese diálogo, ese sentimiento de pertenencia uno al otro. Ese sentirse cofrades. Sentirse especiales, en un mundo que no tiene nada de especial.

Volviendo al encuentro, Alicia estaba igual. Siempre fue una mujer hermosa. Cabellos castaños, piel muy blanca, unos ojos saltones, y más que nada esa mirada. La mirada en ella era uno de sus principales polos de atracción. Pocas mujeres con los años ejercieron en mí esa fuerte atracción. Esa especie de trance. Ese hipnotismo lleno de cargas sensuales pero no sexuales, en ese tiempo no pensaba en ella como en algo sexual, ¡¡¡estoy hablando de amor, carajo!!!

Nuestro encuentro fue muy bueno. No fue tan distante. Pero para entonces yo estaba en pareja, en el momento de mayor esplendor, y eso diluyó un poco cualquier intento de mi parte por sondear el tema sentimental de Alicia.

En el grupo de los cuatro inseparables aparecieron dos en disputa aquella tarde. Y esos dos sujetos estaban obsesionados con la figura de Alicia.

En definitiva eran simples merodeadores que sólo estaban para estorbar y nada más. Eran cuervos al acecho esperando su oportunidad. Eran carroñeros.

Debo aclarar que nunca tuve nada en contra de ellos, pero a uno, llamémoslo Z —y que es de vital importancia para el transcurso de la historia que quiero llegar a contar—, me lo crucé hace poco por la calle, y cada tanto me escribe. Es de él que quiero hablar para poder adentrarme en el encuentro con Alicia.

Encuentro con Z

Con Z nos encontramos de forma casual un día en pleno 18 de Julio. El encuentro, lejos de resultar distante, rozó los caminos de la emotividad (eso sí, sin exagerar, nada de abrazos apretados y falsas promesas. Sí, expectativas de futuros encuentros...), y debo confesar que aquella imagen que tenía de los años de liceo se vio opacada por la nueva versión de Z, mejorada, sin vestigios de adolescentes conflictivos y egoístas. Parecía otra persona. Es raro lo que quiero expresar, pero para decirlo de forma lisa y llana, Z ese día me cayó bien. Y por un instante, un breve instante, pensé que Z no era el mismo hijo de puta que conocía.

Antes de despedirnos en medio de la avenida hablamos de Alicia. Creo que fue él quien la mencionó. Me contó que cada tanto hablaban por teléfono, pero que él no estaba para soportar sus temores e inseguridades. Incluso me contó que estuvieron a punto de casarse. Cuando me dijo eso juro que tuve que hacer fuerza para no perder el equilibrio y no caer de cabeza al piso. Era la peor noticia que podía recibir. Otra vez sentía que Z era un ser despreciable, y la imagen de un cuervo merodeando un cadáver vino a mi cabeza.

Me contó que Alicia estaba trabajando en una empresa de teléfonos cerca de mi trabajo. Luego la charla se desvió por otros caminos. Le conté que estaba por sacar un libro y él me confesó su pasión por la poesía surrealista y por Lautréamont. Quedamos en tomar algo algún día.

“En una de esas llamo a Alicia y nos juntamos los tres”, me dijo. Yo pensaba: “¡Reventá, hijo de puta!”. Nos despedimos con la certeza de que ese encuentro no se iba a dar.

Pasaron un par de días luego del encuentro con Z. Para que otra vez dejara de creer en las casualidades.

Como decía hoy, aquella mañana tenía un presentimiento. Además debo agregar que no trabajaba en el local habitual de la librería, me encontraba en otra sucursal, lo cual puede parecer anecdótico, pero no lo es: si ese día no me hubiera encontrado donde me encontraba y a la hora que me encontraba nunca la hubiera visto.

Alicia fue eso: una aparición de la mismísima nada.

Estaba con la mirada perdida cuando de repente la vi mirando la vidriera de las novedades de libros. Me detuve a observarla, analizando cada movimiento, cada breve desplazamiento que hacía. Lucía igual de hermosa. Juro que me hubiera quedado horas y horas mirándola, tratando de descifrar qué pasaba por su cabeza.

Ella no me vio. De eso doy fe, porque en el momento en que me quise acercar se dio media vuelta y se perdió entre el tumulto de cabezas que caminaban por 18 de Julio.

Estaba nervioso. Me había olvidado de mi trabajo. Miraba cada tanto hacia la vereda, tenía la esperanza de cruzarla nuevamente. Pero mis intentos eran estériles. Veía caras y caras y caras de personas que me resultaban extrañas, eran como cientos y cientos de extranjeros; o quizás el extranjero era yo en medio de una ciudad totalmente ajena, lastimosamente ajena.

En un determinado momento me pareció verla a lo lejos, en la vidriera de un local que por la ubicación podría ser o una casa de zapatos o un tienda de música. Estaba muy lejos para diferenciar.

Uno de mis encargados estaba cerca y no pude salir frenético a buscarla. Tuve que resignarme a esperar que el azar otra vez la cruzara. Pero un sentimiento de frustración me invadió y recordé que yo no creía en el azar: “La casualidad no existe”, pensé, y me crucé de brazos a esperar otro milagro.

Charlotte y Bob

Me la pasé dando vueltas por ahí. Tenía que estar activo, mover los músculos, inactivar las neuronas. Alicia era todo lo contrario, era poner mis neuronas en acción, activar las mandíbulas de mi mente, que no podían parar de mascar y mascar.

Acomodé libros. Limpié estantes tratando de mirar hacia la calle cada tanto, pensando que quizás la vería otra vez aparecer entre la maraña de personas, entre el mundo de cabezas chocándose entre sí en pleno 18 de Julio.

Pasaron un par de horas para que volviera a pararme junto a la mesa de ofertas y me pusiera a hablar con un compañero —ya con la difusa y exigua idea de verla pasar otra vez—, cuando la volví a ver y esta vez salí corriendo, dejando a mi compañero con la palabra en la boca, mirándome pasmado, mientras me perdía en el mundo de gente en busca de la mujer que se perdía en la selva de cabezas.

Parecía que la volvía a perder. Me imaginaba a Bob Harris en medio de una calle transitada de Tokio, en la escena final de Lost in Translation, gritándole a Charlotte. Yo era Bob. Gritaba. Grité su nombre una vez, dos veces. Las cabezas giraban y apuntaban en mi dirección.

—¡Alicia! —grité. Parecía que el tiempo se había aletargado.

Alicia se detuvo. Paró su marcha y quedó expectante, como si no me conociera. Me abrí paso entre la selva y la saludé. Quise abrazarla, no me animé. La miré a los ojos, la miré a la boca. Le dije dónde trabajaba. Le dije muchas cosas en pocos segundos, ella no parecía emocionada por el encuentro. Me dijo que estaba apurada, que después se pasaba por el trabajo, que estaba “medio escapada”. Nos despedimos. Me pareció un encuentro muy frío y fugaz después de más de diez años sin vernos.

Volví al trabajo. Mi compañero me preguntó si había pasado algo malo, si por eso había salido corriendo; no le contesté, sonreí.

Luego pasaron un par de horas más para el cierre del trabajo. Llegó la hora de guardar los libros, poner los fierros, las chapas, bajar las cortinas, poner los candados, cerrar el local.

Ella nunca apareció.

La confesión

Pasaron tres días y ya había perdido toda esperanza de volverla a ver, cuando entró a la librería, de forma radiante, luminosa, sacudiendo la cabellera, con sus ojos grandes que brillaban y una mueca en sus labios que a mí me provocaban deseos y deseos de besarla pausada y eternamente.

A su paso se fueron formando sobre las paredes conchas y mariscos de colores, todo era muy luminoso. Mi corazón palpitaba con fuerza, mi corazón era una bolsa de color sangre que se inflaba a medida que ella se acercaba, hasta que abrió la boca y me dijo: “Hola”, y la bolsa, mi corazón, reventó y se esparcieron sobre el aire miles de papelitos de colores como en una película lisérgica, rosa, maravillosa, de esas que tanto había visto en la videocasetera de casa.

Me tomó de sorpresa. Dejé todo lo que estaba haciendo y fui junto a ella. Estaba igual. Ella se complicó en una larga explicación sobre los motivos por los cuales no había podido venir a visitarme y yo le resté importancia, que no se preocupara, que no pasaba nada, no le dije que estaba desesperado por verla. Estuvimos mucho rato hablando sobre lo vertiginosas y monótonas que habían sido nuestras vidas. Ella me preguntó si estaba en pareja y yo le dije que sí, era la respuesta que nunca hubiera querido darle. Vi que algo en su cara se desfiguró o me pareció a mí al momento de confesarle mi situación actual sentimental, y me vi con la temida pregunta que estaba postergando desde la primera vez que la vi, imaginándome una respuesta.

Le pregunté si estaba sola y me dijo que sí. Sentí que me volvía el alma al cuerpo.

Era la respuesta que había esperado durante muchos años, pero eran otros años, y los dos no éramos los mismos.

Ella me siguió contando sobre lo cerca que había estado de casarse y que, como ya sabía, ella era una chica complicada como para casarse así porque sí. Le conté sobre mi encuentro con Z y todo lo que me había contado sobre su casamiento frustrado. Cuando mencioné a Z se le transformó la cara. Pareció que le hubiera nombrado al demonio. Se puso nerviosa. Había algo en lo que no me decía que me ponía nervioso. El tema no era lo que decía sino lo que no decía.

Me contó que Z estaba loco, que por mucho tiempo no la dejó en paz ni a ella ni a su familia, lo decía angustiada, y me confesó que entre ellos nunca había pasado nada de nada. Y que Z la había perseguido de tal forma que había tenido que cambiar en dos oportunidades el número de teléfono; después, de forma abrupta dio por finalizado el tema de Z.

Luego la charla se mantuvo por un rato más hablando de cosas de nuestro pasado liceal, pero la notaba tensa, muy tensa; parecía que había tocado un nervio con la punta de los dedos, provocando un desajuste en todo su cuerpo. Le conté al pasar que estaba por sacar un libro y ella sonrió, no me creía.

Me contó que todavía tenía colgado en su cuarto un cuadro que yo le había regalado por aquellos años y que guardaba un viejo casete de los tantos que le había grabado con canciones, canciones que sentía como propias, como pequeñas declaraciones de amor.

Todo venía bien hasta el momento en que hice la confesión.

Le conté sobre aquel cuaderno de Astronomía que ella me había dado para que preparara un examen. El cuaderno había sido un pretexto, uno de los tantos que había ingeniado para seguir ligado a ella. Le conté sobre una brutal y loca Navidad en que destruí el cuaderno y todos mis manuscritos, triturando las hojas, rasgando los papeles, tirándolos en una bolsa gigante negra de basura; a ella se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas. Le quise hacer entender que era necesario, que tenía que empezar de cero, porque ese cuaderno de alguna manera era como si su presencia estuviera todo el tiempo sobre mí, recordándome lo que pudo ser y no fue. Ella, a esa altura, con el rostro rojizo, contrito y los labios temblorosos, me empezó a decir que no podía creer que hubiera hecho eso con su cuaderno, que no tenía ningún derecho. Luego me dijo que se tenía que ir y que debía ser ya; la quise contener pero me sentía ridículo, me sentía miserable, había humillado a esa mujer de la forma más atroz que ella podía imaginar. Cuando se iba le pregunté si nos volveríamos a ver, y me dijo que no sabía, que no sabía. La quise seguir pero era tarde, nada podía hacer. Había quedado sin fuerzas. Alicia salió corriendo de la librería, con los ojos inyectados en sangre, estallando en lágrimas.

Habían pasado diez minutos cuando recibí un mensaje suyo en mi celular que decía:

—Lo que hiciste no tiene perdón. Y ni te atrevas a pasarle mi número a nadie, y menos a Z, y menos a Z.

No me animé a llamarla.

A las semanas la vi pasar frente a la librería. Caminaba con la cara agrietada, llena de furia. Quise seguirla pero se perdió entre el mundo de cabezas, en una tarde cualquiera, en Tokio o en Montevideo. Todo daba igual.

Poco tiempo después renuncié a la librería. Cada tanto caminaba por 18 de Julio con la ilusión de verla y decirle cuánto sentía todo lo que había pasado. Pero eso nunca pasó.

Encuentro fortuito en el parque

Ayer.

Hace unos días la volví a ver. Llevaba a mi hija al ballet. Mientras esperaba afuera, veía a mi hija moverse junto con las otras niñas al ritmo de Chaikovski, cuando mi atención fue reclamada por Alicia. Estaba en el interior del local junto a un muchacho mucho menor que ella y a una niña que rondaría la misma edad que mi hija, sacándole fotos.

Fue un encuentro fugaz, un encuentro fortuito en un parque. Yo fui un voyeur toda la hora que duró la clase. Estaría demás decir que ella lucía igual, igual a como se había mantenido en mis retinas, mi recuerdo. Cuando finalmente fue el momento de recoger a mi hija ya estaba la madre, la que en esos días era mi mujer, esperándola en la puerta. Yo esperé en el auto, confundido, sin saber si lo mejor era encararla, a pesar de que mi mujer de entonces estaba conmigo, o dejar pasar otra vez a Alicia por mi vida. Me quedé en el auto, casi que escondido. Alicia salió junto al muchacho y la niña. Por un momento ella miró en mi dirección y yo agaché la cabeza, fingiendo buscar algo en la guantera. Enseguida subieron mi mujer y mi hija. Alicia se fue caminando despacio, llevando a la niña de la mano, hasta que salió de mi marco de visión. A la semana volví al ballet abrigando la esperanza de encontrarme con ella, de otro encuentro fortuito en el parque, pero ella no apareció. Así estuve todos los miércoles siguientes.

Te quería decir

Hoy.

Hace unos días la volví a ver. La encontré en Facebook. Vive en otro país. Mi hija ahora tiene siete años.

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