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Nada para hacer

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En 2008, Camilo Baráibar (Montevideo, 1985) publicó la novela Médanos, que fue punto de inflexión en la literatura juvenil uruguaya. Diez años después salió Última conexión, una breve colección de minificciones sobre los afectos en época de Whatsapp. El que sigue es un relato inédito.

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En mi ciudad no hay nada para hacer. ¿Ciudad? Pueblo, villa, estación; como se llame. No hay nada para hacer. Nada. Ningún día. Jamás. Menos un domingo, imaginate. Ocho de la noche. Mucho frío.

Tuve que ir. No quería. Miento: no es que no quería, no debía. Crecí en una familia de izquierda; siempre me enseñaron a despreciar el consumismo y a valorar a los seres humanos. Mi padre se fue con una yegua y nos dejó solos con mamá agregándole agua a la sopa. Se portó bien como un facho el izquierdista. Mi madre no perdió la fe en una sociedad nueva, construida por tipos tan sensibles como mi padre. Siguió pegando en la heladera y en el termo esas calcomanías que prometían un país mejor. De esos barbudos que siempre te abrazan aunque ni te conozcan, y les sentís todo el olor a choripán de los actos políticos. Mi madre no perdió la fe en ser considerada linda por uno de ellos. Era un barbudo de pantalón de pana verde bastante gastado que nos traía un periódico horrible casi sin fotos, con errores de ortografía, y con el vocablo “compañero” cada ocho palabras comunes.

Mamá no lo leía pero se quedaba charlando con él en el portón los domingos. Yo los miraba desde atrás de la cortina y pensaba en ingresar al colegio militar. Una vez se lo dije. Ella volvía lo más contenta con el folletín y los pegotines, y le comenté que se me había ocurrido una carrera para hacer cuando terminara el liceo. “Militar”. Estuvo a punto de pegarme una cachetada. Apretó los puños y se le enrojecieron los ojos. “Estúpido”, me dijo. Y se encerró en su cuarto. Yo aproveché y encendí la estufa a leña con el diario de mierda ese que el peludo traía y, ya que estaba, quemé también las calcomanías. Iba a prender un porro cuando la sentí llorar.

Esa tarde terminamos hablando de Marx y de Pacheco Areco. Al otro día mi padre me llamó “para pasar por casa a tomar unos mates”. Yo odiaba el mate; él lo sabía, pero igual le dije que viniera. No recuerda que no bebo mate pero al menos se acuerda de que existo, me dije para consolarme o para darme manija. Al final no tomamos nada. Él había olvidado su matera y por más que le propuse, se rehusó a preparar el mate de mamá. Creo que le molestó el pegotín del termo. Yo estaba bien con mi chicle.

Se ve que mamá le había buchoneado y me vino a indagar, como un espía. Me preguntó cómo me iba en el liceo, qué estábamos dando en Historia... Y otras cosas que preguntan los padres, y que él nunca preguntaba. Empezó —no sé cómo— a hablar de su padre y de las luchas de los sindicatos en los frigoríficos. Yo recibía sus palabras como una donación. Pero era una donación inesperada, y demasiado grande. Yo no tenía un depósito para retener tantos conceptos. Por suerte sonó el celular. Era la puta. La noviecita. La turra. Siempre lo llama. Lo debe llamar tres o cuatro veces por día. Estoy seguro de que ella piensa que él la va a cagar como hizo con mamá. Pero no, papá ya está cansado para seguir juntando mujeres que le llenen las pelotas. Me dio un abrazo y quinientos pesos. Pasó un mes y medio sin que lo volviera a ver y sin recibir una señal suya. Como quien dice me hizo un paro por tiempo indeterminado; una huelga de paternidad.

Esos fueron mis padres. Yo me burlaba de ellos hasta que en un momento me sorprendí cebando mate y levantando la mano en una asamblea de estudiantes. No sé cómo fue, pero me metí en el mundo de ser de izquierda yo también. Debía estar aburrido. Siempre me pasa eso. Y la verdad ser milico no me divertía mucho. Había que levantarse temprano y casi no había mujeres. Ser de los otros no tenía gracia. Eran cuatro o cinco organizando charlas con diputados viejísimos: tomaban té y sorteaban electrodomésticos. No era para mí. Me enganché con una mina que tocaba el bajo en una banda de rock y era medio agitadora también. Cuando no estaba ensayando, estaba en un toque, o en una reunión preparatoria para un toque. Divina la mina. Terrible personalidad. Terribles dedos. Terribles toques. Hubiera querido engancharme con una más convencional, pero no sé qué me pasó, algo en mí la eligió a ella. Se llamaba Victoria; era un nombre común para el contexto: todos nos llamábamos Victoria, Líber, Libertad, Danilo; algunos pobres se llamaban Ernesto, Raúl o Fidel.

Victoria me ponía como loco. Ella me enseñó a tomar mate y me explicó todo lo que mis padres me habían explicado de la izquierda y yo no había querido entender. Pero nos separamos. No pasó nada. Un día terminó. Todo aquello terminó. Los toques. Las bandas. El liceo. Supuestamente ganamos pero nunca más nos reunimos, y en esta ciudad nunca más pasó nada.

Se fue. Andará en algún pueblo de Bolivia o Perú explicando lo que es un mate y leyéndoles el libro de Galeano que yo le regalé. Pobre Victoria. Nació en una época equivocada y nunca se va a poder corregir. Yo, en cambio, no sé. A mí también me quisieron hacer nacer como si estuviera en otra época, o en otro país; como si la revolución hubiera triunfado, y yo acepté. Pero después de que ganamos; después de que se terminaron los bailes y los toques pro cambio; después de que Victoria se fue, un poco decepcionada, para terminar de decepcionarse fuera del Uruguay; después de que mi padre pasó de ser militante a funcionario (sí, obvio: del Ministerio de Defensa); después de todo eso, yo me quedé en un gran no sé. No sé nada. No entiendo nada. Pero me parece que a esta altura todo es traicionar.

El gobierno de izquierda abrió un shopping. Le pedí a mi madre que me explicara un poco y me repitió algunas cosas que había oído por ahí. Que no era sólo un centro comercial, que hacía falta un lugar para que la gente se encontrara... Le miré los ojos y supe que en el fondo ella estaba tan despistada como yo. Le dije, en broma, si el shopping se iba a llamar Emilio Frugoni o Carlos Quijano. No se rio. Tampoco dijo “estúpido”, como la otra vez. Sólo hizo una mueca y miró hacia abajo.

Ella cedió, y sé que va frecuentemente. Eso sí, va con el termo lleno de calcomanías. Yo no. Yo me juré no ir.

Pero hoy no me aguanté. Era domingo. Ocho de la noche. Tanto frío. Victoria en no sé qué parte del mundo, derrotada. Nada para hacer. Nadie.

La excusa fue ir a comprar un libro. Un buen pretexto. En realidad yo quería hallar a una persona que me dijera que le importo y que me necesita para continuar viviendo. Al libro lo encontré inmediatamente.

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