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Voynich, el código imposible

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En mayo un investigador inglés afirmó que había descifrado el libro más misterioso del mundo. Sin embargo, los métodos que utilizó y el debate entre especialistas invitan a reflexionar acerca de qué implica en las sociedades contemporáneas destrabar un código que lleva seis siglos oculto.

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Son pocas las veces que una noticia de filología medieval ocupa los titulares de los diarios internacionales. En mayo, sin embargo, esto ocurrió y la promesa era grande: se anunció que el MS 408, mejor conocido como Manuscrito Voynich, un libro escrito con un código desconocido, había sido finalmente descifrado por un investigador de la Universidad de Bristol, Reino Unido, llamado Gerard Cheshire. El artículo fue publicado el 29 de abril por la revista académica Romance Studies a partir de una investigación realizada en 2017, y se encuentra disponible en su sitio web.

No es la primera vez que alguien afirma que descifró este código. De hecho, noticias como estas surgen regularmente, con variantes en su tenor y forma. En 2018 otra investigación afirmaba que se trataba de hebreo, y en publicaciones anteriores se habla de latín, flamenco antiguo, ucraniano y jeroglíficos egipcios, entre otros.

El nombre del manuscrito se debe al bibliófilo polaco Wilfrid Voynich, que lo compró en 1912 en la Villa Mondragone (Italia) y lo dio a conocer como la joya de su colección de libros raros. Voynich, que según dicen las leyendas enloqueció tratando de descifrarlo, creía que el autor original de esta obra era el filósofo del siglo XIII Roger Bacon. Actualmente el libro se encuentra en la Biblioteca Beinecke de Libros Raros y Manuscritos de la Universidad de Yale, en Estados Unidos. Las únicas copias autenticadas que imitan a la perfección las marcas de desgaste del libro original son producidas por la editorial Siloé, en Burgos (España), y el precio de cada ejemplar ronda los 8.000 dólares.

El manuscrito es un compendio de unas 240 páginas, aunque se cree que originalmente fueron más y que varias se han perdido. Está escrito de izquierda a derecha e incluye ilustraciones que hacen pensar que el contenido se relaciona con descripciones de plantas, recetas y fenómenos del cielo, como si fuera un herbolario o un tratado de astrología. Todas estas son suposiciones, claro, porque hasta el momento no ha habido conclusiones certeras sobre qué dice el texto. Además del contenido, se desconoce el autor y la lengua en la que estaría escrito.

En un panorama de absoluto desconcierto, una firma en uno de los primeros folios —ya borrada y sólo visible con radiación ultravioleta— señala como primer propietario registrado a Jacobus Sinapius, un alquimista y seudomédico checo de la corte de Rodolfo II, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico entre 1576 y 1612, que le habría confiado a Sinapius la tarea de descifrar el códice; se cree que este intentó hacerlo incluso tras la muerte del emperador. Desde entonces, el manuscrito sufrió un periplo de cuatro siglos en manos de curas, criptógrafos, alquimistas, autoridades universitarias y coleccionistas de distintas partes de Europa.

El misterio ha aumentado con las sucesivas frustraciones de los intentos de decodificarlo. Ya en el siglo XX fue analizado, entre otros, por criptógrafos especializados del FBI y por Alan Turing, quien descifró el código nazi Enigma en la Segunda Guerra Mundial. En las últimas décadas las hipótesis se multiplicaron y tomó fuerza la idea de que toda la historia del manuscrito, añejado a propósito con técnicas sofisticadas, fuera en realidad una invención del propio Voynich para monetizar un códice escrito por él mismo con una serie de caracteres arbitrarios. Sin embargo, dentro de lo poco que se sabe del manuscrito, algunos datos han echado por tierra esta hipótesis.

En varias publicaciones se afirma que el texto del manuscrito respeta la ley de Zipf, un principio de estadística matemática acerca de la frecuencia de aparición de las palabras en las lenguas naturales. Según esta ley, la palabra más frecuente en una lengua —cualquiera que esta sea— aparece el doble de veces que la segunda más frecuente, el triple de veces que la tercera y así sucesivamente. Normalmente las lenguas artificiales, como el klingon de Star Trek, no siguen este principio, pero la lengua del Manuscrito Voynich sí lo hace. No es posible que el bibliófilo polaco estuviera en conocimiento de este principio, ya que fue enunciado por primera vez en 1935. De ello se deriva que la escritura de esta obra debe ser una codificación gráfica de una lengua natural existente, que en algún momento se habló en algún sitio y cuyo significado fue ocultado a propósito.

La posibilidad de que el propio Voynich haya sido quien codificó la lengua quedó finalmente descartada en 2009, cuando la Universidad de Arizona, mediante un estudio con carbono 14, concluyó en que la vitela, el material del pergamino que constituye el códice, data de entre 1404 y 1438. Estudios posteriores sobre la tinta determinaron que la escritura fue posterior a las ilustraciones, pero siempre dentro de un arco que ubicaría al Manuscrito Voynich como original del siglo XV. Dado el origen del material y el contexto literario de la datación se especula que pudo haber sido producido en Italia, pero no hay evidencia suficiente para sostener tal afirmación.

Desde entonces se ha intensificado el interés de la comunidad de medievalistas y filólogos por dar con el contenido del manuscrito, y el ritmo de publicaciones al respecto parece demostrarlo. El misticismo alrededor de la tradición judía de la cábala, una escuela esotérica de interpretación de textos religiosos, incentivó al experto Greg Kondrak y a su asistente Bradley Hauer, de la Universidad de Alberta (Canadá), a asociar la escritura con la lengua hebrea en 2018. En este caso, los investigadores afirmaron que se basaron en inteligencia artificial y en una reinterpretación de las pautas criptográficas para dar con el hallazgo. Pero las libertades asumidas en el método a la hora de interpretar ciertos pasajes fueron fuertemente cuestionadas en blogs y publicaciones especializadas.

El descubrimiento de Gerard Cheshire publicado en mayo en la revista Romance Studies fue una novedad en cuanto a su legitimidad académica. Los intentos anteriores se habían dado a conocer como actas de congreso, libros autofinanciados, sitios web o espacios televisivos. En este caso se trató de una revista académica arbitrada sujeta a revisión de pares, es decir, en la que especialistas de prestigio internacional evalúan la calidad de los artículos. A su vez, la editorial de la revista, Maney Publishing, pertenece a Taylor and Francis, uno de los tres grupos editoriales más importantes en el mundo de la publicación académica. El hecho de que esta investigación superara ese filtro de acceso invitaba a sentarse y leer sus argumentos.

Algunos aspectos del estilo de escritura del artículo, sin embargo, parecen desafiar las normas de estilo y las mejores prácticas de la investigación científica. Cheshire afirma que no necesitó más de dos semanas para destrabar el código y que le bastó con realizar una serie de operaciones comparativas entre distintas lenguas contemporáneas y aplicar el pensamiento lateral para resolver el misterio. En declaraciones al diario británico The Guardian publicadas en un artículo del 16 de mayo, Cheshire dijo que “experimentó una serie de momentos ‘eureka’ mientras descifraba el código, seguidos por una sensación de descreimiento y emoción a medida de que se daba cuenta de la magnitud del logro, tanto en términos de su importancia lingüística como en las revelaciones sobre el origen y el contenido del manuscrito”.

En la introducción de la investigación publicada, Cheshire afirma que el manuscrito es “un compendio de informaciones sobre remedios herbales, baños terapéuticos y lecturas astrológicas en temas relacionados con la mente femenina, el cuerpo, la reproducción, la paternidad y el corazón en arreglo con las creencias religiosas católicas y paganas de los romanos en la Europa mediterránea”. Dice también que “fue compilado por una monja dominicana como fuente de referencia para la corte real femenina a la que el monasterio estaba afiliado”. Algo así como una guía de protocolo.

El investigador centra luego sus hallazgos en un mapa pictórico dentro del códice que “cuenta la arriesgada y bastante inspiradora historia de una misión de rescate en barco para salvar a las víctimas de una erupción volcánica en el mar Tirreno, que empezó en la noche del 4 de febrero de 1444”. Para el investigador, estos hallazgos localizan la producción del manuscrito en el Castillo Aragonés de Isquia, un castillo-ciudadela insular ubicado al sur de Italia. Este mapa, a su vez, habría sido guardado por María de Castilla, reina de Aragón, “quien lideró la misión de rescate como regenta durante la ausencia de su esposo, el rey Alfonso V de Aragón”, según afirma Cheshire en su artículo.

El Castillo Aragonés es en la actualidad un espacio museístico que abre al público como atracción turística. Nicola Matera, arquitecto curador del museo, nos contó que habían recibido la noticia en palabras del propio Cheshire pero que carecían de fundamentos técnicos para evaluar la validez de su argumentación. Consultado acerca de si existen planes de integrar el hallazgo a su itinerario turístico, Matera afirmó que estaban a la espera de un mayor consenso entre los especialistas.

El manto de sospecha sobre los resultados aparece con más énfasis cuando se consulta a evaluadores especializados. José Manuel Fradejas, catedrático de filología románica en la Universidad de Valladolid y uno de los mayores especialistas en humanidades digitales en el ámbito hispanoparlante, expresó su desconfianza en Twitter a pocas horas de que la noticia se volviera masiva.

Consultado sobre qué tipo de metodología se necesita desarrollar para descifrar el código Voynich, Fradejas respondió de manera tajante: “Sería un genio si lo supiera”. Para el catedrático, “la única forma” de hacerlo requeriría la posibilidad de “transliterar el sistema a, digamos, el alfabeto latino, pero se debería tener una pista, descubrir un patrón o grupo de letras”. A modo de ejemplo, el filólogo comparó este código con la máquina Enigma, y señaló que en esta última “se partía de que la lengua era el alemán, pero en el caso del Voynich no tenemos ni la más remota idea de cuál es la lengua, con lo cual descubrir los patrones es misión imposible”. Escéptico respecto de futuros descubrimientos, Fradejas considera que el misterio alrededor del Manuscrito Voynich “seguirá siéndolo y estimulando la imaginación de mucha gente durante muchísimos años”.

Muchas de las críticas de la comunidad de especialistas se centran en la identificación de la lengua, lo que parece la piedra en el zapato para descifrar el mensaje y ha dado lugar a una gran variedad de propuestas al respecto en intentos anteriores. En su investigación, Cheshire no sólo afirma que ha logrado descifrar el código sino que se ha encontrado con la única pieza conocida hasta el momento de una lengua, el protorromance, que “fue alguna vez ubicua en todo el área del Mediterráneo y que posteriormente se convirtió en la base de las lenguas actuales del sur de Europa”, según afirma en su artículo. Este punto es el que da sentido a que la investigación se haya publicado en una revista llamada Romance Studies. Buena parte de la argumentación del autor en el artículo apunta a comparar ciertos hallazgos decodificados con palabras similares en distintas lenguas europeas contemporáneas como el italiano, el francés, el portugués, el gallego y el catalán.

Justamente el hecho de que no existan otros vestigios escritos de ese protorromance es uno de los factores que quitan credibilidad al hallazgo. A pocas horas de que se difundiera la noticia Lisa Fagin Davis, directora ejecutiva de la Medieval Academy of America y principal voz crítica de los repetidos intentos de descifrar el manuscrito, publicó un tuit que podría traducirse como “Lo siento, chicos. La ‘lengua protorromance’ no es algo que exista. Esta es sólo otra tontería aspiracional, circular y autocomplaciente”.

En declaraciones al sitio especializado Ars Technica, Fagin Davis explicó que las propuestas en torno al descubrimiento del Manuscrito Voynich empiezan con una teoría que afirma que es posible descifrar una serie reducida de símbolos dada la cercanía con una imagen con la que se supone que están relacionados. Después se compara cada símbolo con un conjunto de palabras en lenguas contemporáneas (en este caso lenguas romances) que cierran la teoría y finalmente se hacen traducciones sobre esta amalgama de lenguas, generando algo que se parece más a una lista de deseos que a una traducción propiamente dicha.

La cuestión del protorromance, sin embargo, merece algún matiz. José Manuel Fradejas explica: “Una protolengua es un constructo teórico. En las lenguas románicas se habla de protorromance cuando se utiliza un método histórico-comparativo para llegar al estadio del que surgen todos los romances documentados”. El filólogo afirma que en este caso “viene a coincidir con lo que se llama ‘latín vulgar’”, una variación de la lengua latina notoriamente distinta del latín clásico o el utilizado en los registros cultos como la literatura o el discurso eclesiástico.

Un ejemplo frecuente entre latinistas para ilustrar las diferencias entre el latín clásico y el latín vulgar está en la herencia de la palabra caballo. Si bien en el latín literario la palabra correspondiente es equus (de la que provienen equino y equitación), el método comparativo sugiere que debió existir otra palabra en el latín informal, posiblemente cavallus, para explicar la similitud entre los términos en las lenguas romances actuales (cavallo en italiano, cheval en francés, cavall en catalán). En cualquier caso, Fradejas afirma que “es imposible que en el siglo XV existiera un protorromance”.

En la misma línea apunta Virginia Orlando, profesora agregada del Departamento de Romanística y Español del Instituto de Lingüística de la Universidad de la República y especialista en la evolución del latín hacia las lenguas vernaculares de hoy. Orlando explica que “el protorromance se empieza a dibujar una vez que se desintegra la unidad cultural-comunicativa del Imperio romano, en el siglo V, y es un momento histórico del que tenemos una frágil evidencia de la comunicación cotidiana. Sería difícil imaginar que haya quedado una cristalización tan intensa con 1.000 años de distancia”.

Para la lingüista “no hay fundamento, no hay un conocimiento sobre lo que implica tratar al protorromance como una lingua franca en pleno siglo XV”. Orlando reconoce que si bien el texto podría presentar “una parte del acervo léxico de origen latino”, el investigador “toma los elementos muy aisladamente; el pasaje analizado es muy fragmentario, y no nos dice para nada que estemos frente a un texto de protorromance”. Otro tema que llamó la atención de la lingüista fue el método para homologar sistemas semióticos distintos. En ese sentido, afirma que “la forma en que trabaja la relación entre un sistema gráfico y una lengua es un poco apresurada, porque hace comparaciones con elementos homófonos [símbolos diferentes que comparten el mismo sonido]. ¿Cómo puede sostener que la /j/ y la /y/ son homófonas?”. Para Orlando, la escasa formación del investigador en teorías del lenguaje y paleografía puede haber generado una visión simplista del asunto. Por eso entre las consideraciones que no habría incluido el trabajo de Cheshire, la lingüista identifica “la delicadeza con la que abordar un texto, evaluar cómo se produce, cuál es el contexto, para quién se hace y cómo circula”. Señala: “En este caso se menciona a María de Aragón y quien escribe sería una monja. Pero ¿hay evidencia para creer que esto es así?”.

Quizá el aspecto más problemático de la investigación de Cheshire sea justamente el hecho de que se haya publicado en un medio de prestigio internacional. En tiempos en que el modelo de negocios de las grandes editoriales académicas está siendo cuestionado y en que muchas universidades están pasándose al open access para eliminar las trabas al acceso al conocimiento, uno de los principales argumentos de la industria editorial es que sus publicaciones protegen la calidad, la rigurosidad y la pertinencia del trabajo científico.

Sin embargo, este argumento debe tamizarse con otros episodios, como el conocido “escándalo Sokal”. En 1996, el físico estadounidense Alan Sokal se hizo pasar por un ensayista posmoderno y escribió para la revista Social Text un artículo sin sentido en lenguaje oscuro para evaluar si pasaba los criterios de admisión, lo que finalmente ocurrió. Aunque se podría argumentar que en aquel momento la publicación no contaba con un sistema de evaluación por pares, la proliferación de revistas especializadas, los ritmos cada vez más acelerados de publicación y la necesidad de engrosar el currículum personal y mejorar el posicionamiento de las universidades no solamente han sido caldo de cultivo para la aparición de revistas open access, algunas fraudulentas, sino también para una relajación de los criterios de las revistas más serias.

En el caso de Romance Studies, algunos cuestionamientos a la publicación de Cheshire impactan de manera considerable sobre los principios básicos del área del conocimiento. Al respecto, Orlando asume que hubo un proceso de arbitraje y que por lo tanto entran en juego políticas de evaluación. Por eso mismo, le “asombra que si fue revisado por expertos en romanística se haya publicado”. Dos miembros del Consejo Editorial de Romance Studies fueron contactados para este reportaje, pero no respondieron a la solicitud de entrevista.

Tras varias críticas de especialistas, la Universidad de Bristol decidió retirar de su sitio web la noticia del descubrimiento y afirmó que estarían atentos a volver a anunciarla tras el debate entre especialistas. Los ecos de la noticia conducen a dar por fracasado este nuevo intento de desciframiento, pero quedan algunas preguntas y reflexiones. Por ejemplo, por qué en el siglo XV una persona querría cifrar un mensaje en un sistema tan complejo y si esa iniciativa puede estar relacionada con lo que el mensaje busca ocultar.

Desde las páginas envenenadas de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, a la pirámide del Louvre de Dan Brown, pasando por los recetarios medievales sobre cómo esconder un mensaje en el interior de un huevo duro o las historias de militares que escribían en el cuero cabelludo de rehenes a quienes enviaban como emisarios solamente después de crecido el pelo existe todo un anecdotario de ficciones, testimonios y leyendas sobre cómo ocultar mensajes para que sólo unos pocos pudieran entenderlos. La premisa es sencilla: quien tiene el conocimiento tiene el poder, y los libros han sido el medio de transmisión de conocimiento más efectivo a lo largo de la historia.

La profesora Orlando se muestra escéptica sobre la posibilidad de que el Manuscrito Voynich oculte algún tipo de información secreta que sirviera al poder local en el ámbito en que circulaba, ya que si bien en la historia de Occidente “en general los poderosos son letrados y el poder persigue la formación letrada de quienes lo ocupan”, no habría una relación sólida entre encriptación y protección del poder en este caso, ya que si pensamos en públicos masivos “encriptar implica sacar del acceso a un número de participantes”, y si llevamos esto “a esas épocas, el Medioevo tardío, son muy pocos los que leen y escriben, por lo que no necesitás encriptar demasiado”. Para la especialista es más probable que si el Manuscrito Voynich está cifrando un mensaje importante se trate más bien de “la protección de un contrapoder”. Así se hizo con prácticas prohibidas, como la magia.

Las teorías sobre por qué ocultar el contenido del Manuscrito Voynich son numerosas. Juan José García, codirector de la editorial Siloé, ha recopilado varias. Siloé es la empresa encargada de clonar el manuscrito y se dedica, como dice su sitio web, a “avivar la memoria de los códices, libros y documentos más significativos del pasado cultural del hombre”. En distintos medios, entrevistas y charlas, García ha afirmado que el Manuscrito Voynich no sólo es el libro más misterioso del mundo, sino probablemente el misterio más grande de la humanidad. Sobre las razones por las que uno cifraría un mensaje como ese, suele repasar desde teorías conspirativas extraterrestres —las que considera más divertidas— hasta las que indican que fue el pasatiempo de algún monje ingenioso —las que considera más probable—.

El caso del Manuscrito Voynich resulta de interés a nuestros ojos por la dificultad de resolver un problema tan práctico como existencial: entender. Se podría decir que una sociedad obsesionada con la información y el conocimiento ve al Manuscrito Voynich como la piedra más grande en su zapato. Pero también el misterio está alimentado por la fantasía que rodea al secreto. Esa sociedad de la información refuerza una tensión por la que, por un lado, brinda innumerables herramientas para desvelar lo oculto y exigir la transparencia en los procesos de comunicación, pero también crea nuevos dispositivos para multiplicar y redefinir los misterios. Por eso, como enseñan Jorge Lozano y otros semiólogos de la cultura, el secreto es inherente a la comunicación, por más efectiva que esta intente mostrarse. Así como hay quienes dicen que el erotismo es imaginación, que el miedo es incertidumbre y que la alegría necesita una dosis de ingenuidad, quizás sea hora de dejar al Manuscrito Voynich enseñarnos las limitaciones de una sociedad obsesionada con descifrar todo y permitirle ser esa gran excepción.

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