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Ilustración: Diana Carmenate

Nomenclátor (o el cuarto hombre)

18 minutos de lectura
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Asociada a la ciencia ficción uruguaya a partir de la publicación de las novelas Zack (1993) y Zack: estaciones (1994), Ana Solari (Montevideo, 1957) ha atravesado formatos y géneros diversos en una intensa búsqueda experimental.

En 2011 ganó el Premio Anual de Literatura con El señor Fischer, una novela histórica que bucea en los fundamentos del autoritarismo en Alemania. Lo que publicamos aquí son la introducción y los capítulos 17 y 18 de su próxima novela, llamada Nomenclátor, como su protagonista. “No es una distopía”, aclara Solari.

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Introducción

A fines del año 2020, en medio de una pandemia global a la que parecía no encontrársele una solución definitiva, y debido a la coincidencia de diversos factores —ambientales, económicos, bélicos, étnicos, criminales, de decadencia moral y creciente dominio de redes y big data—, Occidente explotó en mil pedazos, y los estados-nación no fueron capaces de mantener el poder, vacíos de verdaderos proyectos político-gubernamentales; rápidamente, el concepto de gobernanza pasó al olvido, ante la indiferencia de poblaciones cada vez más individualistas y conservadoras. Hubo una ola masiva y extendida de saqueos, asesinatos en masa, verdaderas limpiezas étnicas, de diferente signo, que intentaban redibujar un mapa dentro de lo que aún sobrevivía de los estados, pero que llevó rápidamente a la redistribución del poder, que quedó en manos de grandes corporaciones semilegales de políticos corruptos, traficantes de armas, de personas, de drogas, de tecnología. Con la corrupción entronizada, la destrucción sistemática de la noción de justicia y el rápido debilitamiento de la democracia debido al desborde del populismo de derecha, se terminó de disolver un Estado que a duras penas era capaz de mantener la fachada de lo que debía ser. A eso se sumó el impresionante desarrollo de las comunicaciones visuales, las redes, que se convirtieron en el paraíso de las noticias falsas, la distorsión de la realidad y la cada vez más creciente masa de ciudadanos manipuladores, manipulados y manipulables. Los movimientos conspiracionistas vivían su apogeo y las religiones más bastardas se reproducían como moscas. La desaparición de líderes políticos, de partidos y organizaciones sociales, junto con un lento pero creciente analfabetismo de generación tras generación, alentado por la mercadotecnia, la banalidad y la viralización de cada vez más producciones individuales, terminó de instalar una realidad fragmentada, con colectivos autogobernados sobre la base del más fuerte, dependientes, a su vez, de algún importante, similar a algún reyezuelo o señor feudal del siglo XII, que movía los hilos y favorecía a tirios y troyanos, es decir, a sí mismo. Para fines de la década de 2030, se había asentado una forma de urbanismo que aprovechaba las antiguas ciudades, y se distribuía en enclaves, aldeas o simples amontonamientos de huecos donde vivir, que compartían un territorio común, en el que preponderaban muros y pasadizos, única forma de protección. En una palabra, se había vuelto casi a la antigüedad, a la de ciudades amuralladas, con la diferencia de que el enemigo no moraba fuera de ellas, sino intramuros. Eso generó una nueva forma de relacionamiento social basado en la desconfianza, la suspicacia, el cinismo y, en algunos casos, el aislamiento voluntario, o la creciente aparición de grupúsculos de creyentes de todo tipo de cultos, sobre todo animistas, esencialistas, panteístas y apocalípticos. Podría decirse, sin embargo, que algo parecido a las clases sociales seguía existiendo. No sobre la base de la producción y el trabajo, sino en relación con vínculos y frágiles cuotas de poder grupal y armamento.

El hiperdesarrollo de la tecnología —más que de la ciencia— la convirtió en uno de los instrumentos de control y divertimento más importantes, menos controlados y más controladores. La ciencia, sobre todo la neurociencia —asociada a la nanotecnología—, hizo avances sin precedentes, que alimentaban más que nada al campo de la neurotecnología, uno de los pilares para la manipulación de la memoria. El de los neurocientíficos era un enclave estructurado en forma compartimentada, directamente asociado a los cuerpos de inteligencia de los distintos grupos de poder, algunos con rasgos marcadamente militares.

La noción del tiempo, como se la conoció hasta inicios de 2030, que durante diez años se fue redimensionando en forma opaca, poco perceptible para la mayoría, también terminó reducida a una suerte de presente continuo, con un pasado al que la mayoría identificaba con la memoria, y sin noción de futuro. La memoria terminó siendo un bien codiciado, más valioso que en su momento el oro, generalmente en manos de grupos que traficaban con ella, le daban distintos tipos de uso, y muchas veces la obtenían de maneras que muchos sospechaban, pero que nadie explicitaba, porque todos, en algún momento, se relacionaban con la memoria.

En la medida en que la fragmentación también aisló lo que antes se conocía como el “campo” o los lugares de producción de alimentos, la forma de nutrición es básicamente química o chatarra. En algunos lugares y corriendo grandes riesgos, existen grupos muy minoritarios y cerrados, de difícil acceso, que plantan lo más básico, crían algún animal de granja o hacen sus propios destilados, con lo que comercian sobre la base del trueque. Esos grupos de productores casi siempre se encuentran al borde de la legalidad, y los controladores los consideran altamente peligrosos.

Debido a la disposición de los habitáculos dentro de las zonas amuralladas de la ciudad, dejaron de usarse los automóviles y el transporte público. Algunos grupos aún usan motocicletas, pero menos para desplazarse y más para impresionar, porque conseguir combustible no es sencillo, y su distribución también está en manos de importantes dedicados a ese rubro.

Es en ese contexto que distintos grupúsculos desplazan a las personas no confiables o no útiles —categorías no fijas y que varían según la zona—, ocupan y se “dividen” los espacios urbanos, de acuerdo a sus propias reglas, creencias y necesidades.

Lo que no varió demasiado es la propia conducta humana; las emociones, los miedos, los deseos y las maldades se mantuvieron sin mayor transformación; simplemente, se adaptaron a esa ya no tan nueva forma de vivir para, precisamente, sobrevivir.

Diecisiete

Pero no es el Coco el que aparece a sus espaldas.

—Sé que me estás buscando. Uno que tú conoces anda detrás de mí.

Uhu se da vuelta. Un hombre flaco, con un traje de segunda mano y el pelo peinado al costado, con un anticuado mechón que le cubre el ojo derecho, como se usaba en los años ochenta del siglo pasado. Un nostálgico. No lo encañona; simplemente fuma un habanito y lo mira; podría jurar que hay un destello de burla en sus ojos.

—Una pena que a tu amigo lo frieran. En caso de que hayas venido a ver al que vivía aquí.

Se alza de hombros y Uhu se abalanza sobre él.

—¡Momento! No fui yo. Cuando llegué, ya estaba destripado. Y no, no robé nada. Así como entré, salí a esperarte. Por su aspecto, creo que la pasó bastante mal.

Uhu se apura. La puerta disimulada está sin tranca, y la lámpara azul de la mesa de trabajo está encendida. No, el espectáculo no es agradable. Sobre la falda, el búho degollado, su sangre mezclada con la del Coco. Le cierra los ojos y aprieta los puños. ¿Quién querría matar al Coco y por qué? Con una rápida mirada confirma que no han revuelto nada; vinieron a liquidarlo, y no porque creyeran que guardaba algo de interés. ¿Pero por qué?

Lübeck lo sigue y mira la escena con indiferencia.

—¿Cómo sabes que te busco? ¿Cómo sabías que vendría aquí?

—Si todavía no te enteraste de que todo se sabe, me decepcionas un poco. No, no me buscas tú, pero sí un par de amiguejos míos. Con un par de billetes, consigues lo que quieres. Esos que andan tras de mí, te advierto, no son trigo limpio, sobre todo uno al que le gusta jugar con su navaja.

—¿Quiénes son?

—Nomenclátor y El Nata. No creo que sea por nostalgia o fraterno afecto que quieren encontrarme.

—¿Y cómo sabías que vendría aquí?

Lübeck lo ignora.

—Así que los que me siguen también te soplaron eso. Muy oportuna la casualidad —farfulla Uhu y empuña la kukri.

Lübeck se contrae y de inmediato se recompone.

—Seguramente quieren algo, y puedo imaginar qué es. Pero son bastante inútiles. No sé cuál de los dos lo es más.

—Y tú seguramente no lo eres. Bien por ti.

Le da la espalda y husmea por el refugio del Coco. En uno de los estantes hay un libro dado vuelta, con el título boca abajo. Nadie se fijaría en un estante de libros, sobre todo si se toman en cuenta los títulos del Coco, en caso de que sepas leerlos.

Lo saca del estante. Es una Biblia, lo que lo desconcierta un poco. La sacude levemente, y una hojilla de armar tabaco se desprende y aterriza a sus pies. La recoge con cuidado para no romperla. Sin embargo, está en blanco. La mira a contraluz, pero tampoco descubre nada. Toma una hoja de la mesa de trabajo, la dobla en dos, la mete allí, como si fuera un sobre, y se la guarda en el bolsillo de la chaqueta. Una rápida revisión del ordenador tampoco arroja resultados interesantes a simple vista, aunque para asegurarse debería abrir cada archivo, cada planilla, cada imagen. El Coco siempre fue hábil escondiendo datos. Sin embargo, solía repetir, más para sí mismo que para su interlocutor:

—Si quieres esconder algo, lo mejor que puedes hacer es dejarlo a la vista. Nadie lo verá. Nadie repara en lo que se ve.

Ilustración: Diana Carmenate

De modo que, si hay algo importante, está aquí, ante tus ojos. ¿Qué cosa no llama la atención en una mesa de trabajo? Los materiales obvios: papel carbónico, hojas en blanco, una libretita de apuntes con su letra minúscula, dos bolígrafos —uno azul y otro verde—, una regla, un envoltorio de una golosina mordisqueada. Un envase de gaseosa a medio tomar, una fotografía del Coco de niño, abrazando un perro. Curioso que esa fotografía esté allí. El Coco no era un tipo precisamente nostálgico. Toma una bolsa y mete todo en su interior. Lo revisará minuciosamente. Ahora se trata de salir de allí.

Lübeck lo mira hacer, mientras fuma otro habanito.

—Espero que hayas encontrado algo.

—Y yo espero que me digas qué quieres. No pareces necesitar nada, por el traje y los habanitos.

Lübeck lanza una carcajada desagradable, que deja una dentadura notoriamente implantada a la vista.

—Podríamos asociarnos y beneficiarnos mutuamente. Lo que tengo podría interesarte.

—Así que has venido hasta aquí a decirme eso. Ya que sabes tanto, no sé por qué no esperaste a mañana.

—Me gusta la noche. Me sienta. Y necesitaba hacer un poco de ejercicio. Ya sabes.

—Si tú lo dices.

Uhu se acerca al Coco y de algún modo se despide de él. Un testigo de otro tiempo, un vestigio, una vida que se clausura. Un adiós definitivo. ¿Acaso habrá tenido un pensamiento final, cuando se dio cuenta de que estaba muriendo? Debe de haber sido una muerte lenta y dolorosa, por el calibre de las heridas. Una muerte que también es un mensaje. ¿Para él? ¿Y por qué? Después sale, seguido de Lübeck, que apaga el habanito con el taco del zapato lustrado. Se inclina, toma la colilla y se la mete en el bolsillo.

—Supongo que no creerás que el beneficio mutuo incluye que cargaré contigo —dice Uhu con fastidio.

—Pensaba que podrías invitarme a un trago en tu guarida —responde Lübeck—. Dicen que es bastante buena.

Uhu ignora el comentario. La única forma de desembarazarse de este sujeto es moliéndolo a palos. Pero eso sólo retrasaría el asunto. Más vale saber qué es lo que quiere realmente.

Caminan por los callejones húmedos. Un par de calles más adelante, Uhu dobla a la izquierda, que da a un portal que se abre a un espacio techado. Allí se hacen negocios. Si este tipo cree que lo va a llevar a su guarida, es un tonto o un zorro.

—Bueno, bueno. Entiendo. No vamos a tu lugar. Bien, da lo mismo.

Extrae una petaca del bolsillo y la abre con parsimonia. Da un trago.

—No es malo.

Se la alcanza y Uhu no acepta. Lübeck se ha sentado, la espalda contra la pared; él permanece de pie.

—Tú dirás.

Lübeck lo mira con los ojos entrecerrados. No lo mide, simplemente lo mira. Parece un poco aburrido. Y sí, así son las cosas por aquí, bastante aburridas.

—Bien. Sí, tengo memoria. Sí, quiero abrir un negocio. No, no me interesa tu amigo, el que anda con el niño. Me interesa el otro, El Nata.

—No conozco a ningún El Nata —escupe Uhu.

—No me extraña, quizá lleva otro nombre. Da lo mismo. Es un cuchillero.

A Uhu no se le mueve un músculo de la cara.

—Es un tipo peligroso. Hará cualquier cosa con tal de robarme lo que es mío.

—¿Entonces buscas protección? No es mi palo.

—No lo llamaría así, pero suena parecido.

—¿Y qué te hace pensar que me interesa liarme contigo?

—Por Chico Luemi. Sé dónde está.

Conoce el nombre del niño y siente una ola hirviendo que le explota en la cabeza. Calma, calma, no es el momento.

—Así que eres Lübeck, uno de los que cruzaron la barrera con Nomenclátor —dice con voz helada.

—La fama trasciende las fronteras.

Uhu aprieta con fuerza un puño dentro del bolsillo. Lo mataría allí mismo. Si este sujeto sabe dónde está Chico Luemi es porque otros lo saben, aunque no es algo que lo sorprenda; la amenaza, que no es para nada sutil, lo enfurece.

—O sea que quieres que me haga cargo de ti a cambio de que no toques a Chico Luemi.

—Creo que lo has entendido bien.

—Eso supone que eres más poderoso de lo que parece.

—Podría ser. Soy sociable, hago contactos rápidamente. Me relaciono bien con la gente importante.

—Cuidado que la gente importante no se aburra muy rápidamente de ti.

—Por ahora creo que no. Además de sociable, soy chistoso, una buena compañía en cualquier reunión.

—No me cabe la menor duda. Me has entretenido hasta ahora. Gracias.

—¿Tenemos un trato?

Uhu sopesa la situación. Puede liquidarlo ahora mismo, y el tipo lo sabe, pero también sabe que es un riesgo gratuito. Lo depositará en otro hueco, y aceptará lo que propone. Después le avisará a Matilda, a través de El Nata, que Lübeck ha aparecido y que evidentemente está en problemas. Probablemente se metió con la gente equivocada, con un importante cuyo negocio algún otro codiciaba; quedó en el medio del asunto y no puede hacer lo suyo, que ha de ser menor. Claramente menor. Si fuera uno en serio, no estaría aquí. Estaría en una casona, en el barrio alto.

—Bien. Te llevaré a un lugar donde puedes quedarte.

—Qué pena. Me han hablado tanto de tu guarida, que me ilusioné con conocerla.

—Qué mejor que no pierdas la ilusión. No hay como convivir con un deseo que demora en cumplirse. Crece con el tiempo. No creo que sea de tu estilo. —Lo mira—. Por tu aspecto, digo. Aunque bien puedo equivocarme.

Lübeck se pone de pie y se sacude el pantalón con afectación.

—Te sigo.

Tres calles más adelante, vuelven a torcer a la izquierda. Allí hay tres puertas cubiertas de dibujos obscenos. Uhu golpea la del medio. Alguien abre y mira por el resquicio.

Uhu hace un gesto.

—Este se queda aquí. Una noche.

La puerta se abre un poco más, Lübeck entra y un tipo de pelo casi blanco lo cachea. Un profesional. Vaya, vaya, un gris. Un ex gris, se corrige.

—Si tú lo dices —murmura el gris.

—Con esto no me debes nada. Saldado.

Después cierra la puerta. Escucha el golpe de un cuerpo contra la pared. Bien, que Lübeck vaya aprendiendo dónde se mete. Si creyó que la Innombrable se abriría de piernas y gozaría con su presencia, se equivocó saladamente. Estos inútiles que vienen de la ciudad porque creen que aquí es fácil hacerse una vida no entienden nada. Sólo ocasionan problemas. Después escucha una respiración entrecortada y más golpes. Bien, bien. Espero que hayas comprendido cómo hacemos las cosas aquí.

Vuelve sobre sus pasos. La noche se ha terminado de hacer; la oscuridad lo domina todo. Debe sentarse a pensar. Todo esto no deja de ser una distracción casual, o no casual. El Nata, este tipo, Lübeck, Nomenclátor. El Coco martirizado. Es hora de que revise lo que trajo y de analizar la hojilla. El Coco era un maestro ocultando mensajes. En caso, claro está, de que hubiera un mensaje que transmitir, y que el tiempo le hubiera dado para hacerlo.

Ilustración: Diana Carmenate

Dieciocho

Está inquieto. Debe esperar a que se haga el día para buscar a Chico Luemi y quisiera que ya fuera el alba. Los hombres roncan en los camastros separados por planchas de metal y yeso, como si fuera un cuartel. Los conoce hace mucho: a Gregorio, Teko y Salmuera les ofreció trabajo cuando Petén le dijo que eran sobrevivientes de uno de los embarques de Ligger, y sólo por ese motivo matarían por él. El Rengo y Lobizón eran amigos de Petén, y se los recomendó cuando las cosas se complicaron para todos. Fue una buena cosa traerlos a la cueva. El Bicho es el más joven, e invariablemente le recuerda a Ruth.

Hace unas semanas apareció allí, apaleado, ensangrentado y cubierto de vómito, un ojo casi salido de la órbita y las dos manos destrozadas. Cómo llegó no supo decirlo. Es probable que lo dieran por muerto y lo dejaran detrás de un contenedor. Tal vez alguien notó que respiraba y lo dejó delante de la puerta. Ruth casi se tropieza con él. Le echó una mirada rápida y lo empujó dentro. Seguramente, y sin motivos, Ligger o uno de sus hombres le dio una paliza de muerte. Después tomó a Chico Luemi de una mano.

—Esto no nos concierne —dijo en voz baja.

—¿Y por qué lo entraste?

—¿Acaso no fue eso lo que Uhu hizo con nosotros? No lo olvides. Ahora estamos a mano. Él nos salvó, ahora nosotros salvamos a este. Ya no le debemos nada a la puta vida.

Después, alguien lo recompuso un poco. Las dos manos entablilladas, el ojo puesto en su lugar, le dieron ropa limpia y la desconfianza se instaló en la mirada. Si se le acercaba alguien, se encogía y temblaba con fuerza. Le dieron de comer. Estaba claro que hacía mucho que no probaba bocado, porque en pocos minutos tragó todo lo que le pusieron delante. Como un perro, la cara dentro del plato, incapaz de usar las manos. Los hombres se burlaron de él, mientras Uhu observaba la escena.

—Pero si es un bicho, un perro, algo así. Miren cómo come sin usar las manos. A ver cómo se las ingenia sin las manos para lo otro… ya saben —se burló El Rengo.

Ilustración: Diana Carmenate

Como nunca dijo su nombre, le pusieron así, El Bicho, y no protestó. Quizá no tuviera nombre. Se recuperó lentamente; aumentó de peso y dejó de parecer un refugiado de más allá del último muro, de esos que son casi transparentes de hambre y agotamiento. Y en cuanto dispuso de las manos, demostró ser hábil en el manejo de ciertas herramientas, sobre todo las más delicadas. Era taciturno y rara vez decía más de dos o tres palabras. No se juntaba con el resto de los hombres, a los que miraba con desconfianza. Seguía con la mirada a Uhu y siempre sabía dónde estaba. Se mantenía cerca, como si fuera su guardián.

Una vez en que habían bebido más de la cuenta, Salmuera se burló de El Bicho y de la devoción que demostraba por Uhu.

—Pero si es el ángel de la guarda de Uhu —exclamó.

Uhu se le acercó lentamente, y Salmuera palideció.

—Era una broma, jefe, lo juro —balbuceó.

Uhu lo tomó del cuello, lo apretó despacio, aumentó la presión de los dedos y lo elevó unos centímetros de la silla. Salmuera pataleó. Después lo soltó y el hombre lo miró con miedo, los ojos rojos de alcohol.

—La próxima vez que digas algo semejante, te las verás con Ligger —siseó Uhu—. Estará encantado de encontrarse contigo nuevamente.

Pálido, el miedo dio paso al terror. Salmuera no dijo nada y se restregó el cuello. La marca demoró en desaparecer.

Chico Luemi entabló una relación con El Bicho, quizá porque era como un adulto que creció antes de tiempo. Le armaba aparatos inútiles con partes que encontraba en el depósito, que se movían de un lado a otro, con un control remoto que había ensamblado y que se alimentaba de energía solar. Chico Luemi pasaba horas con él, sobre todo los días en que Ruth desaparecía.

Lo mira dormir, encogido en el camastro. Nadie diría que bajo la manta hay un hombre leal y capaz; algo que es una virtud. Mejor que no den dos cobres por ti, te mantiene a salvo y te permite, llegado el caso, tomar por sorpresa a quien te ataque. La mejor defensa es el primer ataque, y si es de súbito, mejor.

Se asegura de que las aberturas estén debidamente selladas y los sensores activados, y entra a su espacio. Saca de un cajón un par de guantes de látex, se los calza y mete la mano en el bolsillo de la chaqueta. Extrae con cuidado la hoja, la abre y extiende suavemente la hojilla sobre la mesa. Enciende la luz ultravioleta. Si hay algo allí, el Coco debe de haber usado un método químico sencillo. Agua y manganeso, por ejemplo. Basta con untar la hojilla con una mezcla que contenga ese mineral, y después escribir el mensaje con agua. La luz ultravioleta no demora demasiado en hacerlo visible. La caligrafía inconfundible del Coco define una sola palabra: Dédalo.

Va hasta el primus, pone un recipiente con agua y enciende el fuego. Cuando el agua hierve y comienza a echar vapor, acerca la hojilla, de la que el mensaje va desapareciendo lentamente. Después vuelve a la mesa de trabajo y pone allí lo que trajo del refugio del Coco. Alisa el envoltorio de la golosina y lo descarta. Lo mismo hace con el envase, tras comprobar que no hay nada dentro, más que restos del líquido rojizo. El lápiz no encierra ningún misterio, la mina es de baja calidad, y en la hoja de papel sólo hay algunas manchas de grasa. Entonces se detiene en la fotografía. El perro, cuyo nombre se lee claramente al pie de la imagen: Dédalo. Precavido, el Coco supo que, llegado el caso, encontraría estas cosas y comprendería. Toma la fotografía, la escanea y la envía al ordenador, que la recupera. La amplía a más del doble, y por más que los pixeles aparezcan borroneados, en el collar del perro se distingue una secuencia de números. Hace una selección de ese trozo y lo pasa por un refinador de pixeles. En esa secuencia, entonces, se esconde el mensaje que ocultó el Coco. Una larga secuencia de ceros y unos. No se equivocó al suponer que nadie repararía en un libro al revés en un estante ni en una fotografía de un niño de cara regordeta abrazando a un perro callejero.

Sobre la base de que ocho bits corresponden al código binario de una letra del alfabeto, los separa en grupos de ocho y obtiene seis grupos de bits. El programa de desencriptado traduce cada secuencia a la letra correspondiente. ¿Pero qué le quiso decir? ¿Por qué “futuro”? ¿Acaso había encontrado algo que se vinculaba con ese término?

Repasa parte de la conversación con La dama nocturna. Le planteó la contracara de la memoria, algo así como la antimemoria. Lo opuesto a la memoria, como resultado de lo pasado, es lo que no puede ser recordado, porque no existe aún. El futuro. ¿Qué respondió ella ante la posibilidad de instalar un futuro? Dijo que suponía que algunas personas se pondrían a pensar. Y con su característica ironía agregó que no serían muchas, porque no era algo que concitara un interés masivo, ni que pensar fuera una práctica habitual.

Le falta información para completar los blancos, y la clave está en el hombre que acaba de dejar donde el gris. En torno a Lübeck, y seguramente a sus acompañantes también, se teje un conjunto de hilos que intenta deducir. Anota en un papel los nombres de los tres que cruzaron la barrera junto con Lübeck. Salvo Nomenclátor, es posible que uno haya cambiado de nombre, pero da lo mismo, es el que desapareció. Los cuatro se relacionan entre sí porque comparten el secreto de Lübeck. Alguno querrá hacer negocios, como El Nata, que está con Matilda, otro será indiferente, como Nomenclátor. Hay un tercero al que han mencionado como El Tetas, del que aún no es capaz de hacerse una idea. Y está Lübeck, que es el que sabe, aunque no necesariamente disponga de toda la información como para comprender qué ocurre. Da la impresión de que es un zorro, pero que no avanza más allá de su propia conveniencia. Es hora de saber exactamente qué es lo que quiere. Lo que haya hecho para concretarlo, o acercarse a su objetivo, le permitirá prever posibles situaciones. Lo más probable es que Lübeck haya querido negociar la memoria que robó. Entra en contacto con alguien interesado en el negocio de la memoria. Seguramente haya más de uno, así que allí puede haber algún conflicto entre importantes y bandas, pero no se detiene en el asunto. Es lo de siempre. Ahora bien, si el Coco destacó la palabra “futuro” significa no sólo que pensó en el asunto, sino que sabía algo más. Pero ¿qué? El Coco seguía manteniendo algunos contactos de antes de que se recluyera, y es posible que alguno le haya comentado algo que lo puso a pensar seriamente, no sólo en el asunto, sino en quiénes podrían interesarse en algo así, para qué y por qué. Eso quiere decir que su espantosa muerte no es una señal, sino una limpieza; alguien supo o intuyó lo que había pasado y que el Coco siguiera con vida era un riesgo demasiado alto. Sin embargo, los sicarios eran bastante chapuceros o no estaban suficientemente informados, o quien los envió tampoco contaba con toda la información, porque no buscaron nada. Simplemente, lo torturaron lentamente hasta que se desangró. Quizá haya algo más en el refugio, allá arriba; tal vez valga la pena regresar y revisar. Piensa, Uhu; si el Coco obtuvo una información, incluso si no la buscaba, en alguna parte ha de haber vestigios. Algo. Una nota, una fecha, un nombre o un apodo.

Es lógico pensar que más de un grupo se interesa en la construcción de un futuro de acuerdo a sus intereses: el futuro que ofrezcas debe ser vendible, no necesariamente verosímil. Por qué la memoria que robó Lübeck es tan importante es algo para lo que aún no encuentra respuesta. Memoria se puede conseguir en cualquier lado; tanta y más fácilmente que el speed, cuando la oferta supera la demanda. Algo hay en esa memoria, entonces, que encierra una respuesta, o un camino, que es más o menos lo mismo. O la clave de un futuro posible, y eso es lo que quieren saber los que la buscan. La clave. Momento, Uhu. Si la memoria robada encierra una clave, eso significa que fue puesta en la planta de donde la robó Lübeck. Hay una posibilidad, remota, sí, de que Lübeck sepa exactamente eso, y que todo lo de abrir un local para comerciar con ella no sea más que una pantalla. ¿Y si Lübeck no huyó a la Innombrable, sino que lo mandaron con una finalidad muy concreta? Es algo que debe discutir con La dama nocturna.

Es tarde como para regresar a lo del Coco, y la zona se vuelve más peligrosa, aun para alguien con una kukri y un par de hombres fuertes y armados. Lo hará a plena luz del día. Y debe ocuparse de Lübeck; mejor dicho, debe hacer que le dé la maldita memoria de una vez para analizarla. Y para eso cuenta con La dama nocturna. Vaya, estará encantada de que la necesite. Ya falta poco para el alba, para buscar a Chico Luemi.

Se quita las botas, la chaqueta y la cadena; mete la kukri bajo la almohada, apaga la luz. Aprieta con suavidad un botón oculto en la cabecera de la cama. Si hay algo que realmente lo calma es Vergnügte Ruh’, beliebte Seelenlust, del gran compositor.

En las esquinas, los puntitos rojos, casi invisibles, se encargan de detectar cualquier mínimo movimiento, aquí o en todo el perímetro. Y, por fin, empieza a dormirse con la voz del ya olvidado Andreas Scholl y con el rostro de Ruth a su lado. Ella se inclina, murmura algo que no comprende y se duerme.

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