Ingresá

Benedetti en 1950. Foto: Fundación Mario Benedetti.

Mario y los parricidas

23 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

El punk, combustible inicial del rock de la posdictadura, permitió cuestionar sin miedo las vacas sagradas de la cultura uruguaya. Con esa honda tensada por revistas fotocopiadas, eventos marginales y artículos esporádicos en los semanarios, los jóvenes incultos del 87 apuntaron guijarros y cascotes contra los ventanales de los abuelos del 45. Ellos , a su vez, también habían dado peleas para destronar a sus antecesores. Dos generaciones, cada una al modo de su tiempo, programáticas y parricidas, en el relato de un protagonista comprometido y atento observador.

Luca Prodan sube al escenario de Montevideo Rock. El Prado deja de ser un pulmón verde y recibe, por media hora, la oxigenante bocanada de aire contaminado de Sumo. Fustiga las banderas, las patrias y el desprecio por las clases dominantes. Sus estrofas a veces se pierden y a veces conectan con lo que podría tomarse como un grito generacional. Son poéticas, burdas y panfletarias: “Estoy rodeado de viejos vinagres todo alrededor”. Es noviembre de 1986. La dictadura había terminado de caer un año y medio antes. A primera vista ese festival, con invitados internacionales y bandas uruguayas, parecería un ejemplo más de la primavera democrática. Pero entre los resquicios de lo cotidiano se filtra la disconformidad. A quienes tenemos 20 años no nos gusta lo que pasa en los cenáculos de la cultura, donde lo nuevo se asemeja demasiado a un regreso de lo viejo. Tampoco lo que ocurre en los hemiciclos parlamentarios, donde semanas después se aprobará una ley que garantizará la impunidad del terrorismo de Estado. El descontento está en el aire y hace arder las mucosas. Como un gas.

Todo pasa rápido y, a la vez, en cámara lenta. En teatros y bares se suceden conciertos del viejo canto popular de los músicos que vuelven del exilio y de la canción urbana. Espacios de comunión entre los sobrevivientes de la contestación cultural de los 60 y los fogoneros de la reapertura que había comenzado a legalizar estructuras sociales a partir de 1983. La dictadura no había caído sola. Había sido empujada al abismo por la resistencia interna, el aislamiento internacional y el sordo hartazgo de las mayorías. Así que los abuelos, los padres y los hermanos mayores disfrutan su bien merecida estación del retorno a la legalidad.

Los quioscos se llenan de semanarios que alimentan a los hambrientos de discusión política. En las librerías se acumulan, con olor a tinta recién impresa, obras escritas décadas atrás. Si hacemos caso al etiquetado que propuso Ángel Rama, es el regreso triunfal de las dos promociones de la generación crítica, encabezadas por Mario Benedetti (promoción del 45) y Eduardo Galeano (promoción del 60). Además, una línea editorial de autoficción tupamara trepa en las listas de best sellers silenciando (con el morbo que despierta su rareza) otras expresiones de la resistencia de izquierda. Por debajo, lo experimental y alternativo queda limitado casi exclusivamente a la poesía. Un emergente como Ediciones de Uno, formado por los hilos culturalmente más contestatarios de los activistas del 83, alcanza los 1.000 socios y más de 70 títulos editados.

Pero por debajo de ese por debajo hay, sin embargo, algo nuevo.

Algunas bandas de rock coquetean con el punk en toques relativamente improvisados. Montevideo Rock había sido la oportunidad de que varias empezaran a asomar la cabeza ante algo parecido al gran público. El mercado discográfico ya no les resultará tan ajeno. Incluso la televisión abre pequeñas claraboyas.

La generación del 87

Nombrada alguna vez como generación del 86, al situarse su origen —de manera romántica— en el preciso momento en que se escuchó el primer acorde de aquella actuación de Sumo en el Prado, quizá sería más adecuado considerarla generación del 87.

En ese 1987 una mesa redonda organizada en setiembre por la revista Relaciones en la Alianza Francesa “presentó en sociedad” el pensamiento de las bandas fundacionales de ese punk-rock directamente de boca de sus protagonistas. En noviembre de ese mismo año se produjo, con motivo de una entrevista para el semanario Jaque, la reunión de varios de los integrantes de las revistas subterráneas que habían ido naciendo ese año y que mejor definen el cruce entre punk-rock, periodismo alternativo, poesía contestaria y plástica emergente: Generación Ausente y Solitaria (GAS), Suicidio Colectivo, Iniciativa Psicótica y Cable a Tierra. Un mes después, en diciembre, uno de los participantes en esa entrevista coral, Gustavo Escanlar, de Suicidio Colectivo, publicó en el semanario Aquí una carta de lectores que se suele tomar como piedra inaugural del cuestionamiento público contra Mario Benedetti. Pero más allá de esos modestos hitos fundacionales ocurridos en 1987, nombrarla con el séptimo año de la década vincula, pitagóricamente, a la generación del 87 con dos generaciones parricidas y vanguardistas anteriores, aunque de mucho mayor espesor intelectual: la del 27 y la del 67.

Las revistas subte

Detrás de las llamadas “revistas subte” había gente ubicada en ambos lados de la frontera de los 20 años de edad. Eran publicaciones caseras, fotocopiadas o multiplicadas en offset en el papel más barato posible. Se vendían mesa a mesa en los bares y pubs, en los pasillos de algunos liceos y facultades, en ciertas disquerías y los sábados en la feria de Villa Biarritz.

Esa feria fue, en cierto modo, el Sorocabana generacional. En ¿Quién escupió el asado? Subcultura y anarquismos en la posdictadura. Uruguay 1985-1989 (Alter Ediciones, 2020), Diego Pérez sostiene que “en la esquina de las calles Pedro Berro y José Vázquez Ledesma, cerca de los baños públicos, ocurrió la invención de un espacio territorial diferente, donde las expresiones artísticas ocuparon un lugar al margen de la contracultura anclada en el canto popular. Allí se hicieron toques y se instalaron decenas de puestos donde los fanzines y las revistas subtes se entremezclaban con quienes realizaban performances e intervenciones urbanas en un momento atravesado por un espíritu de transgresión estética, moral y política”. Ese trabajo de Pérez, junto con el legendario Polaroid, crítica de cabeza uruguaya (Yoea, 1994), de Héctor Bardanca, son dos libros esenciales para comprender el fenómeno.

Quizá fue GAS —impulsada por Jorge Bonomi, Fernán Cisnero y Gerardo Michelin, a quienes después se sumaron Pedro Dalton, Sandra Viscuso y Pepi Goncálvez— la más representativa de la generación del 87, por la edad y el perfil de sus integrantes. En una línea similar, pero sin el sello de haber sido la pionera, se encuentran Suicidio Colectivo, en la que estaban Gustavo Escanlar y Lalo Barrubia, y Kamuflaje. Menos divorciadas del fenómeno militante, por tener lazos informales con gremios estudiantiles, aunque igualmente heterodoxas, eran Cable a Tierra, que editaban Gabriel Peveroni y otros alumnos del liceo Dámaso, e Iniciativa Psicótica, que hacíamos algunos bisoños universitarios que malvivíamos entre Sayago y pensiones de Cordón.

Aunque se vendían en la feria de Villa Biarritz, no es correcto asociar las revistas subte con un fenómeno “costero” de clase media acomodada. Ocurre lo mismo que con el punk-rock: que muchos de sus toques fueran en Pocitos o Carrasco esconde que sus orígenes estaban en Pando, Barros Blancos y La Comercial.

Mario y el 45

Así como los jóvenes del 87 descubrimos un nuevo lenguaje en el realismo sucio de Charles Bukowski, un jovencísimo Benedetti, que estaba en Buenos Aires sufriendo su puesto de secretario de un gurú de la teosofía, había descubierto la poesía coloquial de Baldomero Martínez Moreno. Como harían luego los poetas marginales de cualquier época, pagó de su bolsillo su primer libro, su segundo, su tercero... hasta el séptimo. En ese camino llegó a los 30 y pico y a sus primeros éxitos: Poemas de la oficina (1956), Montevideanos (1959 ) y La tregua (1960). Según Washington Benavides, Poemas de la oficina puede ser considerado el equivalente uruguayo de los antipoemas de Nicanor Parra. Benedetti tomaría, sin embargo, un camino bastante diferente al de Parra. Mientras el chileno sería un provocador durante toda su vida, el isabelino apuntalaría una carrera de serio intelectual comprometido.

Su primer compromiso sería con la literatura. Es, en ese sentido, un claro representante de la que Emir Rodríguez Monegal llamó generación del 45. Intelectuales que tienen como marco programático un abordaje crítico de sus antecesores y de sus contemporáneos. Que rechazan el amiguismo y el “ambiente” para construir una manera más honesta de desarrollar la tarea letrada que consideran, en diversos planos, casi mesiánica. Son crueles (incluso consigo mismos) y parricidas. Aplastan a la llamada generación del centenario, ignoran a la del 27 (a pesar de sus grandes emergentes vanguardistas, como Alfredo Mario Ferreiro) y se reconocen en un hermano mayor, como es el caso de Juan Carlos Onetti, al que nunca alcanzarían en espesor literario. Porque más allá de los momentos más inspirados de su narrador principal —Carlos Martínez Moreno— o de su poeta de más vuelo —Amanda Berenguer—, la generación del 45 no daría escritores que integraran ningún podio de la literatura uruguaya del siglo XX, ni en narrativa ni en teatro ni en poesía. Se puede ver en su única sobreviviente, Ida Vitale, una poeta relativamente menor si se la compara con voces posteriores, como Marosa Di Giorgio, Circe Maia o Eduardo Milán. Sería, esencialmente, una generación de grandes críticos (enormes críticos) y estudiosos del fenómeno literario (Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal, el propio Benedetti, o Idea Vilariño, que a las virtudes anteriores agregó su carácter de traductora literaria de referencia). Una generación que tendría, eso sí, el primer lugar en el podio de la masividad: el romance de Benedetti con su público sigue siendo de los fenómenos más importantes de su tipo en lengua castellana.

De izquierda a derecha, Fernán Cisnero (GAS), Gabriel Peveroni (tapado, Cable a Tierra), Ana Laura Quartino (Cable a Tierra), Gustavo Escanlar (Suicidio Colectivo), Gerardo Michelin (GAS), Tabaré Couto (tapado, Jaque), Roberto López Belloso (Iniciativa Psicótica), Raúl Forlán Lamarque (de espaldas, Jaque), Roberto Poy (de espaldas, Sipro Comic). Foto: Marcel Jean Loustau.

Espejos

Podrá decirse, con relativa razón, que si el 45 no alcanzó ningún podio literario del siglo XX, el 87 casi no tuvo integrantes en ninguna antología. Es probable que, salvo Lalo Barrubia, Gabriel Peveroni, Jorge Castro Vega y Gustavo Escanlar, sean pocas las voces sobrevivientes del 87. Pero el sacudón que dio el 87 a la cultura fue el último parricidio serio de una generación que fue (a su pesar) tan programática, intransigente y autoconvencida de su mesianismo como aquella contra la que apuntó sus piedras.

Fue también, la del 87, la última que confió en el campo de batalla del papel, sea el de sus (proto)revistas o el de las páginas de la (casi) gran prensa. La del 45 se había consolidado, en sus diferencias, alrededor de las revistas Número (progre y cosmopolita) y Asir (conservadora y nativista), siendo los de Número habituales colaboradores de Marcha, el semanario fundado por Carlos Quijano, buque insignia de la prensa latinoamericana de izquierda desde 1939 a 1974.

Tampoco en Marcha había unanimidades. Quijano solía acusar a Benedetti de anglofilia excesiva en los temas de la sección literaria. Mario el anglopueril. No deja de ser paradójico que con los años vaya a ser Benedetti quien acuse a los jóvenes del 87 de ser extranjerizantes en sus gustos y parafilias.

Habría sido beneficioso, en ese sentido, que en ese 1987 Benedetti hubiera estado entre el público de aquella mesa de debate que organizó Relaciones en la Alianza Francesa. No es descabellado pensar que haya leído sus ecos en el ejemplar de noviembre de esa publicación, o en el número del 7 de octubre de Jaque, que hizo tapa con ese tema.

Podría, tal vez, haber entendido mejor el fenómeno. En especial escuchando/leyendo al ex integrante de Los Estómagos, el recientemente fallecido Andy Adler, quien denostó la “tara colectiva a nivel musical” que proponía desde algunas radios la dictadura, con mala música anglosajona, y que continuaba en esos primeros años de democracia. Se preguntaba Adler qué le quedaba a un joven que no podía tolerar esa “cultura anglófila de terror”, pero tampoco entraba “en el molde de izquierda”. Y “como el rock es básicamente rebeldía”, es así que “empieza a haber tipos que se compran una guitarra y tocan horas y horas, y tratan de no encajar en un modelo ni el otro”. O si no tienen dinero para la guitarra, al menos escuchan a las bandas.

Tema aparte es la expresión cultural juvenil al margen del rock, por ejemplo a través de la música tropical. Si se piensa en un equivalente social vernáculo con el punk británico, sería la cumbia, más que el rock, la que podría reflejar esa rebeldía. Y, desde ese punto, conectar con fenómenos actuales como el trap o el reguetón, denostados musical y socialmente de manera similar a como entonces se rechazaba el punk.

Lo político

Es común describir las revistas subte del 87 como antipartidarias y con bajos niveles de politización. Sin embargo, fueron tremendamente políticas en el sentido de que planteaban una transformación radical de los usos y las costumbres. Las drogas, la sexualidad, la apariencia, el estilo. En todos esos campos chocaban con lo aceptado como “normal” y apuntaban contra la gerontocracia como categoría sociopolítica.

Si bien sus integrantes rechazaban ser encasillados —o utilizados— por el encajonamiento izquierda-derecha, eso “no significa que el rock, en su onda expansiva, sea prescindente”, diagnosticó con lucidez Raúl Forlán Lamarque analizando la mesa redonda de Relaciones de 1987. Tiene, explícita o implícitamente, un impulso denunciatorio, agregaba Forlán.

Esto quedó en evidencia cuando las revistas subte asumieron una respuesta opositora contra las razzias, redadas policiales contra los jóvenes, más o menos azarosas, que se ejecutaban desde el Ministerio del Interior del gobierno de Julio María Sanguinetti. Aquella idea equivocada que se habían formado tanto la derecha como la izquierda de que el Partido Colorado podría conectar con el fenómeno juvenil emergente a partir de festivales como el Montevideo Rock de 1986 y de la apertura de las páginas culturales de medios como Jaque se daba la cara contra la pared de la realidad. “El partido de gobierno tiene su política cultural y la ha desarrollado con tanta inteligencia como para hacernos creer, por momentos, que no la tiene”, escribía en Cuadernos de Marcha de febrero de 1988 Jorge Castro Vega.

Tampoco es que esa luna de miel de lo subte con la Corriente Batllista Independiente colorada, que tenía a Jaque como vocero, haya durado demasiado. Si se toma el primer Montevideo Rock como noche de bodas, no debe olvidarse que el clímax fue más bien un coitus interruptus. La Policía no esperó su final para reprimir: estrenó sus cachiporras cuando la banda Los Traidores estaba todavía en el escenario. Ni que hablar del “caso Clandestino”, cuando el vocalista de esa banda fue enviado a la cárcel por insultar en un toque a los parlamentarios como categoría social. Ocurrido el 15 de mayo de 1988, ese episodio —en especial por la toma de distancia de algunas revistas subte con el desplante— puede ser visto como el comienzo del fin de la inocencia del 87.

Por otro lado, como ya se ha dicho, existían revistas subte cuya mirada política se emparentaba, de modo heterodoxo, con la sensibilidad de izquierda. Cable a Tierra e Iniciativa Psicótica tenían en sus filas a gremialistas estudiantiles de a pie, militantes anarquistas, futuros frecuentadores del Partido por la Victoria del Pueblo, y la presencia inorgánica de algunos integrantes de la Juventud Comunista (UJC) y de colaboradores “filobolches”.

Esta composición variopinta de sus “redacciones” no invalida la afirmación de que las revistas subte en particular, y la generación del 87 en general, rechazaban y eran rechazadas por las estructuras partidarias. Podía haber militantes de la UJC en Iniciativa Psicótica, pero el frente de educación, dedicado a formar políticamente en el marxismo-leninismo, nos miraba con similar espanto que la Policía.

Así como Jaque abrió sus páginas a irrupciones de estos fenómenos, Brecha empezó a publicar una sección fija llamada “Amasijo habitual”, en la que escribieron varias firmas habituales de las revistas subte, y La Hora, diario del Partido Comunista, ofreció una columna a Iniciativa Psicótica. No eran vínculos fáciles. Los poetas Elder Silva y Fernando Beramendi (editores culturales de La Hora) tuvieron que batirse más de una vez en defensa de la columna “subte” de su periódico.

Si no era, entonces, una uniformidad apolítica, sino una heterogénea politización la que movía a los jóvenes del 87, ¿dónde estaba su gran diferencia, en este campo, con el 45? Una parte de la respuesta la plantea Uruguay Cortazzo en Cuadernos de Marcha de febrero de 1987. Habla de lo poético, pero se puede extender a otros campos de lo sociocultural. “El rechazo de la ‘poesía comprometida’ no se hace en nombre de una indiferencia social, sino a favor de una filosofía poética que otorga al trabajo de la materia lingüística una potencia social más efectiva que la mera presencia de mensajes e ideas claramente explicitados”.

Benedetti divide aguas

Varios de los integrantes de GAS, Suicidio Colectivo, Iniciativa Psicótica y Cable a Tierra nos conocimos, como se ha dicho, en la redacción del semanario Jaque, invitados a una entrevista por Forlán Lamarque y Tabaré Couto. Además estaba Roberto Poy, de Sipro Comic, una revista que transitaba por caminos formales similares, pero con varios puntos de divergencia con la contestación subte. Días después nos volveríamos a ver en el programa Caras y más caras, que conducían Mauricio Almada y Gerardo Rey en la denostada emisora Radio Mundo. Ahí también estarían colegas de La Oreja Cortada.

El tapiz es común, pero los hilos son diferentes. Así se evidencia en esa entrevista publicada en Jaque el 25 de noviembre de 1987. “No pensamos en un suicidio colectivo”, provoca Peveroni de Cable a Tierra. “Somos una generación ausente y solitaria pero tampoco hay que aferrarse a eso, sino que hay que salir a cambiar, a luchar por algo”, agrega.

Fernán Cisnero, de GAS, está de acuerdo, aunque su cambiar probablemente sea diferente: “Ya sacar una revista es hacer algo”. Tontamente añado que “tenemos el problema y el privilegio de ser una generación ausente y solitaria”, por eso en Iniciativa Psicótica tratamos de “no alinearnos con lo que venga de atrás, sino empezar a crear nosotros”.

Cisnero golpea entonces al 45. Reivindica poetas silenciados, como Humberto Megget, y critica “poetas mediocres tirados a más, como Benedetti”.

El nombre de Benedetti, sin darnos cuenta, actúa como un parteaguas. Es claro que a Peveroni no le gusta demasiado, pero tampoco se siente cómodo con el ataque: “Yo no voy a discutirte si te gusta o no Benedetti. A mí me puede no gustar su poesía y sí sus cuentos, que me dejan una visión de esta ciudad que es bastante fuerte e interesante”. También de GAS, Michelin tercia: “No es el Uruguay en que estoy viviendo yo”. Peveroni se lo discute: “Creo que el país de la cola de paja sigue existiendo”. Michelin, con lucidez, aporta una mirada cinematográfica: “El país sigue siendo el mismo, pero el problema es la visión. Me parece que Benedetti o las demás generaciones anteriores lo miran con una de esas cámaras viejas y nosotros con ojos de Polaroid”. Con la sensación de haber leído mucho menos que los demás, en ese momento de la entrevista mi yo de 18 años calla y otorga. Me parece estar de acuerdo con todos, aunque digan cosas enfrentadas.

Los puentes de la oreja

Aunque La Oreja Cortada, aparecida en setiembre de ese 1987, era la más elaborada, tanto en términos programáticos como de producto, no se puede considerar estrictamente parte de esa generación, aunque sí de ese movimiento. Fue, en ese sentido, la de mayor trascendencia cultural, porque conectó la bisoñez del 87 con el ala culturalmente menos conformista de la generación del 83.

Ese nexo le podría dar la razón a Luis Bravo, quien conceptualiza —al estilo Ángel Rama— una única generación, la del 80, con dos promociones: la del 83 y la que aquí llamamos del 87. Son, sin embargo, dos fenómenos demasiado diferentes. El 83 tuvo su lado apocalíptico y semiparricida, pero esa arista fue marginal respecto de los “integrados” a la ola partidaria. Tanto que, precisamente, la generación del 83 es la del renacimiento de los partidos. De su entraña vino el fortalecimiento de las juventudes frenteamplistas, luego el nacimiento de la Corriente Gremial Universitaria del Partido Nacional (con su traición al wilsonismo de la resistencia al romper la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay, debilitando al movimiento estudiantil) y el efímero momentum de Avanzar Estudiantil en filas coloradas.

Como indica Tomás Linn en Cuadernos de Marcha de febrero de 1988, la que está aguijoneando al 45 “es una generación muy joven, que ya ni siquiera tiene que ver con aquella (la del 83) —aun siendo parcialmente la misma— que forjó sus pautas durante los años de silenciosa resistencia a la dictadura, y que busca también formas y lenguajes para expresarse”.

La importancia de La Oreja Cortada no estriba tanto en su carácter de eslabón entre el 83 y el 87 sino, sobre todo, en que puede ser vista como un puente con el rupturismo de la generación del 67. Es sintomática la presentación de su staff principal en un desnudo masculino frontal y completo, o la buscada provocación en los títulos de sus ensayos literarios (“¿Dónde queda la concha de Delmira Agustini?”, por Uruguay Cortazzo), que se mezclaban con la irrupción de una nueva generación de plásticos también rupturistas, como es el caso de Carlos Musso.

Benedetti en 1963. Foto: Fundación Mario Benedetti.

Podría decirse que La Oreja Cortada conecta con Los Huevos del Plata, esa revista de 1967 que representó el primer intento serio de cuestionar al 45. Recuérdese su número 9, rebautizado por esa única vez La Vaca Sagrada (Los ex Huevos del Plata), y que satirizaba, desde el logo hasta los artículos, al semanario Marcha.

El desexilio

Tan representativo resulta Benedetti de los escritores que regresaron del destierro obligado por el golpe de Estado de 1973, que fue él quien inventó la palabra “desexilio”. Antes de irse había escrito su novela parricida, Gracias por el fuego (1965), y su obra que mejor ha sobrevivido, El cumpleaños de Juan Ángel (1971). En los 70 encontró un lugar de remasterización de su popularidad a través de las canciones que hizo junto con Alberto Favero y Nacha Guevara. A pesar de la melosidad edulcorada de “Te quiero”, tenían momentos como “Por qué cantamos” que lo reivindicaban a través de un pop melódico con garra. Fuera de fronteras tuvo su punto poético más alto con La casa y el ladrillo (1975) y Poemas de otros (1974).

Sin embargo, el Benedetti que se desexilia ya está en su curva descendente creativa. Ser tan prolífico (más de 80 libros al final de su vida) vuelve natural que un autor sea desigual. La generación del 87 no tenía tiempo para leerlo. Lo veía en las postales y los pósteres que se vendían en las ferias, con frases de autoayuda progresista. Y quien se tomara el trabajo de leer su nueva producción se encontraría con Yesterday y mañana (1987), una obra francamente menor. Estaba, es verdad, la colección de Arca que acercaba sus mejores libros. Pero ninguno de quienes hacíamos revistas subte teníamos curiosidad, herramientas o dinero para embarcarnos en una exégesis filológica. Podríamos haber conectado con El país de la cola de paja (1960), como insinuó Peveroni, pero Benedetti ya no lo quiso reeditar. Fue tan merecidamente cruel con sus prójimos que ahora, tras el sufrimiento colectivo de la dictadura, prefirió ahorrarles el trago amargo de releerse en dicho espejo.

Hay una imagen de Andy Adler en pleno estadio Centenario diciendo “adiós, garra charrúa”, en el documental Mamá era punk, de Guillermo Casanova (Centro de Medios Audiovisuales, 1988), que se ha tomado alguna vez como una imagen icónica de la generación del 87.

Lo que pocos recuerdan es esta otra frase: “El penúltimo gran acontecimiento que nos conmovió fue la soberbia mentira, la victoriosa errata de Maracaná”. Procede, claro está, de El País de la cola de paja.

Quizá el mejor intento de “leer” críticamente a Benedetti en ese momento lo hizo Elvio Gandolfo (entonces de 40 años). En el número de invierno de 1987 de la revista argentina Diario de Poesía publicó “El inspector Suárez y el caso Benedetti”. Al estilo del nuevo periodismo anglosajón, Gandolfo presentó a un detective que viajaba a Montevideo para averiguar por qué la popularidad del Benedetti poeta estaba divorciada del fervor de los antólogos.

A través de su personaje, Gandolfo intentó ser justo y en general tuvo puntería. En el segundo poemario, Sólo mientras tanto (1950), encontró una densidad inusual para un poeta de 30 años y vio los trazos del espesor intelectual de Benedetti. Con Poemas de la oficina —continúa Suárez/Gandolfo— “el tipo había dado en el blanco”. Es el nacimiento del coloquialismo. Luego ya comienza a sentir cierta incomodidad. “Las sutilezas de los dos libros anteriores entraban en territorios de seguridades vocingleras”, dijo.

En esa zona de la obra de la poesía benedettiana Suárez/Gandolfo comenzó a ver lo que llamó “estética politizada”, se desesperó con cierta “canilla abierta” (“flujo ininterrumpido de palabras que perdía toda forma”), aunque reconoció la existencia de algunos buenos poemas. Vio, con acierto, que Poemas de otros era una recuperación respecto de Noción de patria (1963), y al final de su investigación concluyó que el autor tenía al menos 15 buenos poemas entre mucha hojarasca.

Si bien Gandolfo debió prestar atención a La casa y el ladrillo (el mejor libro del Benedetti del exilio), acertó al ver en la lírica el punto más débil del autor. De haber buceado en la narrativa (no era el objetivo del artículo, escrito para una revista de poesía) pudo haber encontrado varios textos incombustibles en Montevideanos (en especial “Puntero izquierdo”), algunas páginas potentes en Gracias por el fuego (novela de 1965 que habría ganado mucho sin el primer capítulo) o la intermitencia de Primavera con una esquina rota (1982). La búsqueda del Gandolfo de entonces se mantuvo lejos, lamentablemente, del Benedetti cronista (fragmentos de Crónica del 71 o de Cuaderno cubano, de 1969, están entre lo más logrado del periodismo narrativo de su tiempo) o crítico literario (el mejor Benedetti, como puede comprobarse en El ejercicio del criterio, con edición definitiva en 1995). Sin embargo, pese a este carácter parcial, la de Gandolfo fue la lectura más seria que se hizo en ese tiempo.

Today

Si Benedetti, en su poemario del regreso a casa, opuso el mañana contra el “yesterday”, jugando con la forma anglófona de decir “ayer”, los parricidas le respondieron con el “hoy” más extremo. Como Hoy (Today) firmó un entonces casi desconocido Gustavo Escanlar la carta de lectores publicada en el semanario Aquí el 15 de diciembre de 1987.

“Lo confieso: en una época supe ser ávido lector de Benedetti”, comenzaba la misiva. El disparador, decía, había sido una entrevista que ese mismo semanario le había realizado semanas atrás en el que el autor de La tregua “clasifica a los jóvenes en jóvenes-críticos, jóvenes-intelectuales y jóvenes-punto; aclarando que con las dos primeras no tiene la comunicación que sí tiene con la tercera”. Visto en perspectiva, y vistas tanto la enorme popularidad de Benedetti entre cada nueva camada de lectores como la reticencia que despierta entre cada nueva promoción de críticos o autores, parecería que esa taxonomía no sólo era válida en aquel momento, sino que (casi) lo sigue siendo.

Escanlar tiró del hilo generacional para situarse entre los “jóvenes-signo de interrogación”. Serían jóvenes ni críticos en tanto sustantivo ni intelectuales “que no gustan de la literatura de Benedetti y que se lo dicen sin que él se lo pregunte”. Y aclara: “Pero no es sólo Benedetti el que no logra entenderlos, es toda esa farsa llamada ‘cultura nacional’, basada en parámetros arcaicos, tan extranjeros y mucho más elitistas que aquellos a los que pretende descalificar”.

En marzo de 1988 Escanlar envió otra carta, esta vez a Cuadernos de Marcha. La firmó con su nombre y cédula de identidad, para responder a quienes lo habían fustigado por usar, en la anterior, un seudónimo. “Lo que digo no es mío sino de todos mis codegenerados. Firmando today connoto, cosa que no hago firmando Gustavo. El today es el hoy, el ahora, el dale, el apurate. El today se opone al yesterday en que no había nacido y al mañana en que estaré muerto”. Y aclara lo obvio: “Benedetti fue sólo un pretexto para empezar a hablar”.

¿De qué? Para Escanlar de la gerontocracia, aunque se refiera lateralmente al 45. Para otros de sus no asumidos “codegenerados”, como Jorge Castro Vega, para hablar del 45, aunque se refiera lateralmente a la gerontocracia. “La generación crítica cabalga de nuevo, menos crítica, engolosinada con un prestigio otrora bien ganado, cayendo en los defectos que fustigaron a sus antecesores que, de ponerse a revisar, no eran tan torpes como ellos nos los pintaron”, escribió Castro Vega (entonces de 24 años) en el Cuadernos de Marcha de febrero de 1988.

Hoy

¿Pero qué pasa con el “hoy-hoy”, el de 2021? En términos literarios, todo balance que se haga 100 años después del nacimiento de un autor estará mediado, inevitablemente, por la transformación de las sensibilidades que produce el paso del tiempo. Más en alguien que escribió más de 80 libros en todos los géneros y que tuvo especial puntería para conectar —desde una vocación radical en su apuesta por lo comunicante— con el gran público.

En el caso de Benedetti, sin embargo, la torpe lectura que hicimos los parricidas del 87 mantiene, a grandes rasgos, su vigencia. Todos veíamos en la poesía el género más débil de su obra, y algunos reivindicábamos, casi sin haberlos leído, El país de la cola de paja y Montevideanos. Los menos también intuíamos entonces la centralidad de El cumpleaños de Juan Ángel, que el tiempo no haría más que confirmar, a pesar de que aún no está completamente reconocida. Fue un fogonazo literario leerlo, a los 20 años, en una tarde en un banco de la Plaza de los Bomberos en la edición de Arca que volvía a las mesas de Tristán Narvaja luego de años de prohibición. En ese punto de contacto de la poesía y la novela es donde Benedetti alcanza su obra mayor. El cumpleaños de Juan Ángel no sólo es un experimento de narrar en verso; eso, a fin de cuentas, podría haber sido una pirueta. Lo peculiar es que logra mantener la potencia y la credibilidad del yo narrativo, a pesar de que lo hace pasar por diferentes etapas de la vida del personaje sin saltos artificiales, o tan artificiales que se vuelven casi godardianos. Es, además, uno de esos casos raros que se dan de tanto en tanto en la literatura en los que la valentía del tema elegido —aquí, para un libro editado en 1971, una toma de conciencia que lleva a la opción por la lucha armada— va de la mano con la valentía formal, lo que da por sumatoria una valentía literaria.

Ícono gramsciano

La historia es conocida. El actual gobierno del Partido Nacional —que leyó a Antonio Gramsci y su teorización sobre la importancia de ganar la pulseada cultural— decide quitar a Benedetti de la celebración del Día del Patrimonio 2020 y, a la vez, licuar las acciones literarias oficiales del año mezclando los centenarios de dos figuras principales del 45, Benedetti e Idea Vilariño, con el aniversario de un escritor menor, como Julio da Rosa.

—Leyeron a Gramsci, pero se rifaron la bolilla de Lenin —dijo un ex Subte.

No se puede actuar artificialmente en la cultura sin que antes exista una acumulación de fuerzas suficiente. Así que 2020 fue para Benedetti una nueva primavera. Desde prácticamente todos los barrios de Montevideo (en especial los menos céntricos) y algunas localidades de otros departamentos, se festejó su centenario. Con un ímpetu que —quizá— hubiera sido más apagado de no haber existido el combustible del desaire oficial.

Súmese que el domingo 6 de diciembre se despidió al dos veces presidente fallecido Tabaré Vázquez con la canción de Joan Manuel Serrat basada en el poema “Defensa de la alegría”, de Benedetti. Súmese que el mismo Vázquez había cerrado la campaña electoral que lo llevó a la segunda presidencia con el benedettiano “Lento pero viene” y que, al despedirse de esa segunda presidencia con un acto prepandémico en La Teja, Vázquez recitó el apócrifo “No te rindas” (que muchos creen de Benedetti por confundirlo con “No te salves”). Súmese que la actual intendenta de Montevideo, Carolina Cosse, símbolo de los nuevos liderazgos, también recurre con frecuencia a citas benedettianas. O sea que la izquierda recupera un Benedetti gramsciano como algo más que un analgésico para lamerse las heridas de la derrota. Lo trae de nuevo al ring como un fogonero que se quiere ver asociado a las victorias del pasado y del futuro.

En términos literarios, para los autores jóvenes de hoy el parricidio contra Benedetti es cosa del pasado. El autor de Gracias por el fuego no es la piedra de la cultura oficial que pesa sobre sus hombros porque ya, en cierta forma, no hay cultura oficial. Sus hermanos mayores no construimos un entramado cultural potente como el que hizo la generación crítica, así que no podemos ni ayudar ni bloquear. Estar a cargo de una sección literaria o de espectáculos en un gran medio (como el ex GAS Fernán Cisnero), ser gestor cultural en un área municipal (como el ex Cable a Tierra Gabriel Peveroni) o fungir como coordinador de —vaya, vaya— la Fundación Mario Benedetti (como el ex Iniciativa Psicótica que escribe este artículo) no significa ostentar lugares de poder que se acerquen ni mínimamente al que tenían los integrantes del 45. Hay que pensar que en el cenit de la Guerra Fría la cultura en español estaba dominada, a tres bandas, por esa generación. La apuesta cultural de los “rojos” era la cubana Casa de las Américas (cuyo sector literario dirigía Benedetti), mientras Estados Unidos financiaba como contrapeso la occidentalísima Mundo Nuevo (fundada por Rodríguez Monegal). Si se busca el tercerismo relativo de los no alineados debe mirarse hacia la Venezuela de ese momento, donde Ángel Rama conducía la prestigiosa colección Ayacucho, forjadora de un canon latinoamericano.

Además, el cambio epocal fue tan violento desde aquel 87 parricida a esta sociedad en red que no cambiaron sólo los nombres ni los énfasis: cambió el ecosistema entero. Más abierto. Más fragmentado. Más licuado.

En cuanto a Benedetti, si alguna vez se le despeinó el jopo a través del parricidio, hoy parece mantener su centralidad aupado en los hombros de quien fue siempre su principal valedor: el gran público. El tiempo dirá si su futuro es el de un autor zombi o de ariete gramsciano pleno de vitalidad. Quizá resulte ser un poco de ambas cosas a la vez y toda dependa, como siempre, de si el foco se coloca en el paladar de la crítica más quisquillosa o en el palpitar de los lectores más fieles.

¿Te interesó este artículo?
Suscribite y recibí en tu email el newsletter de Lento, periodismo narrativo y ficción de la diaria.
Suscribite
¿Te interesó este artículo?
Recibí en tu email el newsletter de Lento, periodismo narrativo y ficción de la diaria.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura