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Ilustración: Negro Ilustre

Esa angustia matinal

17 minutos de lectura
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Narrador y periodista —hasta 2020 fue parte de la redacción de la diaria—, Fermín Méndez (o Mintxo) ha publicado crónicas y ficción en varios medios de la región. En 2019 reunió algunos de sus cuentos en Toda la verdad es imposible. Aquí, un adelanto de su próximo libro.

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1

Detrás del diluvio la ciudad se veía como entre paréntesis. Era viernes por la noche. Subió la persiana, corrió las cortinas de par en par y miró hacia afuera tirado en el sillón. Se sirvió un poco de vino y prendió un cigarro. No recordaba cuándo había tenido un momento de silencio profundo.

Pensó en la mujer del hospital. Su nombre era Yarisney Breton. Así vio en la placa que llevaba junto al bolsillo de su túnica médica. La cruzó justo antes de entrar a la habitación donde tenían a su hermano sedado, como muerto. Hubo miradas y creyó que sonrió al pasar, que algún gesto hizo. Le preguntó al enfermero por ella. Cubana es, respondió con una jeringa en la mano. Además, casi en secreto, dijo que en los papeles era la enfermera quirúrgica, aunque en realidad trabajaba como cirujana y esa noche había cosido el abdomen de un paciente apuñalado.

—A los familiares les aseguramos que se cortó solo, a lo suicida. Si están todos locos acá. Nadie les cree. Todo vale. ¿O usted le cree a su hermano? —sentenció antes de pegarle unos toquecitos a la inyección.

Sirvió más vino mientras pensaba en lo acertado del pronóstico del tiempo. Las alertas amarillas y naranjas de las que tanto habló eran realidad. En el celular leyó que alguna ciudad del norte fue arrasada por un tornado. No le importó un carajo. Abrió Facebook y puso su nombre: Yarisney Breton. En su foto de perfil aparecía ella como a lo lejos, más una bandera y el mensaje #FuerzaHaití. En Instagram también apareció, pero sin ese mensaje de mierda, pensó. Su cuenta era privada. Con tres fotos viejas de cuando tenía el pelo largo y usaba barba tupida —distinto a su aspecto actual, rapado y con bigote— se hizo una cuenta trucha y solicitó seguirla.

Fue cuestión de esperar. A la cuarta copa de vino y al tercer pucho la lluvia era casi nada y ella aceptó la solicitud. Repasó de arriba abajo su perfil. No había hombres a la vista. Sólo aparecían un perro, dos gatos y unas señoras negras siempre sonriendo. Recordó su mueca cuando se cruzaron, su piel color madera, ese saludo con ojos tímidos. En una de las fotos posaba en la playa. Confirmó todo lo que imaginó debajo de su uniforme cuando la vio pasar por el pasillo roñoso del hospital. Qué ganas de comerla sintió justo cuando un rayo partió el cielo y se vieron todos los techos del barrio.

Se puso a jugar. Petrificado con la vista sobre la ventana, sólo podía mover el interior de sus ojos. Sale por acá, no, saldrá por allá, tal vez se verá por encima de la casa que tiene una veleta de gallo en la chimenea, seguro que es otro rayo sobre la esquina el que rompe el silencio. De eso se trataba, de adivinar desde dónde vendría el próximo refucilo. Algunas veces acertaba, otras no. Era una vieja diversión que tenían con su hermano. Siempre ganaba él, la mayoría de las veces porque hacía trampa. Soy más grande, sé más que vos, siempre voy a saber más que vos porque sos chiquito, bebé de mami, le decía para hacerlo enojar. Al principio se tiraban por la cabeza con zapatos o con la pelota de fútbol, ya adolescentes se llegaron a tirar con dardos, incluso su hermano, Hernán, el que ahora está dormido en el hospital de San Prudencio de las Sierras, le disparó con una chumbera.

Cuando volvió a Instagram le puso varios me gusta, casi todos en fotos en las que ella aparecía con sus mascotas. Miró sus historias con detenimiento. Eran selfies en diferentes lugares de la ciudad. En cada una de las cuatro historias aparecía la frase se es de donde se vive y una banderita de Uruguay. Estuvo inmóvil frente a la ventana por largos minutos. En una mano el celular, con la otra barajaba las últimas pitadas del Coronado. Apenas se sentía el ruido misterioso de la llovizna. Parecía un momento de paz, hasta que un trueno lo hizo saltar del susto. Se cortó la luz, sonaron alarmas por todos lados, se escucharon gritos. Dejó caer la colilla al vacío, agarró el teléfono con las dos manos y contestó una de las historias con un ¡Claro que sí!

La respuesta no demoró en llegar. Hablaron horas. Se fue generando una especie de cercanía gracias a conversaciones superfluas, charlas relativas a la rambla y el río, preguntas sobre qué le gustaba hacer en el tiempo libre y alguna que otra consulta médica medio graciosa, como si un té de hojas de fresno es la solución para la artritis o si es verdad que la pimienta alivia el dolor de las heridas.

En otro momento la pregunta fue sobre el significado de su nombre. Ella dijo no saberlo, que muchas mujeres en su tierra se llaman así. Yarisney, en un mensaje de audio con la cadencia de una bachata, alabó su nombre, Juan Andrés, el que le parecía principesco, como para un hombre de buen vestir. Aunque lo criticó por la escasa cantidad de fotos, nunca pareció sospechar de su perfil falso. Una semana después él supo desde cuándo y por qué ella estaba viviendo en San Prudencio, y no sólo cuál era el trabajo que hacía en el hospital, sino los días y horarios en los que trabajaba, dónde vivía y con quiénes.

Al domingo siguiente coincidía el horario de visita con la guardia de Yarisney. Javier —el falso Juan Andrés— se subió a la camioneta y fue para el hospital. Cuando llegó la recepcionista le tomó los datos y le indicó el camino, laberinto que sabía de memoria desde hacía un buen tiempo. Baldosas grises, claras y oscuras entreveradas, como queriendo hacer juego con los revoques del techo; unos bancos de madera picada y hierro triste en los que nadie se sentaba; paredes que sostenían como podían su color salmón, adornadas por unos pósteres mal pegados; el cableado por fuera, las lamparillas colgando, varias puertas sin pestillos, el ventanal con tres vidrios menos, el milico del fondo uniformado de azul violeta; los pasos perdidos, el olor indescriptible de los hospitales; el sol que porfía para entrar.

Su hermano, Hernán, estaba postrado en la cama, pies y manos atados con cinturones de cuero. Javier lo observó, pero no le provocó nada. Cuando entró a la habitación dejó la puerta abierta, aunque estuviera prohibido. Su necesidad estaba puesta en ver a Yarisney, buscar algo, provocar un encuentro casual, sentir el goce de la cercanía, que el morbo le volviera loca la cabeza cuando ella pasara.

No se vieron en el hospital pero sí afuera. Él, frustrado por no haberla encontrado, decidió esperar en la calle. Se fue casi una cuadra para adelante y paró en el bar de la esquina. Pidió un vino tinto y se fue con el vaso hacia la vereda. Prendió un pucho, bebió un trago largo, alguien le habló pero no lo escuchó. A las seis de la tarde en punto la vio salir en dirección contraria. Dejó el vaso en la ventana y apuró el paso. Fue preguntándose por qué Yarisney había salido caminando en dirección contraria a su casa. Veinte metros de distancia fueron suficientes para calmar la ansiedad. Esos pelos, esa cintura, ese culo. Así doscientos metros, hasta que ella se detuvo en la parada de ómnibus. Javier se paró al lado. La miró disimuladamente. Ella nada.

Yarisney se tomó el 158 y él decidió subirse. Rozó su cuerpo luego de pagarle al guarda. Pudo escuchar su acento caribeño, el mismo con el que le respondía los mensajes en Instagram. Ella siempre le pidió algunas respuestas en audio para conocerle la voz, pero Javier se negó una y otra vez.

—Oye, Juan Andrés, regálame tu vocecita, anda —le dijo más de una vez. Pero él nada, sólo escribía.

Lo de perseguirla a escondidas se le fue haciendo costumbre. No estaba seguro de si ella salía con alguien o tenía pareja. Dudaba, y eso no le permitía dar el primer paso, ese paso que Yarisney, por lo menos dos veces, dejó entrever que le interesaba. En ambas ocasiones fue muy similar: al terminar la conversación ella se despidió con frases tipo “Adiós, mi teléfono favorito. A ver cuándo eres real y por fin nos conocemos”.

A Javier le costó creerle y prefirió el espionaje en cada visita al hospital, donde se hacía el bobo con los enfermeros de guardia y pedía más datos; también continuó con las idas al bar de la esquina a la hora de la salida, porque si de algo estaba seguro era del horario de Yarisney; incluso siguió tomándose el 158 para comprobar dónde se bajaba, esquina que luego utilizó como motivo de conversación por chat, hasta que ella confesó que iba a la casa de un santo porque su madre no conseguía trabajo.

Su siguiente estrategia fue seguirla en camioneta. Un sábado poco antes de las seis de la tarde estacionó a la vuelta del hospital, bien en la esquina, como para verla salir. Yarisney, bolso en mano, giró como para su casa. Llevaba el pantalón bien ajustado y una musculosa escotada. Trece cuadras separan el trabajo de su casa. Javier arrancó despacio, tomando distancia pero sin perderla de vista. A las seis cuadras hizo todo el esfuerzo del mundo para no alcanzarla.

En la calle Varela ella dobló hacia su izquierda en sentido contrario al flechado. Javier apuró la camioneta para dar la vuelta y recorrer las tres manzanas que faltaban. Cuando llegó a la puerta de la casa apagó el motor. Se calzó el gorro, hizo como si buscaba algo en la gaveta y vio venir a Yarisney. Las tetas grandes, el culo bien apretado. Del bolsillo de la camisa sacó la bolsa de merca y se encajó dos raquetazos.

2

Javier y Hernán llegaron a San Prudencio cuando eran niños. El médico de la época le recomendó a su madre llevarlos a vivir ahí porque el aire de la sierra les haría bien para la hiperactividad, la locura, según el padre. El cambio de pueblo no hubiera sido posible sin la muerte de los abuelos paternos, quienes tenían casa en el lugar.

Se criaron en la calle, otro tiempo. La madre era ama de casa, pero prefería que sus hijos no la molestaran. Demasiado tenía con las tareas del hogar y la atención a su marido. Camionero él, por lo general repartía su vida entre los viajes y dormir en ciudades de turno antes de volver a su casa. Cuando llegaba todo debía funcionar en torno a sus demandas, nada podía estar fuera de su lugar.

Desayuno y almuerzo eran motivos de discusiones. Temprano en la mañana el padre exigía que los niños estuvieran bañados y prontos como para ir a la escuela una hora antes del desayuno, seis y media, siete menos cuarto. La mujer pocas veces lograba despertarlos como para compartir el pan y la leche, apenas le daba el tiempo para arreglarlos, que le dieran un beso a su padre y llevarlos a clase. Al regreso, su esposo gritaba, tiraba tazas o platos, la golpeaba hasta dejarla en el piso.

Un mediodía, luego de almorzar los cuatro, el padre, con casi una botella de whisky bebida, insultó a Hernán por sus malas notas. Le gritó que si era bobo, opa, que qué vergüenza tenerlo como hijo, bueno para nada, que parecía un tarado que no sabía ni sumar ni restar, no como él, que sin la escuela terminada era chofer de la Gas Company, todo conseguido gracias a ser vivo, despierto, y no un imbécil que ni copiar sabía. Cuando su esposa quiso hablar para defender al chiquilín le reventó la cara de un cachetazo. Javier, asustado, intentó salir corriendo, pero su padre lo cazó de los pelos y lo zamarreó contra la pared.

—Maldita la hora que formé esta puta familia de mierda —gritó antes de irse.

No volvió por una semana. Esas ausencias empezaron a ser cada vez más largas. Una quincena, un mes, dos meses. En la casa empezaron a escasear las cosas. La madre lloraba todo el tiempo. Hernán y Javier no pasaron de año, estaban cada vez más flacos, raquíticos, y casi que no tenían amistades ni en la escuela ni en el barrio.

En el verano empezaron a quedarse solos por las noches porque su madre se iba a trabajar, aunque ninguno sabía adónde. Las primeras veces permanecieron solos, pero poco a poco la idea de Hernán de escaparse por los techos fue ganando terreno. La primera excursión fue hacia la casa de doña Alicia. Desplumar el níspero fue tarea de dos o tres días. Continuaron por otras casas linderas, aprendieron a meterse en cualquier ventana abierta y coparon varias cocinas. Javier pensó en robarse un jarrón o un cuadro, pero se llevaba cosas más fáciles de transportar. A los días la policía recorrió el barrio. Los vecinos decían que había vuelto Pies de Seda, un ladrón que vivía en cuentos antiguos que robaba moviéndose en silencio con la gente dormida

—Para mí te duerme con cloroformo y esas cosas. Cuando estaba mi marido el Héctor, Dios lo tenga en la gloria, nunca nos pasó, era muy alerta. Vaya uno a saber. Acá en las casa no han robado nada, al menos que yo me entere. Pero la Martha y el Tano, el Ricardo de allí a la vuelta y la Nuria, pobrecita, que está en silla de ruedas, convencidos están de que alguien les entró. Al Ricardo no se le puede creer mucho porque es un hombre que bebe, pero al resto doy fe. Pa mí volvió el Pies de Seda, grandísimo delincuente, sabandija asqueroso que hasta a mi difunta madre robó —fue la declaración de Alicia a un milico desgarbado mientras los niños escuchaban detrás de la persiana.

Los hermanos continuaron con sus andanzas. Su nivel avanzó y empezaron a actuar de guantes blancos: viejos conocidos, se fueron haciendo amigos de todos los ancianos del barrio. La coartada perfecta era ofrecerles una especie de cadetería para pagarles las cuentas, ir a buscarles las recetas a la policlínica, comprarles remedios y hasta hacerles algunos arreglos en sus casas. La amabilidad y la simpatía les sirvió para ir afanando plata o antigüedades. Nunca los descubrieron.

Como a los dos años de la última vez que lo vieron, una tarde el hombre volvió a la casa. Entró como si nada, colgó las llaves y saludó desde la puerta cancel ante la sorpresa de todos.

—¿Qué tal? ¿Cómo están todos? —preguntó mientras mascaba chicle—. Llegó papá.

La madre se paró de golpe. Caminó unos pasos y quedó delante de la mesa, como protegiendo a sus hijos. Lo insultó a los gritos, los ojos grandes, las manos tensas. Trató al hombre de hijo de puta, de desaparecido que ni señales de vida había dado, de sinvergüenza al que no le había importado que sus hijos se murieran de hambre. Lo mandó a la reputísima madre que lo parió.

—Loca de mierda. Me voy a ir pero con mis hijos. Vos sabés bien por qué.

Primero le tiró con el centro de mesa, luego ella se abalanzó sobre él con una botella en la mano. Sus zancadas fueron felinas. Los cuerpos en su peor guerra se trenzaron dándose contra la pared. Cuando cayeron, el hombre golpeó su espalda contra la punta de la mesa ratona. Explotó su ira.

Cuando ella intentó pegarle un botellazo en la cabeza, la trompada de revés le provocó un chillido doloroso. Él se reincorporó y la botella estalló y los vidrios volaron por todas partes. El hombre aprovechó la flacidez de la mujer luego de la piña para darle un par de cachetazos más. La mujer quedó despatarrada y con las manos vencidas mientras él, el hombre con el que había compartido buena parte de su vida, la inmovilizó hundiéndole la rodilla en la espalda.

—¿Te vas a quedar quieta? ¡Eh? ¿Te vas a quedar quieta, loca de mierda? ¿O vas a salir corriendo para decirle a tu fiolo que me venga a pegar? ¿A él sí le hacés caso para andar de puta? —entremordía las palabras, escupía por los dientes—. Puta de mierda, te gustó andar cogiendo por plata, ahora te vas a quedar sin nada.

Hizo un par de intentos para salir de abajo del hombre, pero no pudo. Gritó varias veces que lo iba a matar, que tuviera cuidado porque lo iba a matar. Él, hincado sobre su aún esposa, llamó a la policía. No tardaron en llegar. Los tres uniformados y el hombre se saludaron cordialmente, como si fueran amigos. Esposada, la metieron dentro del patrullero y se fueron a toda sirena.

En medio de la golpiza los hijos se escondieron debajo de la mesa. Hernán entró en pánico. Su cabeza y sus dientes temblaban como un taladro. Su hermano lo miró a la vez que veía las piernas de sus padres en un baile de terror. Javier se dio cuenta de que a Hernán le faltaba el aire y se le iban los ojos para atrás, pero lo único que atinó a hacer fue pedirle que se callara. Cuando estallaron los vidrios Hernán se tapó los oídos con las dos manos. Su cuello se movía como un resorte torcido y de la boca desprendía una espuma casi amarilla.

Luego de los últimos gritos de su padre Hernán se había calmado, pero cuando entró la policía las convulsiones lo desparramaron por el suelo. Mientras a su padre lo acompañó hasta la salida un policía de lo más amable, Javier observó en silencio cómo se llevaban a su madre esposada mientras su hermano parecía morirse. Así quedó durante casi media hora. Cuando su hermano creyó recuperar la vida, su padre otra vez entró como si nada y colgó las llaves.

El hombre logró lo que quería: se llevó a sus hijos y la madre quedó pudriéndose en la cárcel durante seis meses. Distinto a lo que esperaba, el hombre nunca pudo formar esa tan ansiada familia que pretendía. Discusiones y griteríos eran frecuentes en el nuevo hogar constituido en el vecino pueblo de Itatay. Restablecer el vínculo no le llevó más que frustraciones y empezó a tener problemas con su nueva novia, con quien andaba desde mucho antes de que tratara a su esposa de puta.

Hernán y Javier volvieron a la casa en San Prudencio. El padre dijo que se las regalaba, pero Javier no supo qué contestarle. La claridad mental de Hernán fue disminuyendo día tras día. Sobrevivieron porque los vecinos les llevaban comida todos los días.

Su madre continuó en la cárcel unos meses más. Al parecer iba para largo, porque le habían comprobado que vendía merca. Ella lo negó, también le juró a Javier que eran mentiras, que era otra trampa para volverla loca y tenerla ahí encerrada, que no creyeran nada de lo que decían de ella. Él nunca imaginó que esa sería la última visita a la cárcel. A la mañana siguiente le avisaron que su madre se había ahorcado. No hubo velorio y nadie fue al entierro.

Crecieron. Javier se quedó a cargo de su hermano, ya psiquiátrico. De su padre no supo más nada. Con trabajos mal pagados, todavía siendo menor, sostuvo la casa como pudo. Alternó el trabajo con el liceo nocturno. Hernán, mudo, se quedó encerrado en su habitación, donde pasaba el tiempo mirando revistas porno mientras comía porquerías. Sus únicas salidas eran por la noche, cuando daba vueltas en redondo por la casa.

Con 16 años la vida social de Javier fue emborracharse. El ritual que repetía todos los días era salir del trabajo, ir al bar que estaba a dos cuadras de su casa y tomar vino sin parar. Llegaba borracho porque no soportaba la idea de que su hermano siempre estuviera ahí. Lo agotaba.

Siempre le costó salir con mujeres de su edad, como si una sombra le hubiera quedado escondida en la mente. Su apetito sexual lo saciaba con señoras prostitutas.

En la madrugada de un mal verano, Javier llegó a la casa con compañía. Parecía adolescente, el pelo azabache le llegaba casi hasta la espalda, vestía una musculosa roja que le quedaba arriba del ombligo, la minifalda era negra y sus piernas como cañas caían dentro de zapatos con tacos.

Javier sirvió un par de whiskys y con el primer buche tragaron pastillas de éxtasis. Sin encender la luz se tiraron en el sillón. Empezaron a manosearse y decirse cosas. Javier se sacó la camisa sin desprenderla y fue directo a su cuello. Con una mano le tocó los senos y con la otra le palpó la entrepierna. Húmeda, ella dejó caer su nuca soltando una exhalación profunda.

Escondido en la cocina, desde la sombra saltó Hernán. Sacó a su hermano de encima tirándolo para el costado. Javier se quedó mirando el techo, alucinando, queriendo flotar. Intentó hacer algo pero no pudo. Como una bestia, Hernán empezó a lamer el cuerpo de la niña mujer. Ella no resistía el placer y pidió que la cogiera. Hernán la montó como un toro. Mientras la penetraba le sujetó fuerte los brazos. Bramía mientras le daba duro, como un desquiciado.

La denuncia llegó dos días después. No se escuchó la sirena, pero la luz roja y azul entró de costado y se hizo ancha en el espejo. Javier miró tras la persiana. Un milico se quedó dentro del patrullero e hizo sonar una vez la sirena antes de que su compañero golpeara la puerta. Un frío por la espalda le corrió a Javier cuando el policía recitó maltrato físico, psicológico, abuso sexual. El eco quedó sonando en su mente. Maltrato físico, psicológico, abuso sexual, sábado de madrugada.

Javier y Hernán fueron detenidos. La mujer dudó detrás del vidrio espejado. Las pesquisas de ADN fueron claras. La cabeza de Hernán estalló. Primero fue un ataque de ira y destrozó todo lo que pudo, incluidos dos policías. Después las convulsiones, la tormenta en el cuerpo, la muerte en vida.

3

Esa noche continuó su camino, esa gira melancólica entre bares y amistades, copas repetidas y polleras cortas. Lo que no sabía era qué hacía ahí, dentro de la camioneta, a escasos metros de la puerta donde había parado horas antes.

Pudo verse reflejado en los ojos de Yarisney cuando ella salió de su casa y lo miró como agachándose, preocupándose de un hombre que parecía desmayado entre los asientos.

Arrancó y salió a la velocidad de la vergüenza. No podía creer que fuera a él a quien le estaban golpeando la ventanilla.

Cómo a mí, por qué justo ella, maldijo reiteradas veces.

Miró por el retrovisor antes de girar por la principal. No pudo pensar en esa silueta que tanto deseaba. Lo carcomía la idea de que lo hubiera visto. Peor, mucho peor: ¿y si se había dado cuenta de que él era quien iba al manicomio, al maldito manicomio de mierda en donde tenía a su hermano, el violador psiquiátrico ese, y que más de una vez se cruzó con ella? Seguro se dio cuenta.

La vez que hablaron por primera vez en el hospital él se presentó como Javier, el hermano de Hernán, el de la cama diez. La segunda vez también se llamó así, Javier, el hermano de Hernán, el de la cama diez, por si ella lo hubiera olvidado. Pero lo recordaba, y se lo dijo con esa sonrisa exacta y ese tono de ron con merengue: Javier, chico, claro, el hermano de Hernán, el de la cama diez.

Juan Andrés, él era Juan Andrés. Cómo remontaría la historia ahora, cuando le dijera nuevamente para verse, para salir y conocerse, eso que seguramente fuera a pasar a la brevedad, por la insistencia de ella. Si ya lo había visto, ahí, en la camioneta y en su peor momento, con la camisa desprendida, los brazos como Cristo en la cruz, la bolsa de cocaína desparramada en el asiento del acompañante y la botella de whisky caída entre sus pies. Ese no era Juan Andrés, ese era Javier, pero fueron tan claros sus ojos que sería imposible engañarla cuando salieran, por más que su actual apariencia, pelado y de bigote, no eran la barba y el pelo largo de sus fotos.

Por qué, por qué, puteaba casi a los gritos mientras aceleraba cada vez más. Todo era tan perfecto, los detalles habían ido saliendo como él los quiso, minucioso hasta sentirse seguro de dar el salto, no dejando una punta suelta para evitar el fracaso, para dejar olvidada su inseguridad y lanzarse; todo era tan perfecto, tan cuidadoso fue con su vida, para que en una noche rota perdiera todo, para sentir que Javier y Juan Andrés se confundían en una sola persona que jugó a ser dos.

Maldita la hora que decidió salir despavorido cuando vio sus ojos. Para qué, por qué no quedarse quieto o hacer una seña simple, como de agradecimiento, en vez de arrancar y darle el derecho a la duda, a la incredulidad. Seguro que le vio la matrícula y ahora no sólo Javier es Juan Andrés, sino que utilizan la misma camioneta, esa que estaciona en el manicomio donde está Hernán, su hermano, el violador ingrato de la cama diez, otra vez cagándole la vida.

Sintió la necesidad de ver muerto a su hermano, ese lastre que lo había perseguido toda la vida, ese hijo de puta que debió haber explotado en convulsiones y no ser lo que era, una sombra que no le daba respiro. Por la cabeza se le pasó ir a buscar la pistola que guardaba en su mesa de luz, luego ir al hospital, encontrarlo y hacer justicia con la vida, con su vida. Era el arma con el que alguna vez pensó balear a su padre para vengar a su madre, aunque nunca pudo disparar un solo tiro sobre las cuentas pendientes.

Sintió el consuelo de su madre y le quedaron los ojos vidriosos. Todo sería distinto si ella estuviera acá.

Pensó en Yarisney. En el deseo y eso que se escapa. En las tetas grandes, en la cintura y el culo bien apretado, en su sonrisa exacta y su tono de ron con merengue hablándole a él, su príncipe Juan Andrés. Rio entre lágrimas, no se percató de que las luces del semáforo habían cambiado y cruzó en rojo.

Un camión le dio su triste y solitario final.

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