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Ilustración: Ramiro Alonso

Las políticas de Biden y del Partido Demócrata para América Latina

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Donald Trump ya no es presidente, pero eso no significa que el comportamiento de Estados Unidos con sus vecinos del sur vaya a cambiar radicalmente. Alexander Main, director de Política Internacional del Centro para la Investigación en Economía y Política de Washington DC, examina las posiciones del actual presidente Joe Biden cuando era senador y vicepresidente de los gobiernos de Barack Obama, así como las posturas que el Partido Demócrata adoptó frente a las políticas de su antecesor para la región.

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A última hora de la mañana del 8 de noviembre, se escucharon gritos y bocinazos de festejo en todo Washington DC cuando los medios de comunicación anunciaron que Joe Biden se proyectaba como ganador de las elecciones presidenciales de 2020. Miles de ciudadanos de Washington, en su mayoría jóvenes, se reunieron en la Black Lives Plaza, frente a la Casa Blanca, para celebrar la derrota de un presidente descaradamente racista, sexista y xenófobo.

El alivio y la alegría también eran palpables en los barrios adinerados de la ciudad, donde los altos funcionarios y los contratistas del gobierno podían por fin imaginar un regreso a la política más normal y predecible de la era anterior a Trump. Las élites de la política exterior de Washington estaban felices: el país pronto dejaría de ser una vergüenza internacional, sus líderes volverían a comprometerse con aliados tradicionales y trabajarían para restaurar el liderazgo de Estados Unidos en las instituciones multilaterales.

Dentro de la comunidad de política exterior de Washington, las expectativas son particularmente altas para las relaciones de Estados Unidos con América Latina. Durante su mandato como vicepresidente, Biden se enfocó en esta región mucho más que en cualquier otra y forjó vínculos personales con muchos jefes de Estado. Como decía un titular de The Atlantic, “el reinicio [de las relaciones con el resto del mundo] de Joe Biden comenzaría en América Latina”.

Para los latinoamericanos que sueñan con una mayor independencia de la región no está claro que la elección de Biden sea tan buena noticia. Sin duda, Trump jugó un papel desastroso en América Latina: impuso sanciones económicas mortales a Venezuela, endureció el bloqueo estadounidense contra Cuba y apoyó al presidente de extrema derecha racista y antiindígena de Brasil, entre otros horrores. Pero aquellos comprometidos con la política progresista y el activismo en América Latina antes de la presidencia de Trump recuerdan muy bien que la era Obama-Biden coincidió con importantes reveses para los movimientos de izquierda en todo el hemisferio.

Si bien el gobierno de Obama buscó normalizar las relaciones con su par socialista de Cuba, también ayudó a que se llevaran a cabo golpes antidemocráticos contra presidentes de izquierda. También apoyó una agenda neoliberal de comercio e inversión, promovió programas de seguridad y antidrogas de carácter militar y brindó apoyo incondicional a gobiernos de derecha con horribles antecedentes en materia de derechos humanos.

¿Qué hará Biden? ¿Simplemente desempolvará y volverá a aplicar el manual de políticas del gobierno de Obama para América Latina, como parecen indicar muchos de sus comentarios y elecciones de funcionarios? ¿Se aferrará a algunas de las políticas de Trump hacia la región, en particular aquellas que han recibido apoyo bipartidista? ¿O buscará extraer lecciones del desafortunado resultado de muchas de las políticas de los gobiernos de Obama y Trump?

La primera incursión significativa de Biden en la política de América Latina comenzó a principios de la década de 2000, cuando era senador de Estados Unidos. Como principal integrante del Partido Demócrata en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, ayudó al presidente Bill Clinton a obtener fondos para el Plan Colombia, una iniciativa de ayuda que equipó y entrenó a las fuerzas militares y policiales colombianas que, en teoría, se dedicaban a combatir el narcotráfico. En una conferencia de prensa conjunta con el presidente colombiano Andrés Pastrana en agosto de 2000, Biden declaró que el apoyo de Estados Unidos al Plan Colombia continuaría mientras se respetaran los derechos humanos y no se utilizara en el conflicto interno de Colombia. Sin embargo, en poco tiempo, la ayuda estadounidense se utilizó para apoyar una “guerra contra el terror” ante la insurgencia de las FARC y comenzaron a surgir informes sobre la participación de las fuerzas armadas colombianas en atrocidades contra los derechos humanos que resultarían en miles de muertes de civiles.

A pesar de la amplia participación de Biden en el Plan Colombia, al que se refiere como “una de las iniciativas de política exterior más exitosas [...] del último medio siglo”, no parece haber estado muy involucrado en asuntos latinoamericanos durante el primer mandato de Obama (2009-2012). No hay indicios, por ejemplo, de que haya jugado un papel en la respuesta del gobierno de Obama al golpe militar de 2009 en Honduras (que resultó ser fundamental para ayudar a que el golpe tuviera éxito). Ese trabajo fue realizado con diligencia por la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton, quien, según admitió ella misma en su libro Decisiones difíciles, se opuso activamente al regreso al país del presidente derrocado y de tendencia izquierdista Manuel Zelaya y luego apoyó las elecciones organizadas por las autoridades golpistas del país a fines de 2009.

Gran parte del resto de la región rechazó enérgicamente la posición de Estados Unidos. Organismos regionales como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y el Mercosur emitieron comunicados denunciando las elecciones de Honduras como ilegítimas. Fue el comienzo del desencanto de América Latina con la administración de Obama, que creció a medida que se hizo cada vez más claro que el nuevo presidente se apegaba en gran medida a la agenda política de su predecesor George W Bush.

Es posible que Biden no haya tenido mucho que ver con la forma en que el gobierno de Obama manejó el golpe de Honduras, pero más tarde jugó un papel activo en apuntalar a los gobiernos represivos y corruptos posteriores a este. Uno de sus primeros viajes a América Latina como vicepresidente fue a la capital hondureña, en 2012, para asistir a una cumbre multilateral sobre “seguridad ciudadana”. Reservó sus más cálidas palabras para el presidente anfitrión, Porfirio Lobo. Después de “ganar” las elecciones organizadas por el régimen golpista de 2009, Lobo militarizó aún más el país, a la vez que vendió decenas de concesiones para minas y represas ubicadas en tierras indígenas. Decenas de activistas antigolpistas, defensores de los derechos humanos y de la tierra, periodistas y abogados fueron asesinados durante el mandato de Lobo.

Ilustración: Ramiro Alonso

Pero la terrible situación de los derechos humanos en Honduras no preocupaba mucho al gobierno de Obama. Días antes del viaje de Biden en 2012, Antony Blinken, entonces asesor de seguridad nacional de Obama y hoy secretario de Estado, declaró que la visita del vicepresidente serviría para “reafirmar el fuerte apoyo de Estados Unidos al tremendo liderazgo que el presidente Lobo ha mostrado en cuanto a promover la reconciliación nacional y el orden democrático y constitucional”.

Durante el segundo mandato de Obama (2013-2016), Biden se centró mucho más en América Latina. Viajó 14 veces a la región, cuando lo había hecho sólo dos veces durante el período de cuatro años anterior.

A mediados de 2014, un flujo sin precedentes de niños migrantes no acompañados provenientes del llamado Triángulo Norte (Honduras, Guatemala y El Salvador) creó un gran dolor de cabeza político para Obama. Aunque su gobierno había deportado a un número récord de inmigrantes indocumentados, miembros del Partido Republicano acusaron al presidente de ejecutar con laxitud las leyes de inmigración del país. En respuesta a la llamada “crisis de los niños migrantes”, Biden fue enviado a Centroamérica para convencer a sus líderes de que ayudaran a detener la migración desde el origen a cambio de la ayuda de Estados Unidos.

A partir de sus conversaciones con los líderes del Triángulo Norte, Biden desarrolló un plan de ayuda denominado “Estrategia de relacionamiento de Estados Unidos para Centroamérica”. En un artículo de opinión de The New York Times, afirmó que ayudaría a los líderes de Centroamérica “a realizar las difíciles reformas e inversiones necesarias para abordar los desafíos entrelazados de seguridad, gobernanza y economía de la región”.

Biden comparó esta estrategia con el Plan Colombia. De hecho, casi la mitad de los 750 millones de dólares asignados a esta política el primer año se canalizaron a una opaca “Iniciativa de seguridad regional de América Central” que brindó apoyo a las fuerzas de seguridad estatales implicadas en abusos de derechos humanos, como la represión violenta de protestas y el asesinato de activistas.

Tras el asesinato en 2016 de la reconocida luchadora por los derechos indígenas Berta Cáceres, cuyos asesinos incluían a oficiales militares hondureños entrenados por Estados Unidos, decenas de miembros del Congreso estadounidense pidieron al Ejecutivo que suspendiera la asistencia de seguridad de Estados Unidos a Honduras. El gobierno de Obama ignoró estas solicitudes e incluso certificó que el gobierno hondureño estaba cumpliendo con los parámetros de derechos humanos establecidos por el Congreso, lo que le permitió recibir la asignación completa de la ayuda estadounidense.

La estrategia también amplió los programas de asistencia diseñados, en teoría, para ayudar a los países del Triángulo Norte a mejorar la “buena gobernanza” y aumentar el “bienestar social”. El apoyo adicional provino del programa “Alianza para la prosperidad”, respaldado por Estados Unidos y patrocinado por el Banco Interamericano de Desarrollo, una iniciativa desarrollada en asociación con las élites empresariales centroamericanas y enfocada principalmente en atraer inversión extranjera.

Hoy han pasado seis años y se han asignado más de 3.000 millones de dólares a la estrategia. Sin embargo, hay pocas señales de algún tipo de mejora en estos países. Un informe de 2019 de la Oficina de Contabilidad General de Estados Unidos señaló que “es limitada la información disponible sobre cómo la asistencia estadounidense ha mejorado la prosperidad, la gobernanza y la seguridad en el Triángulo Norte”. Los niveles de pobreza y delincuencia se mantienen entre los más elevados de la región y la corrupción abunda en los niveles más altos de gobierno. Cada año, cientos de miles de valientes centroamericanos se enfrentan a desafíos extraordinarios (incluidas medidas inhumanas contra la inmigración implementadas por Estados Unidos) para huir de la violencia y la privación económica y buscar una vida mejor en América del Norte.

La estrategia de Biden para América Central a menudo se considera el mayor logro de política exterior de su vicepresidencia. Pero Biden también se involucró profundamente en las relaciones de Estados Unidos con otros países de la región. Viajó a Brasil cuatro veces y, según los informes, mantuvo una cálida relación con la presidenta de izquierda Dilma Rousseff, incluso después de que se revelara que Estados Unidos espiaba a Rousseff y a la petrolera estatal brasileña Petrobras, lo que desencadenó una fuerte crisis diplomática entre los dos gobiernos.

En agosto de 2016, Rousseff fue destituida luego de un controvertido juicio político en el Congreso basado en cargos falsos presentados por algunos de los políticos más corruptos de Brasil. Para muchos brasileños, se había producido un “golpe parlamentario” inconstitucional, diseñado en parte por el vicepresidente conservador Michel Temer, quien asumió la presidencia una vez que Rousseff fue expulsada. Biden se reunió con Temer apenas días después de la destitución de Rousseff. En un discurso que pronunció luego, el hoy presidente estadounidense dijo que el pueblo de Brasil había seguido su constitución “para navegar en un momento económica y políticamente difícil, cumpliendo con los procedimientos establecidos para gestionar la transición en el poder”.

Varios miembros del Congreso estadounidense lo veían diferente. Poco antes de la destitución de Rousseff, un grupo de más de 50 legisladores de la Cámara de Representantes firmó una carta que decía que el gobierno “debe expresar una gran preocupación por las circunstancias que rodean el proceso de juicio político y pedir la protección de la democracia constitucional y el Estado de derecho en Brasil”. El senador Bernie Sanders emitió una declaración en la que afirmó que “Estados Unidos no puede permanecer en silencio mientras se socavan las instituciones democráticas de uno de nuestros aliados más importantes”.

Las relaciones de la administración de Obama con los gobiernos de Brasil y Honduras encajan en un patrón más amplio, coherente con el enfoque adoptado por administraciones estadounidenses anteriores: Estados Unidos busca socavar a los gobiernos de izquierda de la región en cada oportunidad, mientras abraza calurosamente a los gobiernos de derecha pro Estados Unidos, incluso a aquellos de dudosa legitimidad y con atroces antecedentes en materia de derechos humanos.

Durante los años previos a la elección de Obama, la región se había desplazado significativamente hacia la izquierda y, en consecuencia, la influencia política y económica de Estados Unidos había disminuido. A pesar de los decididos esfuerzos de la administración de George W Bush para revertir la marea progresista, incluso mediante el apoyo a los golpes de Estado en Venezuela y Haití y a través de programas de “promoción de la democracia” fuertemente financiados para respaldar a movimientos políticos de derecha, la mayoría de los votantes latinoamericanos eligió gobiernos de izquierda, comprometidos, en diversos grados, con la revocación de las estrategias neoliberales y la lucha contra la pobreza.

Sin embargo, poco después de que Obama asumiera el cargo, la corriente geopolítica comenzó a desplazarse hacia la derecha debido a una combinación de graves conmociones económicas (en gran parte vinculadas a la crisis financiera mundial) y una contraofensiva de derecha que empleó tácticas agresivas y a menudo antidemocráticas. La administración de Obama hizo su parte para ayudar a la derecha a regresar al poder siempre que tuvo la oportunidad de hacerlo.

En 2012, en Paraguay, el primer presidente de izquierda del país, Fernando Lugo, fue acusado de delitos espurios y destituido de su cargo por legisladores de derecha en un rápido proceso de acusación considerado “inaceptable” por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y ampliamente criticado tanto por la izquierda como por gobiernos latinoamericanos de derecha (muchos de los cuales retiraron a sus embajadores en Asunción). Mientras que el Mercosur y la Unasur suspendieron la membresía de Paraguay, el gobierno de Estados Unidos maniobró para evitar un movimiento similar en la Organización de los Estados Americanos (OEA) y, al igual que lo hizo después de la destitución de Rousseff, se apresuró a apoyar al gobierno de derecha no electo que reemplazó a Lugo.

En Argentina, mientras el gobierno de izquierda de Cristina Fernández de Kirchner luchaba por obtener financiamiento internacional para ayudar a resolver las dificultades de la balanza de pagos, el Departamento del Tesoro de Obama se opuso a conceder líneas de crédito para Argentina en el Banco Interamericano y el Banco Mundial. Las dificultades económicas del país fueron un factor importante que contribuyó a la derrota del kirchnerismo en las elecciones presidenciales de 2015. Tras haber evitado Argentina durante sus anteriores viajes a Sudamérica, Obama realizó su primera visita presidencial a Buenos Aires a principios de 2016 y colmó de elogios al recién elegido presidente de derecha del país: “Con el presidente Macri, Argentina está reasumiendo su tradicional papel de liderazgo en la región y en todo el mundo”, dijo. Poco tiempo antes, el secretario del Tesoro de Estados Unidos, Jack Lew, había levantado la oposición de Estados Unidos a los préstamos de los bancos multilaterales de desarrollo a Argentina.

En realidad, bajo los Kirchner, Argentina había asumido un papel de liderazgo audaz en América Latina, que parece haber resentido a la administración de Obama. Junto con Brasil y Venezuela, el gobierno de izquierda de Argentina había trabajado con líderes de toda América del Sur para establecer, en 2008, la Unasur como una alternativa a la OEA (que tiene sede en Washington) y a los esquemas de integración regional neoliberal como el Área de Libre Comercio de las Américas, respaldado por Estados Unidos. La Unasur rápidamente logró importantes avances en la cooperación en defensa e infraestructura, así como en la mediación de conflictos entre países miembros.

Tanto Macri como Temer abandonaron los planes de sus predecesores de fortalecer la Unasur. El gobierno de Macri comenzó a participar como “observador” en las cumbres de la Alianza del Pacífico, un bloque de cuatro de los aliados más cercanos de Estados Unidos en la región: Colombia, Chile, Perú y México. Dedicada a liberalizar las relaciones comerciales (los cuatro miembros tienen acuerdos bilaterales de libre comercio con Estados Unidos), promover la inversión extranjera y expandir el comercio con los países de Asia y el Pacífico, la alianza fue fuertemente promovida por la administración de Obama. En un artículo de opinión de The Wall Street Journal de 2013, Biden se refirió a este organismo como “uno de los desarrollos más prometedores” en la región. Lo que Biden y otros funcionarios de Obama no dijeron en voz alta, pero que los observadores de la región sabían bien, es que la Alianza del Pacífico respaldada por Estados Unidos sirvió para abrir una brecha entre las naciones latinoamericanas y debilitar proyectos de integración regional progresistas e independientes, como la Unasur.

Venezuela era un tercer pilar de la integración latinoamericana y, como había ocurrido cuando gobernaba George W Bush, fue blanco de un cambio de régimen por parte de la administración de Obama. Un cálido intercambio público entre Obama y Hugo Chávez en una cumbre de 2009 en Trinidad había generado la esperanza de que las relaciones entre Estados Unidos y Venezuela finalmente pudieran mejorar. Pero el gobierno estadounidense se negó a participar en un diálogo productivo con el gobierno venezolano y fue constantemente hostil en sus declaraciones públicas. En 2013, Estados Unidos se negó a reconocer la victoria electoral del sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, a pesar de que no hubo evidencia de fraude electoral. La posición de Estados Unidos envalentonó a los activistas de la oposición, que participaron en protestas violentas después de las elecciones en un esfuerzo por obligar a Maduro a dimitir. Este patrón se repetiría en 2014, cuando la administración de Obama condenó la represión de las protestas contra el gobierno sin denunciar los actos violentos de los manifestantes que provocaron numerosas víctimas.

La esperanza de un nuevo comienzo en las relaciones entre Estados Unidos y Venezuela resurgió cuando Biden y el presidente Maduro interactuaron de manera amistosa en la segunda toma de posesión de Dilma Rousseff, en enero de 2015. Sólo un mes antes, Obama había anunciado la normalización de las relaciones diplomáticas con Cuba; dijo que la medida era parte de un esfuerzo por pasar a “un nuevo capítulo entre las naciones de las Américas”. Pero la apertura hacia Cuba, que progresó de manera constante en los meses siguientes, no se extendió hacia Venezuela.

En marzo de 2015, Obama firmó una orden ejecutiva que declaraba al gobierno de Maduro una “amenaza extraordinaria para la seguridad nacional y la política exterior de Estados Unidos” para justificar la imposición de sanciones selectivas contra altos funcionarios venezolanos. La medida, impulsada por un proyecto que Obama había promulgado como ley, pareció diseñada para apaciguar a los legisladores cubanoamericanos agresivos que, como gran parte del establishment de la política exterior, veían a Venezuela como una amenaza regional mucho mayor para los intereses estadounidenses. Esta “amenaza” parecía provenir principalmente del apoyo que Venezuela otorgaba a iniciativas de integración regional como Petrocaribe y a movimientos progresistas en países vecinos.

Ilustración: Ramiro Alonso

Durante la campaña presidencial de 2016, Trump había expresado en ocasiones su oposición a las intervenciones de Estados Unidos en el exterior, lo que generó esperanzas de que, como presidente, podría estar menos interesado que sus predecesores en interferir en los asuntos internos de América Latina. Estas esperanzas se frustraron rápidamente. A fines de 2016 y principios de 2017, Trump se reunió varias veces con uno de los candidatos que compitieron con él en las primarias del Partido Republicano, Marco Rubio, en su complejo de Mar-a-Lago. Poco después, quedó claro que el senador cubanoamericano de derecha era ahora el asesor no oficial de Trump en América Latina. Rubio también estaba ocupado colocando aliados, como Mauricio Claver-Carone y Carlos Trujillo, en puestos clave de política exterior. El cálculo de Trump fue bastante simple: con la guía de Rubio, intensificaría los ataques a la izquierda latinoamericana, particularmente a Cuba, Venezuela y Nicaragua, expandiendo así su base de apoyo entre el electorado cubanoamericano de derecha en el sur de Florida. Esta estrategia ayudaría a asegurar su victoria en este estado en las próximas elecciones presidenciales de 2020.

A principios del verano de 2017, Trump comenzó a desarticular las políticas de Obama hacia Cuba, empezando con órdenes ejecutivas que imponían nuevas restricciones a los viajes y las transferencias de dinero a la isla. Luego volvió su mirada hacia Venezuela. Primero amenazó con una intervención militar. Luego, utilizando los mismos poderes de sanción que Obama había activado contra Venezuela en 2015, comenzó a asfixiar económicamente al país con restricciones financieras que impidieron al gobierno venezolano, que ya luchaba contra una crisis económica, pedir prestado dinero en la mayor parte del mercado internacional. La producción de petróleo, la principal fuente de ingresos del país, comenzó a caer precipitadamente a medida que disminuía la inversión pública en el mantenimiento del sector petrolero.

A principios de 2019, la administración de Trump aceleró su campaña para tratar de provocar un cambio de régimen. Convencidos de que el Ejército venezolano estaba preparado para respaldar un golpe, Rubio, algunos funcionarios de Trump y un grupo muy pequeño de opositores venezolanos de línea dura tramaron un plan para derrocar a Maduro. El 23 de enero, Juan Guaidó, un legislador de extrema derecha que, a través de un sistema de rotación anual, acababa de convertirse en presidente de la Asamblea Nacional, controlada por la oposición, anunció que ahora era el presidente del país. Para justificar esta medida, lanzó una interpretación creativa de algunos artículos constitucionales según los cuales podría asumir temporalmente la presidencia porque Maduro se había vuelto incapacitado para el cargo.

Aunque gran parte de la oposición venezolana fue tomada por sorpresa por esta medida, el gobierno de Estados Unidos, que alegó que la reelección de Maduro en 2018 había sido ilegítima, reconoció rápidamente a Guaidó como presidente, al igual que muchos de los gobiernos de derecha de la región. Unos días después, los gobiernos europeos siguieron su ejemplo, encabezados por el asediado gobierno de España, liderado por el Partido Socialista, que parecía desesperado por evitar las acusaciones de ser “blando” con Venezuela.

Lo que no sucedió, a pesar de los llamamientos explícitos de los funcionarios estadounidenses y una nueva ronda de sanciones que asfixió aún más al sector petrolero de Venezuela, fue el golpe militar anticipado. Los líderes de la oposición de línea dura y sus crédulos interlocutores en la administración de Trump habían sobreestimado enormemente la oposición a Maduro dentro de las Fuerzas Armadas del país. Una y otra vez, funcionarios estadounidenses y sus aliados regionales de derecha dura, como el presidente colombiano Iván Duque y el secretario general de la OEA, Luis Almagro, pidieron un levantamiento militar contra Maduro. En todo caso, toda esta presión externa simplemente reforzó el sentimiento nacionalista dentro de las Fuerzas Armadas de Venezuela. El 30 de abril, Guaidó, con un puñado de militares disidentes y aliados políticos, realizó un último y desesperado intento de golpe. No llegó a ninguna parte y su estrella empezó a caer.

Pero no en Washington. En febrero de 2020, Guaidó fue invitado al Congreso estadounidense a presenciar el discurso anual de rendición de cuentas (llamado “estado de la Unión”) de Trump y recibió una ovación de piede de legisladores tanto republicanos como demócratas. Posteriormente, celebró una conferencia de prensa conjunta con la presidenta de la Cámara de Representantes, la demócrata Nancy Pelosi. Sólo un puñado de legisladores demócratas progresistas, como Ro Khanna e Ilhan Omar, hizo la audaz sugerencia de que las políticas de Trump hacia Venezuela habían exacerbado en gran medida la crisis económica y política del país y estaban causando un sufrimiento humano generalizado.

Miembros del sector tradicional del Partido Demócrata han estado de acuerdo con otras políticas de Trump altamente cuestionables en América Latina. Se han quejado del trato cruel de Trump a los migrantes y de los recortes en la asistencia económica a Centroamérica, pero la mayoría no ha cuestionado el aumento de la asistencia de seguridad a los gobiernos centroamericanos represivos y corruptos. También han expresado su apoyo al Grupo de Lima de gobiernos de derecha, que, con respaldo de Trump, ha tenido por única misión apoyar el cambio de régimen en Venezuela mientras ignora los espantosos abusos contra los derechos humanos y ataques a la democracia en lugares como Colombia, Honduras, Guatemala y —más recientemente— Bolivia. La mayoría de los demócratas, incluido Biden, no llegó a denunciar el golpe militar en Bolivia en noviembre de 2019. Algunos incluso elogiaron la misión de observación electoral de la OEA en Bolivia, cuyas afirmaciones de fraude electoral, evidentemente falsas, proporcionaron a los golpistas un pretexto para sacar del poder al presidente Evo Morales. Sólo el senador Bernie Sanders y algunos legisladores progresistas de la Cámara de Representantes denunciaron el golpe, así como el papel de la OEA y la administración de Trump para ayudarlo a tener éxito.

Los demócratas también han apoyado en gran medida los agresivos esfuerzos de Trump para contrarrestar la creciente influencia económica de China en América Latina. El programa “América crece” de la administración de Trump brinda apoyo financiero, a través de la recién creada Corporación Financiera de Desarrollo Internacional (DFC, por sus siglas en inglés), a proyectos de energía e infraestructura del sector privado con el objetivo de expulsar a los inversores chinos. Con Trump, “América crece” pareció enfocado en evitar que empresas chinas como Huawei penetraran en las redes de telecomunicaciones latinoamericanas. Por ejemplo, un reciente acuerdo bilateral firmado con el presidente saliente de Ecuador, Lenín Moreno, compromete al gobierno de Quito a excluir a China de sus redes de telecomunicaciones a cambio de la ayuda de la DFC para pagar su deuda con China. Hasta ahora, los demócratas parecen no tener ningún problema con esta última versión de la Doctrina Monroe o con el hecho de que promueve aún más un modelo neoliberal que coloca la responsabilidad en el desarrollo liderado por el sector privado y prácticamente ignora la posibilidad de inversión en infraestructura y servicios liderada por el sector público.

Trump ya se ha ido (aunque no sin tumulto y mucha resistencia). ¿Cómo podemos esperar que sea la política de Biden en América Latina?

Desde que ingresó a la Casa Blanca, Biden se ha movido rápidamente para deshacer algunas de las medidas más infames de Trump: se ha reincorporado al Acuerdo Climático de París y a la Organización Mundial de la Salud, abolió la prohibición de inmigrantes de países predominantemente musulmanes y se comprometió a volver a entrar en el acuerdo nuclear con Irán firmado por Obama. Pero en América Latina, hasta el momento, no hay indicios de que Biden planee llevar a cabo cambios políticos radicales.

Biden ha sugerido dócilmente que buscará levantar algunas de las sanciones más duras impuestas al pueblo cubano por Trump, pero los funcionarios también están señalando que pueden condicionar un mayor alivio de las sanciones a las reformas internas a que Cuba retire su apoyo al gobierno de Maduro. El secretario de Estado de Biden, Antony Blinken, ha dicho que Estados Unidos continuará reconociendo a Guaidó como presidente de Venezuela, incluso cuando la Unión Europea ha anunciado que ya no lo hará. Los asesores de Biden también han reaccionado positivamente al programa “América crece” de Trump contra China.

En otras áreas, Biden planea recuperar políticas de la era de Obama que parecen haber tenido más efectos negativos que positivos. Durante la campaña presidencial, Biden anunció un “plan para construir seguridad y prosperidad en asociación con la gente de Centroamérica” de 4.000 millones de dólares, que parece replicar de cerca la estrategia que lanzó en 2015. En una carta abierta a Biden, docenas de organizaciones civiles han expresado “preocupación porque el plan replica las políticas que han contribuido a la pobreza, la desigualdad y la violencia en Centroamérica” y recomiendan una serie de reformas políticas significativas.

Casi todas las personas designadas en política exterior de Biden se remontan a la era de Obama. Se puede esperar que Biden y su equipo evolucionen, si se abren a nuevas ideas, se preocupan por escuchar a aquellos que conocen bien la región y no están limitados por los paradigmas que han dado forma a las políticas durante décadas.

Primero, la nueva administración debe desistir de la tentación de redoblar políticas que no tienen evidencia de resultados positivos, como es el caso de las políticas de seguridad y los programas de desarrollo económico existentes.

En segundo lugar, debería evitar a toda costa caer en la trampa de intentar competir con los republicanos por los votos en Florida adoptando políticas intervencionistas agresivas dirigidas a la izquierda latinoamericana. Nunca puede ganar en ese juego. Debería concentrarse en ganarse a los cubanoamericanos del sur de Florida con políticas internas que mejoren sus vidas, en lugar de con medidas agresivas que provoquen crisis, como es el caso del actual régimen de sanciones contra Venezuela.

La nueva administración debería romper con la larga tradición estadounidense de apoyar sistemáticamente a los gobiernos de derecha pro Estados Unidos, sin importar su historial en derechos humanos y democracia.

Y, finalmente, Biden y su equipo deberían enterrar genuinamente la Doctrina Monroe y acabar con la política de intervenir para “proteger” a las naciones latinoamericanas de potencias extranjeras. Es hora de aceptar que el declive de la hegemonía estadounidense en la región podría ser algo positivo para los latinoamericanos. La historia ha demostrado que la autodeterminación sin trabas de los pueblos produce resultados políticos, sociales y económicos mucho mejores que la intervención extranjera. Permitir que los países latinoamericanos adopten agendas políticas y económicas independientes podría conducir a la “prosperidad y seguridad” que el presidente Biden, así como todos sus predecesores en la Casa Blanca, han dicho que desean.

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