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Amos Nattini. Inferno XII. 1919

Ilustre, ilustradísimo Dante

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En 2021 se celebra el Año Dante en conmemoración de los 700 años de la muerte del autor de La divina comedia. Pero 2021 también es un año “dantesco” en el sentido popular del término, debido a la pandemia y sus consecuencias. El investigador Riccardo Boglione sitúa en una larga tradición pictórica esa percepción que tenemos de la obra de Dante, “el más poderoso motor iconográfico de la literatura occidental”.

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Es un cortocircuito bastante sorpresivo entre lenguaje, evento y conmemoración el que se da en este anno domini 2021: estamos sumergidos en el hediondo clima del virus mientras se celebran desenfadadamente los siete siglos de la muerte de Dante Alighieri. Y, en menudas conversaciones, en trifulcas más o menos amigables, en lacónicos comentarios, pero también en la prensa más labrada, se ha escuchado y leído —abriendo vigorosamente brechas o asomando furtivo— un adjetivo evidentemente reputado perfecto para sintetizar estos meses nefastos: dantesco. Así, por ejemplo, en marzo un suplemento de El País español titulaba “Un año en pandemia: retratos de un tiempo dantesco”, y así adjetivaba la vituperada uruguaya Carmela Hontou, chivo expiatorio de lo inevitable, en una reciente entrevista, el tratamiento mediático al que fue sometida por sus presumidas culpas infecciosas.

Claro está que al enunciar “dantesco” no nos referimos directamente al poeta florentino en persona, sino que se trata más bien de una vertiginosa cadena de sinécdoques: no el Alighieri entonces, sino su obra Comedia (“divina” es, sabidamente, idea de Boccaccio), ni siquiera toda la Comedia, sino sólo su primera cántica, “Infierno”, y dentro de ella, las porciones más gráficamente horripilantes.

Federico Zuccari. Paradiso XXXII-XXXIII. 1586-1588.

Pero ¿qué fijó en el imaginario colectivo esa idea de lo “dantesco” como sumo ejemplo de lo aterrador? Fue la atroz inventiva y el asombroso versificar del poeta y filósofo a la hora de materializar con palabras el ambiente y los habitantes del reino de las más nauseabundas aflicciones eternas, pero se puede especular que aún quizá más que sus terzini —o, por lo menos, en poderosa combinación— pudieron, en este sentido, las ilustraciones que infinitos artistas forjaron, desde tempranísimo, alrededor del texto.

Es preciso recorrer, en una época iconólatra como la presente, sus etapas más destacadas, sus especímenes más ardientes (sin limitarnos, huelga decirlo, al apestoso averno, sino subiendo hasta el empíreo), teniendo en cuenta —como recuerda la máxima estudiosa del tema, Lucia Battaglia Ricci, en cuyo libro Dante per immagini esta nota abrevó pródigamente— “la imponente deuda que las artes figurativas occidentales contrajeron con la obra dantesca”.

Federico Zuccari. Purgatorio IXI. 1586-1588.

Las visualizaciones de la Comedia son una cosa tempranísima: ya que no se conservan autógrafos dantescos se podría imaginar, con un vuelo de fantasía, el poeta que se autoilustra (es el caso de Boccaccio, que ejecuta algunas “viñetas” para su Decamerón), pero, más allá de hipótesis tentadoras, el manuscrito ilustrado con fecha segura más antiguo que se posee, el Trivulziano 1080, fue compuesto entre 1337 y 1338, vale decir poco más de tres lustros luego de la muerte del poeta, y, dada la fama de la obra, es casi cierto que no fue el primero con imágenes (cuantiosas copias del poema empezaron a circular enseguida). De alguna manera, las miniaturas del Maestro delle Effigi Domenicane del Trivulziano comienzan una larga secuela de ilustraciones trecentesche, en su mayoría iluminaciones de manuscritos, eclécticas en sus soluciones como ecléctico y difícilmente interpretable resultó el poema en su momento: obra moral, pero enraizada en lo contemporáneo, doctrinaria, pero con amplios márgenes de ambigüedad, exquisitamente poética e instantáneamente clásica, pero también especulativa y novedosa (es el primer libro occidental de tal aliento y complejidad no escrito en latín).

Así, frente a soluciones formales muy diversas entre sí, que siempre delatan posturas interpretativas de la auctoritas que concebía el manuscrito (y no de la voluntad del artista, esa es actitud “moderna”), hay una constante: durante el Medioevo el tratamiento visual de la Comedia se focaliza en el gran relato, el viaje ultramundano y sus implicaciones ético-religiosas, no “ocupándose” especialmente de los episodios puntuales, de los varios encuentros que el poeta hace a lo largo de su descenso y ascensión, vale decir lo que para el lector/espectador moderno resulta lo más crucial y conocido: Paolo y Francesca, Ugolino, Ulises o Cacciaguida y otros clímax que apuntalan las cánticas. Se trataba, en definitiva, de poner en imágenes las dos diferentes categorizaciones a las que la Comedia fue adscrita durante el siglo XIV: la de visio (vale decir el “registro” de una visión mística) y la de fictio (una obra literaria impregnada de alegorías). Por ejemplo, mostrar a Dante —siempre hay que recordar la coincidencia del nombre del autor con el del protagonista— durmiente al principio del primer canto es acercar el poema a la experiencia de los sueños reveladores de los profetas del Antiguo Testamento, como recuerda Battaglia Ricci: véase, por ejemplo, la magnífica miniatura del manuscrito Dante Chantilly (alrededor de 1340), con el escritor dormido en la selva, retomada en múltiples ocasiones a lo largo de los siglos sucesivos, aunque ya con intenciones diferentes, desvinculadas de referencias bíblicas. En otras, por ejemplo en el magnífico Dante Poggiali (alrededor de 1335), ilustrado por Pacino da Buonaguida, se elige una serie de representaciones más narrativas, no preocupadas en transmitir a toda costa el peso metafísico de los episodios, sino más bien su costado más crudo, que luego se volverá elemento precipuo de cualquier representación infernal, donde el shock y el horror visual se tornan rutinarios: extraordinario el encuentro entre Dante y Virgilio con Minos, en el que se aprecia la típica reiteración medieval de los personajes en el mismo encuadre para significar una secuencia de sucesos. Pronto también artistas de primera plana se ven involucrados en traducir iconográficamente la urdimbre dantesca: el primer nombre destacado es el de Pietro Lorenzetti, que en el manuscrito 170 de Perugia (1335-1340) muestra un dinámico arranque del Inferno, con Dante que encuentra a Virgilio y las fieras en una secuencia casi protocinematográfica.

Mariotto di Nardo (atribuido). Inferno XXVI. Vaticano Latino 4776. C. 1390.

Demasiado rico e intrincado el recorrido plástico de la Comedia durante el Trecento y el Quattrocento para poder detenerse en él en este escaso espacio: sí vale la pena destacar por lo menos un par de especímenes que realmente asombran, por inventiva compositiva y libertad interpretativa. Por un lado, el naufragio de Ulises de Infierno XXVI, del manuscrito Vaticano Latino 4776 (alrededor de 1390), tal vez obra de Mariotto di Nardo, con el mar que cubre toda la imagen y del que emergen cuerpos, peces y restos de barcos con un aire casi presurrealista; por el otro, la representación de Dios como un disco dorado enceguecedor frente al que fluctúan Dante y Beatriz de Paraíso XXVIII en el manuscrito Yates Thompson 36 (1445-1450), y que probablemente es obra de un Giovanni di Paolo que deforma el texto dantesco, o mejor dicho propone una de las primeras libres lecturas visuales de este: aparece en el centro del círculo dorado el inesperado rostro de Bórea, dios de los vientos, por supuesto ausente en el Paraíso.

Asimismo, cabe mencionar la hazaña que Sandro Botticelli intenta entre 1480 y 1495, la de un (inacabado) Dante istoriato, como lo llama Battaglia Ricci, es decir una secuencia que trata de acompañar, muy detalladamente, con cientos de dibujos (se conservan unos 90), todo el periplo ultraterrenal del poeta, con una curiosa característica: los grandes pergaminos presentan en el reverso un canto del poema y en el anverso el dibujo del canto sucesivo, anticipando visualmente lo que se materializa luego en palabras. Ça va sans dire que la calidad es estrepitosa —Botticelli es el maestro indiscutido de la línea en su siglo y las disposiciones espaciales de los personajes son las más complejas de la historia de la ilustración dantesca hasta ese momento—, aunque lo que más sorprende es la idea, finalmente, de un álbum en que imagen y texto parecen tener el mismo peso.

Taller de Pacino di Bonaguida. Inferno V. Palatino 313. C. 1335.

Casi un siglo después —en el medio corren muchas ediciones ilustradas impresas, que proliferan a partir de la invención de Gutenberg y popularizan aún más la obra de Alighieri, que se ha vuelto en dos siglos y medio ítem fundamental de la formación del intelectual a nivel europeo— aparece una obra de similar ambición: una serie que el manierista Federico Zuccari compone alrededor de 1587-1588 en España, donde trabaja. Lápiz, sanguina y tinta dan vida a un panorama completísimo del poema, meticulosamente anotado con citas de la Comedia y comentarios en una amalgama visual-verbal intensísima (y que se puede disfrutar completo en el sitio web de los Uffizi).

Dante no está relegado a los libros. El primer retrato del poeta se halla en un fresco pintado antes de 1337, obra de Giotto (pintor mencionado en el Purgatorio) o de su taller, en la Cappella della Maddalena del Bargello de Florencia, y es probable que Buonamico Buffalmacco, en el fresco El triunfo de la muerte del Camposanto de Pisa, alrededor de 1340, haya utilizado ideas dantescas para su infierno, pero es a partir del siglo XV que sus apariciones extralibrescas aumentan significativamente. Por ejemplo, para los 200 años del nacimiento del escritor, en 1465, Domenico di Michelino pinta una témpera sobre madera que adorna Santa María de la Flor, donde un poeta majestuoso con su obra cumbre en las manos se erige frente a un paisaje que “resume” infierno, purgatorio y paraíso al lado de Florencia. Menos de cuatro décadas más tarde el gran Luca Signorelli retrata en un fresco de San Brizio en Orvieto a Dante, con escenas en grisaille del Purgatorio, mientras una versión tridimensional —un bajorrelieve de bronce de mediados del siglo XVI— de Pierino da Vinci (sobrino de Leonardo) separa una “historia secundaria” (“género” que en el interín ha ganado protagonismo en el interés de los artistas), la de Ugolino, en una enérgica composición con ecos michelangiolescos. Incluso los dos gigantes del Renacimiento se ocupan de él: el mismo Michelangelo, fan empedernido del poeta, destila las visiones infernales de su ilustre conterráneo en el Juicio final de la Capilla Sixtina, mientras Raffaello inserta cómodamente a Dante en dos frescos de las Stanze della Signatura en el Palacio Apostólico de Roma: en el Parnaso entre nada menos que Homero y Píndaro y en La disputa del sacramento junto a San Agustín, Santo Tomás y otros “faros”.

William Blake. Inferno V. C. 1824-1827.

El siglo XVII y buena parte del XVIII registran una sequía pasmosa de ilustraciones dantescas, sobre todo en el ámbito editorial, pero también fuera de las páginas. Un 1600 con su estela contrarreformista (Dante no gusta a una iglesia demasiado rígida que no soporta críticas) y su incipiente activación de las ciencias, y un 1700 robustamente dedicado al racionalismo y a la Arcadia significaron un general olvido de Alighieri, cuya lejanía de la sensibilidad de la época se puede resumir en la denuncia que Voltaire hizo de su ininteligibilidad: “Los italianos lo llaman ‘divino’; pero es una divinidad oculta: pocas personas entienden sus oráculos”.

Así, sólo sobre el final del siglo XVIII algunos artistas se vuelven a avecinar a episodios específicos de la Comedia, casi siempre “infernales”. Es el caso de Joshua Reynolds, artista inglés que en 1770 pergeña El conde Ugolino y sus hijos en el calabozo. El pintor clasicista en realidad está “contestando”, con hondo retraso, a una provocación lanzada 50 años antes por Jonathan Richardson, que había desafiado a los pintores a crear una obra que tuviera la misma intensidad que los versos dantescos o el citado bajorrelieve de Pierino da Vinci (en ese momento todavía atribuido erróneamente a Michelangelo). Este cuadro se vuelve crucial para el revival dantista que caracteriza la coda del siglo XVIII y sobre todo el XIX. La Comedia ya no se representa en su integridad o mirando a su dimensión espiritual y ética, sino que se saborea por partes, se desmembra sin problema, se reduce a episodios que sirven para hablar de lo contemporáneo y el mismo Dante trasciende la figura del intelectual para volverse héroe, puro ideal: el prototipo del artista conflictual, políticamente comprometido, genial y además exiliado que, en la Europa de las turbulencias nacionalistas decimonónicas, es perfecto.

Eugène Delacroix. La barca de Dante. 1822.

En el caso de Reynolds, Ugolino metaforiza la trágica figura noble aplastada por la iglesia católica (el conde fue encarcelado por un prelado), pujando, en cierto sentido, por la “causa” protestante. Para otros, sobre todo el suizo Johann Heinrich Füssli, que en los años 70 del siglo XVIII produce un gran número de perturbadores dibujos inspirados en el Infierno, Dante condensa elementos que estallarán en plena temporada romántica: un concentrado de angustia, terror y prodigio que William Blake, el pintor y poeta visionario inglés, tilda de “sublimes”. Blake mismo ilustrará, en la década de 1820, gran parte del poema italiano con una serie asombrosa de dibujos que no logró terminar: se trata de uno de los ciclos más personales, e incluso polémicos, “sobre” la Comedia, que vehicula las creencias del inglés —embebidas de misticismo y erotismo— y distorsiona las originales. Por todos sus excesos visuales, el trabajo blakiano parece también una chispeante respuesta a la versión más popular de las ilustraciones británicas, las secas y esencialistas que John Flaxman había publicado en 1807. Un estilo, este último, parecido a lo que probablemente es la primera versión enteramente ilustrada por una artista mujer, de 1813, de la pintora y grabadora neoclásica Sophie Janinet (con el seudónimo de Sofia Giacomelli), destacada en una nota de la época por su “imaginación viva, repleta de fuego y originalidad”.

Robert Rauschenberg. Inferno I. C. 1958.

Alighieri es emblema entonces de ímpetus románticos. El apogeo es con toda seguridad La barca de Dante, grandioso óleo que Eugène Delacroix presenta al Salón de Bellas Artes de 1822 y que, junto con la estructuralmente similar Balsa de la Medusa, de Théodore Géricault, es el manifiesto de la pintura romántica, no sólo francesa: Dante y Virgilio imponentes se elevan sobre un mar tempestuoso, frente a una horda de cuerpos a lo Miguel Ángel que los atacan, calados en una oscuridad emotivamente removedora y apenas iluminados, a lo lejos, por la ciudad de Dite en llamas. Muchos otros pintores de la época focalizarán su atención sobre los aspectos más pasionales o espeluznantes de la Comedia (véase el canibalismo muscular puesto en escena por el academicista William-Adolphe Bouguereau en Dante y Virgilio en el infierno, de 1850), con el de Paolo y Francesca, vale decir dos lujuriosos, a la cabeza. Si Jean-Auguste-Dominique Ingres da de él una versión un poco fría en que el ambiente, un amplio salón, fagocita a los protagonistas, otros, como por ejemplo Gaetano Previati y Arnold Böcklin —aún con estilos casi antitéticos—, subrayan el dramatismo del asesinato de la pareja con heridas y torsiones de los cuerpos como motivos centrales.

Sandro Botticelli. Paradiso II. 1480-1495.

El mismo gusto recargado y efectista estará en el centro del ciclo muy extenso (135 imágenes) que el grabador francés Gustave Doré elabora entre 1861 y 1869 para una edición impresa de lujo: sus ambientes sombríos, el énfasis en lo monstruoso, pero también la sensualidad de los cuerpos y un dinamismo cautivante en ciertas secuencias influenciarán toda la producción siguiente, quedando como el modelo más imitado hasta tiempos recientes y la suite de ilustraciones más reproducida. Otra serie, la elegíaca y coeva de su “antagonista” Francesco Scaramuzza, que llega a 243 dibujos, en cambio, luego de un éxito efímero, se olvidará rápidamente. De fama más duradera serán los varios cuadros que el prerrafaelita Dante Gabriel Rossetti dedicó a la Comedia y a su autor —del que tradujo también La vita nova al inglés— durante los años 50 y 70 del siglo XIX.

Las incursiones de Dante en la plástica del 900 se disparan y toman formas que acompañan las aceleradas mutaciones de estilos que define el siglo, pero nunca se pierde contacto con la Comedia. El artista obsesionado con Dante y que funciona, tal vez, como bisagra entre los siglos XIX y XX es el escultor Auguste Rodin: trabaja en La puerta del infierno (encargo público para la entrada del Museo de Artes Decorativas de París) un tiempo interminable, de 1880 hasta su muerte, en 1917, con cientos de bocetos, estudios, pruebas, casi 300 figuras plasmadas y replasmadas para representar el inframundo del poema: el verdadero laboratorio de todo el empuje creativo del francés. En efecto, de él saldrán sus dos obras más emblemáticas, pero desarropadas de sus orígenes dantescos: el célebre El beso, terminado en 1889, es en realidad la reelaboración del episodio que Francesca cuenta de su encuentro con Paolo, depurado del lastre literario y universalizado borrando todo moralismo, así como universalizado será el retrato del mismísimo Alighieri, que en el altorrelieve tenía que “supervisar” el conjunto y que Rodin, también en 1889, aísla y transforma en un neutro Pensador desnudo, glorificación de la concentración y la dignidad humanas.

Sophie Janinet. Inferno I. 1813.

Ya en el siglo XX cae una lluvia de interpretaciones visuales de la imaginación dantesca: las déco-cinematográficas y coloradísimas de Amos Nattini, las decadentes y vagamente lúbricas de Franz von Bayros o las simbolistas de Alberto Martini, entre otras. De este número enorme de relecturas acá tomo algunas al azar, pescando entre las más sugestivas. Las vanguardias parecen volver esnob al florentino, con raras excepciones: un cuadro de Umberto Boccioni en el umbral del Futurismo (estamos entre 1908 y 1909) dedicado, una vez más, a Paolo y Francesca, es una onírica representación de sus cuerpos volando, como en el texto, unidos como si fuesen una gran mancha de color rojo, en contraposición a lo verdoso del ambiente. El exdadaísta Georg Grosz, ya en Estados Unidos, adorna una traducción inglesa de 1944 reiterando con imágenes en negro y rojo el estilo convulso y cortante de sus trabajos berlineses, donde había ilustrado otro tipo de infierno, el de la ascensión nazi. Más tardío es el experimento surrealista de Salvador Dalí que, a principios de los años 50, produce 100 acuarelas que son más un tour de force de su método crítico-paranoico que una verdadera ilustración, por cuanto libre, del texto dantesco: el repertorio de sus típicas figuras pescadas del inconsciente, y a esta altura ya osificadas, es una versión visual de la Comedia que se inclina más hacia el tradimento que a la traduzione.

Johann Heinrich Füssli. Inferno XXXII. 1774.

Si antes del siglo XX pude rastrear sólo a Sophie Janinet como artista mujer que traspone en imágenes la obra maestra de Dante, en los primeros tres cuartos del 900 tampoco proliferan: además de Anna Mazza, autora de los 76 dibujos de una edición italiana de 1955 sobre la que casi no hay datos, hay que recordar, sin duda, a la copenhaguesa Ebba Holm, que en 1929 enriquece una traducción al danés de la Comedia con xilografías muy incisivas, brillantemente jugadas en los contrastes entre blancos y negros —los claroscuros son casi inexistentes—, con algunas piezas que rozan la abstracción, como la visión en conjunto del Infierno y del Paraíso. Holm además ya había ilustrado con grabados relativos a la vida del poeta florentino el libro Los sentimientos de Dante, de Johannes Jørgensen. Más recientemente aparecieron esculturas bronceas policromas de Alba Gonzales, dedicadas a Paolo y Francesca (1993), y la serie que Marina Sagona realizó sobre Las mujeres de Dante (2016), retratos en técnica mixta un poco enigmáticos del centenar de personajes femeninos, de Beatriz a la Virgen, que pueblan los tres reinos.

Bonamico Buffalmacco. Inferno. C. 1340.

Finalmente, el panorama puede cerrarse con un puñado de obras que radicalizan la interpretación visual de un texto tan lejano en el tiempo y que, por ende, de alguna forma, renuevan, sumergiéndolo en la actualidad. La operación del neodadaísta estadounidense Robert Rauschenberg data de 1958-1960 y determina un gran cambio también a nivel técnico: se trata de 34 “dibujos transferidos”, vale decir imágenes sacadas de revistas de la época, especialmente Sports Illustrated, e “impresas” como decalcomanías sobre grandes hojas, intervenidas también con lápiz y acuarela, en composiciones que se ocupan sólo del Infierno, poblándolo de la iconografía pop del momento y de figuras de su propio momento histórico —entre ellos Richard Nixon y el crítico de arte Bernard Berenson—, mimando, en definitiva, la actitud dantesca de colocar personajes de su época en las tres cánticas del poema. De 1969 es la muy extensa serie (270 dibujos) que el argentino Carlos Alonso armó en la mismísima Florencia, donde se había mudado para captar el clima del poema: sus típicos trazos nerviosos y los colores contundentes —sobre todo domina el rojo— pintan un fresco del Infierno que es un festín expresionista en que afloran figuras de la contemporaneidad, entre ellos militares y torturados, a lo que se añaden varios retratos del poeta, entre los más expresivos y juguetones hasta la fecha. La declinación alonsiana sacudió la tradición: si bien los dibujos fueron encargados para acompañar la versión castellana de Ángel Battistessa, nunca lo hicieron, ya que el traductor los rechazó. El británico Tom Phillips, en cambio, publicó en 1983 sus grabados de Dante’s Inferno, serie que había empezado cuatro años antes (en 1984 presentó una versión televisiva cocreada con Peter Greenaway), liberando desenfadadamente las corrientes posmodernas que en este momento circulan por doquier: enorme pastiche, de aspecto pulcro y atractivo, poblado por citas visuales de todo tipo, de Masaccio a Picasso a los cómics de superhéroes.

Carlos Alonso. Retrato de Dante. 1968.

Nuestro mapeo puede terminar con una interpretación casi opuesta a la phillipsiana. En 2003 sale una nueva edición en español y catalán del poema con más de 200 acuarelas del mallorquín Miquel Barceló: desaparece cualquier referencia al “hoy”, los colores se expanden en las páginas y refrescan una vez más, aquí con acento lírico, aquella descomunal acumulación de imágenes que apenas rocé en esta nota, inmensa y embriagadora y que crea una sensación que no pude (o no quise) corroborar: la Comedia es quizá el más poderoso motor iconográfico de la literatura occidental.

Tom Phillips. Inferno XXII. 1982.

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