La semana empieza así: lunes, 8 am, llamada de Santo. Sobre la mesa dos panes con mermelada, un bol de fruta. En la computadora el programa de ecología que estoy subtitulando. Me llevo la taza de café al teléfono. “¿Qué hacés despierto?”, digo. La noche anterior la pasó en vela, leyendo, escribiendo, como dice él: “haciendo locuras”. Pero hoy no. Dice que tiene que encargarse de la cochería. Ya están frescas las mañanas y tengo la taza apretada entre las manos. Rápido me dice que ese conocido, el que estaba internado, murió anoche. Así, de golpe. Lo habían internado por otra cosa y resultó ser cáncer de pulmón. ¿Tan rápido? Así de rápido. Y el tipo sin hijos, sin padres, sin primos, sin familia excepto un hermano esquizofrénico que vivía con él. Santo lo conocía del bar, de verlo todos los días durante los últimos diez años. No eran amigos, o eran amigos de bar, que no es lo mismo. Fumaba poco, iba anotando en un papelito los cigarrillos del día. “Ni siquiera se puede decir que la vivió”, dice Santo. Fumaba poco, sí, y apenas tomaba una cerveza chica y ya estaba en pedo; no timbeaba; no andaba con mujeres. Iba al trabajo, después miraba la quiniela y los partidos en el bar, y se ocupaba del hermano. ¿Dónde vivía?, pienso yo, pero no pregunto. Miro hacia la pantalla de la computadora y veo la cara en pausa de un tipo que hace unos minutos estaba hablando de los invernaderos ecológicos en Montreal. Tiene la boca mitad abierta, los ojos cerrados, la cara descompuesta en un gesto que podría ser de dolor y no como si acabara de ganarse un millón de dólares con la idea de poner invernaderos en los techos de Canadá. Está vivo, sólo en pausa. Pero también sé que la cara del muerto, que ahora se me escapa, alguna vez fue eso: una imagen. Yo lo vi; tengo que haberlo visto en el bar muchas veces, y aun así no podré recordarlo más que por descarte, cuando me cruce con los otros, los que no han muerto (como tics en una lista de nombres: este no, este no, este tampoco).
A Santo le avisaron a las tres de la mañana: una mujer que no puede llamarse novia, apenas amiga del difunto. Él la visitaba una vez al mes y le pagaba el alquiler. Ella se encargó de todo, la última semana desde que lo internaron. Pero esta madrugada fueron juntos en el taxi, Santo y ella, y ahí imaginé la noche de viento, la radio prendida, la distancia prudencial entre la mujer y él, ella mirando por la ventana, ¿pensando qué? Los semáforos verdes en línea y el taxista que acelera para no perdérselos. ¿Habrá pensado en el alquiler? Quise saber si ella le había dicho algo: “Qué suerte que viniste”, le dijo. En el sanatorio sólo estaban el hermano esquizofrénico y ellos dos. Y el muerto, claro. El muerto estaba o no estaba, según cómo se mire. Los que brillaban por su ausencia eran los médicos. Nadie les explicó nada, las razones tal vez inútiles del deceso. Pienso en el hospital vacío igual que lo vi tantas veces cuando a mi padre lo internaban: ese silencio de hospital que no es un silencio verdadero, sino el ruido sordo de los tubos de luz, la discreción ofensiva de los que hablan en susurros. “¿Te imaginás la soledad?”, dice Santo. “Nadie lloraba. Y ahora yo tengo que encargarme de la cochería”.
Lo primero que veo son las líneas de luz de la persiana. Después el techo, el ángulo recto de la moldura, la parte superior de la biblioteca, los lomos de colores, sin títulos reconocibles por el ojo, sino por la memoria. Todo impregnado por el desasosiego de la miopía. Me levanto. Aunque sepa exactamente dónde está cada mueble, temo darme contra algo, el aire de pronto sólido, como un fantasma material. Al subir la persiana, constato que la correa está dura y las tablitas de la persiana hacen ruido al enrollarse.
La diferencia entre haber estado despierta o dormida ayer, cuando Santo llamó, es una cuestión de procesamiento de información: digerida entre pesadillas de regreso al sueño o asimilada por la lógica de la vigilia. La razón ataca el problema como los alfileres del vudú y el difunto deja de ser una amenaza para convertirse en una simple moraleja: no hay que fumar, hay que tener hijos, hay que dejar pago el servicio fúnebre.
Haberte contado la historia a vos es otra forma de procesamiento. El orden fue el siguiente: me desperté con la alarma a las ocho, levanté la persiana, fui a poner el agua para el café, sonó el teléfono. Santo me contó la historia mientras yo miraba mi propio reflejo en la ventana sobre las rejas del balcón, los árboles, las nubes (en ese orden). La pava estuvo sonando al menos un minuto sobre la voz de Santo. No podía moverme porque mi teléfono es de los viejos, con un cable de goma enrulado. Después hice el café y lo dejé reposando mientras me duchaba. Para cuando te escribí ya eran las diez.
No sé por qué te mentí y dije que escuché a Santo con la taza de café entre las manos.
Es una lástima la diferencia horaria. Preferiría saber que despertamos a la vez, aunque sea en ciudades distintas. Tu foto me llega en un correo que dice: 7 AM (one hour ago). Lo primero que hago al abrir los ojos es estirar la mano hacia el celular y verificar que haya un correo tuyo. En pocas semanas se convirtió en un gesto. Despierto ansiosa por ver la foto del día. No sé si me leíste la mente en tu no-tiempo, esa hora inexistente que nos separa, o si yo integré tu imagen a los retazos del sueño, pero tengo la sensación de haber soñado algo así.
Así significa: “con la misma velocidad”.
Tengo una mancha en la pared, aunque sólo se ve en cierto ángulo, mirándola de costado hacia la luz. Había unas huellas de dedos ahí, sobre la cama, y quise limpiarlas con esponja y jabón. Ahora lo que quedó fue la mancha de la esponja, mucho peor, enorme, revelando la violencia con que fregué una parte demasiado grande de la pared en relación a esas tres manchitas grises insignificantes. Cambié las huellas de placer por las huellas de una esponja. Ahí tenés cómo funciona el olvido: no funciona. Cualquier intento no es más que otro recordatorio.
Mi padre me contó una vez de una mujer que tropezó en la azotea y atravesó una claraboya. No murió. Tenía un nombre compuesto, Elvira Teresa, o Teresa María. Mi padre-niño lo vio así: ella se estira para poner la ropa en la cuerda —los palillos de madera mordiéndole el borde del delantal—, da un paso hacia atrás, tropieza con la palangana y cae por la claraboya hacia el patio interior. Tiene esquirlas de vidrio sobre el delantal, y al mirar hacia arriba ve ángeles, los niños envueltos en la luz blanca y enceguecedora del mediodía. Así fue que recuperó la fe, y desde entonces las vecinas la trataban como a una santa. Lo raro (dijo) fue que ese vidrio roto, las puntas feroces en lo alto sostenidas por la estructura de metal, eran también flores; y tal vez se necesite eso para que la mujer rota vea ángeles: romperse más, romperse hasta que los vidrios se conviertan en flores o en musgo y se descompongan sobre ella para dar otra cosa. Imposible levantarse sin ser antes hongo, hoja seca, podredumbre.
En la novela yo estaría repitiendo el experimento de las ocho de la mañana, es decir, con todo lo inconexo y misceláneo del experimento original. Nos levantamos a las ocho (es la misma hora en distinto tiempo), vos me mandás la foto, yo te escribo lo primero que se me ocurre. Sólo que en la ficción sí funcionaría. Podría intercalar la historia de mi alumno de Aruba y sus sueños lúcidos. Necesito que me cuente más antes de que vuelva a la isla. Sólo le permiten dormir cuatro horas, de dos a seis de la mañana, y una siesta de treinta minutos a media tarde. Eso por ocho semanas. Él dice no sentir cansancio. El otro día caminamos juntos hasta la esquina de mi casa mientras él me hablaba en papiamento. Le pedí que siguiera hablando hasta llegar a la entrada del edificio. “¿Qué digo?”, me preguntó. “Cualquier cosa. Contame tus sueños”.
Anoche, caminando por Soler, sentí que el aire me tocaba. No me refiero al viento; era una noche calma, de aire inmóvil y húmedo. Iba en manga corta, hamacando la campera al costado. Sentí el aire como una capa fina que me envolvía el brazo y me unía al arbolito enclenque de la esquina. Supe que estaba disfrutando de la última noche en manga corta y me alegró ser consciente de eso, reconocer el fin del verano. Enseguida pensé que me iba a morir, quiero decir, que era mortal, pero no me importó, porque la capa de aire me sostenía, me daba más vida que mil minutos muertos de la vida cotidiana. No sé. Debería callarme. A lo que voy es a que duró un segundo. Después llegué a la esquina de Julián Álvarez y enfrente estaba Santo, haciéndome señas con los brazos en alto. Cuando terminé de cruzar la calle, ya todo había acabado.
Hace días que me despierto cansada. Me sobresalto varias veces durante la noche, abro los ojos como buscando aire por ahí, como si la boca y los pulmones no bastaran, y cuando la alarma suena ya hace una hora que tengo la sierra eléctrica instalada en la cabeza. De eso quiero hablarte, de la sierra metálica, a ver si te sale alguna foto buena. Antes sólo escuchaba los martillazos y los silbidos de los obreros, pero desde el lunes se le sumó la sierra. Suena como el cuchillo gigante de un carnicero gigante y se ha convertido en la música del documental que estoy subtitulando sobre la masacre de perros esquimales en Canadá. Un hombre en la pantalla, hablando en inuit, cuenta cómo lo obligaron a sacrificar a sus perros. El último resiste (cuenta), se esconde en un agujero entre las rocas. Son los perros que ellos mismos criaron de cachorros y que los esquimales llaman “padre” o “hermano”, los perros que los salvaron del hambre en otras épocas y de las tormentas de nieve. Supongo que esto cae en la conciencia del hombre como una avalancha. Al parecer fueron órdenes de la policía, por salud pública o por esos motivos raros, oscuros, que siempre manejan la policía y el gobierno. El último perro inuit se esconde bajo las rocas y él se acerca (lo cuenta así), se acerca con el rifle en mano y le dispara en la cabeza. La sangre salta como un chorro y le salpica la pierna. Dice: “Fue horrible, horrible, la pierna ensangrentada”. Y yo oigo todo esto con la sierra de fondo, ese ruido de carnicero. Recién al mediodía la sierra se detiene, mientras los obreros almuerzan, y eso me da una hora para callar al esquimal, mutear el aullido de los perros agonizantes y oscurecer la imagen de la sangre.
La pregunta que quedó latiendo desde el lunes: ¿quién va a encargarse de mi cochería?