—O sea que no tenéis una única respuesta para vuestras preguntas [...].
—Si la tuviera, Adso, enseñaría teología en París.
Guillermo de Baskerville a Adso en El nombre de la rosa, de Umberto Eco.
Según Max Weber el hombre vive entre valores que con frecuencia entran en conflicto. Esos hombres, portadores de comunidades valorativas distintas, a semejanza de los dioses del Olimpo, luchan entre sí bajo el supuesto de que no es posible decidir a quién corresponde la razón. “El politeísmo helénico sacrificaba tanto a Afrodita como a Hera, a Apolo como a Dionisos, y sabía bien que no era raro el conflicto entre estos dioses”. Bosqueja un mundo donde entre las diversas concepciones no hay puentes ni una gramática común, asumiendo a las culturas valorativas cerradas e inconmensurables. Como liberal, Weber celebra este pluralismo, pero no busca un mínimo común múltiplo ni una base de entendimiento entre los distintos. Su “pluralismo competitivo” lo conduce a una óptica relativista.
La posición universalista, con variantes, aboga en cambio por un “pluralismo deliberativo”. Pretende extender los alcances de la perspectiva propia para enriquecerla con la ajena e impulsar una comprensión compartida en torno a cuestiones básicas: el respeto de los derechos humanos, la abolición de las hambrunas y el combate al genocidio, el terrorismo de Estado, el esclavismo, el analfabetismo, etcétera. En su versión canónica, postula que hay un núcleo de valores e ideas válidos para la humanidad, centrado en el respeto universal de una “humanidad compartida”, con base en la racionalidad o en lo razonable. Ese núcleo se sitúa por encima de la soberanía de los Estados nación y de las civilizaciones: “el derecho humano de una persona a no ser torturada o sometida a ataques terroristas se afirma independientemente del país del cual la persona sea ciudadana”, dice Amartya Sen en La idea de la justicia.
En el plano documental, la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue suscrita por la unanimidad de países de las Naciones Unidas en 1946 y tiene un segundo tiempo en el siglo XXI a través, por ejemplo, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos Emergentes, que impulsa la participación de la sociedad civil. Además, desde la segunda posguerra viene fortaleciéndose el principio de la jurisdicción universal para los crímenes de lesa humanidad a cargo de la Corte Internacional de Justicia, creada en 1946. La óptica universalista tiene estos y otros apoyos institucionales y documentales. Sin embargo, los mismos actores que impulsan la referida jurisdicción universal actúan como relativistas cuando son condescendientes con la violación de esos mismos derechos en países cuyas culturas consideran alejadas de sus valores. Sobra aclarar las razones geopolíticas, diplomáticas, comerciales y oportunistas que militan en ese “relativismo” pragmático.
Además, un universalista podrá plantear que si existen grupos activos que claman por libertad a pesar de carecer de aprendizajes básicos en derechos humanos, probablemente sea porque hay algo común a todos los humanos que los hace luchar por esos valores, aun cuando nunca hayan sido experimentados en carne propia. En la Antigüedad, la liga liderada por Espartaco en demanda de la condición esclava. Actualmente, los grupos confederados de mujeres kurdas libran una triple lucha: por el reconocimiento de los derechos del pueblo kurdo, por la emancipación de la mujer y por las instituciones democráticas en países como Irak, Siria y Turquía, donde históricamente imperaron estructuras de sojuzgamiento de toda índole. Los casos de Espartaco y de las partisanas kurdas serían sendos ejemplos de cómo funciona este mecanismo de base universal. El filósofo Leszek Kołakowski en La presencia del mito afirma que las reivindicaciones populares que pelean por una humanidad que siempre les fue negada no plantean una humanidad presente en cada uno de los hombres, sino figuras míticas presentes en un inconsciente colectivo. Sea como fuere, se trata de valores universales o capaces de ser universalizados mediante el uso público de la razón. Valores y racionalidad están alineados en el razonamiento universalista.
Por otro lado los relativistas plantean, también con variantes, que este conjunto de valores e ideas —derechos humanos, justicia y demás— nació en Occidente y sólo es válido para esta civilización pero no para todas las culturas, dado que debe respetarse lo que no se comprende ni se comparte: los dioses y los demonios ajenos. Hay una tercera posición dirigida a encontrar “equivalentes funcionales” de la noción de derechos humanos en otras culturas. Sustentada por Raimundo Panikkar y secundada por Chantal Mouffe, esta postura sostiene que “una vez que aceptamos que es la dignidad de la persona lo que está en juego en los derechos humanos, la posibilidad de que existan diferentes maneras de concebir esta cuestión se vuelve evidente”. En realidad, esta tercera posición, que es formalmente distinta, ha tendido a identificarse en los hechos con la relativista.
Relativismo cultural
El desafío relativista puede ser ilustrado con esta anécdota que Karl Popper toma del historiador Heródoto:
Darío “convocó” —leemos en Heródoto— a los griegos que vivían en su tierra y les preguntó por qué precio consentirían comer a sus padres cuando estos murieran. Los griegos respondieron que nada en la tierra los induciría a hacer tal cosa. Luego Darío convocó a unos indios llamados calatias, entre los cuales era uso comer el cadáver de sus propios padres; estaban allí presentes los griegos, a quienes un intérprete declaraba lo que se decía. Venidos los indios, les preguntó por qué precio consentirían enterrar los cadáveres de sus padres cuando murieran. Los calatias le suplicaron a gritos que no dijera por los dioses tal blasfemia.
El pasaje podrá sugerir cuán beneficiosos son el respeto y la tolerancia frente a tradiciones que nos resultan extrañas. El riesgo surge, según Popper, cuando nos desplazamos de la tolerancia al relativismo, en el que la verdad desaparece y es reemplazada por “una verdad para los griegos, otra para los egipcios, todavía otra más para los sirios”, etcétera. En el límite, dice que el relativismo niega la posibilidad de entendimiento entre culturas: los marcos culturales son cerrados y por eso no es posible mantener un correo de ideas ni tender puentes entre ellos. Para Popper, en cambio, los marcos son permeables y es posible la comprensión recíproca entre diversas culturas.
El relativismo tiene por lo menos 60 años de alto perfil en el debate, además de haber sido defendido por pensadores como Montaigne y Voltaire. Establece tres cosas: que hay criterios de verdad, belleza y bondad internos a cada cultura, que estos criterios están determinados por el marco cultural y que no deben ser interferidos por la mirada ni la acción de otros grupos externos. Acá se repasan brevemente las posiciones de Lévi-Strauss, Rorty, Panikkar, Winch y Geertz. Éste último, aunque no presume de relativista, sí se asume contrario al antirrelativismo.
El antropólogo Claude Lévi-Strauss sostuvo un punto de vista centrado en preservar la propia cultura. Dice que las sociedades que se mantuvieron lejos de préstamos culturales constituyeron grandes civilizaciones: para crear la cultura propia hay que mantenerse distante de otras culturas. O, por lo menos, ciego o sordo.
Toda verdadera creación implica cierta sordera hacia la llamada de otros valores, pudiendo incluso rechazarlos, cuando no negarlos, en su conjunto. Porque uno no puede fundirse plenamente en el disfrute del otro, identificarse con él, y al mismo tiempo, permanecer diferente. Cuando se alcanza una comunicación integral con el otro, se presagia tarde o temprano un desastre tanto para su creatividad como para la mía. Las grandes épocas creadoras fueron aquellas en las que la comunicación logró ser la adecuada para la mutua estimulación entre interlocutores alejados, pero donde aún no fuera tan frecuente o tan rápida como para [...] reducirlos hasta tal punto de que una excesiva accesibilidad en los intercambios pudiera igualar y anular su diversidad.
En el siglo XX, la penetración es tal que las culturas corren el riesgo de caer en una espiral de decadencia, por lo que el antropólogo propone que lo mejor es que cada cultura cierre parcialmente sus ventanas y puertas para disfrutar lo que le es propio e intransferible.
Por su parte, el filósofo Richard Rorty, también particularista y relativista cultural, presenta en cambio un diagnóstico en las antípodas del de Lévi-Strauss. Para él, la sociedad contemporánea no se caracteriza por una progresiva homogeneidad en que las disimilitudes tienden a desaparecer. Al revés: los individuos viven en contextos culturales inconmensurables y, por lo tanto, no tienen forma de acortar las distancias ni ponerse de acuerdo. Dice que en el debate sobre la cultura tienden a existir dos tipos de posturas: la “kantiana” y la “hegeliana”. Rorty toma partido por los “hegelianos”, aunque rebautiza su posición como “liberal burgués posmoderna”. Escribe contra el universalismo:
Existiría una supercomunidad con la que tendríamos que identificarnos, a saber, la humanidad en cuanto tal [...] Algunas personas creen que existe una comunidad semejante. Son las personas que piensan que existen cosas como una dignidad humana intrínseca, derechos humanos intrínsecos y una distinción ahistórica entre las exigencias de la moralidad y las de la prudencia. Vamos a llamar “kantianas” a estas personas. A ellas se oponen quienes afirman que la “humanidad” es una noción más biológica que moral, que no existe una dignidad humana no derivada de la dignidad de una comunidad concreta, y no puede apelarse a nada que vaya más allá de los méritos relativos de las diversas comunidades reales o propuestas [...] Vamos a llamar “hegelianas” a esas personas.
Argumentando contra el universalismo, que él denomina kantismo, Rorty dice en Objetividad, relativismo y verdad:
Defiendo que, en vez de intentar saltar fuera de nuestra mente —intentar elevarse por encima de las contingencias históricas que llenaron nuestra mente hasta llegar a las palabras y creencias que contiene actualmente— hagamos de la necesidad virtud e intentemos y nos contentemos con enfrentar unas partes de nuestra mente contra otras. Para nosotros [...] esto equivale a decir que no deberíamos intentar lo imposible: no deberíamos buscar anclajes celestiales, sino sólo un asidero.
Sin embargo, Rorty no se asume como relativista, aunque lo sea:
Hay una diferencia entre decir que cada comunidad es tan buena como cualquier otra y decir que tenemos que actuar a partir de las redes que somos, de las comunidades con las que nos identificamos actualmente. El posmodernismo no es más relativista que la sugerencia de Hilary Putnam de que dejemos de intentar una “perspectiva divina” y constatemos que “sólo podemos esperar crear una concepción más racional de la racionalidad o una mejor concepción de la moralidad si operamos desde dentro de nuestra tradición”.
Por su parte, Raimundo Panikkar no hace más que sumarse al relativismo:
Cada cultura es una galaxia que alberga la experiencia y la percepción del mundo a partir de los cuales surge la autocomprensión, las preguntas que distinguen una cultura de otra y que definen lo que es significativo para una colectividad: los criterios de verdad, de bondad, de belleza, así como los límites del mundo y la manera de posicionarse.
La comprensión mutua entre culturas distintas le preocupa menos. Se coloca en las antípodas de la “comunidad de habla” que propone Jürgen Habermas.
El filósofo Peter Winch, también relativista —aunque él rechaza tal condición endosada por Karl-Otto Apel—, entiende que las formas de vida poseen un acumulado de creencias, valores, prácticas que orientan la acción cotidiana. Su supuesto es idéntico al de Wittgenstein, para quien “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Como él, percibe en el lenguaje no sólo un sistema de signos sino un mundo de vida, que está normado: “compromete al sujeto a comportarse de una determinada manera y no de otra”. Las creencias, los valores y las prácticas, así como los criterios de lo bueno, lo bello, lo útil y lo veraz, son inmanentes a cada mundo de vida. Incluso más: los distintos mundos de vida son portadores de auténticas cosmovisiones, de manera que cada una de ellas no tiene una traducción en la otra; son inconmensurables. Por eso es alta la probabilidad de que el encuentro entre dos o más mundos de vida esté poblado de desencuentros, malentendidos y conflictos, porque los estándares de racionalidad son diferentes.
De esta manera, la posibilidad de comprensión intercultural resulta amenazada o aplazada. Puede haber, sin embargo, una única alternativa, que es la disposición al diálogo y a otorgar el beneficio de la duda a que el otro pueda tener razón. Pero Winch parece desconfiar de esta alternativa en Can We Understand Ourselves?: “la cultura orientada por la ciencia, en última instancia, no tomaría en serio a la cultura orientada por la magia”. Y prescribe que al momento de estudiar una cultura diferente a la occidental, el investigador no puede empezar suponiendo que su propia cultura es paradigma de racionalidad, porque eso conduce a equiparar diferencia cultural con inferioridad cultural y a entender otras formas de vida como precientíficas o protocientíficas. En lugar de eso, propone que el antropólogo busque criterios contextualmente dados conforme a los cuales las creencias aparezcan como racionales.
El antropólogo Clifford Geertz presenta una posición de “tercera orilla” contraria al relativismo y también contraria a quienes se declaran antirrelativistas. Percibe tanto en Lévi-Strauss como en Rorty rasgos de etnocentrismo, con los que discrepa. Y dice: “Lo enojoso del etnocentrismo no es que nos comprometa con nuestros propios compromisos [sino que] nos impide descubrir qué tipo de punto de vista [...] mantenemos respecto del mundo; qué clase de murciélago somos realmente”.
Además, Geertz agrega que es falso plantear que “los chiitas, al ser el otro, plantean un problema, pero los hinchas de fútbol, al ser parte de nosotros, no lo plantean o por lo menos no suponen un problema del mismo tipo”. Y añade tres ideas: que la extranjería está cada vez más en nuestra propia cultura y, por supuesto, en nosotros mismos, porque “la extranjería no comienza en los márgenes de los ríos sino en los de la piel”, que “la soberanía de lo familiar empobrece a todos y a cada uno” y que “debemos aprender a captar aquello a lo que no podemos sumarnos”. Para todo eso no podemos vivir sumergidos dentro de nuestra propia cultura, sino que hemos de conocer la ajena.
Geertz realiza una crítica arrasadora del relativismo etnocentrista, pero al mismo tiempo asume una postura crítica respecto del antirrelativismo. Arremete contra los que critican al relativismo cultural mediante dos mecanismos: recuperar un concepto universal de “naturaleza humana” y rehabilitar el concepto de “mente humana”. Su posición se resume así:
Estudiar los dragones, y no luchar contra ellos ni domesticarlos, ni tampoco ahogarlos bajo un montón de teoría, es lo que más o menos ha estado haciendo la antropología. Al menos como yo, que no soy nihilista [...], entiendo la antropología.
Geertz no es relativista ni universalista. Sin embargo, brinda argumentos firmes a cierta clase de universalistas.
Los relativistas llevan razón cuando cargan sobre un supuesto universalismo liderado por las grandes potencias. La democracia y el humanismo son invocados por los jugadores atlantistas como valores universales. Muchas veces sólo constituyen el mascarón de proa de una realpolitik dirigida a esconder intereses económicos y poder geopolítico. Y agrego que si realmente las potencias occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, estuvieran embarcadas en una lucha en favor de los derechos humanos, se hubieran ocupado en el plano diplomático del desafío que plantea Arabia Saudita, centro neurálgico del wahabismo sunita y sostén financiero de Al Qaeda y del Estado Islámico. Por lo tanto, no es la democracia lo que parece interesar primordialmente a las potencias occidentales, sino más bien la promoción de sus intereses económicos y el mantenimiento de acuerdos geopolíticos con una Arabia Saudí bifronte: por un lado, aliada de Estados Unidos; por otro lado, fuente de financiamiento de las versiones ultrarreaccionarias del islam. Ese “doble estándar” de la política exterior estadounidense ha sido una constante por décadas. Sin embargo, ese juego espurio de la pequeña política global que se encarama detrás de los derechos humanos y la democracia no nos debería llevar a despreciar esos valores y proceder a tirar el agua sucia junto con el bebé.
Universalismo cultural
En las antípodas del relativismo se ubica el universalismo, cuyo antecedente es Immanuel Kant. El planteo de Kant, desde el plano moral hasta el jurídico, está basado en que un orden universal es posible y deseable.
En Paz perpetua entre las naciones asegura que puede y debe superarse el estado de guerra en que han vivido los países. Según Kant, hay tres fuerzas motrices que predisponen a que los Estados pacten entre sí una confederación de Estados: la naturaleza pacífica de los países regidos por un régimen republicano, la fuerza asociativa del comercio y la función de la esfera pública.1 Esta se vincula a un hecho simple: en una comunidad cívica organizada de acuerdo a instituciones republicanas, los gobiernos deben rendir cuentas de sus actos ante la ciudadanía y esta puede enjuiciar públicamente a los gobernantes.
La formación de una esfera pública nacional, no controlada por el poder ni por el mercado, daba a Kant la esperanza de que pudiera expandirse hasta formar una esfera pública mundial. Las tres fuerzas que llevarían a una confederación mundial debían ser complementadas con planes educativos nacionales inspirados en una “ciudadanía mundial”, de tipo cosmopolita, capaces de abrazar a la humanidad. La iniciativa de la Sociedad de las Naciones de Woodrow Wilson, por ejemplo, remite a lecturas de Kant.
Hace diez años, Amartya Sen publicó su libro La idea de la justicia, que retoma los desafíos planteados por John Rawls, a quien rinde homenaje y critica a la vez. Sen afirma que para evitar el cerco de la comunidad respecto de sí misma y para combatir los monstruos comunitarios naturalizados con facilidad, importa recurrir a la “imparcialidad abierta”, que consiste en examinar la conducta propia y la ajena como uno la imagina que la examinaría un espectador imparcial. Este espectador debe situarse extramuros de la propia comunidad. O sea, la imparcialidad abierta apela al escrutinio y el juicio de sujetos extracomunitarios. Y cita a Adam Smith, que en su Teoría de los sentimientos morales escribe: “Nunca podemos examinar nuestros propios sentimientos [...] a menos que nos separemos de nuestro estado natural, y consigamos verlos a una cierta distancia de nosotros. Pero sólo podemos hacer esto esforzándonos por verlos con los ojos de otras personas”. Por eso Smith requiere considerar las opiniones de otros, no sólo cercanos sino fundamentalmente lejanos: las opiniones no deben estar confinadas a la comunidad local. Y esto —agrego— porque las personas tenemos los límites de nuestra cultura y, por lo tanto, la edad de nuestros prejuicios o mucha más edad, porque estos anteceden a la persona y probablemente persistan por varias generaciones más.
En cambio, según Sen la “imparcialidad cerrada” tiene consecuencias negativas: - Sumerge al pensamiento en la inconmensurabilidad de las culturas. - Desliza a la humanidad en una “tolerancia vacía” en la que todas las culturas pueden tener razón dentro de sus limitados perímetros, aun cuando cuenten entre sus prácticas elementales la ablación, la tortura o la lapidación. - Hace creer que existe algo así como la cultura nacional, encubriendo involuntariamente que toda cultura es invariablemente la versión dominante de cada cultura y que generalmente remite a los intereses de sus élites dirigentes... Porque la cultura en toda sociedad compleja es múltiple, contiene subculturas, contraculturas y otras culturas que encarnan demandas y valores distintos y contrapuestos. - Escamotea la responsabilidad con un compromiso universal de la humanidad consigo misma, en particular con la justicia mundial. En ese universo no es posible plantear “¿qué reformas internacionales necesitamos para hacer un mundo un poco menos injusto?”, preocupación central de su libro La idea de la justicia (Sen, 2011, p. 56).
Para Jürgen Habermas también es posible concebir un proyecto común, de carácter global y ecuménico. Esa apuesta es capaz de albergar seres humanos no alienados ni determinados por fuerzas impersonales y enajenantes. Su teoría impugna el legado pesimista de Max Weber y el de la Escuela de Frankfurt. Para Habermas es posible tal proyecto común siempre que seamos capaces de activar las reservas de la herencia racional de la Ilustración y otras similares. Este reto normativo en favor de una “comunidad universal” se relaciona no sólo con su formación, sino también con su cronología personal. En este plano, lo que impulsó a Habermas hacia el uso público de la razón para promover un correo de ideas y lazos de entendimiento provino del trauma ocasionado por el Tercer Reich, que organizó un consenso forzado por medio del genocidio y el terror del Estado. Otro factor proviene de su experiencia como militante de izquierda. Fue activista del movimiento estudiantil a principios de la década del 60 en Alemania. Su asociación al movimiento de izquierda se vio coronado por la ruptura con los líderes estudiantiles alemanes encumbrados de la época (Dutschke y Krahl) mediante una nota en la que los acusa de “fascistas de izquierda” por negarse a aceptar que la acción debía ir acompañada de ilustraciones teóricas para que no desemboca en arbitrariedad y autoritarismo. A partir de estas vivencias surgen en Habermas dos preocupaciones: no aislar las decisiones de un fundamento racional y especificar las condiciones bajo las que pueda sustanciarse un consenso orientado por la fuerza del “mejor argumento”.
Una pregunta que Habermas intenta responder es si podemos obtener una justificación racional de los estándares normativos universales o debemos asumir, junto al relativismo, que las normas son arbitrarias, producto de consensos más o menos móviles entre las personas. Su respuesta abre un cielo utópico en medio de las críticas a la modernidad. Para ello debió enfrentar el nihilismo de Foucault, el retorno a la religión de Daniel Bell, el relativismo de Rorty y la “estructura sin sujeto” de Lévi-Strauss. Habermas percibe en la modernidad colonización de los sistemas del dinero y el poder sobre el mundo de vida, pero también potencialidad emancipadora. Entre las razones que esgrime, se cuentan dos.
La primera es que la modernidad no es un proyecto agotado, de espíritus vacíos, guiado por bases mecánicas —burocracia y mercado—, que elimina el sentido y el margen de libertad. Si bien existen imperativos sistémicos y fuerzas dominantes,2 también hay margen para profundizar legados emancipatorios inconclusos. Para Habermas la razón humana no es sólo “razón instrumental”, no es sólo Auschwitz o Hiroshima, sino también una razón capacitada para orientar el entendimiento entre distintos, instalar un diálogo intercultural y sentar las bases de una “comunidad de habla”. “Si no existiera este intercambio, no podríamos sentarnos usted y yo a conversar aquí en este momento”, refiere Habermas en una entrevista de 1993 publicada en Cuadernos del Claeh.
La segunda es que es posible construir una pragmática universal con base en consensos genuinos basados en la pretensión de verdad de los enunciados. Su pragmática universal se diferencia de la pragmática a secas. La pragmática como disciplina nace en los intersticios de la sociología y la lingüística. Consiste en estudiar los procesos por los cuales producimos e interpretamos significados cuando usamos el lenguaje. El significado pasa a tener íntima relación con el contexto, en términos de conjunto de creencias y conocimientos compartidos por los interlocutores de un intercambio. El contexto tiene tres dimensiones: lingüística, situacional y sociocultural.
Habermas pretende fundar una pragmática distinta. Se basa en que los rasgos de las oraciones, así como ciertos rasgos pragmáticos de las emisiones —no sólo la lengua, sino también la comunicación y el habla; no sólo la oración, sino además la emisión—, admiten una reconstrucción racional en términos universales. Supone que la competencia comunicativa tiene un núcleo tan universal como la competencia lingüística: comunicar en un acto esencialmente humano. En contraste con la pragmática empírica, como la sociolingüística, que investiga el significado de las emisiones determinado por condiciones del entorno, la pragmática universal emprende la reconstrucción de las estructuras generales que aparecen en toda posible “situación de habla”. Intenta aislar, identificar y aclarar las condiciones requeridas para que la comunicación humana sea auténtica y efectiva. La pragmática universal como “disciplina reconstructiva” dirigida a dilucidar la gramática profunda y las reglas del conocimiento preteórico. Una disciplina que reconstruye en forma explícita lo implícito de los actos del habla. Una disciplina que postula que los hablantes saben cómo llevar a cabo, ejecutar y producir una serie de cosas, pero no son capaces de explicar los conceptos, las reglas, los criterios y los patrones en que se basan esas realizaciones. Es la diferencia entre saber cómo y saber qué. El fin de la reconstrucción es hacer explícita la estructura y elementos de ese know how, de índole preteórica.
En síntesis, el autor se orienta a construir un entramado social regido por la acción comunicativa, basada en el entendimiento entre distintos y en un consenso no forzado. Este se construye con la fuerza del argumento: si hay coacciones extraargumentales, el “consenso genuino” resulta dañado. Es obvio agregar que esto se trata de una utopía, de lo que el autor es consciente.
Al igual que Habermas, Karl-Otto Apel fue afectado por el fenómeno nazi, que convirtió a la mayoría de los alemanes en una masa informe, movilizada exclusivamente por los sentimientos de patria y raza, que aullaba con la manada, negada al pensamiento crítico, cerrada a argumentar, desertora de una razón orientadora de la acción y adaptada a un consenso monolítico forzado, sobre la base de valores antihumanistas. Por eso Apel también apuesta a principios universalistas, a la fundamentación, a criterios de validez en la argumentación. Como bien dice Adela Cortina en el prólogo a Teoría de la verdad y ética del discurso, de Apel:
Fundamentación, universalismo, criterios y argumentación pretenden, pues, salvarnos precisamente del totalitarismo y del dogmatismo de lo irracional. Proporcionan al individuo el utillaje suficiente para tomar la iniciativa, para impedir ese expectante dejar ser a cualquier caudillo que conecte con la dimensión irracional del pueblo. Para impedir, en suma, que Auschwitz se repita.
De forma similar a Habermas, Apel apuesta a una pragmática que denomina “pragmática trascendental”. Dice que es posible acceder a enunciados universales, criticables, pasibles de ser corregidos. Y recurre como procedimiento de comprobación a la contrastación pragmática, que supone una confrontación entre lo que se dice y lo que pragmáticamente se está suponiendo para que tenga sentido lo que se dice.
Crítica del relativismo
Entre las críticas, se cuentan las siguientes:
- El relativismo concede respeto reverencial a pueblos y naciones, entendidos como comunidades de sangre y costumbres. Así, los muertos deciden por los vivos. Esta noción elimina la alternativa de perfilar a la nación como pacto pasible de reescritura. Destruye el concepto de nación como construcción a lo largo del tiempo; la nación ya está construida. Es pasado, no futuro; determinación, no libertad; memoria, no proyecto. Siempre idiosincrática: nunca la nación como segmento de la humanidad. Por último, suprime la posibilidad de fundar una nación sobre elementos racionales y voluntarios: la nación como colección de irracionalidades.
- El relativismo deserta de la humanidad como especie. “El relativismo consecuente renuncia a la unidad de la especie humana [...] La ausencia de unidad permite la exclusión, la cual puede llevar al exterminio”, escribe Todorov, y agrega que “lo que es universal es nuestra pertenencia a la misma especie”.
- El relativista no podrá denunciar ninguna injusticia fuera de su “cultura” porque se sabe condicionado por una tradición ajena a esa cultura. El relativismo justifica, así, todas las violaciones a los derechos, incluidas las peores, como el esclavismo.
- El relativismo niega la necesidad de instalar una plataforma común a los interlocutores en un debate. Niega que haya valores comunes en todos los pueblos sobre los cuales apoyar un diálogo intercultural o un “consenso parcialmente yuxtapuesto” (overlapping consensus) de nivel mundial, como auspiciara Rawls.
- Los relativistas toman las culturas como verdades absolutas, pero detrás de las “culturas” hay intereses, poderes, clases sociales, grupos de estatus, élites dirigentes y reproducción de desigualdades de clase, poder, prestigio, rol, género y etnia.
- El relativismo desemboca en un blindaje reaccionario a los cambios. Para sus exponentes sería imposible, inútil e indeseable alcanzar una mentalidad de horizonte universal. Desemboca en las “retóricas de la intransigencia” a las que el economista Albert Hirschman les dedica un libro: siempre verán imposible, inútil o riesgoso lo que posteriormente se demuestra como posible, además de deseable y beneficioso.
- Las suposiciones de los relativistas son falsas. Los derechos humanos no son patrimonio de Occidente, como creen desde posiciones antagónicas Samuel Huntington y Chantal Mouffe, sino que son propiedad de diversas culturas. El pueblo pastún no se caracteriza por haber sido socializado en pautas occidentales, ni siquiera en árboles genealógicos: todos están compuestos por hombres, sin mención a mujeres. Sin embargo, fue en el contexto de la cultura pastún que una niña, Malala Yousafzai, enfrentó al Talibán en Pakistán a partir de su imposición en el poder en 2009. El líder talibán prohibió mirar televisión, organizó la quema de libros, computadoras, televisores y discos compactos, dispuso el allanamiento de las casas particulares, eliminó las caras de las mujeres de la cartelería callejera, impuso el “verdadero islam” so pena de pena muerte, mandó asesinar a los críticos del régimen y prohibió a las mujeres concurrir a las escuelas. En ese contexto, Malala reivindicó la educación para las mujeres, la igualdad entre géneros y el cese de la persecución, entre otros reclamos. Su voz contra el terror de Estado que impuso el Talibán obtuvo por respuesta una bala que le atravesó el cráneo. “No fue una persona quien lo hizo, fue una ideología”, dijo su padre.
Pero lo que resulta novedoso en la historia islámica no es tanto la voz de Malala, sino el fundamentalismo islámico, con su dogma de basar la convivencia en la sujeción absoluta de la mujer al hombre y de usar el terror para tal fin. En cambio, no era una novedad ni la coeducación educativa entre varones y mujeres ni tampoco llevar una vida en la que lectura, recreación y libre opinión tuvieran lugar. Todo esto formó parte de uno de los legados del islam en sus versiones más abiertas. En el documental-animación dirigido por David Guggenheim titulado Malala, la adolescente muestra su lectura del islam, que probablemente sea también la lectura que tienen muchos islámicos sojuzgados. Frente al atentado, Malala dice que no siente ni un ápice de enojo: “El islam nos enseña la compasión, la igualdad, el perdón” (Malala, 2015). Malala, pakistaní: premio nobel de la paz 2014. Otra película que sigue la misma dirección es El joven Ahmed (2019), de los hermanos Dardenne.3
Argumentos históricos en favor del universalismo
Los universalistas podrán argumentar su posición a partir de algunos úteros históricos, aunque no todos los universalistas estarán de acuerdo con ellos.
1. El derecho natural establece que hay asociación entre naturaleza humana y razón, que existen derechos naturales comunes a todos y que el orden jurídico debe respetar ese orden. Aristóteles, los estoicos y Séneca son algunos de los nombres clásicos asociados a este tipo de pensamiento. En la era moderna y contemporánea, se cuentan los liberales Locke, Rousseau, Kant y Nozick. Además, la Carta Magna de 1215, el Habeas Corpus británico de 1679, la Carta de Derechos de 1689, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1791 y la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 —suscrita por la abrumadora mayoría de los países del mundo— son algunos documentos asociables a justificaciones iusnaturalistas.
2. Hay una doble vertiente universalista contemporánea. Por un lado, una vertiente proveniente del movimiento socialista y anarquista del siglo XIX que coloca a la clase social como categoría universal por encima de la nación, portadora de lo singular, con la función latente de dividir a los pueblos en términos de cultura, costumbres, memoria colectiva, lengua, etnia, pigmentación. En cambio, la clase social los une en términos de intereses, proyectos comunes y expectativas de emancipación.
Por otro lado se ubican la teoría social y la sociología, que es la disciplina del vínculo social: pretende fundar un orden social en libertad y solidaridad, presente de diversas maneras tanto en la obra de Marx como en los textos de Durkheim. Este dice, por ejemplo, que no puede fundarse una sociedad sobre la base de la “división forzada del trabajo”, condenando a los débiles a aceptar normas que no se compadecen con criterios normativos de equidad.
Ambas tradiciones, socialismo y sociología, nutren la matriz de pensamiento y sensibilidad universalistas contemporáneos. La clase social por encima de la nación. El vínculo social por encima de la separación de las naciones y el dinero. “Si el dinero es lo que todo lo une, entonces es el gran separador universal”, escribió Marx. Se podría esgrimir que todas las tradiciones, los autores y los documentos que cito provienen de lo que se conoce como Occidente. Pero también hay experiencias en el llamado Oriente.
3. El uso público de la razón en India. En el territorio hoy ocupado por India tuvo lugar la política de Ashoka (siglo III a. C.) y de Akbar (siglo XVI).
Bajo el patrocinio del emperador Ashoka, en el siglo III a. C., se llevó adelante un debate de acuerdo con un protocolo que exigía “cuidado acerca de lo que se dice para que no haya exaltación de la propia secta o menosprecio de otras en oportunidades inadecuadas, y que las palabras sean moderadas aun en las ocasiones apropiadas [porque] es preciso honrar a las demás sectas en todas las oportunidades”. Dice Sen:
La tolerancia de la diversidad religiosa se refleja de manera implícita en el hecho de que la India haya sido un hogar compartido —en la cronología de la historia—por hindúes, budistas, jainitas, judíos, cristianos, musulmanes, parsis, sijs, bahaíes y otros [...] La tolerancia de la diversidad también fue explícitamente defendida mediante vigorosos argumentos favorables a la riqueza de la variación, incluido el elogio, a veces empalagoso, de la necesidad de interactuar con mutuo respeto a través del diálogo. El emperador Ashoka buscaba un acuerdo general en cuanto a la necesidad de plantear argumentos con “moderación acerca de lo que se dice”: “una persona no debe reverenciar a su propia secta o menospreciar las creencias de otra sin razón”.
La experiencia de Jalal-ud-din Muhammad Akbar (1542-1605), gobernante islámico del Imperio mogol, ofrece un ejemplo de la diversidad de posiciones dentro del islam y su opción por una ruta peculiar de secularización. Su gobierno no sólo combatió la identidad sectaria de los islámicos, sino que incentivó una serie de debates abiertos y públicos entre diversos credos religiosos. En estas reuniones organizadas por el emperador en el siglo XVI con fines de diálogo público participaron musulmanes, representantes del hinduismo, el jainismo, el tantrismo, así como parsis, sufíes, judíos, cristianos jesuitas y ateos. Esto forma parte de una política de secularización, si bien con rasgos distintos a la que adquiriera en algunos países de Occidente tiempo después. Habría en principio dos formas de perfilar la secularización: una que consiste en prohibir las asociaciones religiosas en el espacio público que ocupa el Estado y otra que trata de ser neutral frente a las diversas religiones, garantizando igualdad de trato. Mientras algunos países de Occidente optaron por la primera ruta de secularización, Akbar adoptó la segunda.
Si bien los antecedentes históricos del secularismo indio pueden remontarse a la política secularista que había comenzado a echar raíces mucho antes de Akbar, la política secularista recibió un enorme impulso por la defensa de éste de los ideales pluralistas, sumada a su insistencia en que el Estado debía mostrar completa imparcialidad entre las distintas religiones.
Afirma Sen que el compromiso de India con el debate argumentativo y la tolerancia entre credos es más efecto de una larga acumulación histórica que de la influencia británica. Escribe en India contemporánea:
En la historia del razonamiento público en la India debe darse considerable crédito a los primeros budistas, que veían con muy buenos ojos el debate como medio de progreso social. Esa actitud produjo, entre otros resultados, algunas de las primeras reuniones generales abiertas del mundo. Los llamados “consejos budistas”, destinados a zanjar disputas entre diferentes puntos de vista, atraían delegados de distintos lugares y escuelas de pensamiento (Sen, 2007, p. 38).
4. La secularización no es monopolio occidental. Frente a quienes sostienen que la fusión de los poderes temporal y religioso es propia del islam, debe recordarse que del islam proviene Ibn Jaldún, un tunecino islámico que vivió en el siglo XIV, antes del Renacimiento europeo, considerado por parte de la sociología occidental como su precursor y visto por George Ritzer como el primer sociólogo de la historia de la ciencia social. En efecto, Ibn Jaldún fue un islámico que, entre otras cosas, defendió la secularización del Estado, o sea la separación entre Estado y religión, antes que Maquiavelo, en un tiempo en que poder secular y poder religioso estaban fusionados o confundidos. Y ese precursor de las disciplinas sociales floreció en una de las civilizaciones más abiertas, pluralistas y tolerantes de la historia de la humanidad: la civilización de Al-Ándalus (711-1492).
Ibn Jaldún eran un moderno, como lo ilustran sus planteos sobre la desigualdad social y método de la ciencia. Percibía frente a él una comunidad cuyos miembros hablaban la misma lengua, profesaban la religión islámica y pertenecían a la misma etnia, pero al mismo tiempo veía que en esa comunidad homogénea se levantaban diferencias sociales. ¿Por qué existen las desigualdades?, se preguntó. En su pregunta importan el tema, la toma de distancia crítica y la respuesta. Enfatiza aspectos económicos asociados a la división del trabajo, al igual que aspectos territoriales, psicológicos y políticos que creaban jerarquías y dinastías en las que había comunidades horizontales e igualitarias.
Asimismo, en su Introducción a la historia universal coloca las bases para la fundación de una ciencia. Una de ellas radica en lo que hoy se denomina método científico, que él finca en estudios empíricos sobre la sociedad y la historia. Ese método, entiende, debe combatir los obstáculos que se le presentan a una ciencia, que se centran en lo que llama la “mentira” y que contemporáneamente denominaríamos “prejuicio”. Las fuentes de la mentira son muchas, pero se combaten a través del análisis, la prueba y la argumentación sacada de la “naturaleza de las cosas” y no creada por la imaginación de los espíritus. El método pretende que las afirmaciones de su ciencia estén en armonía con los hechos. Así, Ibn Jaldún coloca el énfasis en un rasgo central que diferencia la sociología de otras actividades que también hablan de la sociedad: el método.
Este precursor de la sociología y la historia moderna floreció en una de las civilizaciones más abiertas, pluralistas y tolerantes de la historia de la humanidad: la civilización de Al-Ándalus, que sufriera el proceso de reconquista a manos de los reinos que luego formarían la actual España.
Final
Retomo una conducta referida al pasar: las mismas personas que se conducen con criterios de alcance universalista pueden adoptar también criterios relativistas. Esto nos conduce a la “consistencia cognitiva”. Leon Festinger señaló que en el hombre moderno conviven varias concepciones sobre el mundo, sobre los otros y sobre sí mismo. Al momento en que el hombre detecta una disonancia, tiende a reducirla o eliminarla. El siguiente paso es sustituir esa disonancia por el principio de “consistencia cognitiva”. Esa inclinación a clausurar disonancias y construir consistencias no ocurre por igual en todas las personas, sino que aumenta en las personas comprometidas con ciertas ideas e insertas en organizaciones sociales para las que esas ideas resultan clave. Se trata de personas generalmente activas en grupos que hacen de esas ideas el núcleo de su identidad. Allí la persona no sólo no puede poner en tela de juicio sus ideas ni acciones, sino que se ve impelida a forzar la consistencia cognitiva para mantener su identidad sin fisuras y eventualmente su integración plena y “completitud de estatus” como ser gregario. Festinger elabora su planteo en el plano de la economía psíquica, pero también puede plantearse en el plano de la interacción social, en que el individuo desea seguir siendo parte del grupo, comportándose de forma adversativa respecto de otros grupos percibidos como antagónicos por el propio. En ese caso, se siente obligado a reafirmar sus ideas, que son también las de su grupo de pertenencia. Y debe, correlativamente, rechazar otras ideas, aun cuando haya evidencias en contrario.
Por último, el texto está centrado en la polaridad universalismo/relativismo. El relativismo es criticable porque, entre otras razones, puede desembocar en la indefensión de los débiles. Sin embargo, también es cierto que muchas veces el subtexto relativista pretende resguardar a las culturas periféricas del avance neoimperial de los jugadores globales. El universalismo invita a considerar los beneficios del uso público de la razón para llegar a un entendimiento que trascienda la idiosincrasia comunitaria, y esto es loable. También se sabe que hay versiones engañosas del universalismo que esconden una mezcla de etnocentrismo e imperialismo en la realpolitik mundial. En lo personal tomo partido por el universalismo… pero me sigo preguntando sobre la caja de herramientas para construirlo. Ante esto no camino entre bancos de niebla, sino que quedo congelado, vacío, sin siquiera entrever ideas prácticas al respecto.
Lecturas
Amartya Sen (2007). India contemporánea. Entre la modernidad y la tradición (Gedisa).
Amartya Sen (2011). La idea de la justicia (Taurus).
Claude Lévi-Strauss (1983). Raza y cultura. Cátedra.
Clifford Geertz (1996). Los usos de la diversidad (Paidós, ICE-UAB).
Chantal Mouffe (2014). Agonística. Pensar el mundo políticamente (Fondo de Cultura Económica).
Gonzalo Scivoletto (2016). “¿Con ventanas o sin ventanas? Winch, Apel y la monadología de las formas de vida?”, en Revista de Humanidades de Valparaíso 4, 7, 43-58.
Ibn Jaldún (1977). Introducción a la historia universal (Fondo de Cultura Económica).
John Rawls (1996). Liberalismo político (Fondo de Cultura Económica).
John Rawls (1999). A Theory of Justice (The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge University Press).
Juan Carlos Aguirre García (2011). “El relativismo cultural: desafíos y alternativas”, en Sophia 7, 58-66 (Universidad La Gran Colombia).
Julián Marrades Millet (agosto de 1998). “Comprensión del sentido y normas de racionalidad. Una defensa de Peter Winch”, en Crítica: Revista Hispanoamericana de Filosofía XXX, 89, 45-93.
Jürgen Habermas (1981). Teoría de la acción comunicativa (Taurus).
Jürgen Habermas (1988). Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos (Cátedra).
Karl Popper (2005). El mito del marco común. En defensa de la ciencia y la racionalidad (Paidós).
Karl-Otto Apel (1991). Teoría de la verdad y ética del discurso (Paidós, ICE-UAB).
Leon Festinger (1957). A Theory of Cognitive Dissonance (Stanford University Press).
León Olivé (2004). “El marco del mito”, en Signos Filosóficos VI, 11s, pp. 35-51 (Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa).
Leszek Kołakowski (1972). La presencia del mito (Amorrortu).
Max Weber. Escritos políticos.
Peter Winch (17 de diciembre de 2002). “Can We Understand Ourselves?”, en Philosophical Investigations.
Raimon Panikkar (2006). “Decálogo: cultura e interculturalidad”, en Cuadernos Interculturales 4, 6, pp. 129-130 (Universidad de Playa Ancha).
Richard Rorty (1996). Objetividad, relativismo y verdad (Paidós).
Tzvetan Todorov (2007). Nosotros y los otros (Siglo XXI).
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Habermas analiza esta obra de Kant en Teoría de la acción comunicativa. ↩
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A lo largo de su voluminosa Teoría de la acción comunicativa, Habermas describe el proceso de “colonización del mundo de vida por el sistema”. En buen romance, el poder y el dinero van controlando con éxito la vida de las personas. Ahora bien, dado el énfasis que pone en este proceso, lo extraño es que le parezca reversible y que crea que puede ser iluminado con una utopía comunicativa, que es definitiva, un antídoto liviano. El sociólogo Carlos Filgueira decía que es relativamente fácil extraer la pasta de dientes del tubo, pero que es muy difícil volverla a su lugar, aun cuando se apriete con la misma fuerza. Los fenómenos que están en la base del proceso de “colonización” logran, en la obra de Habermas, tal grado de “autonomía” que parece muy difícil regularlos, más difícil domesticarlos y casi imposible revertirlos. ↩
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La película impugna la voz de odio del fundamentalismo islámico hacia una sociedad tolerante. En sus declaraciones a la prensa, Luc Dardenne dice que el film también interpela a esa “sociedad tolerante” en la que hay voces de odio contra inmigrantes y refugiados. “No se puede dejar a los inmigrantes, ya no sólo en el mar, sino tampoco en la pobreza más absoluta, como sucede ahora cuando llegan. [...] Nuestra película es un elogio a la impureza” (Santiago Triana Sánchez, El País de Madrid, 5 de diciembre de 2019). ↩