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Militante del movimiento Al Fatah frente a un cartel que anuncia la muerte de un militante de ese grupo en la ciudad palestina de Nablus (archivo, junio de 2007).

Foto: Quique Kierszenbaum

Retrato de Nablus

13 minutos de lectura
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Situada unos 50 kilómetros al norte de Jerusalén, Nablus es la principal ciudad palestina en Cisjordania. La vida no es fácil allí, como puede leerse en esta narración de la periodista Eugenia Rodríguez Cattaneo.

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Escribo desde un hostal en Nablus. El dueño es un excombatiente de Hamas que pasó 15 años en una cárcel israelí. Era un adolescente en tiempos de la segunda intifada, cuando se unió a la resistencia. Durante el cerco a Nablus, su misión era llamar la atención de las fuerzas militares israelíes para que, por otro camino, sus camaradas pudieran evacuar a civiles fuera de la ciudad. Una noche lo atraparon. También cayó su hermano y estuvo preso cuatro años, aunque en ese período sólo compartieron celda durante 49 días.

Durante los largos años de cárcel estudió, hizo su licenciatura en historia y se dedicó a organizar un proyecto: el hostal que construyó en la vieja casona paterna situada en el casco antiguo, que alberga a gran parte de los extranjeros de bajo presupuesto que recorren la ciudad.

Quisiera llamarles “turistas”, pero no son turistas los que arriban a Nablus. La única forma de llegar es a través de territorio israelí, país que controla la entrada y la salida, y se recomienda encarecidamente a los extranjeros no visitar la ciudad por considerarla peligrosa. En los días previos a mi llegada me advirtieron que todo extranjero puede ser considerado espía israelí y corre riesgo de ser secuestrado.

El gobierno de Israel no permite a sus ciudadanos visitar Cisjordania, alegando cuestiones de seguridad. Aun así, existen tours desde Tel Aviv y Jerusalén que recorren territorio palestino, bajo custodia israelí.

***

Radia me buscó en la habitación del hostal. Estaban preparando una cena palestina en la azotea, amplia y rodeada de plantas, con vistas a las colinas iluminadas de la ciudad. Era una mesa larga y variopinta. Cada uno contó por qué estaba en Palestina y qué lo había llevado a Nablus.

Radia vivía en Canadá, pero su familia era de origen argelino y hablaba perfecto árabe. Estaba en Palestina desde hacía varias semanas, postergando el regreso mientras le confirmaban la fecha de comienzo de su nuevo trabajo. Ellora, estadounidense de origen indio, trabajaba como voluntaria en el hostal y estaba viajando desde hacía seis meses por Medio Oriente. Hablaba árabe muy básico. Estaban también Martin y Ross, ambos simpáticos, rubios y muy nórdicos, que jugaban a todas horas al backgammon y tonteaban con las chicas. Se habían conocido días atrás en Belén. Martin era irlandés y trabajaba en el parlamento europeo en Bruselas y Ross era medio italiano, medio suizo, había hecho la academia militar y trabajaba para las Naciones Unidas. Venía de pasar un mes en Hebrón y su próxima misión era en Mali. Había dos chicos palestinos de Gaza, de donde habían salido hacía cinco años y no podían regresar. Sólo hablaban su idioma y sonreían, fumaban shisha y nos enseñaban fotos.

En el final de la mesa, muy callado, estaba Edward, un brasileño de familia alemana especialista en idiomas. Hablaba portugués materno, alemán por su familia, inglés, español tan bien como yo, ruso y un idioma africano que no recuerdo. Entendía el árabe y cuando íbamos al mercado podía pelear los precios. Había dejado Alemania hacía siete meses para trabajar con su laptop mientras recorría el mundo y llevaba ya ocho países recorridos.

Al final llegó Sonya, originaria de Kenia, que llevaba de viaje dos años. Nunca dijo por qué. Había estado en casi toda África, incluyendo Sudán del Sur, Etiopía, Somalia y Eritrea. Además, había vivido en Arabia Saudita enseñando inglés y en India como voluntaria

Cuando llegó mi turno conté que tenía una propuesta de trabajo, pero antes había decidido tomarme unos días para viajar como turista por Palestina.

—¡Turista!

Todos soltaron una enorme carcajada.

La noche era fresca y en la mesa había arroz, hummus, ensaladas, papas y baba ganush. Llevé los chocolates que había comprado en el mercado a la tarde. Después de cenar tomamos té, otros fumaron shisha o se pusieron a jugar backgammon o a intercambiar datos de hostales por las ciudades en las que habían estado. Como si en Nablus no pasara nada.

***

—La guerra estallará a fines de agosto.

Abre los ojos en forma desmesurada, inclinándose hacia mí para abundar en detalles.

—Hay medio millón de hombres entrenados y armados, listos para atacar. Créelo, quien me lo ha dicho nunca habla por hablar.

Los datos de una guerra total e inminente me los daba Marwan, un hombre al que había conocido hacía menos de una hora haciendo la fila para comer knafe, un dulce típico árabe, en un famoso local del mercado de Nablus. Después de saber que venía de Uruguay, insistió en invitarme a un café y contarme lo que estaba pasando:

—La guerra del gas estallará a mitad de setiembre a más tardar. Hezbolá ya advirtió a Israel. Correrá mucha sangre. Sólo ponte a esperar.

El conflicto del gas entre Israel y Líbano está latente, pero una guerra generalizada no se vislumbra. Marwan insiste en que dentro de muy poco “correrá mucha sangre”. Vive en Londres desde hace más de 20 años y visita su Nablus natal una vez al año. La sangre que correrá no será la suya, pero la ciudad respira resistencia.

***

Puesto de hiyabs en el Kasbah de Nablus (archivo, diciembre de 2013).

Foto: Quique Kierszenbaum

En la ciudad vieja de Nablus, empapelada con afiches de las caras de los mártires y embanderada con emblemas de la Yihad, vi grupos de jóvenes caminando en las calles portando armas pesadas. No parecían estar yendo a ningún combate, sólo caminando en los callejones. Otro día, un grupo de adolescentes vestidos con remeras negras con armas estampadas en gris en el pecho nos advirtieron a mí y a mis compañeros que nos quedáramos en el hostal durante la noche porque habría “pum pum”. Señalaban el cielo imitando disparos al aire. Nos enseñaban orgullosos sus colgantes. Un muchacho con cara muy seria, con un arma y el pecho atravesado de municiones, miraba fijo desde el retrato. Se trataba de algún líder yihadista que no conseguimos identificar.

No pasó nada esa noche, aunque estuvimos hasta muy tarde cenando y bebiendo té en la azotea del hostal esperando el evento.

Dos semanas antes, desde ese mismo lugar se veía el resplandor de los intensos tiroteos entre grupos de la Yihad y las fuerzas israelíes, durante las confrontaciones que siguieron a la muerte de Ibrahim al Nabulsi,1 líder de las brigadas de los mártires de Al Aqsa. Las incursiones israelíes se han multiplicado en las últimas semanas. Colegas periodistas me habían advertido que las calles de la ciudad vieja estaban llenas de combatientes armados y que cualquier extranjero era sospechoso de ser espía de Israel.

Nada de eso ocurrió. En mis recorridas por los mercados recibí a cada instante enorme curiosidad y frases de bienvenida: ahlan wa sahlan! (“bienvenida”), Welcome to Palestine!, What’s your name?, Where are you from?

La interacción era incesante, siempre amable. Pero la advertencia no era en vano. A una compañera del hostal, alemana, rubia y muy alta, sí la señalaron en la calle y la acusaron de ser espía y traidora de Israel. El incidente no pasó a mayores, pero llegó bastante asustada.

***

El sol cae a pico en la colina del campo de refugiados de Askar, en las afueras de Nablus. Hierven el asfalto y las veredas de piedra, rotas y llenas de pozos, hierven las paredes de cemento y los muros blancos. El reflejo del sol envuelve todo en un resplandor blancuzco y polvoriento que hiere los ojos. Hierven los callejones, tan estrechos que sólo puede pasar una persona caminando a la vez y donde las paredes de los edificios están tan cerca unas de otras que los vecinos pueden darse la mano por la ventana.

Nasser me guía por Askar, el campo de refugiados donde nació y creció. Se para en un descampado lleno de basura y arbustos espinosos, cercado por un alambre de púas, y señala una colina blanca en el horizonte. Desde allí bajan los colonos, armados, rodeados por el ejército, a rezar en la tumba de José, que está en Nablus. Los choques fueron constantes durante un tiempo, pero en los últimos dos años, dice, las cosas están calmadas.

Sigo a Nasser a duras penas entre los callejones escurridizos de Askar. En pleno mediodía el calor emana de las paredes, del asfalto, de los barracones de lata que reflejan el sol hasta hacerlo insoportable.

Nasser tendrá veintipocos años. Es alto, grueso, de pelo y barba abundantes. Estuvo preso en una cárcel israelí por tirar piedras. Tres años, recuerda. Su hermano está condenado a 11 años, de los que lleva ocho cumplidos. Casi perdió una pierna por una bala explosiva, pero como era muy deportista resistió. Entrena mucho incluso en la cárcel.

—¿Y cómo está?

—Está muy mal, pero resistirá porque sólo le quedan tres años.

Ni Nasser ni nadie que haya estado involucrado en ataques a israelíes pueden visitarlo, pero su madre y su padre sí van a verlo de vez en cuando.

Todo se divide en antes y después de la intifada. Todo lo que pasó en la intifada. El cerco a la ciudad. Los combates. El sufrimiento. Nasser cuenta con odio de cuando destruyeron tal o tal otra casa, de cuando con una protesta consiguieron que crearan una escuela, de cuando la escuela fue reducida a escombros, de cuando el hospital fue cerrado, de cuando volvieron a abrirlo.

Despotrica contra la Autoridad Nacional Palestina. Son corruptos, viven en connivencia con las autoridades israelíes y se preocupan de sus propios intereses y no de los del pueblo palestino, dice. Menos todavía de los refugiados, que son ciudadanos de segunda clase. No pueden ni elegir a sus autoridades y no tienen derecho a la tierra que habitan desde hace décadas, porque pertenecen a las Naciones Unidas, afirma.

No hay trabajo en los campos de refugiados. No hay lugares a los que salir a tomar un café ni un solo restaurante, un gimnasio o una plaza con árboles en la que refugiarse del bochorno del día. Sólo hay calor y polvo bajo un sol limpio y brillante que calcina hasta la última brizna de pasto que crece en los descampados. Ni una sola nube se atisba en el horizonte que aliviane el calvario. Sólo hay que resistir. El calor. El sol. La escasez. Las humillaciones. Resistir.

Salimos de las calles angostas frente a lo que sería una avenida más amplia, donde un taller de autos tiene además un desganado puesto de venta de higos, uvas y café. Nasser se detiene, pide dos cafés aguados y seguimos la marcha.

Afiches anuncian la muerte de un militante palestino en la Kasbah de Nablus, en agosto de 2013.

Foto: Quique Kierszenbaum

Hay basura por todas partes. Bolsas y botellas de plástico enredadas entre las matas espinosas, autos viejos cubiertos de polvo, llantas, latas, botellas. Banderas de la Yihad y pósteres con las caras de los mártires salpican las paredes descascaradas. Grafitis en árabe y alguno en inglés en los muros.

—La única resistencia somos nosotros. En Ramallah están muy tranquilos. No piensan en las condiciones en las que estamos y tampoco les importa. Ayudan a Israel y son las propias autoridades palestinas las que arrestan o informan dónde están los miembros de la resistencia, que son “terroristas” para ellos —dice Nasser.

Le vuelvo a preguntar sobre los arrestos a militantes de las brigadas, a los que Israel considera terroristas.

—Cuando Israel identifica un miembro de la resistencia, los que tienen armas, y dicen que lo matarán, lo matan. Es sólo cuestión de tiempo. No lo arrestan, lo matan. Ahora en Nablus hay tres hombres con sentencia de muerte. Saben que van a morir, sólo es cuestión de tiempo. Están escondidos en la ciudad vieja de Nablus, están armados y no pueden salir ni a la calle, saben que si salen los atrapan.

Pregunto de dónde obtienen las armas.

—¡De Israel! Soldados o colonos venden las armas a los palestinos en el mercado negro, a través de las mafias. La vida es muy cara en Israel y todo el mundo necesita dinero.

—¿De modo que el ejército de Israel combate a terroristas armados que sus propios miembros les venden a los terroristas?

—¡Claro! El problema es que las armas y las municiones están catalogadas, son muy fácilmente identificables y saben dónde están.

A los integrantes de la resistencia que no están armados no los condenan a muerte, sólo a la cárcel. Casi todos los hombres con los que hablé en Nablus habían estado en la cárcel. “Es que si no hacés nada igual vas preso, no hacen falta razones”, dice Nasser.

A los de la resistencia pueden atraparlos los israelíes o el gobierno palestino, que puede entregarlos o no a Israel. “Si los atrapa Israel, tienen algo de la ley, un poco de derechos, pero los palestinos no tienen eso”, explica.

Parece tener una vaga referencia de lo que son los derechos de los prisioneros, pero no muy clara. Después baja la voz: “Si vas a la cárcel en Israel la pasás mal, pero luego de la primera etapa sólo es cuestión de resistencia. Pero si los atrapan los palestinos, entonces eso es peor que la muerte”. Su inglés es básico y le cuesta explicar lo que quiere decirme.

—Nadie queda bien de la cabeza luego de salir de una cárcel palestina. Lo peor que podés imaginar o lo que no te podés imaginar, eso ocurre. No lo puedo contar. Nadie lo puede contar porque es demasiado espantoso.

***

Poco más de 30 kilómetros separan Nazareth de Nablus, pero no hay transporte directo y necesito varios trasbordos. Me han explicado que el bus hacia Nablus se toma en el centro de Nazareth, a pocos metros de la Iglesia de la Anunciación, que visité corriendo. Dejé la maleta en custodia al portero y me abrí paso a codazos entre los fieles y los turistas hasta el altar que marca la piedra exacta en la que apareció el arcángel Gabriel a decirle a la Virgen María que sería la madre del hijo de Dios. Recé tres padrenuestros y volví corriendo a buscar el taxi.

El taxi es en realidad una pequeña van en la que entran diez personas y lleva pasajeros hasta el checkpoint, que se cruza a pie. Una vez del otro lado del muro, ya en territorio de Cisjordania, se toma un taxi a la ciudad de Yenín, muy cercana, y allí sí hay ómnibus a Nablus.

El transporte hasta el checkpoint no tiene hora de salida, sale cuando se llena. Soy la última en llegar y cuando subo todos suspiran aliviados. Llevan tal vez media hora esperando que se complete el pasaje. Me siento al lado de un hombre robusto, de pelo negro engominado hacia atrás y dientes negros de café y tabaco. Va jugando al Candy Crush en su teléfono con el volumen al máximo. Frente a mí van una mujer con un bebé durmiendo en el regazo y un anciano ataviado con la clásica kufiya palestina.

En mitad de camino empieza la colecta para pagar. Saco un billete de 50 séqueles, el hombre a mi lado junta 25 en monedas, me las da y, tomando mi billete, lo pasa hacia delante diciendo que ahí va el pago de dos personas, y así todos. Luego empiezan a ponerse el cinturón de seguridad y yo hago lo mismo.

Cuando estoy en situaciones que no entiendo mucho, tiendo a hacer exactamente lo que hacen los demás. Si todos suben al bus, yo subo, si todos empiezan a bajarse, me bajo. Si veo que agarran todos para la derecha, ahí voy. A veces temo que esta pasividad en la toma de decisiones puede llevarme a cualquier parte, pero por lo general llego a destino.

Después de unos 20 minutos de viaje, la van llega a una especie de gran estacionamiento y se detiene. Miro a mi vecino de asiento, hace un gesto de levantarse, entonces también me bajo.

El lugar no es más que una explanada de cemento que hierve bajo el sol del mediodía. Una especie de nube de polvo lo cubre todo y hace indistinguibles las formas a la distancia: todo es entre blancuzco y gris, no hay ningún cartel indicativo ni un edificio, una puerta o siquiera una flecha que me oriente.

Nablus, Cisjordania, en el año 2011.

Foto: Quique Kierszenbaum

Veo al hombre grande dirigirse despacio hacia una reja distante unos 20 metros y lo sigo a cierta distancia. El lugar está semivacío. Dos guardias desgarbados parados a los lados de la reja parecen custodiar el lugar, pero sin tomarse el asunto muy en serio. El hombre grande cruza el portal sin mostrar documentos a nadie. No lleva maleta, sólo un pequeño bolso de cuero negro, pero camina despacio, como si algo le pesara. Lo sigo con mi maleta de rueditas a rastras. Empieza un largo corredor flanqueado por rejas de más de dos metros de alto. Lejos, se divisa un muro de cemento que, pintado de verde claro y celeste, intenta confundirse con el paisaje. El pasillo se alarga tal vez 100 metros, tiene varias curvas y a los lados parecen abrirse habitaciones también enrejadas, donde hay algunas personas sentadas en bancos de madera o echadas en alfombras polvorientas. Cuando mi guía ralentiza el paso, yo también camino más despacio, y cuando se detiene, abro mi cartera y me pongo a buscar algo, como para no pasarlo. Cuando resulta evidente que lo estoy siguiendo, se gira y me pregunta si necesito algo.

Me apuro a acercarme y le digo que voy a Nablus y que luego del checkpoint necesitaré un taxi para Yenín. También va a Nablus, pero no a la ciudad, sino a una pequeña villa cercana, y me dice que podemos tomar el taxi juntos. El diálogo se corta por una serie de puertas giratorias, tal vez cuatro, que se suceden una tras otra. Apuro la pasada con mi pequeña maleta para no perderlo. Al terminar el largo periplo, salimos a un descampado sucio y polvoriento, lleno de taxis, vendedores ambulantes y viajeros con bolsas de nailon.

Mi guía me indica un taxi, carga en él mi maleta y allí nos apretamos cinco personas, en dirección a Yenín, por cinco séqueles cada uno. Hamza (“cinco”), me dice. Le doy una moneda de diez. Ashara (“diez”), remarca mostrándome el número y me da cinco de cambio.

Me hace señas de que abra el vidrio de la ventana, pero está trabado. El aire se espesa dentro del coche y pronto todos estamos empapados en sudor. No son más de diez minutos de auto hasta el centro de Yenín.

Every week this —me dice en rudimentario inglés, refiriéndose al largo checkpoint que convierte un viaje de 30 kilómetros en un periplo que puede durar horas, según el día y la situación política.

El hombre, que se llama Amir, trabaja en Nazareth y viene cada semana a visitar a su familia, su esposa y sus hijos, que viven en un pueblo cercano.

Follow me —me dice al llegar al centro de la ciudad, antigua, caótica y descascarada.

Saltando con mi maleta entre veredas rotas, autos estacionados en cualquier parte, bicicletas eléctricas y vendedores ambulantes, lo sigo a paso ligero por las callejuelas de Yenín. El hombre no me dice nada, sólo se limita a ralentizar el paso cuando intuye que me pierdo detrás del gentío. Atravesamos una feria de frutas y verduras en la que se mezclan puestos de electrodomésticos, ropa y chucherías. Algunas personas me miran con extrañeza; tan veloz voy con mi maleta que no atino a esquivar bultos y atropello el pequeño puesto de un niño que vende esponjas, desparramándolas todas por el suelo.

Sorry, sorry —le digo, pero no me detengo a recogerlas por temor a perder el rastro.

Tras unos 15 minutos de persecución, llegamos a una estación de autobuses llena de basura y vendedores ambulantes, como todas las estaciones de autobuses. El hombre pregunta por el bus que va a Nablus, me indica cuál es y se despide con una pequeña reverencia, dando por cumplido su cometido.

Llegué a Nablus al mediodía. Como todos se bajaron en una rotonda que parecía ser el centro, hice lo mismo y pronto me encontré perdida con la maleta, bajo un sol de justicia, en medio, otra vez, de un mercado de frutas y verduras.


  1. Considerado terrorista por Israel, murió en un enfrentamiento con las fuerzas israelíes atrincherado en su casa de Nablus el 9 de agosto. 

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