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Ilustración: Luciana Peinado

Aquel gol

11 minutos de lectura
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A quienes conozcan su trabajo como divulgador científico —es autor de Los Beatles y la ciencia, entre otros libros, y condujo las series televisivas Paleodetectives y Superhéroes de la física— no les sorprenderá saber que el físico Ernesto Blanco es también un narrador. “Este cuento surgió del deseo de intentar un texto sobre fútbol que enfatice procesos íntimos de crecimiento y aprendizaje, que suelen estar ausentes en los discursos asociados al fútbol como espectáculo masivo”, dice sobre este relato, e insiste en que tiene una base autobiográfica.

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Aquella tarde nuestra cancha estaba hermosa. Éramos locales. El césped estaba recién cortado y húmedo. La barra de aliento había llevado un trombón y una trompeta, además de los bombos que nos acompañaban siempre. Las banderas blancas y negras llenaban el tejido de la tribuna local. Atrás de la despoblada tribuna visitante los árboles del jardín botánico nos miraban con calma primaveral como si fueran dinosaurios curiosos. Nos bastaba empatar para ser campeones. Los visitantes, con su camiseta violeta con vivos blancos, tenían que ganar para evitarlo.

Nuestro técnico, don Alfredo, decía que teníamos que cuidar la pelota y dar pases seguros aunque fuera hacia atrás. Los rivales podían ser más fuertes, más rápidos, más resistentes; podían tener mejores instalaciones de entrenamiento, mejores sueldos, un estadio más grande; pero nosotros teníamos la pelota. Esa era la base de nuestra autoestima, de nuestro estilo de juego. Así encaramos aquel partido y la pelota fue nuestra la mayor parte del tiempo.

Sobre el final del primer tiempo llegó un centro largo sobre nuestra área. Emiliano, quien venía controlando sin fallos al centrodelantero rival, se resbaló al intentar anticiparlo; el golpe de cabeza sonó como un balazo y se metió cerca del ángulo superior derecho de nuestro arco. Nada que hacer para Nacho, nuestro arquero, dirían los periodistas deportivos.

Unos años antes, al llegar al primer entrenamiento luego de las reformas, Nacho vio que habían cambiado la disposición de casilleros y bancos; noté que eso lo incomodó mucho. Me pareció entender lo que le pasaba. Nacho solía hablar, con inusual tranquilidad, de la pérdida de vista gradual que habían sufrido tanto su abuelo como su padre, y de su miedo a quedar ciego. Cuando se mudó al apartamento en el Parque Posadas, le pidió a su compañera que nunca cambiara de lugar los muebles, ya que necesitaba memorizar la posición de todo para, si algún día fuera necesario, poder moverse entre las habitaciones sin mirar. Ella le dijo que eso sólo tendría sentido si fuera ciego y que él aún no lo era. Nacho le contestó que todos somos ciegos, al menos en la oscuridad de la noche. Tal vez esa manía contribuyó con su habilidad de saber dónde estaban el arco, la pelota, sus compañeros y sus rivales aun en los momentos de mayor confusión dentro del área penal.

Al final del primer tiempo perdíamos uno a cero y no queríamos ni mirar la copa que estaba esperando cerca de nuestro vestuario. En el segundo tiempo atacamos por todos lados, pero los violetas se defendieron agrupando a muchos jugadores en su cancha. No había forma de que me llegara la pelota con espacio para acomodarme y patear al arco. Bruno y Nicolás intentaron algunos tiros desde afuera del área, pero rebotaron en los rivales o se fueron muy lejos del arco. Y así se fueron cuarenta y cinco minutos del segundo tiempo. El árbitro anunció que sólo quedaban tres minutos de descuento.

Movidos por la ansiedad de asegurar el resultado, el deseo de mantener la pelota lejos de su arco o tal vez por cierto exceso de confianza al haber controlado hasta el momento todos nuestros ataques, los rivales se adelantaron en la cancha. Su talentoso número diez recibió un pase desde el lateral izquierdo y quedó de frente a nuestra defensa. Emiliano salió a tomarlo y el diez empezó a amagar con la intención de eludirlo y quedar mano a mano con nuestro arquero.

Cuando era chico, Emiliano aprendió a jugar al tenis en la plaza pública de deportes de San José; le resultaba un juego muy solitario, prefería jugar en dobles. Y aún más prefería el fútbol. No le gustaba estar solo, hasta dejaba la puerta del baño abierta cuando cagaba. Era hijo único. Cada novia que tuvo terminó viviendo con él a poco de conocerlo. Supongo que a las que no querían dar ese paso las descartaba enseguida. El número dos en su espalda, además de ser típico para su puesto en la cancha, era para él un símbolo de esa necesidad de completarse con alguien más. Un día, jugando dobles en tenis, venía fallando todas las voleas en la red; demoraba en reaccionar y estaban perdiendo por su culpa. En un momento, se dio cuenta de que si se alejaba de la red un par de pasos más que antes, las voleas del rival demoraban más en llegar a su raqueta; tenía más tiempo para reaccionar y así empezó a devolver todas las pelotas que le llegaban y terminaron ganando. Eso marcó su destino como futbolista: sería defensa. Había descubierto que existe una distancia ideal para pararse frente a un rival con pelota dominada que pretenda eludirlo. Si se colocaba muy cerca pasaba como en el tenis, no le daba el tiempo para reaccionar al cambio de dirección y a los amagues; si se paraba muy lejos no podía cortarle el paso con un tranque oportuno.

Y aquella tarde, Emiliano estaba con sus piernas flexionadas casi de perfil al endiablado número diez violeta esperando robarle la pelota y evitar el segundo gol. El diez amagó hacia la izquierda y quiso mandarse por la derecha, pero Emiliano, que estaba a la distancia justa, trancó con fuerza y se quedó con la pelota. Todos esperaban que saliera jugando con un pase bajo y corto, como pedía don Alfredo. Pero yo imaginé lo que realmente iba a hacer y creo que Bruno, nuestro carrilero por derecha, también lo hizo. Todos disfrutábamos de tener la pelota y jugarla a ras del piso, pero Emiliano, además de eso, sabía que ganar o perder dependía de otras cosas. Unos años antes, cuando éramos compañeros en las juveniles del club, nos fuimos a pasear a la exposición de la rural. Ese día me habló por primera vez de su admiración por la Noruega de 1994, que clasificó al mundial ganando su serie y eliminando a Inglaterra con un empate en Wembley y una victoria dos a cero en Oslo. También recordaba la clasificación noruega para el mundial de 1998 y la gran hazaña de derrotar dos a uno a Brasil luego de ir perdiendo durante casi todo el partido. Según Emiliano, esas remontadas eran propias del estilo futbolístico de Noruega y de su gran estratega, Egil Olsen. Su juego consistía en ceder la pelota al otro equipo para que este avance en el terreno y al recuperarla poder mandar pases largos a la despoblada zona defensiva del rival. Según Emiliano, las estadísticas y el enfoque científico de Olsen mostraban que la probabilidad de anotar goles no depende de qué equipo tiene la pelota, sino de en qué lugar de la cancha se encuentra la misma. No importa quién tenga la posesión, sino que sea cerca del arco rival. Si un defensa que tiene la pelota se equivoca hay una chance de gol tan válida como la que nace de la creatividad de un delantero. Para nosotros, aquella tarde, no era momento de priorizar la autoestima o el disfrute, era el momento de intentar ganar el campeonato.

Supe que Emiliano tiraría un pase largo y comencé a desplazarme desde el círculo central hacia el área rival. Bruno, que tal vez también conocía lo de la Noruega de Olsen, comenzó a correr por la punta derecha con la mano levantada. Y hacia allí salió el pelotazo fuerte de Emiliano, que cruzó la mitad de la cancha antes de caer justo delante de la corrida de Bruno. El defensa lateral de los violetas era un zurdo rapidísimo. Bruno llevaba la delantera, pero seguro que lo iban a alcanzar antes de que su pique pudiera generar peligro. Yo apuré mi carrera por el medio para darle opción de pase, pero enseguida me controlaron los zagueros rivales.

Cuando tenía trece años, Bruno empezó a tomar clases de karate en el L’Avenir. Era muy delgado y estaba empezando a salir solo por la ciudad. Quería sentirse seguro. Pero no importaba cuánto mejorara sus movimientos de karate, el profesor le seguía diciendo que tenía que hacer pesas; no se podía ser bueno peleando siendo tan flaco. En una oportunidad, para demostrar su punto, el profesor le hizo cargar a caballito a un compañero con el que tenía una afinidad especial. Bruno falló y lo dejó caer al crepitante suelo de madera. Nunca más quiso ir a esas clases. Tampoco hizo pesas. Ser flaco tenía sus ventajas en el fútbol: aprendió que podía cambiar de dirección con más facilidad que los grandotes que lo marcaban. Seguía siendo flaco, pero con el entrenamiento y la práctica, los músculos de sus piernas se desarrollaron lo suficiente como para darle un tiro fuerte desde afuera del área y cambios de dirección muy explosivos. Aquella tarde el lateral rival era más rápido y estaba acortando el par de metros de ventaja que Bruno le había sacado. Entonces Bruno frenó de golpe. El pie derecho del lateral violeta casi le roba la pelota, pero iba muy rápido y no pudo frenarse a tiempo. Esta vez Bruno no dejó caer a nadie de su equipo y antes de que el rival lo volviera a encimar, tocó la pelota al medio para Nicolás.

Nico era el estratega del equipo. Desde niño en el baby fútbol fue el mejor en todos los equipos que integró. Pero eso nunca le alcanzó. Él no quería fallar nunca, entrenaba para que cada pase y cada tiro fuera exactamente a donde él quería; para que cada pelota que le llegaba por aire pudiera ser controlada y dirigida en la dirección correcta. Y además siempre quería ganar. Una vez me contó que cuando era niño y jugaba con su padre este terminaba criticándolo sin importar el resultado. No había victoria que bastara, siempre su padre le decía que había sido pura suerte y que en realidad su técnica había sido deficiente. Su hermana mayor estudiaba Ciencias Sociales y a Nico siempre le pareció que sus padres habrían preferido que él también estudiara. Pero sus compañeros del fútbol lo valoraban más y él sentía que su deber era hacerlos ganar, no podía abandonarlos ni dedicar tiempo a otra cosa. Nico tenía la fuerza interior para marcar la diferencia dentro de un equipo. Era nuestra inspiración para nunca rendirnos. Todos lo queríamos mucho, era un muchacho noble, y fue muy triste cuando nos enteramos de lo de su novia. Pero todo aquello no fue su culpa, de eso estoy seguro y se lo dije más de una vez.

Aquella tarde, Nico controló la pelota con la parte interna de su pie izquierdo y comenzó a avanzar lentamente hacia el arco rival. Sabía que los mediocampistas violetas estaban volviendo hacia su área y que no podía demorarse, pero si corría hacia el arco se toparía con los defensas antes de tener una buena opción de pase. Podría intentar eludirlos, pero él decía que la pelota se mueve más rápido y pasa más desapercibida que un hombre. Y vio a Rubén, mi compañero en la dupla de ataque, que lograba despegarse de su marcador y a su pie derecho fue el pase.

Rubén tenía más de treinta y cinco años, aunque nadie sabía exactamente cuántos más. Era un tipo alegre que gustaba de tomar algunas copas con los amigos. A veces, cuando me veía triste, me invitaba a su casa. No hablaba mucho de su pasado, pero allí podías ver a una familia feliz con su señora y tres hijos que no paraban de hacer ruido. Sigo jugando porque a ellos les gusta ir a verme, me dijo una vez. Cuando fuimos al bar a celebrar la victoria por uno a cero, con gol suyo, en el clásico del barrio, un hincha que había bebido demasiado se quiso sentar a su lado. Rubén lo saludó amablemente al inicio, pero el hombre no paraba de molestarlo con abrazos, le decía cosas al oído y hasta por momentos parecía que iba a vomitarle encima. Rubén le recomendó que se fuera a dormir y para convencerlo le regaló el brazalete de capitán que había usado ese día. El hombre aceptó el regalo y se encaminó hacia la puerta, pero desde ahí gritó: “Disculpame, capitán, disculpame por ser un borracho”. Todavía recuerdo la respuesta exacta de Rubén: “No es ese el problema, no te disculpes, borrachos somos todos”.

Desde hacía tiempo Rubén ya no tenía la velocidad física que lo había convertido en una sensación en todos los equipos en que jugó. Pero tenía una velocidad mental extraordinaria; antes de que le llegara el pase ya había visto de reojo que yo entraba al área por detrás de mi marcador, entonces tocó de primera hacia el vacío que se abría delante de mí. Corrí y llegué a la pelota antes que el arquero violeta. Tenía el gol del empate a mi disposición, podía elegir a donde patear. Aquello era lo mío: el egoísmo de pensar sólo en el arco; sacudir la red de un pelotazo y luego correr con los brazos abiertos hacia el trombón, la trompeta, los bombos, las banderas blancas y negras; mirar al cielo y recibir yo solo el aplauso, la mirada milenaria de los dinosaurios del botánico, el grito de la tribuna. Todo aquello robado al esfuerzo de mis compañeros, que compartían mi felicidad, pero siempre a unos pasos detrás de mí.

Y aquella tarde estaba de nuevo dándoles la espalda a todos mis compañeros y de frente al gol. Moví mi pierna derecha hacia atrás y me preparé para patear fuerte hacia donde mi instinto me lo indicara. Pero entonces sentí un golpe en mi pantorrilla. El zaguero violeta, desesperado, había barrido la pierna que yo tenía en el aire. Por eso, al intentar completar el tiro, mi pie derecho chocó con mi pierna izquierda en vez de con la pelota. Trastabillé. Tuve miedo de caer. Pero automáticamente salté sobre mi pierna de apoyo para recuperar el equilibrio. El golero ya estaba muy cerca, pero todavía, a su izquierda, había un buen espacio desprotegido a donde dirigir el tiro. Volví a armar mi pierna derecha y pateé con fuerza. Pude ver que el arquero giraba su cara como si quisiera desviar la pelota con la mirada. La red se infló y sentí el grito de la tribuna. Esta vez no corrí hacia las banderas; quise abrazar a Juan, Rubén, Nico, Bruno, Emiliano, incluso a Nacho; quise abrazar a todos mis compañeros. Era la primera vez que estábamos tan cerca de ganar un campeonato. Desde la década del treinta nuestro club no había vuelto a ser campeón. Habíamos empatado, íbamos a ser campeones.

Pero los violetas tuvieron una oportunidad más. Un tiro al arco desde afuera del área rebotó en la espalda de Juan y casi descoloca a Nacho. Pero, como siempre, nuestro arquero, con sus piernas como resortes y los ojos bien abiertos, estaba pronto para volar en la dirección que fuera necesaria. Saltó como un caracal; agarró la pelota con las dos manos, la apretó contra el césped y no la dejó ir más. Así fue que aquella tarde, con aquel gol, fuimos campeones.

Durante los festejos Juan me abrazó y me dijo: “Sos un egoísta de mierda, tendrías que haberte tirado cuando sentiste el golpe del zaguero”. Le devolví con fuerza el abrazo y le grité al oído que era un boludo, que habíamos salido campeones gracias a aquel gol, que si el juez cobraba el penal lo habríamos errado del cagazo que teníamos, que tenían que agradecerme por la copa. Reímos y festejamos, pero algo se quebró con aquel comentario. Siempre tuve miedo de ser demasiado egoísta, nunca me había considerado un jugador de equipo.

Ahora, pasados los años, cuando me preguntan por aquel gol, rememoro las mismas imágenes que todo el mundo vio por la televisión: una pequeña pecera de aguas verdes en las que nadan unos coloridos animalitos de forma humana con los que apenas me identifico. Luego de un esfuerzo consciente por ignorar esa versión de la historia es que logro recordar algunas sensaciones corporales y la vista en primera persona del golero rival intentando cerrar el arco. Entonces revivo aquel mundo ancho, con cielo, nubes y astros; un territorio de tribunas, verde, con dinosaurios curiosos y personas que ocupan un espacio, luchan y despliegan su técnica de un modo asombroso. Y solamente entonces deseo volver a hablar de aquel gol.

Luego de aquella tarde, y de aquel gol, nunca volví a destacarme ni a anotar tantos goles en una temporada. Había sido, sin saberlo, un jugador de equipo; de aquel equipo, el único en el que realmente pude encajar.

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