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Ilustración: Tatiana Mesa

El castigo de Prometeo

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Desde que publicamos el relato “Brazaletes”, en febrero de 2020, la periodista Belén Riguetti aprontó una novela con mucho de ciencia ficción y participó en la antología Mentira (Estuario Editora).

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I

Arístides Mendoza estaba sentado en la puerta de su carnicería esperando que entrara algún cliente de último momento cuando se encontró con una noticia que le llamó la atención.

Como todos los meses, José Sierra, dueño, periodista, editor y distribuidor del diario del pueblo, La Hora de las Chinchillas, había dejado una generosa cantidad de ejemplares en el mostrador de la carnicería con la esperanza de conquistar lectores y auspiciantes. José todavía tenía la ilusión de que alguien de la capital lo descubriera para poder pasar a “jugar en ligas mayores”, como él decía. Lo que más quería en el mundo era dejar el taller mecánico que le había dado de comer durante los últimos veinte años para dedicarse a su verdadera pasión: el periodismo. Arístides pensaba que al pobre de José nunca lo iban a llamar de ningún lado, primero, porque era pésimo escribiendo, segundo, porque tenía la certeza de que de ese pueblo sólo salían los valientes y José no era uno de ellos, y tercero, el nombre del diario daba para la chacota. Sí vivían en Chinchillas, pero nadie con una pizca de sentido común podía tomarse en serio una publicación cuyo nombre se parecía al título de una película de los noventa. A pesar de todo, Arístides felicitaba cada mes a José por su trabajo, se tomaba el tiempo para comentarle alguna nota y le pagaba la cuota de un aviso que la carnicería no necesitaba. Ese día Arístides leyó:

Una mujer fue atacada por un pitbull, la Policía intervino para reducir al perro
Lunes 7 de febrero de 2011

La señora de 66 años fue trasladada a un nosocomio tras la agresión del can.

El viernes 28 de enero una señora de 66 años fue atacada por un perro pitbull. El can estaba en la calle y, según el parte de la Policía, nadie pudo localizar a sus dueños. A causa de las heridas la mujer debió ser trasladada al Hospital Departamental Edward Jenner, donde fue intervenida quirúrgicamente. Según fuentes de La Hora de las Chinchillas, la mujer se encuentra estable y fuera de peligro, pero, a causa de las heridas, los médicos le amputaron su brazo izquierdo, del codo para abajo.

La agente policial que medió en el entuerto también fue mordida pero tiene lesiones superficiales. El perro quedó a disposición de la Justicia. Interviene en la causa el fiscal Omar Yılmaz.

Arístides leyó varias veces el artículo y un fuego le empezó a brotar desde el estómago: ese animal iba directo a degüelle.

La Hora de las Chinchillas salía el primer lunes de cada mes y recién era miércoles. Hizo cálculos mentales y llegó a la conclusión de que, siendo 5 de febrero, a menos de una semana de que se levantara la feria judicial, Omar de seguro no había arrancado con el caso.

II

Mendocita, como le decían los amigos más cercanos, había logrado en los años que llevaba al frente de la carnicería convertirla en la mejor de la zona, y no sólo de Chinchillas, sino de otros pueblos vecinos. Era considerado el vendedor del asado más tierno y el único que tenía siempre en stock tripa gorda rellena de harina de mandioca. Lo paradójico era que había alcanzado su fama sin haber probado ni una sola vez sus productos. Arístides era vegetariano desde los doce años. El día en que se lo comunicó a sus padres se desató una batalla que duró por lo menos un año. En ese tiempo ligó muchos palos en el lomo por negarse a probar los churrascos que su madre le hacía cuando el padre traía la mercadería que no había podido vender. Su madre siempre le decía, un poco con desprecio y un poco con orgullo, que había heredado de su abuela la terquedad y la resistencia al maltrato. Para cuando Arístides cumplió trece, el padre ya se había cansado de pegarle sin lograr resultados, por eso recurrió a la persuasión: “Algún día vas a tener que trabajar en la carnicería. Si no sabés lo que estás vendiendo te vas a fundir”, era uno sus argumentos. También decía cosas como “La carne es una herencia de familia, no se le da la espalda a tu gente”. Pero lo peor no lo escuchó de boca de ese hombre; lo que más le dolió fue que su madre le dijera lo decepcionada que estaba por haber traído al mundo a una persona tan malagradecida.

Después de ese golpe bajo, habló con los dos y les juró que trabajaría en la carnicería y haría de ella la mejor. Por más asco que le diera la carne cruda, el negocio no cerraría mientras él estuviera vivo.

El destino no fue muy amable con Arístides: lo que creía que sucedería en muchos años lo esperaba a la vuelta de la esquina. Un domingo, cuando estaba a un mes de cumplir los diecisiete años, sus padres agarraron el auto, que pocas veces usaban, y se fueron a visitar a una tía vieja que vivía en un pueblo vecino. A la vuelta volcaron en la ruta y los dos murieron en el momento. Arístides no sólo quedó huérfano, sino dueño de una casa enorme con un fondo gigante que hasta un roble tenía, y encargado de la dichosa carnicería. Podría no haber cumplido con su palabra —más de una vez lo tantearon para que vendiera—, pero el orgullo pudo más y se puso la carga al hombro. El trabajo y los estudios no le dejaban demasiado tiempo para las mujeres; tuvo un par de novias que no le duraron mucho y el día en el que se topó con la nota del pitbull gozaba de una relajada soltería.

III

Esperó a que ese fogonazo de ira se le pasara para llamar al Turco Omar, el fiscal con el que habían sido compañeros de liceo y al que consideraba un buen amigo. Por un tiempo le había perdido el rastro; el Turco era de los más inteligentes de la clase y a nadie le sorprendió que se dedicara al derecho. Lo que sí sorprendió fue que volviera a los pagos cuando fue designado fiscal: todos pensaban que ya tenía una vida formada en la capital.

Hacía un tiempo había caído por la carnicería para saludarlo y felicitarlo por la fama del local. Se pasaron los números de teléfono y quedaron en juntarse a tomar unas grapas para recordar viejos tiempos, algo que nunca hicieron.

Ese día de verano Arístides no dudó y lo llamó.

—Hola, Turco, soy Mendocita, ¿cómo estás? —dijo apenas contestó.
—Pero, hombre, tanto tiempo sin saber de vos. ¿A qué se debe el honor?
—Leí en el diario de Sierra que tenés el caso del perro que mordió a una mujer. ¿Ya estás con eso? —dijo sin rodeos.
—No te puedo comentar mucho, pero por ahora no entra en mis prioridades. ¿Qué se te está pasando por la cabeza? —contestó el Turco, que sabía que Arístides no daba puntada sin hilo.
—¿Estamos hablando como amigos?
—Sí, claro, si no ya te tendría que haber cortado.
—Al perro ese lo vas a mandar a matar y yo quisiera hacer algo. ¿Qué podría ser?
—Yo sabía que venía por ese lado. Mirá, todavía hay una ley vigente de la dictadura que básicamente les otorga derecho a los tenedores de animales a defender a sus mascotas, pero hay que presentarse en el juzgado y demostrar que el perro no es un peligro para la sociedad. Nunca nadie lo hizo, pero en teoría se podría. El Goyo era un hijo de puta, pero sí que le gustaban los animales —dijo el Turco, y antes de que se pusiera a filosofar sobre las contradicciones de la condición humana, Arístides le dijo:
—Con ese dato ya me alcanza. Gracias, Turquito. Como dicen en las películas: esta conversación nunca pasó.
—¿Qué conversación? —contestó el fiscal antes de cortar. Arístides sonrió y le gustó pensar que el Turco hacía lo mismo.

IV

Arístides Mendoza era un hombre de recursos y tenía la costumbre de guardar la plata en diferentes lugares de la casa. Después de que en los 2000 los bancos se quedaran con buena parte de los ahorros de la familia, su padre se había acostumbrado a esconder las ganancias de la carnicería en otras partes. Había billetes en cajas de zapatos, en termos que no se usaban, en floreros y, cómo no, debajo del colchón de la cama matrimonial.

Arístides nunca ocupó el cuarto principal, pero sí se deshizo de muchas de las pertenencias de sus progenitores. La tarea fue larga porque tenía que revisar todo muy bien para no tirar plata. Después de dos semanas de trabajo logró juntar todo lo que estaba desperdigado y, para su sorpresa, descubrió que sólo con lo que había juntado su padre podía abrir dos locales más, comprar un par de propiedades y vivir de rentas, pero decidió seguir la tradición y honrar la promesa que había hecho. Siguió trabajando como si no fuera casi rico.

V

Después de hablar con el Turco, cerró la carnicería media hora antes y se fue a la casa de Antonio, uno de los escribanos del pueblo. El hombre ya estaba viejo y la competencia le estaba comiendo los clientes y los sesos. Tenía una deuda considerable en la carnicería y Arístides estaba dispuesto a usarla para conseguir lo que quería. Después de veinte minutos de explicaciones, y con la promesa de perdonar la deuda y abastecer de carne al escribano por tres años, Antonio redactó un certificado que aseguraba que el carnicero era el dueño del perro. Lo más difícil fue ponerle nombre, porque nunca lo había visto. Se le ocurrió que podía llamarse Conan o Mandíbulas, pero sabía que esa clase de nombres no iban a ayudar a redimir la imagen del animal. Al final se decidió por Prometeo; era un nombre con fuerza y significado.

El lunes 7 de febrero de 2011, Arístides Mendoza se levantó a las seis de la mañana, puso un cartel en la puerta que decía que la carnicería iba a estar cerrada por el día y se fue hasta la perrera en la que estaba encerrado Prometeo. Para que lo dejaran entrar tuvo que llamar a la esposa del hermano del encargado, lo que le costó perdonar otra deuda y prometer que llevaría los papeles que comprobaban que era el legítimo dueño del perro.

Cuando llegó se encontró con un animal flaco y triste, que ni siquiera pitbull era. Podía tener un antepasado con pedigrí, pero se veía más como un cusco asustado que como un depredador de ancianas. Pidió que abrieran la jaula y el cuidador le dijo que tuviera cuidado porque cuando un perro prueba la sangre humana ya no tiene arreglo. “Es un criminal”, dijo antes de irse y dejarlos solos.

En cuanto entró a la jaula el perro reculó y se escondió. Arístides, sabedor de que tanto a la gente como a los animales se los conquista por el estómago y se los domestica con amor, sacó de su mochila una bolsa con un kilo de carne picada y la dejó abierta en el suelo bien cerquita de él. Apenas sintió el olor el perro se acercó y empezó a comer; la carne no duró ni dos minutos. Cuando el perro terminó, volvió a su esquina oscura.

Si había algo que el carnicero tenía era paciencia. Pasaron varias semanas antes de que Prometeo le agarrara confianza. Un día después de comer y mientras masticaba un hueso grande se sentó a su lado y así se quedaron un buen rato.

Con el encargado siguió el mismo procedimiento: cada vez que iba le llevaba un kilo de buena carne. Al hombre lo único que le interesaba era el fútbol, y Arístides ni siquiera sabía qué era un orsai, pero se las arreglaba para comentar algo sobre algún partido y siempre le llevaba un poco la contra para después darle la razón.

Mientras Prometeo se acostumbraba a Arístides, el carnicero empezó los trámites para llevar el caso ante la Justicia.

En el pueblo había dos abogados en ejercicio y uno era su primo segundo, Osvaldo Fuentes. Siempre que se cruzaban lo ponía al tanto de las noticias familiares. A Arístides ya no lo invitaban a los cumpleaños ni a las reuniones porque casi nunca iba, y lo más ofensivo de todo: cuando aparecía, llevaba un táper con su comida y no colaboraba con carne; ni un chorizo llevaba.

Se reunió varias veces con el primo Osvaldo para darle órdenes precisas. Lo primero era apurar el juicio porque a Prometeo se le estaba apagando el alma de tanto encierro. Para Osvaldo el caso fue su salvación: ganaran o perdieran, Arístides pagó por adelantado y en efectivo; nada de cheques que rebotaran ni “después de que termine todo le prometo saldar la deuda”, como estaba acostumbrado a escuchar.

Pasaron dos meses antes de que se iniciaran las audiencias. Cada día Arístides se ponía más nervioso; había días en los que no dormía y otros en los que no podía quedarse quieto. Cuando llegó la primera audiencia se decepcionó. La sala en la que se iba a desarrollar el juicio era diminuta y el único que fue a ver qué pasaba fue José Sierra, que a los quince minutos se fue porque en esa instancia no iban a resolver nada. Fueron las dos horas más aburridas en la vida de Arístides, y eso que estaba acostumbrado a estar solo en la carnicería por horas. Fueron puro trámites: presentación de un lado, presentación del otro, y ya. El resto de las audiencias fueron fijadas para el mes siguiente. Estaban citados a declarar la mujer agredida, la policía que había intervenido, el médico que había amputado el brazo de la mujer y Arístides como propietario del animal.

VI

Iniciaron las testimoniales sobre el caso del pitbull, que atacó a una mujer, cuyo brazo debió ser amputado. Lunes 6 de junio de 2011

Es la primera vez en la historia de Chinchillas que se emprende una acción judicial de este talante.

El lunes 8 de mayo empezaron a desfilar por el Juzgado de Flagrancia de tercer turno de Chinchillas los protagonistas del ataque del perro pitbull a la mujer de 66 años que perdió el brazo a causa del incidente. El fiscal Omar Yılmaz centró su primer alegato en la peligrosidad del animal y llamó a declarar a la mujer policía para que diera su versión de lo acontecido. Tanto el juez que interviene en la causa, Baltazar Delgado, como el fiscal Yılmaz destacaron lo inusual del caso, pero el abogado defensor, Osvaldo Fuentes, contraatacó alegando que el can y su dueño, Arístides Mendoza, están amparados en la ley N° 20.806 que les otorga la posibilidad de defender al animal antes de que las autoridades decidan sacrificarlo.

Después de las primeras alusiones dio testimonio la policía en cuestión. “El perro estaba enloquecido, no obedecía órdenes y se ensañó con la mujer. Yo hice lo que pude para rescatarla pero la situación me superó [...] No usé el arma de reglamento porque tenía miedo de herir a la señora. El animal huyó, pero los agentes de la perrera lo localizaron a unas cuadras, escondido tras un contenedor de basura, de inmediato lo apresaron”, declaró la agente.

El médico que atendió a la mujer dijo que era imposible salvar el brazo pero aseguró que tuvo suerte, podría haber pedido la vida a causa de la cantidad de sangre que perdió. Sobre el perro el médico no dijo nada.

En próximas ediciones seguiremos informando sobre este inusual caso que remueve las entrañas de tan noble pueblo como lo es Chinchillas.

Arístides leyó la nota en parte indignado y en parte divertido. La forma de redactar de Sierra iba empeorando. Lo que más le molestaba era esa apreciación sobre las entrañas revueltas del pueblo.

Terminó de desayunar y abrió la carnicería. Todos ya se habían acostumbrado a que los sábados cerrara después del mediodía. Cuando su padre vivía decía que les iba mejor a los comercios que nunca cierran, a excepción de los domingos, que eran días sagrados. “En la noche es cuando las señoras se dan cuenta de que el marido lo que quiere es picaña y no pulpón”, decía. Hasta la aparición de Prometeo, Arístides había cumplido con esa tradición, aunque su experiencia le decía que tener abierto un sábado hasta las diez de la noche suponía más pérdidas que ganancias.

Todavía no había logrado que le cedieran la custodia de Prometeo, pero había conseguido grandes avances con su perro. Lo sacaba al patio para que hiciera ejercicio, había recuperado peso, y hasta le enseñó a dar la pata y a esperar su orden para empezar a comer. Con el encargado de la perrera también había avanzado: ya no decía que el perro era un criminal, ahora cada vez que salían al patio se sentaba en uno de los bancos de material a tomar mate y comer galletas al agua mientras Arístides y Prometeo jugaban. Algunas veces hasta aplaudía cuando el perro hacía una gracia nueva.

Pasaron las semanas estipuladas y llamaron a declarar a Arístides. Ese día se cruzaría con la mujer que había sido atacada por Prometeo. Era una instancia definitoria y el carnicero estaba bastante nervioso.

VII

Inesperado giro en el caso del juicio del perro Prometeo: mujer atacada confesó que quería secuestrar al can para pedir un rescate. Lunes 4 de junio de 2011

El juez falló a favor del animal, que ya retornó a la casa con su dueño.

Gran conmoción causó en el recinto en el que se desarrollaba el juicio contra el perro llamado Prometeo cuando la mujer que fue atacada por el can confesó, desconsolada entre lágrimas, que el animal había reaccionado cuando ella lo intentó secuestrar para pedirle un rescate a Arístides Mendoza. Recordemos que el señor Mendoza es uno de los comerciantes más prósperos y respetados de nuestra localidad.

Después de la declaración de la mujer le tocó el turno a Mendoza quien se mostró muy afligido: “Prometeo es un buen perro, yo lo tenía en el fondo de casa porque no quería que los clientes se asustaran, tiene pinta de fiero pero es un pan de Dios. No sé cómo esta mujer logró sacarlo de mi hogar, tampoco sé cómo se enteró de su existencia porque no lo sacaba nunca. Yo, que lo tengo desde cachorro, sé que sería incapaz de hacerle mal a alguien, a no ser que esté muy alterado. Los perros perciben cuando alguien les quiere hacer mal. No quiero ni saber lo que la señora le hizo, pero me conformo con que me lo devuelvan y nos dejen vivir en paz”, dijo Mendoza cuando fue interrogado por el fiscal Yılmaz.

Ante la confesión de la mujer y las palabras del comerciante, el abogado pidió la nulidad del juicio, el fiscal secundó y el juez aceptó.

Al día de la fecha Prometeo volvió a su hogar, el comerciante no le saca los ojos de encima por si a alguien más se le ocurre la salvajada de querer separar a dos compañeros de vida.

A Arístides Mendoza la crónica le pareció empalagosa y poco ajustada a la realidad. Él no había sido tan elocuente en su declaración y la señora no se había puesto a llorar de forma desconsolada; sólo le cayeron un par de lágrimas, lo que en su momento le pareció toda una proeza. Cerró el diario y le sirvió una cucharada más del preparado de carne, arroz y zapallitos que le daba al perro cuando desayunaban. Terminó su café y salió, no sin antes prender la televisión para que el animal no se sintiera solo. En general, lo llevaba a todas partes, siempre con correa para prevenir accidentes; era más una precaución por el perro que por la gente. Prometeo había demostrado ser poco prudente con el tránsito, y si bien en Chinchillas no circulaban muchos autos, sí pasaban ómnibus a una velocidad peligrosa para cualquier animal o humano.

No tuvo que esperar mucho: en diez minutos pasó el coche que lo llevaría a Azulinos, un pueblo bastante alejado de Chinchillas. Lo aguardaban a las diez en punto en un bar que no conocía pero que, por las indicaciones, estaba bien alejado del centro.

Cuando llegó, se sentó en una de las últimas mesas y esperó. A los cinco minutos la mujer entró y sin saludar se sentó frente a él.

—Le traje lo que le prometí —dijo Arístides, poniendo sobre la mesa una bolsa blanca de la carnicería.
—Espero que no me esté engañando. Perdí un brazo por ese puto perro, lo tendría que haber envenenado cuando tuve la oportunidad —dijo la mujer señalando su muñón. A Arístides le nació ese fuego desde el estómago y lamentó que Prometeo no hubiera matado a su antigua dueña.
—Ya tiene lo que acordamos. No la quiero ver más y no se acerque a mi perro. Si la veo rondar por la carnicería la mando presa. Ya sabe que tengo muchos amigos —dijo antes de levantarse y salir dejando sola a la mujer manca. Que se encargara ella de pagar la cuenta; después de todo, le había dado la plata suficiente como para comprar una casa y poder vivir sin hacer nada por un par de años. Con el Turco la jugada le había salido más económica, pero, entre pitos y flautas, se había gastado todos los ahorros. Todavía le quedaba revisar el fondo, no fuera a ser que a los pies del roble hubiera más plata enterrada.

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