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Ilustración: María Eugenia Sellanes

Nivel Dios, Ethan Hunt

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En 2016, Mercedes Estramil compiló sus columnas aparecidas en la revista Bla. El libro se llamó Iris Play, igual que su protagonista, una voz que alternaba entre la pasión por la literatura y la pulsión por la autoayuda. Este mes la editorial Hum reedita aquel libro de la autora de Rojo, HIspania Help, Washed Tombs y Mordida, con el agregado de cuatro nuevos textos; compartimos uno de ellos en este retorno de Iris Play.

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Mi autoconsejo para momentos de crisis es leer a Borges. Sí, sé que me desdigo de parágrafos anteriores en los que con vileza lo acusé de andar en la chiquita y no escribir novelas. Pero aquí no lo reformulo literariamente, sino como autoayuda. Leyeron bien. Borges levanta el ánimo, cambia de dimensión, hace creer en hologramas. Dejaré para el final una de sus maravillas, aquella que alguna vez cruzó mi carretera con la del psicópata, y empezaré con ese cuento, tan trillado, de la empleadita que mató al patrón, ya saben, Emma Zunz (que se hizo dar por un marinero para acusar de violador al jefe para vengar al padre: después me hablan de patriarcado), epítome de la venganza que se paga cara. Ya lo dijo mi coach madrileño: la venganza es un veneno que tú te tragas para dañar a otro. Conclusión: abandoné mis ideas vengativas y todo aquello que pensaba enterrar en una sesión de cementerio vudú a medianoche (sus regalos diseminados por mi casa: anclajes de su presencia), decidí dejarlo donde está y mirarlo ya no con ira ni con espanto, sino desde el neocórtex frontal, como objetos sin alma, pero con belleza, decorativos y utilitarios.

Ahora bien, se preguntarán, como yo me he preguntado, cómo es que una chica versada, con calle, algunos estudios, muchas guerras y amplios propósitos como Iris Play pudo caer como un gorrión en las garras de semejante águila. Respuesta y aviso a los navegantes: por la simple conjunción sobre una cubierta de disección de una niña perdida y un depredador nato. No tiene que ver con el corazón ni con la voluntad, sino con un chapucero y menor proceso químico por el cual nuestro cerebro segrega feniletilamina, que a su vez provoca la secreción de dopamina, serotonina, oxitocina, y en vez de buscar esos subidones en el chocolate suizo o un buen plato de lentejas o por qué no en un dealer de barrio, una va y la busca en vagos centímetros adosados a un cerebro que ha leído a Maquiavelo y a Sun Tzu. Y sobre esa base ínfima se levanta un universo, que hasta ayer no figuraba en ningún mapa cósmico y mañana volverá a no figurar.

No sé si porque ya he sido sirvienta, he estado presa, tomé ómnibus, hice la Comunión y estudié Letras, el caso es que mi capacidad de empatizar y perdonar al agresor sigue incólume y ahí, ni lo digan, hay un problema. Dice Iñaki (que con toda esta propaganda gratuita bien podría agendarme una terapia EMDR para mi completa sanación) que el origen está en nuestros guiones de vida. Aquello que aprendimos desde chiquitos cuando progenitores de toda laya y color nos moldearon con el ejemplo, y a veces, desde la ignorancia, y otras, desde la maldad, nos colocaron dentro ideas equivocadas en vez de colocarnos apego seguro y amor incondicional, que era lo que precisábamos. Obviamente, el mundo jamás te da lo que precisás, ni ayer, ni hoy, ni mañana, y así es que esa mamadera de guiones llevó su escaldadura hasta el presente. El gurú hispánico habla de cuatro guiones de vida o pautas comportamentales que todos los niños perdidos suelen adoptar para sobrevivir y luego cargan como fardos en la espalda adulta. Con esa manía gibralteña de reverenciar lo inglés lo denomina: el guion up, el down, el in y el out. A ver, la literatura ya los ha mostrado y cualquiera que haya leído a Dostoyevski, Salinger, Fleur Jaeggy, Delphine de Vigan, Agota Kristof, Frank McCourt o Richard Ford sabe de qué hablo. Pero nunca viene mal una planilla Excel para clarificar. Es más corta, además, que una larga novela y ya se sabe que la gente hoy no tiene tiempo de leer.

Les cuento en qué consisten esos guiones, por si se ven en el futuro inmersos en una tarrina de estrés postraumático y no saben cómo salir. El primero de ellos es el up, como el VW, pero sin signo de exclamación. Eran los niños que, aunque hicieran de todo para agradar, no agradaban; el sobresaliente no alcanzaba, ser limpito, obediente, sumiso no alcanzaba. ¿Qué hace de grande? Busca la mirada ajena, el éxito, el dinero, el poder, se convierte en un guerrero victorioso y cuando pasa frente a un lago tiene la tentación narcisista de mirarse. Ahhh, ahora que soy famoso, ¿me querés? La obvia respuesta es NO (aunque te aplaudan, te pongan un like, te compren acciones) y en la profundidad de su noche lo sabe.

Luego está el guion down. Ya la palabra tira para abajo; es el que abandonó toda esperanza, cedió al deterioro, dejó el juego, firmó la renuncia, eligió la soledad, toma antidepresivos, eliminó el WhatsApp, no se afeita ni depila, se hizo un búnker en el campo y recita del maestro Bécquer “Mi vida toda es un erial, flor que toco se deshoja...”. El tercero es el in: el eterno simpático y empático, el agradador por antonomasia, la alfombra/tapete/caminero por donde el mundo circula alegremente imprimiendo sus suelas podridas. Es el que paga por amor, es decir, por desamor. El cuidador empedernido que atrae a quienes necesitan ser cuidados y no sueltan ni una caricia por ello. Dentro de los guiones, si me permiten, el más triste. Se deja atrás a sí mismo, esperando que el otro a quien pone delante le recompense algún día. Que será el día del golero, evidentemente. Para llorar cinco minutos seguidos en el mar Muerto.

Y el último es el guion out. Vayamos cinco pasos para atrás. Veníamos hablando de niños perdidos: criaturas celestiales que no obtuvieron a tiempo el amor sin excepciones que por nacer merecían. Algunos de esos niños creyeron, edificaron la fe de pensar que aquello que valía la pena era justamente lo que se les negaba y que porque se les negaba era que valía la pena. ¿Qué pueden hacer a los treinta, cuarenta, cincuenta años si no buscar en los basurales de la madurez esa pepita de oro imposible de hallar ahí? ¿Qué pueden hacer si no seguir afiliados a la Misión Imposible y tropezar una vez y otra más contra la misma piedra procurando afuera lo que sólo adentro podrían encontrar? Pero claro, quién en su sano juicio querría mirar adentro. Y qué pepita de oro del Klondike, qué Santo Grial (mi coach es católico apostólico romano), qué obstáculo mayor que un psicópata integrado, en la superficie, rosas, y en la intimidad, espinas. El dueño absoluto del regodeo sádico.

No necesito aclarar qué guion de vida seguí. En el Evangelio Iris Play un psicópata así —encantador y prometedor de futuros para obtener presentes— es Nivel Dios, es decir, una auténtica misión imposible que nace de confundir a cualquier palurdo de diplomas averiados con Ethan Hunt. Nadie me diga que no sabe quién es Ethan Hunt. A buscar a Google, antes de que cobren. Si la misión dejara de ser imposible, si el objeto se ofreciera, se transformara en pieza segura de la cotidianidad, el adulto out lo dejaría, pues la posibilidad misma confirmaría su devaluación.

No hace falta señalar que, aunque no me curó ni con sus libros (que leí de cabo a rabo, tomando vino con Monster y papas chip sin sal) ni con sus directos de YouTube, Piñuel es infinitamente mejor que cien psicoanalistas, al menos porque no me culpabiliza ni me trata de cómplice ni de masoca, sino de lo que verdaderamente soy: una víctima. Y entiende mi disonancia cognitiva, mi indefensión aprendida, mi adicción al perpetrador, mis subidones y bajadones, mi amnesia perversa, mi desgraciado amor. Sabe que mi confianza fue hackeada, que reprimí mis defensas y somaticé la agenda encubierta del depredador, que no quise ver la triangulación emocional ni su risita malévola, porque una cosa es reconocerlas, pero muy otra es aceptarlas como graduales gomas borradoras de los paisajes del amor.

En el peor de los flashbacks de una felicidad que sólo fue en mi cabeza, regresa la tarde aquella en que, sentados sobre almohadones frente a un dragón de jade y un ánfora tuneada de kintsugi, le recité a él su poema preferido. Tuvo la brillantez, sin duda devenida de un error en su programación infeliz, de elegir “Dos versiones de Ritter, Tod Und Teufel”, aquel del caballero valiente, soberbio y firme, que cabalga cercado por el Demonio, exento de la mentira y el temor, y aunque —yo sé— él no está exento de eso, el recuerdo de esa lectura de tiempos en que su idealizada imagen pesaba más que su dimensión real vuelve a mí como una vieja amiga, y despierta a la niña perdida y le miente al oído que no hubo traición, que fue todo verdad, que Borges nos unió.

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