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Ilustración: Luciana Peinado

Isla de Flores, I

4 minutos de lectura
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Miguel Bardesio (Montevideo, 1980) acaba de publicar El puente Colonia - Buenos Aires y otros cuentos exposibles con la nueva editorial Ocho Ojos. Además, es periodista en El País desde 2002. El cuento que presentamos aquí es parte de una trilogía centrada en la obsesión por visitar la isla del título.

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Una vuelta le conté a Elías, un amigo con el que se puede andar en silencio, mi obsesión por visitar la isla de Flores. “¿Por qué obsesión?”, me interrumpió mientras giraba el volante en una curva de la rambla, esa bastante jodida que está por Carrasco. No recuerdo adónde íbamos, pero la isla hacía rato que nos miraba por el parabrisas; era un día claro de invierno y había marea baja.

Obsesión está bien dicho, le respondí al rato, porque no se trata de un deseo minúsculo, como comerse un helado, o de algún antojo loco por meterse en un cohete a Marte. Es una aventura que tiene lo concreto y también lo imposible. Fijate, Elías, que intenté ir como tres veces y nunca pude.

Todo empezó cuando niño. El Viejo me llevaba con mis hermanos a la playa y a mí me vigilaba más que a nadie porque entraba a nadar derecho a la isla. Sufría conmigo porque después regresábamos a casa y tenía que inventar las más variadas historias de cucos, fantasmas y demonios para negarse a mi pedido de que me llevara, “por favor, papá”, a la isla de Flores.

Decía que en la costa esperaba un sapo gigante que se tragaba a los visitantes y, si uno lograba escaparse, dentro de la isla había una cárcel inundada de la que no podía salirse nunca jamás. Eso era medio cierto porque, efectivamente, encerraron allí a opositores de Pepe Batlle y también de Gabriel Terra a principios de siglo, por la década de los treinta. Encerraron es un decir porque en verdad los tipos andaban sueltos, les traían comida de vez en cuando y supongo que se morían de aburrimiento, los muy suertudos.

Una tarde en la playa, tendría diez u once años, casi me ahogué. El Viejo se había distraído y me lancé a una patriada de nadador con idea fija en la isla. Le di y le di hasta que los brazos no aguantaron más y ni cerca estaba de dar pie. Por suerte me rescató un primo y desde entonces me prohibieron entrar al agua, medida que yo acepté sin protesta, tras concluir que a nado no se puede ir a la isla de Flores. Del sapo gigante me acordé años después, leyendo sobre la isla.

La historia es así: la isla de Flores fue, primero, tierra oscura en medio del mar hasta que, en 1794, las autoridades de la colonia española le ofrecieron a la Corona portuguesa unos territorios al norte del río Paraná a cambio de que construyeran un faro. Lo hicieron, pero recién estuvo terminado en 1828. Un faro ahí era vital para el tráfico porque una vez avistada la isla los navegantes podían sortear el banco Inglés, que triangula con el puerto de Montevideo y que en ese momento se había ganado el mote de tragabarcos.

Dicen, Elías, que el banco Inglés es tan banco y tan inglés que, si la marea baja mucho, se forman islotes de arena blanca en el medio de la nada. Leí que algunos marinos han armado picaditos en esa arena. ¿Te imaginás un fútbol en el medio del océano?

Cuando tenía dieciséis años, Javier, un amigo de cerveza por el pico me dijo una noche que su padrastro tenía un velero y que había estado en la isla de Flores cantidad de veces. Enseguida le pregunté si nos podía llevar. Me respondió que sí, que hablaría con él y que estaría encantado, cómo no. La semana siguiente lo llamé hasta que confirmamos la fecha de la travesía. Me acuerdo de que le comenté mis planes al Viejo, que ya estaba enfermo, y él se sonrió, me pidió que tuviera cuidado y que le trajera algo, quizás una piedra, un caracol o una baldosa de las ruinas. Pero el día señalado amaneció en diluvio. Esa fue la primera vez que intenté ir y de veras la creí posible.

La isla de Flores, que en verdad son tres islas unidas cuando la marea está baja, queda a doce kilómetros de la costa, distancia accesible para casi cualquier embarcación. A los dieciocho años me aparecí en el puerto del Buceo. Fui barquito por barquito preguntando si me podían llevar y cuánto salía. El tercero me respondió que no era posible porque había una disposición de la Armada según la cual nadie podía pisar la isla sin previa autorización especial. El dueño del bote, que se llamaba Álvaro y era pelado, estaba enojadísimo con la prohibición, puesto que le impedía hacerse de unos pesos llevando gente hasta allí. Yo también me enojé.

Al año siguiente empecé la facultad y en el curso de Fotografía nos pidieron de prueba final un reportaje fotográfico. Pensé de inmediato en la isla de Flores. Escribí con mi mejor formalidad una carta a la Armada detallando los motivos de mi petición, hice firmar por el decano de la facultad una certificación de que era estudiante y planteé dos opciones: que me llevara el barco de la Armada que cada quince días hace el cambio de turno de los fareros o que simplemente me autorizaran y yo me conseguía el transporte.

El milico responde rápido y breve: a los dos días me llegó la carta en la que se negaban al pedido porque en la isla de Flores había una reserva de gaviotas que no debía perturbarse. Les volví a escribir asegurando que mi intención no era molestar a las aves; de hecho, me ponía a disposición de ellas si necesitaban algo de tierra firme. No, eso no lo puse en la carta, pero lo pensé. Nuevamente recibí la negativa o, más bien, el silencio, porque el milico evita la redundancia y jamás reitera su respuesta.

Esa vez, la última, fue la más frustrante porque creía que contaba con los medios suficientes como para que me dieran la autorización. Me lo había imaginado clarito: el reportaje fotográfico iría acompañado de un texto que abordara la historia de la isla.

Después del faro, en 1852, se construyó un lazareto, donde los inmigrantes estaban obligados a hacer una escala previa a Montevideo. Allí se los examinaba y, si estaban enfermos, se quedaban hasta curarse o morir. El lazareto estaba en la primera isla, la más grande, en la segunda había un hospital y en la tercera, muy pequeña ella, la casa del médico, un crematorio y una capilla para orar por los humos del alma en partida. Entre las tres se construyeron puentes para cuando la marea impedía el paso.

Una vuelta hicimos con compañeros un informe sobre un colegio que queda en la rambla, antes del Parque Roosevelt, justo frente a la isla. Funciona en una casa algo exótica, a dos aguas y de cuatro pisos. Se llama Cidec y parece bastante revolucionario en sus métodos. Recorrimos las instalaciones y, cuando llegamos al altillo, vi un telescopio que enfocaba la isla para divertimento de los chicos. Yo le pedí al director si me dejaba mirar y me autorizó. Entonces, me quedé ahí largo rato, mirando.

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