Ella cumple con una rutina saludable: a las cinco de la tarde, después de su última clase en la facultad, se recoge el pelo y se cubre con una segunda piel deportiva. Para estar a salvo, busca los auriculares blancos y el celular y elige una de dos o tres playlists inevitables. Podría ser Joy Division, David Bowie, Babasónicos. Pero hoy, no duda, la opción es Arcade Fire. Luego, ascensor, cuatro pisos y caminar por la calle Paraguay hasta la rambla para trotar durante unos 40 minutos.
Desde la ventana del quinto piso del complejo de viviendas, él pierde otra vez la mirada en la última luz del sol que se asienta sobre el granito y unas pocas olas. La sombra ya cubrió los edificios y llega hasta casi la mitad de la calzada. El borde es bien nítido y crea una situación ideal para ensayar un encuadre fotográfico minimalista. Sólo la luz, una forma despojada que frena el impulso hoy leve del agua, la sombra que cubre el tránsito. Nada más, nadie más, por unos pocos minutos. Luego aparece la figura que necesitaba para polarizar la mirada. Ella. Un cuerpo, un movimiento que se recorta y le reclama una obturación veloz para que todo quede congelado.
Al final, piensa él, debería retomar el hábito de tener siempre la cámara a mano y volver caminando. No son tantas cuadras: bajaría por Jackson hasta la rambla, cruzaría para hacer algunas tomas de la gurisada que ensaya piruetas con patines y patinetas. Los lunes, ya sobre las cinco de la tarde, quizá haya poca gente, algo ideal para encuadres amplios, vacíos. Quizá, si los planetas se alinean, la vea a ella de nuevo y logre fotografiarla con otro ángulo, con otra luz. Si esto falla, volver a pie, tirando unas fotos al descuido, hasta su apartamento sería el plan más cómodo.
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La Rambla Sur es una faraónica estructura que ha convivido durante 100 años con aguas mansas, aguas embravecidas, sudestadas, sol radiante, horizontes amenazantes y se ha engarzado con la polifonía narrativa del paisaje urbano. No sólo es un borde entre las aguas del Río de la Plata y la ambición modernista que se ha erigido sobre la costa. Es una construcción que fluye entre esos mundos, los revuelve, los contamina hasta volverse indispensable para que ambos existan.
Sin embargo, cree él, ese borde fascinante ya pasa inadvertido, como los gatos y los porteros de la Nueva York de cosas inadvertidas que narró Gay Talese. Quién sabe desde cuándo percibimos esto como mero dato, como si fuera una estructura sin espesor histórico, pensó. Está ahí, se usa. Funciona como escenario. Allí se va a divagar, a consumir las horas del aburrimiento, a correr, a depositar ofrendas, a confesar un amor, a dormir, a bañarse. Allí pueden emerger las mejores ideas o cuerpos desmembrados; lo sublime y lo macabro pueden compartir la escena de 4.000 metros de largo y 50 de ancho. ¿Habrá una fecha que marque —con precisión de historiador o de ingeniero— cuándo la rambla devino acto repetitivo, luego hábito, luego instinto?
Hay, sí, una suerte de certeza que se apoya en 70.000 metros cúbicos de hormigón: aunque todo pase, aunque el tiempo pase y la modernidad recordada sea sólo una anécdota, ese borde seguirá ahí.
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Es viernes, 6 de octubre, faltan unos minutos para las seis y media de la tarde y él está en la sala más amplia del castillo del parque Rodó. Allí hay una gran pantalla, un público numeroso, animado, que espera la presentación de un proyecto —una instalación—.
El título no tiene acrobacias metafóricas: Fotogramas rambleros. En el pequeño catálogo se informa que esta instalación es una primera etapa de un proyecto más amplio, Montevideo Memoria Audiovisual, que se propone “reunir, categorizar y reflexionar sobre registros fílmicos y su relación con espacios públicos de nuestra ciudad”; se trata de un proyecto que lleva adelante Montevideo Audiovisual, de la Intendencia de Montevideo.
Más datos: para esta etapa del proyecto se tomó la rambla como locación y se seleccionaron “ocho largometrajes de ficción, un mediometraje documental, seis videos musicales, dos videoperformances y una pieza publicitaria. Estas secuencias se suman a la primera exhibición pública de la restauración digital del largo documental Película de la Rambla Sur, pieza histórica en la que se muestran los avatares de esta obra urbanística excepcional”.
El plan —piensa él— parece tan monumental como la centenaria construcción que devino aquí asunto de investigación. Pero se corrige inmediatamente: sabe que el curador de la instalación, Gabriel Peveroni (escritor, periodista, coordinador de Montevideo Audiovisual), no tiene mucha afinidad con los épicos y multitudinarios —y centenarios— homenajes; lo “chico” también vale. Esta estructura, la Rambla Sur, sigue “generando cosas”, “cosas políticas”, imagina que le diría si le preguntara. Porque “una ciudad es un escenario que lejos está de ser inmóvil y que debate continuamente su condición de paisaje urbano en las contradicciones de los espacios públicos y privados, en los bordes de definiciones patrimoniales y modificaciones constantes”, se lee en el catálogo.
Por eso las narrativas concebidas sobre todo el hormigón usado en esta obra —más los 24.000 metros cúbicos de dragado, los 800.000 metros cuadrados de relleno de arena, los 500.000 de relleno de tierra, los 180.000 de pavimento— pueden “caber” en un contrapunto de imágenes en movimiento: una más nueve más 12 pantallas de tamaños diferentes, montadas en dos pequeñas estancias en penumbra en un también pequeño lugar, la sala 2 del castillo.
No es un disparate. Es esto: un juego de escalas, de sentidos, dispuesto para el juego de interpretaciones —las emocionales, las kinéticas, las energéticas, las lógicas—; un viaje narrativo que va de las partes —de todas esas partes— al todo, y de ese todo faraónico a cada sensibilidad que lo fragmentó y lo enhebró en una narrativa audiovisual de lo propio.
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Sigue siendo el primer viernes de octubre. Ella también está en el castillito, parada, en silencio, después de escuchar las entrevistas a los realizadores de los audiovisuales seleccionados para la instalación.
Las acciones en loop la hipnotizan. Y juega. Y viaja del detalle conocido a la trama de simultaneidades. Todo (parece) está ahí. Es un juego de evocaciones entre Guillermo Peluffo y Laura Canoura, entre una feroz sudestada que filmó Guillermo Casanova (Sudestada, 2007), Ce Vignolo resistiendo porfiadamente el oleaje (videoperformance Avances en torno a la búsqueda de detenidos desaparecidos en el Río de la Plata, 2023) y una pieza publicitaria para una marca de refrescos. Es el salto entre una escena de Rambleras (Daniela Speranza, 2013), otra de El dirigible (Pablo Dotta, 1994) y otra de Togo (Israel Adrián Caetano, 2022), y otra de Acto de violencia en una joven periodista (Manuel Lamas, 1988), y otra de Vida rápida (Grupo Hacedor, 1992), y otra de La rambla montevideana (Walter Tournier, 1992), y otra de Las olas (Adrián Biniez, 2017), y otra de Los modernos (Marcela Matta y Mauro Sarser, 2016), y otra de Belmonte (Federico Veiroj, 2018).
Imagina. Es como una pieza sonora pero sin sonido. O un tejido de memorias. O todo eso que ocurre —o puede ocurrir— cuando trota los 40 minutos de su rutina saludable. Es la rambla. O, como dijo Dotta, es “un límite entre lo real y lo imaginado”. O, como dijo Speranza, “un confesionario a cielo abierto”. Para ella, un tejido sonoro. Son voces, líneas de vida superpuestas, yuxtapuestas. Podrían ser, para ella, Bowie, Arcade Fire, Babasónicos. Podrían ser —para ella, para los otros— el silencio de la pareja entrada en años que comparte el mate mirando el horizonte brumoso, el chico ensimismado que pasa veloz sobre la patineta, el hombre que está pescando sobre las rocas.
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Son las seis y media de la tarde del mismo viernes. Julieta Keldjian, de la Universidad Católica del Uruguay, otra figura clave para Fotogramas rambleros, habla con tono y ritmo didácticos, de manera pausada, sin excesos de academicismos. Repasa, así, la historia del documental Película de la Rambla Sur, de apenas 71 minutos, el hallazgo de los rollos de películas de 16 milímetros, la digitalización realizada en la Cineteca Nacional de Chile en 2015, las investigaciones documentales. Convence, invita. Durante la proyección, enfatiza, se puede hablar, comentar, contar. En otro tiempo esa fue una dinámica aceptada y disfrutada. Hoy, viernes 6 de octubre, también.
Transcurridos los primeros minutos de la proyección, él recordó una frase de Juan Villoro: “La arquitectura oficial ofrece claves de la forma en que un país es gobernado”. Ella, ansiosa, piensa en el público. Es otra polifonía, un contrapunto que se intensificará al promediar la película.
Es así. La obra silente, en blanco y negro, fue filmada entre 1928 —cuando la construcción de la rambla ya se había iniciado— y aproximadamente 1936. Fue una iniciativa de dos estudiantes de Ingeniería aficionados al cine y a la fotografía, Armando Gari y Manuel Sallés, a los que luego se sumó Ernesto Peluffo, encargado entonces del Laboratorio de Fotografía de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de la República.
Los rollos, contó Keldjian, eran parte de la colección privada de la familia Gari, que en 2015 los cedió para su digitalización y para que fueran de acceso público. Las secuencias, siguió, “nos llegaron sin una organización narrativa definida y para intentar acercarnos a un posible guion emprendimos una investigación documental que nos permitiera aproximarnos a las condiciones originales de registro y montaje”.
El resultado de aquel extenso y visionario proyecto —y el de su metódica recuperación y digitalización— tiene ese carácter que él conectó con la frase de Villoro: en esos primeros años del siglo pasado, un Estado que ya vestía los signos de la modernidad emprendía, incluso a pesar de muchas resistencias, una megaconstrucción por necesidades políticas, higienistas y disciplinantes. Otra ciudad se erigía mirando hacia arriba y se llenaba de motores. El Bajo “molestaba” y la “piqueta fatal del progreso” estaba dispuesta a arrasarlo. Había, también, que crear un muro, una contención para los temporales —con el recuerdo de uno de los más violentos, que ocurrió en 1923—. Se necesitaba, además, un paseo, una avenida más ancha y, claro, un emblema del pujante progreso montevideano. El futuro demandaba todo eso.
Todos —o casi todos— hablan mientras corren los fotogramas. Tienen algún fragmento de memoria para contar. Familiares de aquellos jóvenes que se aventuraron a filmar las obras descubrían ahí otro estado de las imágenes. Otra perspectiva. Ahí, en los fotogramas, están los obreros sin protección, en situaciones arriesgadas, en alturas amenazantes. Están las barcazas que ahora lucen frágiles a merced de las olas. El Templo Inglés, su demolición impactante, su reconstrucción pero mirando hacia el agua, hacia la naciente rambla. La grúa, las palas de mano y las mecánicas, los picos, los camiones, el tranvía que cruzaba entre las ruinas. El Bajo, las chicas, los gurises, las montañas de escombros, el actual Barrio Sur. Un par de obreros que posan para la cámara. Otros tres hombres, trajeados, con sombreros, también posan. La cámara que hace un paneo, recorre el paisaje alterado. Las tomas aéreas, probablemente las primeras que se realizaron en Uruguay. Las preguntas, también. ¿Cómo se financió la obra? ¿Cómo fue su inauguración oficial? ¿Quiénes estuvieron en esa ceremonia? ¿Qué costos humanos tuvo ese proyecto?
Él escucha y recuerda lo que dijo Peveroni: esta película tiene, casi como un catálogo, un complemento —un contrapunto— en el fantástico libro La construcción de la Rambla Sur (1923-1935), que recopila fotografías del Grupo de Series Históricas del Centro de Fotografía de Montevideo (el CdF). Una colección única, como esta película; una reunión de breves y bien documentados ensayos, como el trabajo que hicieron Keldjian y su equipo. Un viaje por esa construcción que cambió para siempre Montevideo.
Ella, ahí, en el castillito, descubrió un tiempo desconocido que quedó en películas “Kodak de 16 milímetros, en soporte de acetato, doble perforación, emulsión reversible” —el dato que aportó Keldjian la fascinó—. Y, aunque todavía no es consciente de ello, ella la verá de nuevo, en silencio, sin banda sonora, sin Arcade Fire. Él también, aunque, ya lo sabe, antes volverá al libro del CdF, a cotejar fotos, encuadres, luces, paisajes, sombras.
Ella tiene una certeza: volverá a correr por esta frontera sur. Él también: cámara en mano, volverá a esta “ficción urbanística” erigida al costado del río como mar. Y quizá, si todo cuadra, logre otra foto de la chica que corre porque ese es un hábito saludable.