El autor de este ensayo,1 Michael Burawoy, es un sociólogo que combina el trabajo de campo con la docencia. Investigador en Zambia durante sus estudios de maestría, donde analizó el color que tiene la perspectiva de clase en las minas de cobre africanas, se doctoró luego en la Universidad de Chicago. En la actualidad es profesor en la Universidad de California-Berkeley.
Aquí, aplica su método de “vidas paralelas”, casi a lo Plutarco, que ha venido perfeccionando en la última década. Apunta su honda a la frente de dos gigantes del pensamiento. Y es probable que dé en el blanco más de lo que se equivoca. Porque también erra.
Los paralelismos entre Antonio Gramsci y Pierre Bourdieu son, de hecho, notables. Uno y otro repudiaron las leyes marxianas de la historia a fin de elaborar refinadas nociones de la lucha de clases en las que la cultura desempeñaba un papel clave, a la vez que ambos se centraron en lo que Gramsci denominaba las superestructuras y Bourdieu, campos de dominación cultural. Ambos dejaron de lado el análisis de la economía propiamente dicha para centrarse en sus efectos, es decir, en los límites y las oportunidades que creaba para el cambio social. El interés por la dominación cultural llevó a uno y otro a estudiar a los intelectuales desde la perspectiva de las relaciones de clase y de la política. Ambos trataron de trascender lo que consideraban la falsa oposición entre voluntarismo y determinismo, subjetivismo y objetivismo. Los dos rechazaron de modo abierto el positivismo materialista y teleológico y, en su lugar, pusieron de relieve cómo la teoría y el teórico formaban parte de forma ineludible del mundo que estudiaban.
Quien desee salir en busca de las razones de tan extraordinaria convergencia teórica encontraría en sus biografías paralelas un buen punto de partida. Caso único entre los grandes teóricos marxistas, Gramsci —al igual que Bourdieu— procedía de un medio rural pobre. Ambos llegaron, por igual, a sentirse incómodos en el entorno universitario, aunque para Gramsci ello haya supuesto abandonar la universidad para dedicarse al periodismo y a la política, antes de ser encarcelado sin contemplaciones por el Estado fascista. Bourdieu, por el contrario, haría de la academia su hogar y alcanzaría su pináculo llegando a convertirse en catedrático del Collège de France. Fue desde esa posición que incursionó en la vida política. Por mucho que se hubiesen alejado del mundo rural en que habían nacido, ninguno de los dos dejó de mantenerse en contacto con ese mundo. Ambos hicieron de la experiencia de los dominados o subalternos una preocupación constante.
Dadas las similitudes de sus trayectorias sociales y dados sus intereses teóricos comunes, sus divergencias fundamentales despiertan mayor interés aún y podría conjeturarse que están estrechamente ligadas a los muy diferentes contextos históricos —campos políticos— en los que les tocó actuar. Gramsci, después de todo, no dejó ni de ser marxista ni de involucrase en las cuestiones del socialismo en un momento en que este todavía figuraba de manera prominente en la agenda política, mientras que Bourdieu se distanció del marxismo, prefigurando lo que se convertiría en un mundo postsocialista. Una conversación entre Bourdieu y Gramsci basada en su interés común por la cuestión de la dominación cultural se perfila, entonces, como una promesa de esclarecer sus divergencias políticas. Esa conversación imaginaria puede iniciarse trazando la intersección de sus biografías con la historia y hurgando en los paralelismos de sus respectivos marcos conceptuales antes de examinar sus divergentes teorías de la dominación cultural —hegemonía contra violencia simbólica— y sus teorías opuestas sobre los intelectuales.
Vidas de prácticas paralelas
A la hora de comprender las intervenciones políticas humanas, el concepto de habitus de Bourdieu, las disposiciones adquiridas y encarnadas a lo largo de las trayectorias vitales, nos invita a examinar la intersección entre biografía e historia. Las vidas políticas de Gramsci y Bourdieu se condensan en los efectos acumulados de cuatro conjuntos de experiencias. Las dos primeras: infancia temprana y escolarización, en las que cada uno emigró del medio rural a la ciudad en busca de educación, experiencias políticas formativas, a saber, la inmersión de Bourdieu en la revolución argelina y la participación de Gramsci en la labor política que condujo al movimiento de los consejos de fábrica. En tercer lugar, formación teórica: en el caso de Bourdieu, en la academia; en el de Gramsci, en el movimiento comunista; y, en cuarto término, reorientaciones finales en las que Bourdieu pasa de la universidad a la esfera pública, mientras que Gramsci se ve obligado a “retirarse” del partido a la cárcel. En cada momento sucesivo, Bourdieu y Gramsci llevan consigo un habitus —o, como lo denomina Gramsci, las actas resumidas [précis] de su pasado— que orienta sus intervenciones en nuevos campos.
Tanto Gramsci como Bourdieu crecieron en sociedades campesinas. Gramsci nació en Cerdeña en 1891; Bourdieu nació en 1930 en el Bearne, región de los Pirineos. Ambos eran hijos de empleados públicos locales: Bourdieu, de un cartero que se había convertido en empleado de la oficina de correos del pueblo; Gramsci, de un empleado del registro de tierras local que terminaría encarcelado tras ser acusado de malversación. Bourdieu era hijo único, mientras que Gramsci era uno de siete hermanos, todos los cuales desempeñaron un papel importante en sus primeros años de vida. Ambos estaban muy apegados a sus madres, en ambos casos mujeres de origen campesino de condición superior a la de sus padres. Ambos brillaron en la escuela y a fuerza de voluntad avanzaron desde sus pobres lugares de origen hasta centros metropolitanos, cada uno con el apoyo de abnegados maestros.
Sin duda, la vida de Gramsci fue la más difícil de las dos. Además de provenir de una familia mucho más pobre, Gramsci padeció los dolores físicos y psicológicos que acarreaba su condición de jorobado. Fue gracias a sus inagotables reservas de determinación y al apoyo de su hermano mayor que en 1911 pudo abrirse camino hacia el norte de Italia, tras obtener una beca de estudios de filosofía y lingüística en la Universidad de Turín. Del mismo modo, Bourdieu avanzaría en la escuela preparatoria y más tarde ingresaría en la École Normale Supérieure, la cúspide de la pirámide intelectual francesa, donde estudió filosofía.
Trasladarse del entorno rural a una metrópolis, ya fuera Turín o París, era de por sí una experiencia intimidante: tanto Gramsci como Bourdieu se sentían como peces fuera del agua en el nuevo entorno de clases media y alta de la universidad. Refiriéndose a su habitus dislocado, Bourdieu escribe acerca del “efecto duradero de una discrepancia muy pronunciada entre una elevada consagración académica y un origen social bajo, es decir, un habitus escindido, habitado por tensiones y contradicciones”.2 Aunque ambos se convirtieron en brillantes intelectuales y figuras políticas, ninguno de los dos perdió el contacto con las fuentes de su marginalidad, su lugar de origen y su familia. La devoción de Gramsci por sus parientes y por las costumbres rurales queda plasmada en sus cartas desde la cárcel, del mismo modo que Bourdieu se mantuvo unido a sus padres, regresando a su casa de forma periódica para realizar investigaciones de campo. Su crianza rural está arraigada con profundidad en sus disposiciones y su pensamiento, ya sea a modo de obstinada herencia o como objeto de reacción vehemente. Las marcadas diferencias entre las posiciones intelectuales y las disposiciones de Gramsci y Bourdieu hallan reflejo en la divergencia fundamental que se observa en la relación de cada uno con sus orígenes de clase. En el film La sociología es un deporte de combate (Pierre Carles, 2001), en el que se presenta un retrato de la vida académica y política de Bourdieu, puede verse una escena en la que Bourdieu describe su repulsión por el dialecto de su región natal en los Pirineos, lo que es ilustrativo del habitus de clase que había adquirido en el establishment académico, mientras que Gramsci escribe desde la cárcel conmovedoras cartas a su hermana para implorarle que se asegure de que sus hijos no pierdan su familiaridad con los modismos populares y la lengua vernácula.
Gramsci jamás terminó sus estudios universitarios, pero se sumergió en la vida política de la clase obrera de Turín, que había entrado en efervescencia durante la Primera Guerra Mundial. Comenzó a escribir para el periódico socialista Avanti!, así como para Il Grido. Después de la guerra, se convirtió en director de L’Ordine Nuovo, la revista de la clase obrera turinesa, concebida para articular su nueva cultura y destinada a convertirse en portavoz del movimiento de los consejos de fábrica y de la ocupación de las fábricas de 1919 y 1920. Bourdieu, por su parte, terminó sus estudios universitarios y, tras pasarse un año enseñando en un liceo, fue llamado a filas para hacer el servicio militar en Argelia en 1955. Permanecería durante cinco años en ese país desgarrado por la guerra, donde realizó un trabajo de campo al terminar su servicio militar, enseñó en la universidad y, a través de sus escritos, describió la cultura y las luchas de los colonizados, tanto en las ciudades como en el campo. Tras la represión que siguió al revés temporal del movimiento anticolonial en la batalla de Argel (1957), la posición de Bourdieu se hizo insostenible y en 1960 se vio obligado a marcharse. De ese modo, durante los años de formación que siguieron a sus estudios universitarios, tanto Gramsci como Bourdieu se vieron transformados de un modo decisivo por su participación en luchas que tenían lugar lejos de sus hogares.
Sin embargo, incluso durante esos años, Gramsci estuvo, en términos políticos, mucho más cerca de los protagonistas de esas luchas que Bourdieu, cuyo compromiso, en ese campo, se manifestaba a una distancia científica. El mundo bifurcado del colonialismo alejaba a Bourdieu de los colonizados, del mismo modo que el ordenamiento de clases de Italia empujaba a Gramsci, emigrado de la semifeudal Cerdeña, hacia las luchas de la clase obrera. En consecuencia, en ese punto Gramsci y Bourdieu tomaron caminos muy diferentes. Tras la derrota de los consejos de fábrica, Gramsci se convirtió en uno de los líderes del movimiento obrero, miembro fundador del Partido Comunista en 1921 y su secretario general en 1924, precisamente en los mismos instantes en que se consolidaba el fascismo. Pasa temporadas en Moscú, donde trabaja para la Komintern, y en el exilio, en Viena, pero viaja por toda Italia a partir de 1923, en una época en la que ser diputado electo le confería inmunidad política. Ese período concluye en 1926, cuando es detenido en virtud de un nuevo conjunto de leyes, y en 1928 es llevado a juicio. Según declarara el juez, había que hacer que el cerebro de Gramsci se detuviera durante 20 años. Es enviado a la cárcel y allí, a pesar de numerosas y en definitiva mortales enfermedades, produce el pensamiento marxista más creativo del siglo XX, los hoy célebres Cuadernos de la cárcel. Irónicamente, fueron las mazmorras fascistas las que mantuvieron a raya a los depredadores de Stalin. La salud de Gramsci se deterioró de manera continua hasta que en 1937 murió de tuberculosis, de la enfermedad de Pott (una forma de tuberculosis que carcome las vértebras) y de arterioesclerosis, precisamente cuando cobraba impulso una campaña internacional por su liberación.
La trayectoria de Bourdieu no podría haber sido más diferente. De regreso de Argelia, se reincorporó al mundo académico, donde ocupó puestos en los principales centros de investigación de Francia y escribió sobre el lugar de la educación en la reproducción de las relaciones de clase de la sociedad francesa. En 1981, se eligió a Bourdieu para que ocupara la prestigiosa Cátedra de Sociología del Collège de France, con lo que se convirtió en un intelectual público preeminente y, en años posteriores, en heredero del manto de Jean-Paul Sartre y Michel Foucault. Desde el principio, sus escritos tuvieron un peso y un alcance políticos, pero adquirieron un tono más combativo y apremiante a mediados de la década del 90, en especial con la vuelta de los socialistas al poder en 1997. Bourdieu defendió en público a los desposeídos, atacó a la ascendente tecnocracia del neoliberalismo y, sobre todo, arremetió contra los medios de comunicación y los periodistas (mainstream) en su libro Sobre la televisión (1997). Emprendió varias empresas editoriales, desde la más académica Actes de la Recherche en Sciences Sociales hasta la más radical serie de libros Raisons d’agir. En sus últimos años intentaría forjar lo que dio en llamar un “intelectual colectivo” que trascendiera las fronteras nacionales y disciplinarias y así reunir a personalidades progresistas que dieran forma al debate público.
Si Gramsci pasó del compromiso político partidista a una vida más consagrada a los estudios en la cárcel, donde reflexionó sobre el fracaso de la revolución socialista en Occidente, Bourdieu tomó el camino opuesto, de la vida escolástica a una oposición más pública a la creciente marea de fundamentalismo mercantil, llegando incluso a dirigirse a trabajadores en huelga y a apoyar sus luchas. La conexión orgánica de Gramsci con la clase obrera a través del Partido Comunista hizo que sobrestimara el potencial revolucionario de los trabajadores. De ahí que en la cárcel se haya consagrado a tratar de comprender cómo las complejas superestructuras del capitalismo avanzado, que incluían no sólo un Estado ampliado, sino también la relación del Estado con las trincheras de la naciente sociedad civil, “no sólo justifica[ba]n y mant[enían] su dominio, sino que además logra[ba]n obtener el consentimiento activo de aquellos sobre quienes gob[ernaban]”.3
En cambio, la adopción de una postura política más abierta por parte de Bourdieu hacia el final de su vida estuvo acompañada de una teoría ya elaborada de la dominación cultural, basada en un análisis de la acción estratégica dentro de los campos y su concepto adjunto de habitus. A finales de la década del 90, Bourdieu se percató de que la esfera pública aparecía cada vez más distorsionada por los medios de comunicación, por lo que asumió una postura más desafiante, al punto de apoyar de forma abierta movimientos de protesta. Su enérgica defensa de la autonomía intelectual y académica y su combativa denuncia del neoliberalismo lo convirtieron en una de las figuras públicas más descollantes en Francia.
Clase, política y cultura
Para Gramsci (El príncipe moderno, 1971), la economía sirve para sentar las bases de la formación de las clases: la clase obrera, el campesinado, la pequeña burguesía, la clase capitalista. La economía determina la fuerza objetiva de cada clase e impone límites a las relaciones entre estas. Pero los enfrentamientos y las alianzas entre las clases se organizan en el terreno de la política y la ideología, el cual posee su propia lógica. La estructura política, por ejemplo, organiza las formas de representación de las clases, en particular los partidos. Cada ordenamiento político posee, además, una ideología hegemónica, un sistema hegemónico de ideologías que proporciona un lenguaje común, un discurso y unas visiones normativas compartidas por los contendientes en la lucha. La lucha de clases no es una lucha entre ideologías, sino una lucha por la interpretación y la apropiación de un único sistema ideológico. Las hegemonías alternativas surgen en momentos de crisis orgánica, de lo contrario reciben un escaso apoyo. Por último, existe un ordenamiento militar que, en relación con la lucha de clases, en su mayor parte es invisible y emerge sólo para reprimir las infracciones de la ley cometidas por grupos e individuos o para restablecer el orden en momentos de crisis profunda. A Gramsci le preocupa tanto el momento político del ordenamiento militar, es decir, el estado subjetivo del personal militar, como la preparación técnica de las fuerzas coercitivas.
De manera similar, existen en Bourdieu (La distinción, 1979) ámbitos homólogos y la principal división se da entre el campo económico y el cultural. Tampoco en este caso se hace un análisis de lo económico en cuanto tal y las clases, como en Gramsci, se dan por sentadas: las clases dominantes, la pequeña burguesía y la clase trabajadora. Pero las clases no pueden reducirse a lo puramente económico, pues consisten en una combinación de capital económico y cultural, de modo que la clase dominante tiene una estructura en quiasma que se divide entre una fracción dominante fuerte en capital económico y débil en capital cultural, por un lado, y una fracción dominada fuerte en capital cultural y relativamente débil en capital económico, por otro. Del mismo modo, las clases medias también están divididas entre la pequeña burguesía, de más larga data (que hace hincapié en el capital económico), y la nueva pequeña burguesía (que hace hincapié en el capital cultural). Por último, la clase trabajadora posee una cantidad mínima de ambos tipos de capital, por lo que se ve obligada a una vida regida por las necesidades materiales.
Gramsci lleva a sus clases a la arena política, donde se forjan y organizan sus intereses. Aquí encontramos partidos políticos, sindicatos, cámaras de comercio y demás organizaciones que representan los intereses de determinadas clases en relación con otras, cada una luchando por promover sus propios y estrechos intereses corporativos. Dos clases, el capital y el trabajo, intentan igualmente alcanzar el nivel hegemónico y hacer valer sus propios intereses como si lo fueran de todos.
En paralelo, Bourdieu se centra en el modo en que el ámbito cultural enmascara la estratificación de clases en la que se basa. La interiorización de las prácticas de la cultura dominante —“legítima”— encubre, así, los recursos culturales de clase que hacen posibles esas prácticas. La apreciación del arte, la música y la literatura es posible sólo en condiciones caracterizadas por una existencia acomodada y un capital cultural heredado, pero se presenta como un atributo de individuos dotados de talento. Es como si determinadas personas pertenecieran a la clase dominante porque son superdotadas y no como si fuesen superdotadas porque pertenecen a la clase dominante. Todas las prácticas culturales —del arte al deporte, de la literatura a la gastronomía, de la música a las festividades— se sitúan en una jerarquía que resulta homóloga a la jerarquía de clases. Las clases medias tratan de imitar las prácticas culturales de la clase dominante, mientras que la clase trabajadora legitima esas prácticas absteniéndose de participar en ellas: la alta cultura no es para la clase trabajadora, que se rige por exigencias funcionales adaptadas a las necesidades materiales.
Si para Gramsci el ámbito cultural es un campo de la lucha de clases, para Bourdieu ese ámbito tiende a disiparla. Se trata en este caso de una lucha que tiene lugar en el interior de campos culturales separados o en el seno de las clases dominantes, pero no en el terreno de la lucha de clases. Es una brega de clasificación, una lucha por los términos y las formas de representación. Bourdieu jamás va más allá de las luchas de clasificación en el seno de las clases para llegar a la lucha entre clases y eso, quizás, explique por qué en sus propuestas teóricas no aparece nunca la fuerza militar. Esas divergencias entre las nociones de política de Gramsci y Bourdieu nos obligan a prestar atención a las diferencias entre dos terrenos de contestación muy diferentes: la sociedad civil y el campo de poder.
La idea de llevar a cabo en el terreno de la sociedad civil una guerra de posiciones que diera forma a una contestación popular del orden social encuentra poca resonancia en la teoría de Bourdieu. Por extraño que resulte para un sociólogo, no hay en Bourdieu una noción de sociedad civil. En su lugar encontramos a los líderes de las organizaciones de la sociedad civil —líderes de partidos, líderes sindicales, líderes intelectuales, líderes religiosos—, que compiten entre sí en el campo de poder por encima de la sociedad civil valiéndose de su función representativa para promover sus propios intereses, más o menos sin rendir cuentas a sus seguidores.4 Allí donde Gramsci hace hincapié en la lucha de clases —aunque sin excluir en absoluto la lucha en el seno de las clases, en especial en el seno de la clase dominante—, Bourdieu, como hemos visto, insiste en las luchas de clasificación, es decir, en las luchas en el seno de la clase dominante, en las que se deciden las clasificaciones dominantes. Del mismo modo que en el análisis que hace Gramsci el Estado se encarga de coordinar los elementos de la sociedad civil, en el análisis de Bourdieu el Estado supervisa las luchas de clasificación a través del monopolio que, en última instancia, ejerce sobre los medios de violencia simbólica.
Hegemonía versus poder simbólico
A primera vista, la hegemonía y la dominación simbólica parecen garantizar de manera muy similar el mantenimiento del orden social, no por medio de la coerción sino a través de la dominación cultural. Hay, de hecho, lugares en los que parecen significar lo mismo, pero ello equivaldría a enmascarar diferencias fundamentales, que en última instancia residen en la capacidad de los dominados para comprender e impugnar sus condiciones de existencia.
La hegemonía es una forma de dominación que, como es bien conocido, Gramsci definió como “la combinación de la fuerza y el consentimiento, [de manera] que una y otro se equilibran recíprocamente, sin que la fuerza predomine excesivamente sobre el consentimiento. Por el contrario, se intenta siempre que la fuerza parezca basarse en el consentimiento de la mayoría” (Cuadernos de la cárcel). Es necesario distinguir entre hegemonía, por un lado, y dictadura o despotismo, por el otro, pues en los dos últimos prevalece la coerción y esta se aplica de forma arbitraria sin que ninguna norma la regule. La hegemonía se organiza en la sociedad civil, pero comprende igualmente al Estado: “el Estado es todo el complejo de actividades prácticas y teóricas con que la clase dominante no sólo justifica y mantiene su dominio, sino que además logra obtener el consentimiento activo de aquellos sobre quienes gobierna” (Cuadernos de la cárcel). El concepto de hegemonía descansa en no poca medida en la idea de consentimiento, de una participación consciente y voluntaria de los dominados en su dominación.
Bourdieu utiliza a veces la palabra consentimiento para describir la dominación simbólica, pero en su obra esta tiene una connotación de mucha mayor profundidad psicológica que hegemonía. En La distinción, Bourdieu describe el habitus como la “forma interiorizada de la condición de clase y de los condicionamientos que esta conlleva”. “Los esquemas del habitus, las formas primarias de clasificación, deben su eficacia concreta al hecho de que operan por debajo del nivel de la conciencia y del lenguaje, por tanto fuera del alcance del escrutinio introspectivo o del control de la voluntad”.5
En Meditaciones pascalianas (1997), Bourdieu escribe:
El agente implicado en la práctica conoce el mundo, pero con un conocimiento que [...] no se establece en la relación de exterioridad de una conciencia conocedora. En cierto sentido, lo comprende demasiado bien, sin que medie ninguna distancia que lo objetive, lo da por algo natural, precisamente porque se encuentra inmerso en él, se confunde con él, y lo habita como si fuera un hábito [_habit_] o un hábitat familiar. Se siente en casa en el mundo porque el mundo también está en él, en forma de _habitus_, necesidad hecha virtud que implica una forma de amor de la necesidad, de _amor fati_.
Por tanto, la dominación simbólica no depende ni de la fuerza física ni tampoco de la legitimidad. De hecho, hace que ambas sean innecesarias:
El Estado no necesariamente necesita impartir órdenes y ejercer ninguna coerción física, o coacción disciplinaria, para producir un mundo social ordenado, siempre que sea capaz de producir estructuras cognitivas incorporadas que estén en sintonía con las estructuras objetivas y de asegurar la sumisión dóxica al orden establecido.[^6]
La dominación simbólica se define en oposición a la noción de legitimidad, aunque de manera superficial y sólo en apariencia, pero también en oposición a la hegemonía, la cual conlleva una conciencia de la dominación, un sentido práctico que opera también de manera consciente. En un pasaje revelador, Bourdieu descarta la noción de falsa conciencia, sin por ello cuestionar la noción de falsedad (como suele ser el caso), sino poniendo en entredicho la noción de conciencia:
En la noción de “falsa conciencia” que algunos marxistas invocan para explicar el efecto de la dominación simbólica, es la palabra “conciencia” la que resulta excesiva; y hablar de “ideología” es situar en el orden de las representaciones —susceptibles de ser transformadas por la conversión intelectual que denominamos “despertar de la conciencia”— lo que pertenece al orden de las creencias, es decir, al nivel más profundo de las disposiciones corporales.[^7]
En lugar de falsa conciencia, Bourdieu habla de “desconocimiento”,6 o sea que la forma en que las personas conocen espontáneamente el mundo equivaldría a un desconocimiento, profundamente arraigado en el habitus y aparentemente inaccesible a la reflexión.
La concepción de Gramsci no podría ser más diferente. En lugar de desconocimiento, nos habla de una aceptación consciente y racional de la dominación, y en lugar de habitus, elabora la noción de “sentido común”, que remite a un núcleo de “buen sentido” —actividad práctica que puede conducir a una auténtica comprensión—, así como a la sabiduría popular heredada y las ideologías de las que nos hemos impregnado:
Al hombre activo de masas le es propio actuar en la práctica, pero no tiene una clara conciencia teórica de ese actuar que, sin embargo, conlleva conocer el mundo en la medida en que lo transforma. Su conciencia teórica podría incluso encontrarse históricamente en una relación de contraposición respecto de su actuar. Casi podría decirse que tiene dos conciencias teóricas (o una conciencia contradictoria): una que está implícita en su actuar y que en realidad lo une a quienes colaboran con él en la transformación práctica de la realidad y otra superficialmente explícita o verbal que ha heredado del pasado y que ha absorbido acríticamente. No obstante, esa concepción “verbal” no está exenta de consecuencias: mantiene cohesionado a un grupo social concreto, influye con variable eficacia en la conducta moral y en la orientación de la voluntad, a menudo con fuerza suficiente para generar una situación en la que el estado contradictorio de la conciencia no permite ninguna acción, ninguna decisión y ninguna elección y produce un estado de pasividad moral. La comprensión crítica de sí mismo tiene lugar, por tanto, a través de una lucha de “hegemonías” políticas y de direcciones opuestas, primero en el campo ético y, luego, en el propiamente político, para llegar a una elaboración superior de la propia concepción de la realidad (_Cuadernos de la cárcel_).
Llegamos, en este punto, a la diferencia esencial entre Gramsci y Bourdieu. Mientras que para Gramsci la actividad práctica que transforma de manera colectiva el mundo es la base del sentido común y puede conducir a la conciencia de clase, Bourdieu ve en esa misma actividad práctica lo contrario: la inconsciencia de clase y la aceptación del mundo tal como es.
Para Bourdieu el sentido común es simplemente un velo de mal sentido que aparentemente nos envuelve a todos, excepto, quizá, a unos pocos sociólogos que logran, de manera milagrosa, ver a través de la niebla, mientras que para Gramsci ciertos grupos en determinados lugares “privilegiados” pueden adquirir una comprensión del mundo que habitan. Por tanto, clases diferentes tienen potenciales diferentes en lo que respecta a la adquisición del buen sentido. La clase trabajadora, en particular, se ve favorecida por su transformación colectiva de la naturaleza; entre el campesinado y la pequeña burguesía la producción está demasiado individualizada y la clase dominante no participa de forma directa en la producción.
Intelectuales: tradicionales y orgánicos
Caso único entre los marxistas clásicos, Gramsci consagra una gran atención a los intelectuales y a las relaciones de estos consigo mismos, con la clase trabajadora y con las clases dominantes. Como ya se ha visto, Marx no estaba en condiciones de explicarse a sí mismo: en primer lugar, de explicar cómo un intelectual burgués podía luchar junto a la clase trabajadora contra la burguesía; en segundo lugar, de explicitar cómo y por qué toda su obra escrita era importante para la formación de la clase trabajadora y la lucha de clases. Simplemente no tenía nada sistemático que decir sobre los intelectuales. El interés de Gramsci por la dominación cultural y la conciencia de la clase trabajadora lo llevó a tomarse en serio el papel y el lugar de los intelectuales.
Gramsci parte del importante presupuesto de que cualquiera hace las veces de teórico y actúa basándose en teorías sobre el mundo, pero que hay quienes se especializan en producir tales teorías y es a esos a quienes llamamos intelectuales o filósofos. De estos hay dos tipos: intelectuales orgánicos e intelectuales tradicionales. El primero está vinculado de manera orgánica a la clase a la que representa, mientras que el segundo es relativamente autónomo de esta. En el capitalismo, las clases subordinadas se apoyan en los primeros, mientras que las clases dominantes se ven favorecidas por los segundos. Exploremos más a fondo esa distinción.
Para que la clase trabajadora se convierta en fuerza revolucionaria, necesita intelectuales que elaboren su buen sentido dentro del propio sentido común. Tal elaboración tiene lugar a través del diálogo entre la clase trabajadora y un intelectual colectivo: el Partido Comunista, es decir, el “príncipe moderno”, concebido esta vez como “persuasor permanente”. A diferencia de lo que creía Lenin, no se trata de llevar la conciencia a la clase trabajadora desde fuera, sino de partir de la conciencia que esa clase ya posee. El intelectual orgánico puede ser eficaz sólo a través de una relación íntima con la clase trabajadora, compartiendo su vida, lo que, en algunas lecturas de Gramsci, significa provenir de la clase trabajadora.
Es fácil ver por qué Bourdieu somete a una crítica devastadora la idea de lo que llamó “el mito” del intelectual orgánico. Puesto que considera que el sentido común de la clase trabajadora es simplemente mal sentido,7 no podría haber buen sentido alguno en la experiencia práctica de la clase trabajadora, no podría haber en esa experiencia ninguna simiente de comprensión y, por consiguiente, nada que los intelectuales pudiesen elaborar. No hay, en ese caso, base alguna para el diálogo, que, por tanto, degenera en populismo, es decir, en una identificación con la clase trabajadora que no es más que la proyección de los propios deseos y de la imaginación de los intelectuales en la clase trabajadora, a la que de forma errónea afirman comprender:
No se trata de dirimir si es verdadera o falsa la insostenible imagen del mundo obrero que produce el intelectual cuando, colocándose a sí mismo en el lugar de un obrero sin tener un _habitus_ de obrero, aprehende la condición obrera a través de esquemas de percepción y de apreciación que no son los que los propios miembros de la clase obrera ponen en juego para aprehenderla. Es esa imagen realmente la experiencia que del mundo obrero puede tener un intelectual que se coloca a sí mismo de manera provisional y deliberada en la condición obrera, experiencia que puede llegar a ser cada vez menos improbable si, como está empezando a suceder, un número cada vez mayor de individuos se ven arrojados a la condición obrera sin tener el _habitus_ producido por los condicionamientos “normalmente” impuestos a quienes están condenados a esa condición. El populismo jamás es otra cosa que la inversión de algún etnocentrismo.[^10]
En otras palabras, el intelectual, cuyo habitus se forma en la skholè (un mundo que no se rige por la necesidad material),8 es incapaz de apreciar la condición de la clase trabajadora, cuyo habitus está formado por la precariedad y la incesante búsqueda del sustento material. La inmersión temporal en la vida de la fábrica genera una reacción en el intelectual, que se ve así condenado a aborrecer las condiciones de vida de la clase trabajadora, mientras que la propia clase trabajadora, acostumbrada a su sojuzgamiento, observa presa de la perplejidad.
En cuanto parte de la fracción dominada de la clase dominante, los intelectuales experimentan sus vidas como sojuzgamiento, lo que lleva a que algunos de ellos se identifiquen con las clases dominadas. Pero esa identificación es ilusoria. Esos intelectuales tienen poco en común con la clase trabajadora. Es mucho mejor que los intelectuales defiendan de modo explícito sus propios intereses y los presenten como intereses de todos, es decir, como los intereses universales de la humanidad:
Los productores culturales no volverán a encontrar un lugar propio en el mundo social a menos que, habiendo sacrificado de una vez por todas el mito del “intelectual orgánico” (sin caer en la mitología complementaria del mandarín retirado de todo), acepten trabajar colectivamente por la defensa de sus propios intereses. Ello debería llevarlos a afirmarse en cuanto poder internacional de crítica y vigilancia, incluso de propuestas, frente a los tecnócratas, o —con una ambición a la vez más elevada y más realista y, por tanto, limitada a su propio ámbito— a implicarse en una acción racional para defender las condiciones económicas y sociales de la autonomía de esos universos socialmente privilegiados en los que se producen y reproducen los instrumentos materiales e intelectuales de lo que llamamos Razón. Esa _realpolitik_ de la razón será sin duda sospechosa de corporativismo. Pero será parte de su tarea demostrar, por los fines a los que destina los medios de autonomía que tanto ha costado obtener, que se trata de un corporativismo de lo universal.[^12]
A los ojos de Gramsci, la defensa universalista que hace Bourdieu de los intelectuales no es expresión sino de la ideología del intelectual tradicional, quien, al defender su autonomía, es tanto más eficaz a la hora de apuntalar la hegemonía de las clases dominantes. Estas últimas tratan de presentar sus intereses como los intereses de todos y para ello necesitan intelectuales relativamente autónomos que crean de forma genuina en su universalidad. Los intelectuales estrechamente vinculados a la clase dominante no pueden describir a esta última como una clase universal. Incluso una postura crítica consecuente en relación con la clase dominante por no perseguir sino su propio interés corporativo —a saber, por su implacable búsqueda de la ganancia— puede ayudarla a afianzar la hegemonía burguesa. ¿Pueden los intelectuales manifestar su autonomía en oposición a la hegemonía burguesa sin tener que rendir cuentas a otra clase? Bourdieu dice que sí, Gramsci dice que no. El intelectual orgánico de Gramsci no sólo elabora el buen sentido de la clase trabajadora, sino que también refuta las pretensiones de los intelectuales tradicionales de representar una universalidad verdadera.
Traducción: Rolando Prats.
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Una versión de este artículo se publicó en la revista Jacobin de enero de 2023. Traducido del original en inglés (“Cultural domination: Gramsci meets Bourdieu”, capítulo 3 de la obra de Michael Burawoy y Karl von Holdt Conversations with Bourdieu: The Johannesburg Moment, Johannesburgo, Wits University Press, 2012). Versión española completa en jacobinlat.com. ↩
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Autoanálisis de un sociólogo, Anagrama, Barcelona, 2006. Traducción de Thomas Kauf. ↩
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Cuadernos de la cárcel, edición crítica a cargo de Valentino Gerratana (Instituto Gramsci), Ediciones Era, Ciudad de México, 1985. Traducción de Ana María Palos, revisada por José Luis González. ↩
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¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos, Akal, Madrid, 1985. Traducción de Esperanza Martínez Pérez. ↩
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La distinción. Criterios y bases sociales del gusto, Taurus, Madrid, 2012. Traducción de María del Carmen Ruiz de Elvira. ↩
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Nota del traductor: méconnaissance en el texto original de Bourdieu, traducido al inglés como misrecognition y retraducido al francés en la versión incluida en el dossier de Contretemps sobre Gramsci como méconnaisance. ↩
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Nota del traductor: de nuevo, méconnaissance en francés. ↩
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Skholè, que de su significado original griego de errancia, ocio, descanso, tiempo libre se convirtió en latín en la raíz de schola (escuela) y de ahí pasó a informar escolástica y sus derivados, adquiere en Bourdieu el sentido de condición material y social necesaria de la existencia de todo campo intelectual. Pero lo necesario de esa condición también lo es, por así decir, ideológicamente: “La scholè no da cuenta solamente de una situación de desentendimiento en lo que atañe a las necesidades más apremiantes de la existencia mundana —entre ellas, en primer lugar, las necesidades económicas—, sino que además participa de la ignorancia o la represión de las modalidades sociales y disposicionales que la hacen posible” (Stephane Chevallier y Christiane Chauviré, Dictionnaire Bourdieu, Ellipses, París, 2010). ↩