Me reuní con él en el mes de abril. Detrás, arrastraba mi valija de rueditas, insignia de un vuelo inminente en circunstancias normales, pero ahora sólo llevaba el material de trabajo, que era suficiente para llenarla. Subí, golpeé la puerta de su oficina y pedí permiso para entrar. Andar sobre el piso moqueteado fue como caminar encima de una esponja que me chupaba y escurría. Mis ojos se humedecieron al encontrar su mirada y me sacudió un déjà vu.
—¿Me conocías? —me preguntó.
—Jamás lo había visto —contesté.
—Algo te pasa...
—¡Para nada! ¿Usted me conocía a mí?
—Quizá de otra vida...
—¡Ja, ja! —reímos juntos. Mi preludio lacrimoso se había secado para entonces.
Abrí mi portanotebook mientras me servía un café.
—Te gusta con tres de azúcar, ¿verdad? —dijo con absoluta convicción.
—Así es. ¿Cómo lo adivinó?
—De acuerdo a las estadísticas, el ochenta y cuatro por ciento de las personas toma el café con tres cucharaditas de azúcar, un doce por ciento con más y menos de esa cantidad, y sólo un cuatro lo toma sin azúcar o con edulcorante.
—¡Guau! ¿Cuál es su fuente?
—Tú, en una vida pasada...
Volvimos a reír.
Él evitó mirarme a los ojos mientras revolvía el café, pero lo sentí muy cerca. Consiguió intimidarme.
—No sé qué hago aquí exactamente, pero bien… mi pantalla se encenderá en breves instantes y podrá contarme por qué me contactó, aun sin conocerme. Supongo que podré brindarle alguna información útil.
—Solamente quería corroborar tu estadística.
—¿La del café? No recuerdo haberla investigado o escrito yo.
—¡Probalo! —me indicó, entregándome el pocillo en las manos, y nuestras miradas se focalizaron en el líquido negro con atención de que no cayera—. Tú me dirás si está sabroso así.
Mi máquina se encendió y en el escritorio apareció un archivo denominado “Tres cucharadas de azúcar”. Aterrada, lo primero que pensé fue que alguien la había hackeado para insertar aquel archivo de texto. Pero… ¿sería cierto lo que decía ese hombre? ¿Por qué contaba yo con aquella clase de datos tan específicos? ¿Acaso trabajaba para el Instituto de Estadística?
—El azúcar es... es buena para nuestro organismo, leee… aporta energía —atiné a argumentar, desesperada, con la voz quebrada como si mi fuerte fuera la nutrición.
Las manos me temblaban y la taza se movió sobre el platillo hasta que se volcó. Continuaba absorta. El café caliente mojando mi piel luego de atravesar la pana de la falda hizo que me parara de golpe y que el plato y el pocillo, que se golpearon entre sí al caer al piso, se rompieran. La cuchara, después de rebotar en la biblioteca, fue a dar a un rincón de la habitación. En ese momento no tuve conciencia de mi fortuna: el café no se había derramado sobre el teclado, suerte tan común a los ordenadores como a los celulares que suelen improvisar un chapuzón en el inodoro. Apenas me paré, alejé la tela de la pollera de mi cuerpo, miré al hombre otra vez, y mi intención de correr al baño a mojarme con agua fría fue pospuesta como por efecto de un hechizo. ¡Todo en la escena me resultó tan ajeno en ese instante infinito! El escenario, los actores —dentro de los que me contaba—, el tema del diálogo... Tanto que me confundía, después de todo yo acepté la entrevista bajo la completa ignorancia del propósito. ¡Desconfié de mí misma! Con la mente en blanco y paralizada, comencé a ver cómo aquel hombre capaz de descolocarme colgaba el teléfono y se acercaba lenta y pasionalmente. Con la guardia baja, me sentí la mujer más desprotegida del universo y cuando estaba a punto de caer, desvalida, sus brazos me asistieron. Me tomó de la mano con la confianza que me había robado, me condujo lejos de la ventana que daba al patio y me apoyó contra la pared. Mientras mi pierna se ocupaba de sentir el calor del café, un poco más arriba se iniciaba un verdadero incendio. Cerré los ojos y traté de imaginar cuántas escenas cinematográficas similares a esta situación había visto en mi vida, pero nada trajeron mis recuerdos. “¿Cine? ¿Qué es el cine? Nunca vi cine si se trata de esto”, reflexioné.
¿Acaso me encontraba tratando de extraer un nuevo resultado estadístico? ¡De pronto me había vuelto especialista en porcentajes! Volví a mi propia escena preguntándome qué sucedería después y la respuesta no se hizo esperar, rodeó mi cintura con sus brazos y fue glorioso. Acercó su rostro a mi cuello, olfateó con sutileza mi perfume y me venció.
—¿Dónde estabas? —me preguntó en susurros, acercando sus labios a mi oído.
—¡Mmm! —exclamé débilmente. Me perdí y ya no pude contestar una pregunta que parecía en extremo sencilla.
Alzó su mano y comenzó a acariciar mi rostro con los ojos cerrados como si fuera un no vidente tratando de reconocerme. Yo, en silencio absoluto, me entregué a la delicia de su tacto.
—¿Dónde estabas? —volvió a preguntar, mientras deslizaba su mano ahora hacia mi falda y acercaba su cuerpo al mío. Entonces fui yo la que cerré los ojos. Posó los labios sobre los míos y sentí su erección.
Aquel hombre me había llamado para trabajar y en el interior de mi valija no había ropa interior con plumas y lentejuelas ni juguetes sexuales; había documentos y una computadora con archivos e íconos de programas. Yo definitivamente no era una prostituta. ¿Qué se había creído? ¿Y por qué la situación me estaba envolviendo de aquel modo? Lo curioso era que no tenía voluntad para resistirme.
Estábamos cerca de la puerta, así que mientras me besaba bloqueó la cerradura. Con mucho cuidado, me volvió a tomar entre sus brazos y tendió con delicadeza mi cuerpo cautivo sobre su sillón de cuero tras el escritorio. Me sentía presa de un encantamiento cuando comenzó a despegarse de mí sin razón aparente. Alejó sus manos y se retiró a la silla de invitados.
—¡No, no lo hagas, por favor! ¡No te alejes! —me encontré suplicando, y mientras abría mis ojos, desconcertada, la secretaria entró con un pocillo de café. Asumí entonces, como mecanismo de defensa, para mi paz mental, que no había alcanzado a escuchar lo que dije y disimulé presurosa mi pose y mis gestos.
—¿Cómo me decía, señorita Fleury? Si está sentada en mi sillón supongo que tendrá una buena explicación —me interpeló y rio, con intención de distraer también a la secretaria—. ¡Sírvase! —agregó, acercándome el café—. Espero que esta vez no tenga el mismo destino —dijo y rio nuevamente. La secretaria secó la alfombra con un paño húmedo y retiró la porcelana desmembrada.
—¡Gracias, Andreína! Puede retirarse. Está bien así, despreocúpese.
Nuevamente me sentí muy confundida y un tanto avergonzada. Bebí un sorbo de café.
—Este artículo nos ha dado nuevas oportunidades. Hemos resuelto resaltar ciertos atributos de los elementos comunicativos que se vinculan con la dulzura —continuó, alimentando el simulacro. Se paró y volvió a dar una vuelta a la llave en la puerta.
Giró y me miró directo a los ojos. Era perfecto. Si hubiera tenido que describir al hombre ideal, lo hubiera imaginado a él. Sus ojos eran verdes y tenían la medida justa entre expresivos y antipáticos. Sólo con mirarlos, sus labios húmedos daban la sensación de desplazarse sobre mi rostro con besos tenues. Me traían una reminiscencia que no alcanzaba a definir. ¡Y su traje lo hacía ver tan sensual! Nerviosa, volví a beber de mi café mientras se me acercaba.
—¿Está bien, señorita Fleury?
—Supongo que sí, aunque no entiendo exactamente a qué se refiere con lo que me está solicitando. Artículo... elementos comunicativos... dulzura... ¿Cuál es su propuesta laboral? ¿Cuál es... su deseo?
—¡Ja, ja! —rio nuevamente. Pero no fue una risa sarcástica, fue una risa cómplice, con cierta ternura, incluso—. Podría decírtelo, pero estoy seguro de que preferirías descifrarlo —prosiguió, mientras acariciaba mi mejilla derecha con el dorso de su mano. Algo metálico se trabó levemente en mi barbilla, era un anillo. Yo cada vez entendía menos la situación. No podía decir que me desagradara... ¿entonces?
De pronto, tomó una carpeta de su escritorio y fue cuando pude ver que llevaba puesta una alianza. Revisaba unos papeles cuando se escuchó el toc, toc en la puerta. Era la secretaria:
—Señor, su reunión de las once lo espera abajo.
—Está bien, Andreína. Señorita Fleury, ¿estaría disponible para reunirnos la semana próxima...? —sugirió, y revisando la agenda posicionó su dedo en el día martes—. ¿Martes a las diecisiete horas?
—¡Claro! —respondí de inmediato. Estaba desorientada, mi mente seguía en blanco. No recordaba tener algo que hacer el martes, tampoco en los próximos minutos y, aunque seguía ignorando el verdadero objeto de nuestra reunión, por alguna razón no quería irme. No quería separarme de aquel hombre, que, para colmo, era casado. “André Mont”, según pude leer en la identificación sobre el escritorio. ¿En qué clase de problema me estaba metiendo? Cerré mi notebook y la guardé en la valija, procurando restaurar el orden de las cosas. Le tendí mi mano y terminé—: ¡Hasta la semana que viene, señor Mont!
—¡Hasta la semana que viene, señorita Fleury! —se despidió, mientras abría la puerta, en un tono de voz que aseguraba la escucha de Andreína.
Descendía la escalera cuando me crucé con dos hombres vestidos de traje que prometían ser la próxima reunión. Me preguntaba si ellos se sentirían tan perturbados como yo luego de una hora en aquella oficina, salvando las preferencias sexuales del anfitrión. ¿Tratarían temas relacionados al azúcar? En lo que respectaba a mí, ya no era la misma.
Abrí la puerta de mi casa y entré. No encontré a nadie, todos los ruidos provenían del exterior, ningún otro ser vivía en aquella estancia. Recorrí todas las habitaciones como si no hubiese sido la dueña de las llaves. El espacio era amplio, se veía limpio y cálido, definitivamente lo había decorado yo. Tenía sillones cómodos, una mesa de comedor muy larga, como para los desayunos de fin de semana en familia, una familia que no existía; un dormitorio con una gran ventana, dos baños, una cocina y una biblioteca con una extensa y variada colección de ejemplares de todos los tiempos y orígenes. Me dieron ganas de prepararme un café y sentarme a leer un libro. Me disponía a disfrutar de la lectura cuando el sonido de la cuchara golpeando la taza antes de caer al suelo y romperse me interceptó, e invadió el vacío en mi cabeza y en mi pecho. Había despertado sin saber quién era, pero aquel hombre le daba un nuevo sentido a mi vida. Y entonces me determiné a desentrañar los motivos tras la fachada del encuentro. Iría al día siguiente en su búsqueda, lanzándome a una empresa que presumía peligrosa.
***
—El señor está en una reunión en este momento —me informó su secretaria.
—Tuve que tomar un tren de hora y media para llegar hasta aquí y me urge verlo —insistí.
—Si es un asunto personal, el señor no suele tratarlos en la oficina. De otro modo, debe agendar antes de venir. Tengo entendido que usted lo vería el próximo martes —arguyó.
—¿Qué le hace pensar que quiero tratar un asunto personal? —le pregunté algo insegura, consciente de que intentaba ocultar precisamente el motivo de mi asunto, que sí era personal.
—En absoluto quise ofenderla —se excusó.
—Está bien. Es verdad que acordamos una cita el próximo martes, pero necesito respuestas ahora.
—Lo siento, pero de verdad está ocupado.
—¿No es el que está entrando? —pregunté, ante el sorpresivo arribo.
—¡Mmm! Sí —contestó un tanto incómoda, y se dirigió a su jefe—: Lo siento, señor Mont...
—No es nada, Andreína. ¿Qué deseaba, señorita Fleury?
—Necesito hablar a solas con usted —le dije sin rodeos.
—Bien, suba. Pero le advierto que no tengo más que cinco minutos de disponibilidad.
—En ese caso... ¿podríamos tomar un café cuando finalice su horario de trabajo, o cenar? —le propuse, aprovechando el tiempo mientras subíamos las escaleras.
—Tengo compromisos con mis hijos, señorita Fleury.
—¡Lo siento! Olvidé que debería tenerlos —reaccioné decepcionada.
—¿Compromisos?
—No, hijos... quiero decir... sí, compromisos.
—¿Y entonces? —me cuestionó, mientras abría la puerta de su oficina en el primer piso.
—Escuche... necesito más tiempo para explicarle.
—Me temo que debo atender una reunión de ejecutivos del exterior.
—De acuerdo, pero...
—Aguarde hasta el martes. Mientras tanto, aproveche su tiempo —me aconsejó. Tomó mi mano y la besó, inesperadamente. Me acompañó hasta la puerta, se dio media vuelta y mientras me retiraba caminando, escuché que levantó el tubo del teléfono para indicarle a Andreína que acompañara a los señores brasileños a su oficina. Debo confesar que esa tal Andreína de ningún modo me caía bien.
Me fui, abstraída en mis pensamientos, en los que él se interponía cada vez con mayor frecuencia. Por otra parte, un vacío inmenso me aquejaba y no lograba comprender. Desde que tenía memoria, la única cosa dulce que había ingerido había sido su café con tres cucharadas de azúcar. Concluí que debería preferir los alimentos salados. Sin embargo, me asaltaron unas ganas irrefrenables de repetir el café.
Una vez en mi casa perdí del todo el apetito. Me metí en la bañera y jugué con las burbujas tomándolas como si cada una fuera una posible idea que terminaba por explotar y extinguirse, trasladándolas de uno a otro lado como si pudiera acomodarlas, apilándolas para despejar espacios donde el agua se viera con claridad. Pero había demasiado jabón, estaba turbia. La imagen de aquel hombre en mi mente generaba una gran incógnita.
Seguía sin entender y esa situación me inquietaba, así que volví a pedir explicaciones al día siguiente.
***
—Necesito verlo, ¡ahora! —exigí, plantada en el escritorio de su secretaria, apoyando mis manos y toda mi humanidad.
—Lo siento. Debió viajar al exterior, señorita Fleury. Pero me aseguró que estará de regreso el próximo martes —dijo ella, tratando de conformarme. La verdad es que me dejaba sin opciones.
Me di vuelta de prisa porque no quería que Andreína fuera testigo de mis emociones. ¡Lloraba! Y no recordaba haber llorado antes, excepto por la interrumpida secreción del déjà vu. Sentí impotencia, indignación… ¿aquel hombre jugaba conmigo? ¿Se había convertido en una obsesión para mí? Podía jurar que había algo más, algo más profundo; sentía tristeza, nostalgia. ¿Habría puesto alguna droga en el café? Me despedí sin volver atrás, sin mirarla. Calcé mi cartera en el hombro y me fui.
Pero regresé...
***
—Lo siento, señorita Fleury, hoy apenas es jueves. El señor Mont continúa de viaje.
—¿Podría darme su número de teléfono particular? ¿Un correo electrónico?
—¿No se los dio?
—No, aún no.
—De acuerdo, le proporcionaré su dirección de correo electrónico, pero no puedo asegurarle que le conteste. Es muy estricto con sus prioridades.
Aquella jovencita se dirigía a él con gran respeto, me atrevería a decir que con admiración, pero ignoraba lo que yo había vivido en su oficina. ¡No podía contárselo! A juzgar por la devoción que le profesaba, de seguro habría negado cualquier clase de actitud inapropiada de la que se le acusara. Habría parecido que no hablábamos de la misma persona, o que se trataba del mismo hombre con dos personalidades muy distintas.
***
From: srtafleury@srtafleury.com
To: mont@mont.com
Sr. Mont,
no escribiré introducciones formales a esta comunicación. Iré directo al tema que deseo tratar con usted. Muy indefensa, así me siento. Quisiera odiar la forma en que ha actuado conmigo, pero no lo consigo. No logro quitar su rostro de mis recuerdos y esto, aunque no me complace, lo deseo.
Ignoro por qué tantas referencias a las tres cucharadas de azúcar durante nuestras conversaciones, ni siquiera puedo explicar quién soy en estos momentos. Es como si faltara algo muy importante en mi vida de lo que no logro dar cuenta y creo que se trata de usted. Sin temor a equivocarme, arriesgaré decir que me he enamorado. Así como se ha creído con el derecho de seducirme y acorralarme en su oficina, no tengo duda sobre expresarle mis sentimientos.
Es extraña y absoluta la manera en que me ha “atrapado”, es por ello que puedo confesarle con total propiedad algo tan íntimo. Otra persona en mi situación no se expondría de la manera en que lo hago, sin embargo, usted me desafía.
Sin prejuicios,
Srta. Fleury
***
From: srtafleury@srtafleury.com
To: mont@mont.com
Es viernes y todo el día de ayer esperé una contestación suya. No conozco a nadie. A veces camino entre las personas y percibo que saben algo que yo ignoro. No tengo familia ni amigos. Vivo sola, mi casa y mi computadora saben más de mí de lo que imagino, pero no me hablan. Ni siquiera me he atrevido a abrir mis archivos otra vez. Sólo lo tengo a usted. Intuyo que hay algo que quiere decirme. Exijo su respuesta, Sr. Mont.
Srta. Fleury
***
Necesitaba despejar mi mente, así que el fin de semana conduje hacia el este sin destino prefijado. Hice paradas en el camino, acepté recomendaciones para conocer lugares turísticos, tratando de acallar mis pensamientos, y terminé por visitar el monte de higuerones. Anduve unos pasos por el sendero bajo las copas exuberantes, viendo cómo los rayos de sol que se filtraban creaban una atmósfera fantasmal. Entonces, mientras los parásitos se comían los árboles originales lo vi todo más claro. “¡Parásitos! Aparecer y desaparecer, de eso se trata la maldita seducción y así ejerce su poder. ¡Mezquino! Ese hombre lo es, y me está comiendo para nutrirse”, me convencí. Salí del monte enojada y decidida a verlo por última vez y terminar con su macabra estrategia.
***
—Él no llegó, señorita Fleury. Y no llegará —afirmó Andreína, bajando la mirada—. Sufrió un accidente.
—¡No puede ser! —exclamé, sintiendo que mi mundo se derrumbaba.
—Pero esto llegó para usted esta mañana —dijo extendiéndome el paquete y se fundió en mi propia mirada, buscando ahora consuelo.
Cuando abrí aquel envoltorio pequeño, pero muy bien sellado, me encontré con una alianza. “¡Imbécil!”, me dije, sintiendo un puñal que se insertaba en mi pecho. “¡Sólo esto me faltaba, por si no hubiera sido suficiente la burla a mis sentimientos!”, y con los ojos rabiosos leí la inscripción: André Mont y Kate Fleury.