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Un Macondo flotante

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En noviembre de 2000 una masacre paramilitar dejó 37 muertos: todos pescadores de Nueva Venecia sin vínculo con grupos armados. Ese poblado palafítico de la Ciénaga Grande de Santa Marta, en Colombia, quedó casi deshabitado, pero la resiliencia de su gente le devolvió la vida al lugar, por el que sólo se puede transitar con embarcaciones.

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Los periódicos que se venden en el mercado de pescado de Tasajeras tienen titulares como: “¡Juez no les comió el cuento y los aseguró!”. “Fue a asaltar bus y pasajero lo mató”. Acompañados de fotografías igual de explícitas, con mucha sangre. El movimiento es intenso a las nueve de la mañana, aunque el mercado está abierto desde las tres, cuando empiezan a llegar los pescadores desde la Ciénaga Grande de Santa Marta. La basura plástica se acumula entre las embarcaciones. Algunas personas desayunan sentadas en sillas destartaladas, mientras los jaladores, quienes cortan el pescado, se encargan de su tarea en las mesas arrendadas. El calor ya se siente pesado y todos buscan una sombra. Los pescadores esperan que se venda lo que les queda, mojarra lora, róbalo, lisa, corocoro, chivo cabezón, entre muchos otros, para regresar a Nueva Venecia o Buenavista, los poblados palafíticos que se encuentran en la Ciénaga.

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Foto: Diego Vila

Keibi, de 22 años —aunque aparenta muchos más—, llega todos los viernes y se vuelve al otro día para El Morro —otro nombre con que se conoce al poblado de Nueva Venecia—. Esta vez llegó con 80 kilos de róbalo, que se vende a 20.000 pesos colombianos el kilo —poco más de cuatro dólares—. Este es un momento excelente para la pesca, según coinciden varios pescadores, y se logra sacar buena “platica”. La mojarra lora —el pescado más abundante— se paga a 1.000 pesos colombianos la unidad y se puede pescar unas 300 en un buen día.

Foto: Diego Vila

Una hora y media se tarda en llegar desde el mercado de Tasajeras hasta El Morro en una lancha con motor fuera de borda, un Suzuki de 15 caballos de fuerza montado en una lancha de 12 varas, como en el caso de Regalo de Dios, la embarcación de Darío y su primo Ako.

Foto: Diego Vila

La vista es espléndida desde la inmensidad de la Ciénaga, con los manglares acompañando el camino. El crujir de una heladerita contra el borde de la lancha de fibra de vidrio acompaña el zumbido del motor, que cada tanto se detiene para “suspirar”, como se conoce el hecho de levantarlo para que tome aire.

Foto: Diego Vila

El golpeteo del agua salpica y brinda un suave refresco ante el calor sofocante del mediodía. A lo lejos se logra ver un efecto óptico, el Fata Morgana. Nueva Venecia se acerca como un Macondo flotante.

Foto: Diego Vila

El motor reduce la velocidad al llegar al poblado y la “palanca”, un palo de madera de unos tres metros de largo, empieza a ser de gran utilidad para dirigir la embarcación en las aguas poco profundas.

Jaladores trabajan en el mercado de Tasajeras.

Foto: Diego Vila

Las canoas grandes, llamadas mochas, y las pequeñas, denominadas mandaderas, se cruzan entre las casas de madera pintadas de colores vivos. Unas 450 viviendas que albergan cerca de 3.000 personas. El que no tiene una canoa no puede moverse aquí, ya que no existen calles, con excepción de un puente de madera que une la iglesia, la escuela, un centro de salud, un espacio de usos múltiples y la cancha de fútbol, que está siendo remodelada por el Ministerio de Deportes.

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Niño de Nueva Venecia.

Foto: Diego Vila

José, apodado Brocha, es un líder comunitario y ha conseguido cosas importantes para el pueblo. Gracias a su gestión, desde hace tres años hay un médico permanente y dos enfermeras. “Antes el médico venía una vez a la semana. Estábamos librados a la gracia de Dios”, dice.

Manuel Enrique Mendoza, haciendo seco salado de lisa.

Foto: Diego Vila

El pueblo tiene luz desde fines de los años 90. Y desde hace tres años está subvencionada. No tienen agua potable y la que usan para el aseo la traen en canoa desde un lugar llamado “el caño”, un desvío del río Magdalena. Diez familias viven de la comercialización del agua. La recogen en “cisternas”, que son las propias canoas cargadas con agua, le ponen cloro y luego la distribuyen a domicilio. Un tanque de 500 litros cuesta 5.000 pesos colombianos —poco más de un dólar—. No existe saneamiento, por lo que el agua circundante está contaminada, aunque eso no impide que los niños naden en ella.

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Seco salado de lisa.

Foto: Diego Vila

La historia del pueblo está cruzada por la violencia. El 22 de noviembre del año 2000, un grupo de paramilitares asesinó a 37 personas, 27 de ellas en la explanada de la iglesia. Fueron ametralladas boca abajo. Todos eran pescadores que no estaban vinculados con la guerrilla. Se dice que hubo una mala información. Este hecho trágico hizo que los pobladores abandonaran El Morro. Jonathan, que tenía 11 años en ese momento, recuerda: “Eran las ocho de la mañana y todavía seguíamos aquí, pero cuando dijeron ‘¡ahí vienen otra vez los paracos!’ nosotros nos fuimos y aquí no quedó nadie, este fue un pueblo fantasma”. Muchos fueron a las ciudades de Barranquilla, Santa Marta y otras poblaciones cercanas, donde nunca se adaptaron a la forma de vida. Al cabo de uno o dos años volvieron. “En [el municipio de] Malambo nosotros pasábamos hambre, si desayunábamos no comíamos y si comíamos no desayunábamos. Tuvimos que regresar a nuestro pueblo y aquí estamos”.

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Remodelación de la cancha de fútbol.

Foto: Diego Vila

Por ser sábado, la música en los billares está extremadamente alta, desde las 9.00 hasta las 22.00, sin descanso, sin un segundo de silencio. Suenan vallenatos, uno tras otro. Diomedes Díaz, Rafael Orozco y Silvio Brito les ponen voz a las melodías de acordeón, guacharaca y caja vallenata. Los billares son al día de hoy el único esparcimiento del pueblo y a ellos sólo van hombres, con excepción de “las venezolanas”, chicas de esa nacionalidad que viven en Barranquilla y llegan los fines de semana a trabajar de meseras. De los cinco billares existentes, tres contratan a estas trabajadoras. Está mal visto que las mujeres del pueblo realicen este tipo de tareas y también que visiten los billares. Como dice un vallenato de Enrique Díaz Tovar, “el hombre que trabaja y bebe. Déjenlo gozar la vida”.

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Foto: Diego Vila

A partir de las cinco de la tarde, cuando baja el sol, el clima es delicioso, la brisa es suave y la luz crepuscular llena de postales cada momento. Los niños juegan en los alrededores de las casas o sobre las canoas, otros pelotean en los porches y tienen que ir a buscar la pelota al agua a cada instante.

Explanada de la iglesia de Nueva Venecia.

Foto: Diego Vila

En la madrugada, las siluetas de los pescadores se vislumbran entre las viviendas, cargando cajas a las embarcaciones. Los gallos cantan a lo lejos. Las bombitas de luz se duplican en el espejo de agua. Una lancha pasa con un zumbido suave, agitando una lata de cerveza que flota en el agua.

Foto: Diego Vila

Las luces del morro son cada vez más chicas, pequeños aleteos de luciérnaga que se pierden en la oscuridad, mientras la lancha colectiva de don Pepe lleva a 19 pasajeros levantados a domicilio. Algunos más suben con las primeras luces del alba. Después de tres horas, Sitionuevo se transforma en la última escala. En la vuelta a tierra firme.

Foto: Diego Vila

Octavio, maestro carpintero, tarda entre 40 y 50 días en construir una canoa de 12 varas.

Foto: Diego Vila

Foto: Diego Vila

Foto: Diego Vila

Billar de Nueva Venecia

Foto: Diego Vila

Foto: Diego Vila

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