Aunque es un autor prolífico en varios registros, el argentino Elvio Gandolfo (rosarino nacido en Mendoza y aclimatado desde hace décadas en Montevideo) no es de los que están publicando libros constantemente. Hace un año, Martín Bentancor lo entrevistaba para la diaria con la excusa de la aparición casi simultánea en librerías de dos títulos de muy distinta especie: la novela Un error de Ludueña, que reelaboraba un cuento escrito y publicado en la década del 70, y el volumen Tengo ganas de risas raquel, en el que se reunía por primera vez su obra poética. Esa compilación incluye El año de Stevenson. Primer trimestre, de 2014, y El año de Stevenson. Segundo trimestre, de 2021. En este ejemplar de Lento, con gran orgullo, estamos publicando varios poemas correspondientes al Tercer trimestre, inéditos hasta ahora.
“He escrito poemas y narraciones, y encuentro algunas diferencias en las maneras de presentarse de los dos grupos de textos”. Elvio E. Gandolfo (1947) hacía esta observación en 1978, al introducir una selección de poemas en el volumen colectivo La huella de los pájaros. Esas reflexiones iniciales estaban “abiertas a discusiones, cambios a través del tiempo o desaparición por simple falta de importancia”, pero al cabo del tiempo se mantienen en Tengo ganas de risas raquel, la reciente edición de su obra poética, y ante la aparición coincidente de Un error de Ludueña, novela proyectada a partir de un cuento. Suponen una toma de conciencia sobre el objeto privilegiado de escritura: los géneros, sus características, sus posibilidades, sus lugares de cruce.
En 1977, un año antes de aquellas reflexiones, Gandolfo había escrito “La reina de las nieves”, la nouvelle que abrió su obra narrativa en 1982. Hasta ese momento, tenía mayor difusión como poeta, a partir de textos publicados en El corno emplumado (1968), la revista de Sergio Mondragón y Margaret Randall que difundió la poesía beat y la joven vanguardia latinoamericana. La relación se invirtió en lo sucesivo: al mismo tiempo que Gandolfo comenzó a ser reconocido como narrador y a publicar cuentos y novelas mientras desplegaba un ingente trabajo como periodista cultural y traductor, la poesía resultó menos visible por falta de un título propio.
Un error de Ludueña remite a su período de formación. Gandolfo escribió la primera versión a principios de los años setenta, como efecto del interés por el relato policial y de sus tempranas críticas hacia las versiones nacionales. Entre 1974 y 1975 preparó un dossier sobre el género que apareció en los números 11 y 12 de el lagrimal trifurca, la revista que dirigió junto a su padre, Francisco Gandolfo. En esa versión, que consideró fallida y descartó, el “error” aludido en el título refería al individualismo del personaje y a su falta de compromiso con una causa (Joyce y Brecht mal digeridos, dijo entonces); al cabo de “años [en] que me pasé mirando mentalmente al personaje, entendiéndolo, lo escribí de nuevo”, según recordó en una entrevista para el libro Asesinos de papel, de Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera, y el segundo manuscrito, “mucho más ambiguo”, se publicó en la revista Punto de Vista (1980), en su libro Ferrocarriles argentinos (1994) y en antologías del género policial.
La novela retoma la situación de un hombre en un bar, a la espera de un contacto que no habrá de producirse, y se despliega a partir de referencias contenidas en el cuento (la relación con una mujer, el vínculo con el padre en un pueblo). Pero no se trata de un simple alargue, sino de una notable intervención formal que, por un lado, acentúa el trabajo previo con la ambigüedad y lo no dicho y, por otro, traza un círculo en torno a la historia para retornar en más de un sentido al principio.
Con prólogo de Roberto Appratto e ilustraciones de Max Cachimba, Tengo ganas de risas raquel reúne poemas publicados en los volúmenes colectivos De lagrimales y cachimbas (1972), Poesía viva de Rosario (1976) y La huella de los pájaros (1978) y en un libro propio, El año de Stevenson. Primer trimestre (2014).1 El volumen agrega el segundo trimestre de ese ciclo (inédito, 2021) y “Como un aristócrata”, un breve relato autobiográfico centrado en la infancia y la juventud vividas entre la familia nuclear en Rosario, ciudad de iniciación en la literatura y en el humor como forma de plantarse frente a los demás, y la familia extendida de tíos y primos en Leones, provincia de Córdoba, “la zona del placer, la aventura, la naturaleza y los primeros tironeos del sexo”.
El título del libro proviene de un poema del uruguayo Humberto Megget “que fue una influencia clara” en la juventud y “expresa el estado de ánimo de mucho de lo que incluye el volumen”. Las ganas en cuestión son ganas de jugar, de hacer, de compartir, una interpelación hacia el destinatario (o más bien la destinataria). Gandolfo sitúa esa lectura a sus 20 años, el período en el que empezó a publicar poesía y el de su primer viaje a Montevideo, donde vive actualmente. Y son ganas, también, de trastocar la forma: el yo poético, por ejemplo, se desplaza con frecuencia hacia la segunda persona, una figura extraña y familiar con la que el poema dialoga, bromea, reflexiona.
Appratto destaca precisamente que la forma ocupa buena parte del trabajo poético y que los versos se suceden como en una conversación, a través de “un habla narrativa” convertida en poesía como efecto del ritmo. El proyecto de El año de Stevenson (un poema por día) expone la apuesta por probar los cruces de géneros, y en particular por reformular los términos de la producción poética sin recaer en etiquetas (no se trató de un diario ni de una autobiografía). En aquella reflexión inicial sobre su obra, Gandolfo afirmó, por otra parte, que el sentido del poema puede consistir en la sonoridad, y es el caso de textos que en la obra juegan con el sinsentido, el absurdo verbal, los giros coloquiales y la parodia de frases célebres y de poemas compuestos con primeras líneas de cuentos propios y de otros escritores (César Aira, Julio Cortázar y Raymond Carver) en que el lenguaje narrativo se libera de sus obligaciones convencionales y funciona como manera de decir.
En ese vaivén, lo narrativo determina, a la vez, una forma de percibir el mundo. En “Las zonas particulares”, uno de los grandes poemas de la obra, Gandolfo dice que cada uno tiene un espacio amado en la ciudad donde vive y que puede reconocerse en los lugares donde “entra como / en una novela / o en un cuento”. El punto donde lo real se reconfigura desde la ficción, la experiencia valorada en la medida en que alcanza la intensidad de la literatura. El texto refiere a determinados pasajes de Rosario, pero “la zona” se extiende más tarde hacia otra calle (San Juan, referida al pasado de la vida personal en esa ciudad) y hacia otras localizaciones en Buenos Aires y sobre todo en Montevideo.
En “Tránsito anónimo de Maldoror”, un poema temprano, el personaje de Lautréamont viaja de Montevideo a Rosario y vuelve a partir sin que su recorrido nocturno sea advertido por “la ciudad tranquila y gris” identificada por la calle San Martín y el bar Savoy. El movimiento del poema evoca el de una cámara y retorna en “Sobrevuelo”, otra panorámica a partir de un balcón, y en “Los días exactos”, superposición de dos instantáneas en las que Montevideo aparece extrañada. Anclada en el barrio —“la inefable esquina de / Sierra y Miguelete, / en la caminante, tranquila, / entre ruinosa y clásica / ciudad de Montevideo”—, la mirada descubre “una visión del todo distinta / de la ciudad”. Sierra (actualmente Fernández Crespo) y Miguelete es precisamente la dirección de Gandolfo en Montevideo. El espacio urbano también se inscribe en los encuentros con otros: una conversación con Carlos Grippo en la feria de Tristán Narvaja, otra dedicada al policial en la casa de Mario Levrero, el diálogo con un taxista, la salida al cine y a una pizzería con una sobrina y la memoria de Rosario subyacente en esos desplazamientos, por ejemplo, a través del sonido de la lluvia.
“La relación que tengo con Rosario viene a ser la relación con mi casa, profunda, con lo que te forma. De Mendoza me fui muy chico, con un año, y no tengo ningún recuerdo, incluso nunca fui a San Rafael, donde nací”, me dijo Gandolfo en una entrevista a propósito de otro libro, Mi mundo privado (2016). La historia familiar, ya tratada en “Filial”, uno de sus grandes cuentos, arma otro núcleo de la obra poética a partir de una serie dedicada al período final de su padre bajo el título “El día después” y de la inclusión de otros personajes de la saga autobiográfica, como el tío Chiche, “pintor, conversador infinito, influencia en mi caso, esencial”.
La relación de padre e hijo fue mutuamente determinante en términos literarios. Ambos empezaron a publicar poesía al mismo tiempo y compartieron la dirección de el lagrimal trifurca, al punto de que Francisco Gandolfo solía decir que los roles se habían invertido: el hijo recomendaba las lecturas y guiaba al padre, que estaba absorbido y sin tiempo libre por el trabajo en la imprenta familiar. En “Filial”, Elvio Gandolfo recuerda otro episodio significativo: el momento en que aconsejó y acompañó a su padre a quemar los originales de un libro de poesía en el que remedaba las formas del Siglo de Oro español (sin embargo, el padre se guardó un ejemplar, tal como lo descubrió el hijo al desmontar su biblioteca, según un poema de la serie “El día después”). Este acto de purificación precedió el primer libro de poesía de Francisco Gandolfo (Mitos, 1968), pero al mismo tiempo el trabajo propio en la imprenta, donde se desempeñó como tipógrafo durante 15 años, incidió en la escritura de Elvio Gandolfo.
En Mi mundo privado, un recuerdo del oficio permite comprender el trabajo realizado con ese libro anómalo para las diferenciaciones tradicionales: el armado evoca lo que en la imprenta se llamaba emparejar, el acto de “dominar pilas desordenadas de papeles para que quedaran ordenadas”, cuya clave consistía en “aflojar la densidad del montón para dejarle entrar aire”. En otro poema de “El día después” la recomendación del padre de no atarse a ningún cliente ni proveedor en la imprenta vuelve como alivio ante la pérdida de un texto y enseña que tampoco hay que supeditarse “al poema original, / al culto de lo único que solo puede / llevarte a la desesperación y el fracaso”. La confección de facturas e impresos en general en la empresa familiar exigía, además, permanecer horas al pie de la imprenta, y ese era el tiempo que padre e hijo dedicaban a la lectura. “Se dio una influencia inevitable por el hecho de ser padre e hijo que compartían todo el día un trabajo de imprenta de muchas horas, siendo charlatanes y lectores infernales —reconoce Elvio cuando se lo pregunto—. Además él terminó la secundaria en una época cercana a aquella en que yo la hacía. Que los dos escribiéramos poesía a veces producía fricciones. Hasta cierto punto la E de mi nombre la agregué cuando lo recalentó que una clienta lo felicitara por un poema mío”.
El lugar secundario de la madre en las memorias propias y ajenas sobre la saga familiar y la historia de la revista el lagrimal trifurca comenzó a revertirse con “Querida mamá”, uno de los cuentos de Las diez puertas (2019). En Tengo ganas de risas raquel, el personaje es evocado a través de un recuerdo de infancia, “la escena que insiste en aparecer”: la mañana en que la madre salió de compras, dejó a los hijos encerrados en la casa y perdió las llaves en medio de la lluvia. Este episodio se proyecta en otra marca a fuego del pasado (la pérdida de un cobro importante de la imprenta) y significa más allá de la veracidad de la memoria, porque “de una u otra manera / terminó siendo tu concepto / de la realidad personal, / biológica, social, general”.
En “Actúa”, otro poema central en el libro, la invocación de lo familiar se formula como un ruego insistente: “haceme recordar / los almuerzos de / todos juntos”, “Llevame a aquel / pasado”, “Haceme acordar / de la vieja”. Es la entonación del poema de Megget, deseo y añoranza (“pura presencia de la vida a pleno de todos”) que vuelven a configurarse nada menos que en el poema final del libro, “El puño”, sobre una escena que reúne al padre y la madre. En la última lectura de poemas que hace el padre se produce la reacción exaltada y extraña de una persona del público y como respuesta, una gestualidad que retrata lo más íntimo de lo familiar: “mi padre / lo miraba en silencio sin decir una palabra / con su nueva cara de Buster Keaton / y mi madre miraba a mi padre, dispuesta / a entrar en acción ante el menor peligro”.
En Mi mundo privado, Gandolfo dio cuenta de la insatisfacción que le provocaban en general las novelas policiales argentinas, en especial las llamadas negras y sus lugares comunes: “investigador privado (o inspector de policía) borracho y deteriorado, dama bella, criminales entre animales y robóticos, visión más bien penosa de la sociedad, afirmación asfixiante de ese carácter penoso”. En el dossier sobre la novela policial publicado por el lagrimal trifurca ya había planteado una crítica a los estereotipos alrededor de los personajes femeninos, que luego desarrolló en el artículo “Perdónalos, Marlowe, no saben lo que hacen” (1986).
Esa crítica al género se desarrolló al mismo tiempo que la escritura de Un error de Ludueña. Las primeras lecturas del cuento identificaron el referente histórico en los años de la última dictadura; la novela desdibuja ese marco (aunque persiste en las primeras páginas una tenue alusión: Ludueña es contratado por un grupo que hace entrenamiento militar en un campo, como las organizaciones armadas de los setenta, y es invitado a integrarse a ese grupo, a lo que se niega por cuestiones profesionales) y aproxima la historia a la época actual. El “error” del personaje también pierde importancia: ahora consiste en llevar consigo un arma que justificará su muerte a manos de la policía.
En Mi mundo privado, Gandolfo dedicó un capítulo a su reelaboración personal sobre espacios de Rosario y aclaró que no se ocuparía del tema que concentraba los comentarios del momento, el del narcotráfico y la violencia. “Para eso habrá seguramente otras novelas, otros autores, otros rosarinos”, se excusó. Pero Un error de Ludueña habla también, a su modo, de esa situación.
La ciudad de Rosario no aparece mencionada en la novela, pero unas pocas localizaciones bastan para desambiguar el referente: el Odeón, escenario del principio y del final de la historia, bar tradicional de los años setenta y ochenta; la esquina de Corrientes y Córdoba, eje de la zona céntrica; Pichincha, el barrio prostibulario del pasado mítico de la ciudad. Ludueña forma parte de una red, es un “soldado de elite” que reporta a Félix, el organizador de una red criminal amparada por la corrupción policial y las fantochadas de la política.
Ese aspecto de la historia es central en los movimientos del personaje (en un momento tiene que irse de la ciudad, luego vuelve) y al mismo tiempo está desplazado a una especie de fuera de campo. El crimen y la violencia aparecen sugeridos y se dan lugar a través de sobreentendidos. No sabemos bien en qué consiste el trabajo de Ludueña (fuera de llevar en un auto al evadido de una cárcel, al principio), y esa falta de precisiones está justificada por las reglas del juego (cuestiones de seguridad entre personas fuera de la ley) y funciona como una extraordinaria carga de tensión para el relato.
Las conversaciones que Ludueña entabla con Goncalves, un cómplice, son ejemplares. “Aunque no le dice nada por teléfono (regla sacrosanta de los dos) sabe que es por un trabajo”, comprende el protagonista. En la relación que entabla con Dolores, la mujer que lo alberga cuando tiene que desaparecer de escena, lo físico se impone ante lo verbal, tanto cuando son amantes como en el momento en que empiezan a distanciarse: un arañazo, un golpe casual pasan sin mayores aclaraciones, y cuando Ludueña decide irse, opta de nuevo por el silencio: “Explicarle todo a alguien sería difícil, y jamás lo haría”.
En sus reflexiones iniciales, Gandolfo planteó que la narración depende de la atmósfera y del personaje, del modo en que se despliega, “viendo los lugares, los personajes no en lo físico, sino en los gestos mínimos, en cierta Gestalt psíquica de unos y otros que los vuelva naturales cuando el relato comience a desplegarse como una red”. Un error de Ludueña podría ser leído como una ejecución magistral de ese programa, por la deliciosa morosidad con que el relato envuelve y otorga densidad a los sucesos y a los protagonistas y por el trabajo con lo no dicho y las alusiones. Y al mismo tiempo constituye una especie de transgresión: si el joven Gandolfo comenzó por describir la narración en oposición al poema, en lo que sigue produce cruces, préstamos y desvíos fuera de género y dentro de la mejor literatura argentina.
Un error de Ludueña. Elvio E. Gandolfo. Buenos Aires, Tusquets, 2022, 128 páginas. // Tengo ganas de risas raquel. Elvio E. Gandolfo. Paraná, Universidad Nacional de Entre Ríos, 2022, 494 páginas.
-
En este número de Lento estamos publicando varios poemas de El año de Stevenson. Tercer trimestre cedidos por el autor e inéditos hasta ahora. ↩