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Ilustración: Federico Gallardo

La estación

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En un futuro relativamente cercano, el agua estará celosamente dosificada por el Ministerio de Oxígeno y Recursos Elementales, según esta ficción distópica de Nicolás Mederos, profesor de Filosofía y colaborador habitual de la diaria.

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—Ya no hay más agua —dijo su esposa.

—Lo sé, al igual que hace setenta años ya —dijo él, sabiendo lo que eso significaba. Levantó su vista de la pantalla y dejó a un lado la virtualidad. Sobre el techo del domo advertía una temperatura de 45 °C.

Agarró la remera blanca de algodón, la más liviana que encontró, y un pantalón de lino color crema.

Por último, con la naturalidad del hábito, colgó las correas del tanque de oxígeno y las conectó a su burbuja.

—¿Tenemos todo lo demás? —preguntó Andrés, con las llaves en la mano.

—Sí —respondió ella, pensativa, y entonces preguntó—. ¿Crees que el Ministerio de Oxígeno y Recursos Elementales nos dará otra ración de agua?

—No lo sé —dijo, masticando la bronca cargada de fastidio—, pero ya sabes cómo es esto. Seguramente nos reconocerán que tenemos los pagos de nuestro domo al día. Nos invitarán a endeudarnos y así nos darán dos raciones más… —Y entonces suspiró, cerrando los ojos. Intentando sonreír, agregó—: O eso esperemos. No me tardo.

La estación de servicios elementales más próxima no estaba muy lejos. En pleno 2120, él sabía que debía considerarse un privilegiado por estar a tan sólo setecientos metros de un pozo aguatero.

Por lo demás, salir del domo y recorrer el marchito mundo que el desabastecimiento había provocado significaba un gran riesgo, además de un tortuoso esfuerzo.

Sin embargo, sabía que, al menos, no estaría solo.

Al dar el primer paso fuera del domo se activó su burbuja, liberando oxígeno y encendiendo el modo guía. Una voz fue indicando la dirección hacia la estación, mientras el desértico escampado cubría el horizonte.

“Es curioso —dijo hacia sus adentros—, creo que los trayectos de abastecimiento son los únicos momentos en que puedo pensar tranquilo”.

Observó otros cuatro domos desperdigados a lo largo del valle de arena y roca que cubría el horizonte que sus ojos llegaban a divisar.

Con todas sus fuerzas, intentó imaginar cómo habría sido todo hacía tan sólo cien años, cuando la epidemia aún permitía el encuentro con otras personas y, lo más importante, aún quedaban recursos para vivir sin necesidad de un domo.

Su imaginación voló con libertad durante el trayecto.

Recordó las virtuales flores de su jardín, la jungla holográfica que tenía alrededor de su dormitorio, las raíces de circuitos que brotaban de cada pequeña porción de suelo e intentó extender esa imagen al árido desierto del mundo externo.

Se rio ante tanta locura.

Luego de una tortuosa caminata, llegó a la estación.

El molino de viento permanecía, por la mera inercia de la costumbre adquirida con los años, estático. Ni un ápice de viento recorría el estéril escampado.

Al mirar hacia el cielo vio que el Demiurgo Celeste marcaba todavía los 45 °C, mientras que en el suelo las grietas seguían dominando el paisaje.

Vio el dispensador de agua que tenía frente a él con profundo cansancio.

El artefacto encendió su dispositivo de reconocimiento.

Sólo fue necesario acercarse para que el sistema captara su realidad.

Su burbuja, brindada por el Ministerio, otorgó toda la información necesaria.

La máquina dispensadora le permitió tomar un bidón de madera, correspondiente a una ración ciudadana de agua.

Antes de verter el líquido, la máquina hizo un sonido con sus circuitos.

La burbuja tradujo: “No tienes capital en tu cuenta de vida corriente. Si lo deseas, puedes llevar una ración extra aceptando un aumento del doble de tu jornada laboral durante el próximo mes”.

Él se rio en silencio.

“Todo es tan predecible —pensó—, el algoritmo nunca falla y así el juego no se detiene”.

El domo que había adquirido era un paraíso en ese mundo tan yermo, pero apenas si llegaba a reposar su cabeza durante unas pocas horas antes de tener que volver a su trabajo en la New Tree Corporation.

Día tras día, su vida consistía en traer nuevos árboles al mundo, alimentando el sueño de volver a tener un planeta habitable.

Sin embargo, ese sueño moría cada día tan rápido como había nacido, en un abrir y cerrar de ojos. Sus burbujas de ensueño explotaban al recordar el puntiagudo chirrido de las enormes sierras industriales que trituraban instantáneamente bosques enteros para ceder ante la tentación del hechizo del progreso.

Bastó con recordar el cementerio de troncos cortados de raíz para volver a la realidad.

Ante él, la máquina dispensadora de agua seguía brindándole dos opciones: “Sí” o “No”.

Era la tercera vez en el mes que aceptaría aumentar su jornada a cambio de una ración extra de agua.

Pensó en los cuentos de su abuelo sobre un pasado remoto en el que el agua podía encontrarse en espacios públicos, en mares u océanos, en ríos, arroyos y hasta en los hogares.

Imaginó lo que sería tener en el horizonte tierra fértil, césped, animales corriendo, aves volando. En fin, vida por doquier.

Pero no.

Debía conformarse con ese presente de pobreza vital.

Su rostro se fue apagando, hasta que pronto notó el peso brutal de sus pómulos. La boca comenzó a torcerse en caída y el agua brotó, en la mísera cantidad de una gota, cayendo por su mejilla.

Volvió a su domo.

La burbuja de comodidades y vegetación selvática abrió las compuertas al identificar su iris. La válvula, que dividía el mundo exterior del interior del domo, le roció un gas desodorante que, a su vez, limpiaba la suciedad acumulada.

Al ingresar se encontró solo.

De repente, la pantalla principal se encendió.

—Hola, amado mío —dijo una voz mecánica.

—Hola, esposa mía —respondió Andrés.

—¿Y la ración de agua? —preguntó la pantalla principal, que de repente se tornó roja.

—No hay ración —dijo él, con una extraña sonrisa—. Opté por decir “No”.

Durante un momento, el silencio reinó en la sala.

—¿Esto es una broma humana, amado mío? —dijo el ordenador.

—¿Acaso hay algo que no lo sea en este mar de arena y muerte? —preguntó él, con los ojos alterados.

La pantalla permaneció en silencio.

A la semana de haber tomado su decisión, Andrés murió.

El domo, al dejar de percibir vida humana en su interior, decidió descansar. La vegetación selvática fue desapareciendo día tras día, dejando a la burbuja desértica en su interior.

El último día de vida dentro del domo, como si de magia se tratara, una flor nació del cuerpo tendido.

Entonces los descoloridos labios del cuerpo inerte cedieron, dibujando una última sonrisa.

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