Milly Jafta nació en Port Elizabeth, Sudáfrica, a mediados de 1950. Vive y trabaja en Windhoek, la capital de Namibia, donde consiguió su nacionalidad desde la independencia de ese país, en 1990. Escribía para su universidad y trabajaba como funcionaria pública antes de publicar su primer trabajo, “Regreso al hogar”, que ha sido traducido al alemán y español y publicado en varias antologías de relatos cortos. Jafta también ha escrito un cortometraje, The Homecoming (Regreso al hogar), que narra una historia diferente a la de este cuento.
El autobús se detuvo y todos los pasajeros salieron en avalancha tan pronto como pudieron. Era un viernes de finales de diciembre y hacía calor en este interminable viaje desde Windhoek hacia el norte. A diferencia de otras veces, permanecí en mi asiento hasta que todos hubieron descendido. Recogí entonces mis pertenencias y me dirigí hacia la puerta. A través de la ventana pude ver a María luchando para reclamar mis dos maletas.
Al bajar del autobús me golpeó el calor del sol al caer la tarde. La temperatura exterior era diferente al calor humano que sentía en el interior del autobús. El olor a sudor y comida rápida con cientos de especias me resultaba ahora un recuerdo lejano. La bienvenida de la carne expuesta al sol tapó mis fosas nasales. Incluso podía oír el zumbido de las moscas de color verde metálico que volaban en forma de círculo y aterrizaban en la carne colgada de las ramas de los árboles y los puestos improvisados. Circundaban y aterrizaban, circundaban y aterrizaban... Los vendedores ambulantes y los compradores estaban ocupados cerrando las últimas transacciones del día. El aire rebosaba de esperanza.
María se inclinó y me besó en los labios; un gesto frío e indiferente. Sonrió, tomó la maleta más grande de las dos y la colocó sobre su cabeza. A continuación, comenzó a caminar por delante de mí. Tomé la otra maleta, la acomodé también sobre mi cabeza y coloqué las manos en la región lumbar para no perder el equilibrio. Luego fui detrás de ella. Observé su recta espalda, la manera orgullosa de mantener la cabeza y su determinación en el caminar. Qué hermoso es el espíritu humano intacto. Traté desesperadamente de pensar en algo que decir, pero no encontraba las palabras. Los pensamientos daban vueltas en mi cabeza, pero mi boca permaneció hermética y vacía. Así continuamos en silencio, esta extraña —mi hija— y yo.
Eso fue todo. Mi vuelta a casa. ¿Qué esperaba? ¿Que el pueblo saliese a las calles en celebración por una hija desaparecida que había regresado a casa después de mucho tiempo? ¿Cuántos años habían pasado? ¿Cuarenta? Debieron haber sido alrededor de cuarenta años. No llevaba bien la cuenta. He perdido la noción del tiempo. ¿Cómo pretendía ser consciente cuando sólo podía medirlo conmigo misma en un país extranjero?
Al sembrar semillas nunca tenía la oportunidad de verlas brotar, parir hijos fue sinónimo de no verlos crecer. Tuve que hacerme entender en una lengua extranjera, aprender cómo funcionaba un hervidor eléctrico, cómo y cuándo apagar los hornillos de la cocina, no abrir la puerta a desconocidos. También que no se saluda con un apretón de manos a cada persona que te presentan.
Traté de no mirar la polvorienta y larga carretera que se abría por delante de nosotras. En cualquier caso, no había nada en particular para ver. Todo parecía estéril y vacío. Ni árboles, ni hierba, sólo la extensa tierra marrón anaranjada alrededor. Los últimos rayos de sol parecían dotarla de un brillo dorado. Imagino una foto de este instante: nosotras dos caminando una detrás de la otra por una senda estrecha, con el equipaje sobre nuestras cabezas y perfilando las siluetas contra el sol poniente. Hace mucho, también en diciembre, vi una foto parecida, sólo que se trataba de una jirafa. Recuerdo que al verla anhelé oler los campos después de la lluvia. Pero estaba en Swakopmund1 con mi miesies —la señora de la casa— y sus parientes, ya que ella necesitaba tranquilidad. Era época de vacaciones, tiempo con la familia, pero yo me encontraba sin la mía, como lo estaba el resto del año y la mayor parte de mi vida adulta.
Ahora todo eso ha cambiado. Estoy camino a casa, transitando por el mismo sendero de hace mucho tiempo. Sólo que en ese entonces tenía diecisiete años y mis ojos miraban hacia adelante. Una jovencita se había marchado y ahora —después de cuarenta años, tres hijos y un par de visitas al pueblo— una anciana regresaba al hogar. Una anciana con la mirada fija en el suelo.
Mi hija, la extraña, se detuvo de repente. Se dio vuelta y me miró inquisitivamente. Pensé que quizá estaba esperando una respuesta o una reacción mía. Yo estaba tan perdida en mis pensamientos que no tenía ni idea de lo que ella deseaba. Entonces fui consciente de que nunca supe de las necesidades reales de mis hijos.
Con su voz apacible, volvió a repetirme si estaba caminando demasiado rápido.
¡Oh Dios, qué amable! Alguien me estaba preguntando si podía mantener el ritmo. No me ordenaba que caminara más rápido; que no podía tener hombres en mi habitación, que me levantara más temprano, que prestara más atención, que lavara al perro... me encontraba abrumada. Mis ojos se llenaron de lágrimas y tenía un nudo en la garganta. Pero renació la esperanza. La extraña —mi hija— bajó la maleta de su cabeza y la colocó sobre el suelo. Luego me ayudó con la mía y la situó también a su lado.
—Vamos a descansar un rato —dijo suavemente. Nos sentamos sobre las maletas, una junto a la otra—. Qué bien tenerte en casa.
Nos quedamos allí, en absoluto silencio, con el sonido de algunos grillos que llenaba el aire. Nunca me sentí más contenta, más en paz. Miré a la extraña y vi a mi hija. Entonces supe que había llegado a casa. Yo sí valía. Observé mi agotado y maltratado cuerpo y pensé en esta tierra donde brotan hermosas flores.
—Debemos continuar —dijo María, poniéndose de pie—. Todo el mundo te está esperando. Camina adelante, tú marcas el paso y yo te sigo.
Así lo hice, a través de un angosto camino, con la espalda recta y mirando hacia adelante. Tenía prisa por llegar a casa.
Ellas (también) cuentan. Antología de escritoras africanas de expresión inglesa. Relatos de Franka-Maria Andoh (Ghana), Ayesha Harruna Attah (Ghana), Jackee Budesta Batanda (Uganda), Melissa Tandiwe Myambo (Zimbabue), Zoë Wicomb (Sudáfrica) y Milly Jafta (Sudáfrica). Buenos Aires, Empatía, 2023, 156 páginas. Traducción y recopilación: Federico Vivanco.
-
Ciudad de Namibia situada en la costa atlántica, al oeste del país. Es una ciudad que fue colonia alemana, en la que todavía se conservan muchos edificios de la arquitectura colonial. ↩