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Hinchas del Barcelona en el Camp Nou durante el partido por la Champions League Barcelona-Apoel, el 17 de setiembre de 2014.

Foto: Josep Lago, AFP

Catalanes y escoceses

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A 100 años y cuatro meses del golpe de Estado de Primo de Rivera, que atacó con dureza la identidad catalana, y en medio de una cuestionada amnistía que permitió formar gobierno a Pedro Sánchez en España, el nacionalismo catalán se cruza con la tierra más obstinada de las islas británicas: Escocia. No todo es folclor romántico. También se trata de economía, identidad y lucha de clases.1

En este último período turbulento, hubo muchas banderas escocesas en las multitudinarias manifestaciones que se llevaron a cabo en Barcelona, enarboladas por simpatizantes llegados de Glasgow, Dundee o Edimburgo. Sin embargo, hay algunas diferencias importantes entre la situación política y las experiencias históricas de escoceses y catalanes. La primera es bastante obvia: Reino Unido no se rige por una constitución escrita y se acepta que los escoceses pueden declarar su independencia con el (renuente) consentimiento británico apenas lo demanden mediante un referéndum de resultado incontrovertible. Incluso la primera ministra Margaret Thatcher (1979-1990) aceptaba esto, y también su sucesor, John Major, lo sostuvo de forma explícita en 1993. Los catalanes, por su parte, están sujetos a la Constitución española de 1978, que permite una amplia autonomía a las “nacionalidades” de España, pero prohíbe la secesión. El artículo 2 de la sección preliminar establece “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”.

Una segunda diferencia es histórica. Como lo sabe cualquier estudiante escocés, aunque quizá sin conocer muchos detalles, Escocia fue alguna vez un país independiente. Cataluña era un principado, con un fuerte arraigo a su idioma, cultura y derechos tradicionales, pero nunca fue plenamente libre de la órbita de otras potencias de la península ibérica, y la mayor parte del tiempo, de Castilla. [...] En 1987, Víctor Ferro, un historiador catalán del derecho, sostuvo que Cataluña había sido en una época un “Estado completo, con todos los atributos de una entidad soberana”. Esto convertía la historia catalana en algo más parecido a la de Escocia, salvo por el hecho de que su Estado “completo” había sido suprimido en repetidas ocasiones, mientras que Escocia había cedido su independencia como parte de un acuerdo ordenado (aunque corrupto): el Tratado de Unión anglo-escocés de 1707.

[El libro Catalanes y escoceses, de JH Elliot,2 señala que] después de la Guerra Fría, el Estado-nación recibió presiones desde arriba y desde abajo: el poder se filtraba hacia arriba a instituciones supranacionales como la Unión Europea, y al mismo tiempo, hacia abajo en dirección a las regiones y “subnaciones”. La demanda de poder “fue especialmente insistente cuando provenía de aquellas regiones, nacionalidades sin Estado y grupos étnicos que, por razones históricas, se sentían maltratados e incomprendidos y creían que sus intereses eran menospreciados”. La globalización, que en definitiva intensificó ambas presiones, tenía una parte de responsabilidad:

Menos esperada, y nada prevista, fue la reaparición de dos [...] corrientes históricas [...] que se pensó que estarían fuera de lugar a causa de la aparente marcha triunfal del cosmopolitismo y la secularización. Estas fuerzas eran el nacionalismo al viejo estilo y la religión, especialmente en sus formas fundamentalistas.

[...] Hasta bien entrado el siglo XIX, Cataluña y Escocia desarrollaron lo que Elliot denomina un “patriotismo dual” hacia su patria nativa, y hacia España y Gran Bretaña respectivamente. Para los intelectuales, esto podía implicar la visión de una “nación” dominante pero bastante abstracta, en la que se elaboraban los principios de reforma y progreso, que luego se aplicaban en las “naciones” más pequeñas pero concretas que conformaban el Estado. Esto parece explicar cómo algunos políticos catalanes, como Antoni de Capmany, enfocaron el problema de la lealtad: un patriotismo aplicado a dos categorías políticas bien diferentes que no podían considerarse como alternativas.

Esto también valía para Escocia al final del período de la Ilustración, cuando los escoceses adoptaron con gusto algunas ideas y reformas modernas que llegaban desde Londres, pero se resistieron a innovaciones inspiradas en Inglaterra que parecían socavar aquello que consideraban esencial para su identidad nacional, sobre todo en lo referente al derecho y la religión. Durante las guerras napoleónicas y después se desarrolló un patriotismo militante británico y español; cuando los ejércitos franceses empujaron al gobierno español a su último reducto en Cádiz, los representantes catalanes presentes hablaban “el nuevo lenguaje del nacionalismo liberal y de la soberanía popular. Cuando hablaban de la ‘nación’, en su gran mayoría estaban hablando de España, no de Cataluña”.

Pero en España el liberalismo, que estuvo en el poder durante unos pocos intervalos precarios en medio del caos político del siglo XIX, se mostró más tendiente a imponer una reforma estandarizadora desde el centro que a distribuir el poder hacia lo que Madrid consideraba la periferia.

Como en Cataluña, los movimientos escoceses inspirados en la Revolución Francesa fueron reprimidos brutalmente. Pero a pesar de la veloz industrialización (el crecimiento urbano fue más rápido en Escocia que en cualquier otra parte de Europa), hubo en general paz social entre el fallido levantamiento radical de 1820 (“Escocia libre o desierto”) y la militancia obrera de fines de siglo. Ambas economías industriales dependían de la mano de obra barata, de Irlanda o las Tierras Altas, o, en el caso catalán, del norte pobre y montañoso. En España llegó a parecer que Madrid era el centro administrativo y político y Barcelona era el centro económico. En Gran Bretaña el contraste no era tan pronunciado, y es difícil estar de acuerdo con Elliot cuando afirma que “Escocia nunca fue esencial para el desarrollo económico de Gran Bretaña, en la que Inglaterra disfrutaba de una preponderancia tanto política como económica”.

El nacionalismo político

La demanda de un gobierno propio o del regreso a la independencia perdida no surgió en Escocia hasta el siglo XX, a pesar de que, en respuesta a las luchas irlandesas por la autodeterminación, los liberales y luego el Partido Laborista habían considerado planes para “un gobierno propio pleno” que incluyera un Parlamento escocés.

Nada de eso prosperó, y en 1928 se creó el Partido Nacional de Escocia (que pronto se convertiría en el Partido Nacional Escocés, SNP por sus siglas en inglés, comprometido con la independencia plena). Si Cataluña se sentía oprimida y frustrada frente a su socio más poderoso dentro del Estado, Escocia (hasta mediados del siglo XX) no sentía en general lo mismo.

Tanto en Escocia como en Cataluña, el siglo XIX trajo aparejado un alza del nacionalismo cultural, bastante nostálgico en Escocia, pero orientado en Cataluña a construir una nueva conciencia patriótica a través de narraciones románticas del pasado que, en palabras de Elliot, “describían la historia de Cataluña como la de una interminable lucha por la libertad”. Se cambió el nombre de las calles de Barcelona para recordar a los héroes de la resistencia de la ciudad y se reinventaron festivales folclóricos medievales. Como muchos renacimientos nacionalistas contemporáneos en Europa, la Renaixença catalana volvía sobre una edad dorada de libertad y creatividad en parte imaginaria. Elliot sostiene que el optimismo resuelto de la Renaixença ocultaba incertidumbres profundas sobre la identidad catalana: las dudas de una élite empresarial que dependía de la legislación de Madrid para proteger su industria, las de una burguesía en expansión impresionada por la grandeza de la historia renovada de la propia España y las de una clase obrera urbana propensa a estallidos insurreccionales en su lucha por sobrevivir a condiciones de vida miserables.

En 1892, el abogado Enric Prat de la Riba fue el principal impulsor de un programa de gobierno propio, que surgió, según relata Elliot, “de las deliberaciones de la asamblea que tuvo lugar en la ciudad catalana de Manresa”. Las Bases de Manresa reclamaban una autonomía plena dentro de España, un Parlamento catalán “supremo” y el uso del catalán como idioma del gobierno. A medida que España ingresaba en su propia crisis de identidad en 1898 con la pérdida de lo que quedaba de su imperio (Cuba, Puerto Rico y las Filipinas), Prat de la Riba llamó a que España se transformara en una unión federativa, un compuesto imperial según el modelo del Imperio austrohúngaro. Prat de la Riba opinaba que “el Estado es una entidad política artificial y voluntaria; la patria es una comunidad histórica, natural, necesaria”.

Algunos años más tarde, cofundó el partido nacionalista Lliga. Pero desde el principio este fue financiado y apoyado por empresarios e industriales catalanes, y ofrecía poco a los campesinos y a los obreros que en ese entonces estaban volcándose al socialismo revolucionario y el anarquismo. En 1909, un intento de imponer la conscripción en Cataluña resultó en la “semana trágica” de Barcelona, cuando las multitudes atacaron iglesias y monasterios y también a los clérigos. Entonces se impuso la ley marcial, los líderes obreros fueron ejecutados y la Lliga perdió mucho del apoyo popular que aún mantenía.

Barcelona siguió siendo sede de terribles conflictos de clase. Hubo por lo menos 152 asesinatos políticos en los tres años previos a setiembre de 1923, cuando el golpe de Estado de Primo de Rivera puso a toda España bajo una dictadura militar. Se prohibió el uso oficial del catalán y se suprimió la identidad catalana en favor de una españolidad turística de corridas de toros y flamenco.

La dictadura cayó en 1930 y fue reemplazada por la Segunda República. Desacreditada, la Lliga fue desplazada por Lluís Companys y su Izquierda Republicana de Cataluña (Esquerra Republicana de Catalunya); como afirma Elliot, “el catalanismo como causa política se había liberado al fin de su trasfondo conservador y se desplazó decididamente a la izquierda”. Como iba a descubrir el SNP casi un siglo después cuando los votantes del Partido Laborista escocés le dieron su apoyo, la transformación de un movimiento independentista de ser interés de la clase media a ser causa de la clase obrera resulta crucial. Se revivió la Generalitat, que había sido el comité permanente del Parlamento catalán medieval, y en 1934 Companys declaró a Cataluña una república independiente dentro de un Estado federal español. Fue arrestado y llevado a prisión, y la Generalitat fue suspendida, hasta que en 1936 llegó al poder el nuevo gobierno del Frente Popular. Pero solo algunos meses después, en setiembre del mismo año, Francisco Franco lanzó su rebelión, que desencadenaría la Guerra Civil Española.

Barcelona, último baluarte de la República, se rindió a Franco en enero de 1939. Companys fue ejecutado por un escuadrón fascista de fusilamiento en 1940 y sus últimas palabras fueron “¡Por Cataluña!”. Tuvieron que pasar 40 años asfixiantes antes de que Franco expirara y la identidad catalana pudiera volver a salir de la clandestinidad, cuando se restauraron la Generalitat y la autonomía catalana en la nueva democracia monárquica de España.

Parentescos en la diferencia

Fue entonces cuando los caminos de Escocia y Cataluña comenzaron nuevamente a converger. La desintegración del Imperio británico, con todas las oportunidades que este les ofrecía a los escoceses, junto con el declive de la industria pesada de Escocia y la centralización de la toma de decisiones bajo la nueva burocracia del Estado de bienestar, sembró en un número creciente de escoceses la idea de que el trato central de la Unión de 1707 (independencia a cambio de prosperidad) ya no se sostenía.

La creación de la Comunidad Económica Europea en 1957 dejó entrever que una Escocia independiente podía encontrar un refugio alternativo entre las naciones pequeñas de Europa, y en 1967 el SNP, como partido independentista, empezó a ganar elecciones. [...] Para horror de las élites gobernantes británicas, el SNP ganó una mayoría relativa en el Parlamento escocés en 2007 y desde entonces ha formado los gobiernos de Escocia.

En 2014, Escocia llevó a cabo un referéndum sobre la independencia en condiciones negociadas de forma muy civilizada por el gobierno conservador de David Cameron en Londres y el SNP de Alex Salmond en Edimburgo. El resultado fue una mayoría pequeña pero clara a favor de permanecer en Reino Unido.

Los catalanes se preguntaron: “¿Por qué no aquí? ¿Por qué no podemos hacer como los escoceses y tener el derecho legal de decidir nuestro futuro?”. Pero la Constitución española posterior a Franco, generosa en cuanto a otorgar autonomía regional, prohibía terminantemente el derecho a la secesión.

En Barcelona, Pasqual Maragall gobernó entre 2003 y 2006 con una coalición nacionalista de izquierda y en 2006 aprobó un nuevo Estatuto de Autonomía que definió a Cataluña como una “nación” (su legalidad fue cuestionada de inmediato por el Tribunal Constitucional de Madrid). El conflicto con Madrid por el estatuto de Maragall desencadenó la cascada de eventos que llevó a la trágica colisión de 2017 y al punto muerto que persiste hasta hoy [en el cual la amnistía a cambio de los votos independentistas, imprescindibles para que el socialista Pedro Sánchez vuelva a presidir España, le han devuelto actualidad]. En 2012, un millón y medio de personas marcharon por Barcelona con pancartas que proclamaban: “Cataluña: un nuevo Estado en Europa”. A cualquier gobierno de Madrid le hubiera costado arribar a un compromiso estable una vez llegados a este punto, pero Mariano Rajoy, el jefe de gobierno de derecha, entró en pánico y se comportó como si fuera un rey del siglo XVIII enfrentando una rebelión armada.

Elliot atribuye lo sucedido en ambos países al fracaso de los partidos tradicionales para encontrar respuestas a los desafíos de la globalización y la crisis. Pero también comenta que mucho del nacionalismo radical “es nostalgia por un mundo que nunca existió [...] relatos que priorizaron ciertas secciones del pasado en detrimento de otras”.

Esto sencillamente no se aplica al caso de Escocia. Las motivaciones de los escoceses para votar por la independencia tienen poco o nada que ver con Roberto I Bruce o William Wallace, y conciernen casi exclusivamente al futuro: la esperanza pragmática de que Escocia, por su cuenta, pueda construir una sociedad más justa, igualitaria y próspera que la que puede ofrecer el antiguo Reino Unido.

Cuando se disipó el humo alrededor del referéndum en Cataluña en octubre de 2017, parecía que un aplastante 92% de los votantes había elegido la independencia. Pero también era claro que algunas personas que se oponían a ella (entre ellos, muchos integrantes de la enorme minoría no catalana) habían preferido abstenerse de participar en una consulta “ilegal”. [...] En este punto, la imparcialidad de Elliot desaparece. Su explicación del movimiento independentista contemporáneo de Cataluña es ásperamente hostil y presenta a sus participantes principales como demagogos y manipuladores desvergonzados. Al tiempo que critica la acción policial “de mano dura” durante el referéndum, elogia el discurso del rey Felipe VI después de la votación como una “potente” reprimenda contra los catalanes destructores de la unidad española. Para la mayoría de los espectadores externos, fue una diatriba desastrosa e intransigente: el rey no hizo ademán de disculparse o hacer concesiones; simplemente condenó a los líderes catalanes como violadores de la democracia y de la unidad nacional, que se colocaron al margen de la ley. El discurso hizo que los nacionalistas catalanes se convencieran aún más de haber tomado la decisión correcta.

También hay algunas omisiones en la explicación de Elliot, más allá de que su libro está correctamente narrado y cuenta con una investigación profunda, si exceptuamos la sección final. Podría, por ejemplo, haber traído a colación la interesante categoría de nacionalismos que surgen cuando el integrante menor de un Estado compuesto se siente más progresista y sofisticado que la metrópolis “primitiva” y subdesarrollada.

En el Imperio de los Habsburgo, la industrializada Bohemia se sentía “restringida” por la Viena reaccionaria y semifeudal. A fines del siglo XIX y principios del XX, los escoceses podían ver con desdén a Inglaterra, a la que consideraban insuficientemente educada, económicamente atrasada y servil frente a la autoridad. Y ese era, en términos abrumadores, el caso respecto de la percepción catalana de Castilla.

Las naciones posimperiales tienden a ignorar el valor de la independencia, que es tan evidente para aquellos que no la tienen. Los políticos ingleses y franceses estaban desconcertados por los deseos de secesión de irlandeses y argelinos. Major observó una vez que las demandas escocesas de autodeterminación eran “disparatadas: solo se trata de que los escoceses sienten que aquí los dejamos de lado. Tengo que visitarlos más seguido”. La Unión Europea, que tan religiosamente se opone a la secesión unilateral de sus Estados miembros, olvida que al menos 19 de los hoy 27 Estados que la componen deben su existencia a la separación ilegal de un estado mayor, comenzando por la escisión de los Países Bajos de España en el siglo XVI.

Si algún día Escocia se convierte en el Estado independiente más reciente de Europa, nadie pone en duda la supervivencia de un Reino Unido de Inglaterra e Irlanda del Norte, disminuido pero aun así poderoso. Pero si Cataluña hiciera lo mismo, ¿sobrevivirían el divisible Estado español y su democracia, o seguirían el País Vasco, Galicia, Valencia y las demás “nacionalidades” el ejemplo catalán, quizás para acordar algún tipo de Confederación Ibérica? Lo único que sabemos es que, en Europa occidental, aquella autoridad central que solo pueda mantenerse mediante la represión debe cambiar su accionar o perecer.

Catalanes y escoceses: Unión y discordia. JH Elliott. Traducción: Rafael Sánchez Mantero Taurus, 2018. 496 páginas.


  1. Una versión de este artículo apareció en The New York Review of Books, que reproducimos por convenio con su edición argentina. El autor es escritor y periodista. Estudió historia en Cambridge, donde fue discípulo de Eric Hobsbawm. 

  2. Elliot, profesor emérito de historia moderna en Oxford, es especialista en historia de la modernidad temprana en España y Cataluña. 

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