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Ilustración: Amparo Bengochea

Una vida rebelde

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Uno de los mayores talentos artísticos de Madonna ha sido su capacidad para entender las contradicciones de la feminidad para jugar con ellas y abrir caminos de libertad. Es la artista discográfica que más ha vendido en la historia de la música y la única mujer en el top five de esa categoría, que incluye a The Beatles, Elvis, Queen y Michael Jackson. Algunos prefieren verla no tanto como una estrella pop sino como una artista performática, pero eso a ella no parece importarle demasiado: se construyó a sí misma a contrapelo de cualquier clasificación, lo que la volvió uno de los grandes íconos culturales de nuestro tiempo.

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En 1990 yo tenía 8 años y usaba una enagua negra de encaje comprada en Marks and Spencer. En julio de ese año, el Blond Ambition World Tour de Madonna recaló durante tres noches en el estadio Wembley de Londres, después de haber visitado Tokio, Los Ángeles, París y Roma. Mi madre logró llevarme luego de haberse pasado varias horas al teléfono para conseguir las entradas, que llegaron en un sobre con sello plateado. Todavía conservo los tickets, además del casete de Like a Virgin, que era básicamente lo único que ponía en mi grabador marrón Fisher-Price. La BBC transmitió en directo, para todo el país, el segundo de los conciertos y le pidió a Madonna que no dijera malas palabras, cosa que naturalmente hizo: 14 veces en un solo minuto. Lo que más recuerdo del show al que fui al día siguiente, el segundo, es la alegría burbujeante de poder bailar con “Holiday” y la alegría liberadora de ver a Madonna girar al son de “Like a Virgin”. Aquella noche la chica que yo era —una nena suburbana, tímida y estudiosa— pudo cantar, bailar y hacer de cuenta que era libre.

Uno de los mayores talentos artísticos de Madonna ha sido siempre su capacidad para entender las contradicciones de la feminidad y jugar con ellas. La imagen de la novia aparece siempre junto a la de la puta y muchas de sus actuaciones públicas parecen decir: “Eso no es una tragedia, la alegría casi siempre es posible”. En un artículo/entrevista de 1994 para Esquire, Norman Mailer predijo que el video de “Like a Virgin”, en el que Madonna se contonea sobre la proa de una góndola y cruza el umbral de un palazzo en brazos de un hombre, se iba a “ir enriqueciendo” cuanto más lo miráramos, que era una suerte de poema hecho de imágenes yuxtapuestas que se expandiría con el paso del tiempo. “Llegué a la conclusión”, agregaba Mailer, hablándole ya directamente a Madonna —que para aquel entonces había vendido millones de discos, realizado tres giras mundiales de un éxito arrasador, protagonizado películas convencionales y otras de corte más artístico y agotado la primera edición de un libro de fotos con sus fantasías sexuales—, “de que eres una artista estupenda. Ahora dejo constancia de eso por escrito”.

Si es por hablar sólo de números, Madonna es la artista discográfica que más ha vendido en la historia de la música y la única mujer en el top five de esa categoría, que incluye a The Beatles, Elvis, Queen y Michael Jackson. Se podrá argumentar que Beyoncé canta mejor, que Shakira baila mejor, que Taylor Swift escribe mejores letras o que Britney Spears es mejor a la hora de confesarse públicamente, pero Madonna es la madre de todas. Están también quienes prefieren verla no tanto como una estrella pop sino más bien como una artista performática. Y entiendo por qué: Carolee Schneemann, Ana Mendieta, Yoko Ono y otras tantas se valieron de su arte para obligar a la gente a reflexionar sobre la violencia, el racismo y el feminismo muchos años antes de que Madonna llegara a Nueva York, y sin embargo el video de “Lucky Star”, en el que Madonna baila con el ombligo al descubierto, comparte la misma confianza desembozada respecto del propio cuerpo que la pieza Meat Joy, de Schneemann.

Madonna: A Rebel Life, de Mary Gabriel, es la biografía más exhaustiva de la cantante hasta la fecha y su objetivo es subrayar la relevancia de la artista. Gabriel —cuyo libro previo, Ninth Street Women, es una biografía conjunta de las pintoras Lee Krasner, Elaine de Kooning, Helen Frankenthaler, Grace Hartigan y Joan Mitchell— ha recopilado una cantidad inaudita de material y se ha entrevistado con muchos amigos íntimos de Madonna, aunque no con ella. Según la autora, los mayores logros de Madonna son sociales (su apoyo a la gente de color, a los derechos de los homosexuales y a la liberación femenina en una industria conservadora) y no tanto artísticos. La cantante es una suerte de “pararrayos”, dice Gabriel en el prólogo, “un agente irritante, a veces incluso para sus propios fans”. Pero, salvo tal vez el Caso Dreyfus, ¿cuánto puede durar una controversia?

Es que el genio de Madonna no está sólo en su capacidad para generar polémica, hurgar en las grietas de la feminidad, apoyar abiertamente ciertas causas antes impopulares ni en los videos musicales que aportó a MTV, sino en haber hecho todo eso sin pedir disculpas, poniéndolo siempre al servicio de un tipo muy particular de fuerza femenina. Desde esa óptica, hay algunos rasgos de su carrera que cobran un sentido más claro: su franqueza, su espíritu rebelde, su sed de cambio, su sutién cónico, sus referencias a las artistas mujeres que la antecedieron y las muchas veces que estuvo a punto de sabotear su propia carrera.

Me da un poco de escozor la postura de Gabriel. No creo que Madonna necesite tener, por fuerza, relevancia social; ese afán por elevarla a una categoría culturalmente superior no beneficia a nadie y además soslaya la evidente gloria que supone ser una estrella pop. Sigo valorando a Madonna por las mismas cosas por las que la valoraba a mis 8 años: me hace bailar y siempre parece dispuesta a derrumbar algún tabú. El diciembre pasado, mientras la veía cantar “I Will Survive” en el Barclays Center de Brooklyn durante una de las fechas de su Celebration Tour, me di cuenta de que uno de los rasgos que más me gustan de ella es su actitud desafiante.

Madonna fue engendrada por Madonna. Su madre, Madonna Fortin, era hija de un comerciante de maderas de Bay City, Michigan; su padre, Tony Ciccone, que trabajaba como ingeniero en la Chrysler, era hijo de una pareja de inmigrantes italianos que habían desembarcado en Pensilvania provenientes de Abruzos. ¿Hace falta aclarar qué religión practicaban? (La habitación de la abuela paterna de Madonna estaba decorada con rosarios).

Madonna, la primera hija del matrimonio, nació en 1958 y de inmediato se convirtió, para su padre, en Nonni (‘abuelita’). En una ocasión, ella contó que de chica, por las noches, cuando buscaba consuelo, le alcanzaba con la seda del camisón de su madre y un beso en la frente, porque eran “el paraíso”. Cuando su madre tenía 28 años y estaba embarazada de su sexto hijo le diagnosticaron cáncer de mama, casi seguramente como resultado de los años que había pasado expuesta a los rayos equis en su trabajo como técnica radióloga. Murió en 1963, pocos meses después del quinto cumpleaños de su hija mayor, quien aseguró haber sentido que le “arrancaban” el corazón del pecho. El velorio fue a cajón abierto; los labios de su madre estaban cosidos.

La reacción de su padre fue volver a casarse lo más pronto posible e imponer sobre sus hijos una disciplina férrea. La de Madonna fue la rebeldía: “Yo no era más que una chiquita furiosa y abandonada”. Apenas empezada la secundaria, se subió al escenario del colegio con el cuerpo y la ropa llenos de corazones pintados en verde y rosa flúor. Su padre bajó la cámara y decidió no registrar ese momento. Unos años después, todavía en la escuela, descubrió a Joni Mitchell (“Court and Spark fue mi biblia durante un año entero”), a Anne Sexton (“Sus ideas y sus imágenes me parecían de una audacia increíble”) y la danza (tomó clases con el primero que vio en ella algún talento, Christopher Flynn, que había sido asistente de Robert Joffrey en Nueva York y en ese momento dirigía su propio estudio en Rochester, Michigan, unos 40 kilómetros al norte de Detroit).

Flynn quería “bailarines inteligentes” y llevó a Madonna a una disco gay por primera vez en su vida. “Hasta ese entonces yo me seguía viendo desde una óptica heterosexual, masculina”, diría la cantante años después. “De pronto pensé: ‘Esa no es la única opción que tengo. Puedo ser otras cosas’”. Durante su infancia, en Pontiac, la ciudad donde se crio, Madonna había bailado en las veredas del barrio junto con sus vecinas, por lo general chicas negras. Ahora descubría una nueva comunidad que le permitía entenderse mejor, una comunidad que la cuidaba y a la que ella ayudó de formas muy variadas a lo largo de su carrera: imprimió anuncios de salud pública sobre el sida en su álbum Like a Prayer, hizo campaña por el uso del preservativo y visitó a muchos amigos enfermos en sus lechos de muerte.

En 1976, tras ganar una beca de danza de cuatro años, Madonna entró a la Universidad de Michigan, en Ann Arbor. Ahí empezó a salir con Stephen Bray, un músico negro que al tiempo se iría a estudiar al Berklee College of Music y con quien más tarde compondrían juntos “Into the Groove” y “Express Yourself”. Aunque el sexo con Stephen era bueno, ella no tenía ganas de “andar haciéndolo todo el tiempo”, tal como dijo la propia Madonna, según consta en las memorias de una de las chicas con las que había compartido casa en Michigan.1 De hecho, en sus años posadolescentes y durante su primera juventud parece haber estado bastante menos interesada en el sexo de lo que podríamos imaginar. Si algo la fascinaba, en cambio, eran las películas de Pasolini y de Resnais, y soñaba con la idea de triunfar en Nueva York.

La conquista de Nueva York

Su leyenda es más o menos así: en 1978, una Madonna de 19 años que acaba de abandonar los estudios universitarios se sube a un taxi en La Guardia y le pide al chofer que la lleve “al centro de todo”. Después de pagar el viaje, lo único que tiene son 35 dólares y la certeza de que va a presentarse a una audición para la compañía de Alvin Ailey; lleva una valijita ínfima en una mano y una muñeca inmensa en la otra. El taxista la deja en Times Square y cuatro años después ella escucha por primera vez una canción suya en la radio.

Pero, tal como la propia Madonna le contó al diario Los Angeles Times en 1984, durante aquellos años seminales se sentía tan sola que lloraba frente a la fuente del Lincoln Center, sin siquiera saber que la danza también existía fuera de esos auditorios de lujo. Vivía en Hell's Kitchen, entre cucarachas, y se pasaba los días en la academia de Martha Graham porque había escuchado que ahí iba a aprender a dominar el estilo de Ailey. Durante sus primeros meses en Nueva York la violaron a punta de cuchillo cuando se acercó hasta un desconocido a pedirle una moneda para hablar por teléfono. No se lo contó a su padre “porque lo único que hubiera dicho es ‘¿qué tenías puesto?’” y recién habló públicamente de ese ataque en 1995. Al referirse a la violación en una entrevista con Vogue un tiempo después del surgimiento del movimiento Me Too, el tema no parecía ser un trauma superado y ni siquiera parecía ser el origen de su feminismo. “Prefiero no ser una víctima”, dijo. “Aquello es algo que convive con el resto de mis experiencias: las buenas, las malas y las horribles”.

Para la primavera de 1979 Madonna ya hacía castings, tomaba clases de batería y de guitarra, componía canciones y actuaba en películas de bajo o nulo presupuesto. Despidió a su primer representante y optó, en cambio, por grabar unos demos con Bray. Les acercaron los casetes a varios DJ del Roxy y de Danceteria, de donde Madonna era habitué. “Nunca fue una de esas chicas blancas disolutas que andaban por ahí acostándose con cualquiera”, recordó Fab 5 Freddy, sino que más bien usaba a los hombres (algo que le valió el apodo Boy Toy).

Uno de esos demos llegó a manos de Seymour Stein, de Sire Records, que en ese momento estaba internado tras un período algo “intenso” en el que había salido a cazar talentos para su sello. En Madonna creyó haber encontrado a su Florence Nightingale —“Me gustó de inmediato, me gustó su voz, la textura, me gustó el nombre, Madonna. Me gustó todo”—, así que la invitó a que lo visitara en la unidad coronaria del hospital. “Lo que vi ahí me pareció mucho más importante que esa única canción que había oído”, dijo Stein. “Vi a una joven con la determinación inquebrantable de convertirse en estrella”. Su primer single, “Everybody”, salió a la venta en octubre de 1982; su retrato no apareció en la portada porque el sello discográfico no sabía si era mejor promocionarla como una artista blanca o negra. Al mes siguiente ya sonaba en la radio. Madonna lo había logrado.

O algo así. Se hizo conocida, que no es lo mismo que decir que se convirtió en artista. Su amistad con Martin Burgoyne, que vivía en su mismo edificio, le permitió acceder al corazón de la escena neoyorquina. Burgoyne le presentó a Maripol, directora de arte de Fiorucci, que la llenó de pulseras de plástico y le bajó el tiro de los pantalones y las faldas hasta dejar el ombligo al descubierto. Conoció a Jean-Michel Basquiat, con quien empezó a noviar; salía de juerga con Andy Warhol; aprendió a grabar discos con Reggie Lucas, que le compuso “Borderline”; contrató al representante de Michael Jackson, Freddy DeMann; también tuvo un romance con John Jellybean Benítez, que guardaba una canción con una letra ideal para evadirse un rato de las humillaciones del gobierno de Reagan: “Sólo un día fuera de esta vida / sería... sería tan lindo”. Su primer disco, Madonna, llegó al mercado en 1983, poco antes de su cumpleaños número 25. Después de actuar en el programa de televisión American Bandstand, en el que meneó las caderas y bailó a los saltos, el conductor le preguntó cuál era su sueño: “Dominar el mundo”, dijo ella y se rio.

La virgen

Fue con la escena neoyorquina en mente que Madonna empezó a llevar sus actuaciones un poco más allá. Estrenó “Like a Virgin” durante la primera Party of Life de Keith Haring, en 1984. Ahí usó varios metros de encaje blanco, un estilo que luego evolucionaría hacia las escenas del palazzo en el video de la canción y después a su célebre debut en los Premios MTV de setiembre de 1984. En esa edición Madonna no ganó nada, pero se hizo construir una inmensa torta de casamiento de tres pisos en el escenario del Radio City Music Hall. Mientras cantaba, se fue deslizando por sobre las capas del pastel, decorado con festones y rosetas, alejándose cada vez más del maniquí de plástico que representaba al marido, como si pasara de un matrimonio de fantasía a uno real. Terminó su actuación con la falda de tul enrollada a la cintura, los muslos y los portaligas a la vista: la novia quedaba desnuda; la idea del matrimonio como destino inmejorable para una mujer, destrozada.

La imagen de la virgen alcanzó la perfección gracias al fotógrafo de modas Steven Meisel, que retrató a Madonna en el hotel St. Regis, para la tapa del disco Like a Virgin, recostada sobre almohadones de satén y sosteniendo un ramo de flores. En el reverso la vemos abrochándose un zapato, sentada al borde de la cama, voluptuosa y satisfecha tras esa primera noche crucial. La imagen de la puta quedó cristalizada en una película que Susan Seidelman dirigió en 1985, Buscando desesperadamente a Susan (Desperately Seeking Susan), en la que Madonna interpretó a la Susan del título, una joven que se paseaba por East Seventh Street comiendo chizitos como una “diosa lasciva e indolente” (tal como escribió Pauline Kael en The New Yorker). La película sostenía, con una liviandad sorprendente, que la vida de una esposa de Fort Lee, Nueva Jersey, con microondas y un Ford convertible negro azabache, no era nada comparada con la de un proyectorista del cine Bleeker Street cuya exnovia le había quitado la heladera.

Las distintas interpretaciones que hizo Madonna de “Like a Virgin” a lo largo de su carrera han ido creando una cadena de asociaciones. Tras la novia indómita de 1984, en 1987 eligió actuar la canción como una heroína algo rimbombante, con anteojos alados y dos globos oculares unidos por resortes a los pechos; después, en 1990, fue una chica de un harén que descubría su capacidad para darse placer, y en 1993 se puso en la piel de una cantante de cabaret tipo Marlene Dietrich que cambiaba la pronunciación de algunas consonantes (por sugerencia de Gene Kelly); más tarde, en 2006, lo hizo como una amazona que volvía a subirse a la montura después de haberse caído, y en 2012 como una vedete sudorosa que intentaba seducir al pianista sentada sobre la tapa del instrumento. En 2023 decidió regresar a su primera interpretación en vivo y mezcló su canción con “Billie Jean”, de Michael Jackson, mientras las siluetas en sombras de dos bailarines vestidos como Madonna y Michael de jóvenes se contoneaban tras una pantalla blanca, como si la muerte de Jackson jamás hubiera ocurrido. Con cada idea nueva, “Like a Virgin” vuelve a nosotros, al igual que su mensaje: siempre es maravilloso e inaudito enamorarse apasionadamente como si fuera la primera vez.

Se suele decir que Madonna no sabe cantar, y es verdad que no posee las dotes de, digamos, Celine Dion (la cantante favorita de su padre), pero, como bien observó Patrick Leonard —coautor de temas como “Like a Prayer”, “Cherish”, “La isla bonita” y “Frozen”—, “logra transmitir una vulnerabilidad inimitable”. La suya es la voz de una actriz más que la de una cantante: no sólo sabe contar historias valiéndose de melodías, sino que también lo hace con suspiros, gritos y exclamaciones. Los hey de “Like a Virgin”, hay que admitirlo, le aportan muchísimo a la canción (por no hablar de esos ah aspirados). También ha recibido críticas por sus aptitudes para la danza, y sin embargo es posible encontrar bailarinas clásicas con una gran extensión de piernas que jamás atinarían a inclinar el mentón como lo hace Madonna. En las artes performáticas, el estilo lo es todo. Es una cierta curvatura de la mano lo que define a Margot Fonteyn y es un tipo particular de arrojo lo que caracteriza a Marina Abramović; Madonna tiene ambas cosas.

Como Madonna ha cambiado tantas veces a lo largo del tiempo (hubo una infinidad de vírgenes, algunas a duras penas inocentes), sería fácil afirmar que lo único auténtico en ella es su deseo de llamar la atención. (Warren Beatty, uno de sus examantes, dijo en A la cama con Madonna [Truth or Dare], la película/concierto que hizo junto con Alek Keshishian durante el Blond Ambition Tour, que la cantante no quería vivir “con las cámaras apagadas”, un comentario que, a pesar del matiz de celos que transmite, no tiene por qué ser necesariamente falso). Sin embargo, y como suele suceder en un show de drag queens, Madonna parecería estar todo el tiempo impostando feminidad. Si es tan fácil ponerse un vestido, ¿entonces tal vez también sea igual de fácil ponerse un traje? Todo es actuación: la chica que es una disoluta en la cama y la que trata con dulzura a su papá, la que le grita órdenes a un grupo de trabajadores y la que lame leche como si fuera una gatita (por ejemplo en el video de “Express Yourself”, dirigido por David Fincher). Es esa y (en lugar de o) lo que permite acceder al optimismo de la resiliencia. Si las alternativas son cambiar o morir, Madonna jamás elegirá la muerte.

El amor

En 1985, Madonna salió de gira por primera vez. Al Virgin Tour acudieron multitudes pintadas con lápiz de labio rojo y con las manos enfundadas en guantes sin dedos, un look de chica mala aplicado con la disciplina de una chica obediente. Madonna se esforzó al máximo; le contó a Gene Siskel, del Chicago Tribune, que terminaba cada noche después de los conciertos leyendo un poco (Joyce, Fitzgerald, Salinger) y tomando helado. Que no fumaba y no consumía alcohol ni drogas y que a la mañana era la primera del grupo en levantarse para ir a hacer ejercicio. En mayo, durante el concierto en Detroit, su ciudad natal, se emocionó hasta las lágrimas mientras le cantaba “Crazy for You” a Sean Penn, con quien se casaría en agosto de ese mismo año, el día de su cumpleaños número 27. Para esa ocasión se puso el velo de novia por encima de un bombín: “No sé bien qué quiso decir con eso”, escribió en su diario Andy Warhol, uno de los invitados. Más adelante, Madonna repitió varias veces que Penn había sido el amor de su vida, pero lo cierto es que el matrimonio se terminó definitivamente en 1988, cuando la Policía debió acudir al domicilio conyugal. (En 2016, Penn ganó una demanda de diez millones de dólares contra el director de cine Lee Daniels por reiterar el antiguo rumor de que él la había tratado violentamente, algo que ambos se ocuparon siempre de desmentir).

Like a Prayer, de 1989, es el “disco del divorcio” que hizo Madonna mientras su vínculo con Penn se desmoronaba y captura la intensidad del momento con toques de góspel y funk y con ocasionales aportes de Prince en guitarras. “Cherish” plasma un intento de reconciliación y “Till Death Do Us Part” es el final definitivo, amargo, escandaloso. Con una carrera profesional de sólo siete años, Madonna ya era en ese entonces tan valiosa para la industria musical que cuando pidió que las hojas con las letras del disco estuvieran perfumadas con pachulí, como para evocar el incienso de las iglesias católicas, el sello grabador le dijo que sí. Recuerdo haber percibido esa fragancia en el papel celeste mientras trataba de aprenderme las canciones, sin entender del todo por qué el casete olía tan bien.

La letra de “Like a Prayer” fue escrita en una hora y le da voz, explicó Madonna, a una chica que se ha enamorado de Dios de forma apasionada. Más o menos en esa misma época, el padre de Madonna compartió con sus hijos varias cartas que su madre le había escrito antes de casarse —cartas que uno de sus hermanos, Christopher, definió como “amorosas y tiernas… Dios esto y Dios esto otro”—. En “Like a Prayer”, Madonna canta “oigo tu voz”, y en el video, dirigido por Mary Lambert, esa voz le pide que no permita que unos hombres blancos queden impunes tras inculpar a un inocente joven negro por un intento de violación y homicidio. Madonna se refugia en una iglesia, donde le reza a la estatua de un santo negro muy parecido al acusado. El santo cobra vida, le susurra algo al oído, la besa una vez en la frente y luego, con mayor intensidad, sobre un banco, donde le otorga la fuerza necesaria para denunciar ante la Policía todo lo que vio (no sin antes bailar delante de unas cruces en llamas vestida con una enagua color chocolate que alguna vez usó Natalie Wood). Gracias a su declaración, el acusado queda en libertad. Parte de la sesión de fotos para la tapa del disco, a cargo de Herb Ritts, tuvo lugar en un cementerio de Los Ángeles. Ahí Madonna —para entonces morocha y con 30 años— se revela como una verdadera belleza, como para contradecir por un rato la descripción suya que había esbozado Hilary Mantel: “La venganza hecha carne de la chica común y corriente”. En una de las imágenes, se inclina sobre una cruz como esperando que la besen; en otra, reza como si supiera que esa postura, de rodillas, es la que más la favorece.

Volverá a aparecer en un cementerio en A la cama con Madonna, durante una escena en la que va con uno de sus hermanos a llevar lirios a la tumba de su madre, en Bay County, Michigan. Se trata de un sepulcro gris y plano, similar a un libro abierto. Madonna deja su ofrenda y se recuesta sobre la losa con la oreja pegada al granito, como si fuera una almohada. Al ver esas imágenes pensé que no debe de haberle resultado nada fácil recordar en aquel momento cómo sonaba la voz de su madre. Había muerto cuando ella tenía sólo 5 años, casi tres décadas antes de ese rodaje. Pero la voz se escucha mejor con la oreja pegada al suelo.

Éxtasis

Uno de los pequeños desencantos de mi juventud tardía fue la obstinación rotunda con la que el dueño de una disco de Londres a la que iba con mis amigas cuando cerraban los pubs se negaba a pasar canciones de Madonna, por mucho que se lo rogáramos. Bailar con mis amigas al son de “Like a Prayer” es uno de mis mayores placeres. Durante una fiesta en una terraza de Bethnal Green, ya casi al filo de la hora permitida, la más audaz del grupo tomó el mando de la cuenta de Spotify y usó nuestros últimos diez minutos de celebración para hacerla sonar. En un gesto de camaradería sorora, todas cantamos a los gritos.

Cada vez que me pasa una cosa así me sorprendo al recordar cuán profundamente enraizada está “Like a Prayer” en el imaginario femenino. Es una canción que propone una fantasía muy específica: la de ser comprendidas sin que tengamos que explicarnos, la de estar juntas mientras al mismo tiempo podemos reafirmar nuestra soledad. La canté tantas veces en mi habitación que hacerlo junto a otras mujeres, incluso con los ojos cerrados, me sume en una experiencia extática. A ellas también. ¿O no es un poco por eso mismo que la escuchamos?

Y sin embargo Madonna intentó monetizar la polémica generada por la canción (se frustró un acuerdo comercial con Pepsi cuando la empresa vio las cruces en llamas). El coro góspel es un elemento que la artista tomó prestado de una cultura que le es ajena —un pequeño ejemplo en un patrón de apropiaciones que ha resultado poco menos que recíproco—. De todas formas, esos descuidos pueden ser también el origen de algunos de sus mejores trabajos, tal como lo evidencia un proyecto de 1990: ese año Judith Regan, de Simon and Schuster, le propuso que escribiera un libro sobre las fantasías sexuales femeninas, un poco a imitación de Nancy Friday. El verano siguiente Madonna decidió tomar el control de esa obra y resolvió que haría un libro de fotos titulado Sex, que se terminó publicando en octubre de 1992.

Yo jamás había visto un ejemplar de Sex hasta el pasado mes de agosto, cuando me senté entre los eruditos que pueblan la biblioteca del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (MET) para hojearlo. El ejemplar de ese museo está dentro de una funda protectora de cartón, confeccionada especialmente, que al abrirse hace ruido porque está sellada con unos puntos de velcro. El libro en sí es bastante grande, tal vez dos palmos de alto, y tiene tapas metálicas que conservaron el frío incluso mientras las manipulaba. Adentro, las páginas son gruesas, de un papel rugoso, sediento de tinta, y las imágenes muy nítidas, casi todas en blanco y negro, salvo algunas viradas al magenta, el azul o el cian. El cierre con velcro, el tamaño y el tipo de encuadernación hacían imposible ocultar el hecho de que estaba mirando a Madonna desnuda, a Madonna en un trío sexual, a Madonna posando como en El origen del mundo, de Courbet (que en el Museo de Orsay se exhibe en una sala lateral). Debo confesar que me ruboricé.

No, Sex no es El segundo sexo, ni por asomo —las pocas palabras que tiene, escritas por un personaje llamado Dita, apenas si superan el nivel de una novela rosa—, pero sí subraya la importancia del placer sexual femenino. Yo sabía que en algún momento me iba a encontrar con alguna representación estilizada de un acto de violación, y ahí estaba: en el gimnasio de una escuela secundaria, entre libros de texto dispersos por el suelo de madera encerada, dos hombres tironean de Madonna, que tiene el suéter levantado por encima de los pechos. Me pareció una provocación, sí, pero también la imagen de una violación creada por una sobreviviente, y me pregunté cómo habría sido para ella posar para semejante foto. ¿Era un intento por reinterpretar lo que había pasado en 1978? En sentido opuesto, un año después del lanzamiento de Sex, Sarah, el personaje protagónico de Juegos peligrosos (Dangerous Games), de Abel Ferrara, una actriz interpretada por Madonna, es violada para una película dentro de la película, tras lo cual se levanta del piso e increpa a los gritos a su compañero de escena por no haber actuado en lo más mínimo. En Sex, Madonna elige llevar la violación al terreno de sus propias fantasías sexuales, mientras que en el film de Ferrara destroza a aquellos artistas varones capaces de lastimar a mujeres en nombre del arte. No me parece que se trate, en ninguno de los dos casos, de estrategias poco feministas.

Hacia la mitad del libro hay una imagen (con una composición muy bella pero también de un erotismo sorprendente) en la que Madonna se masturba inclinada sobre un espejo inmenso, mientras observa cómo el orgasmo le ruboriza las mejillas. En otra página hay 38 imágenes de ella besando a un amante en la cama: sus ojos perdidos en los de él, una sonrisa dibujada en los labios. Sex es un libro grandioso y atrevido. ¿Por qué es una cosa tan terrible disfrutar el sexo?, se pregunta una y otra vez Madonna, y lo seguirá haciendo en el futuro. Buena parte de las causas que aún defiende la cantante quedaron establecidas durante el primer tercio de su carrera: sus temáticas experimentan variaciones, como las distintas reinterpretaciones de sus propias melodías, que nos hacen retroceder en el tiempo. No se puede seguir avanzando si no hay placer, y Dios sabe lo mucho que lo intentaron las mujeres.

Cuando se publicó Sex, Martin Amis escribió que se trataba del “artilugio desesperado de una adicta al escándalo que empieza a envejecer” (Madonna tenía 34 años), algo que era, como se suele decir, lo menos importante del asunto. “Perdí la fe en la humanidad”, dijo ella sobre los ataques ad feminam que recibió en aquel momento. “Perdí la fe... en la noción de que existían ciertos comportamientos ajenos básicos que podía dar por sentados”. Hasta Norman Mailer, que la entrevistó no para enterrarla sino para elogiarla, le preguntó si imaginaba la posibilidad de “terminar como una reina del porno” en otra vida. “La verdad, no te sabría decir”, le respondió ella con diplomacia.

¿Sex es una expresión artística o una forma de llamar la atención? ¿Tiene sustancia real o es puro ruido? El libro integra la colección del MET; en Saint Laurent se puede comprar, por 2.200 dólares, una edición especial trigésimo aniversario. Tiene una intención política: en el prólogo, Madonna dice que Sex sucede en un “mundo perfecto, un lugar donde no existe el sida”, pero que acá, en el planeta Tierra, “los preservativos no son meramente necesarios sino que son obligatorios”, un mensaje que venía repitiendo desde mucho tiempo antes de que saliera el libro, ya que había visto morir de sida a gente muy importante de su juventud, como por ejemplo Christopher Flynn y Martin Burgoyne. El libro también tiene algo que decir sobre ciertos protocolos sexuales: nada de relaciones íntimas antes de la quinta cita, propone Madonna, lo que no resulta en absoluto un mal consejo (yo misma lo puse en práctica).

Creo que una respuesta posible al dilema que plantea el libro se puede hallar en el espíritu con el que se hizo. Fue un “arrebato”, dijo Madonna al respecto. “Y la pasé increíble”. En varias fotos luce una sonrisa enorme, cuando en realidad esperaríamos verla con la boca abierta, gimiendo. “Todo el proceso”, dijo, “fue como una performance”.

La madre

Y tal vez la verdadera potencia esté en ese “como”. “Madonna es una performer con el genio suficiente como para hacer de eso algo masivo”, dijo una vez Jeffrey Deitch, su galerista. En los momentos menos inspirados, querríamos que su arte tuviera un poco más de densidad, y en ocasiones incluso termina siendo muy mal recibido. Un ejemplo reciente en este sentido es el video de “God Control”, de 2019, que escenifica una masacre en una discoteca como forma de exigir una legislación para las armas de fuego. En lugar de haber aceptado el video con cierto beneplácito, los activistas adolescentes que lo inspiraron salieron a cuestionarlo, ya que no querían que sus experiencias personales fueran usadas como materia prima para el entretenimiento popular. En 2006, Madonna interpretó “Live to Tell” atada a una cruz de espejos; resulta imposible no imaginar el hastío del cardenal Ersilio Tonini cuando llamó para pedir que la excomulgaran (no por primera vez en su carrera). El pasado diciembre, en Brooklyn, cuando cantó “Like a Prayer” rodeada de bailarines disfrazados de Jesús que se besaban, no pude menos que reírme. Pero cuando da en el blanco —como en “Like a Virgin”—, Madonna es la mejor de todas.

Si bien la vena política de sus manifestaciones artísticas a veces flaquea, el nervio autobiográfico suele ser mucho más sólido. Esa clase de canciones registran tanto sus intentos por lidiar con la fama (por caso, “Keep it Together”) como el modo en que el nacimiento de su hija Lourdes, en 1996, la colmó como no la había colmado antes ninguna multitud (el ejemplo aquí es “Drowned World/Substitute for Love”). Desde aquel momento tuvo más hijos, incluyendo cuatro niños que adoptó en Malaui, donde además construyó escuelas y un pabellón pediátrico en un hospital. Durante el Madame X Tour, en 2019, su hija Lourdes, que también estudió danza en la Universidad de Michigan, apareció en escena gracias a una proyección gigante triple, grabada con antelación, y bailó “Frozen” mientras su madre, pequeña y real, cantaba en el centro del escenario. La canción dejó de ser el reclamo de una amante, como en 1998, y se convirtió en un lamento maternal: “Estás cerrada, tu corazón no está abierto”. Ahora es la hija quien adopta esa actitud. La dinámica del amor, ya sea que se trate de un amante reticente o de una hija aventurera, sigue siendo la misma.

Madonna no va a estar por siempre con nosotros: sobre el escenario ya baila con mucha menos energía, necesita descansos cada vez más extensos entre shows y el julio pasado casi se muere de una infección bacteriana. Tanto Prince como Michael Jackson, rivales y colaboradores suyos durante la época previa al streaming, murieron por una sobredosis de los analgésicos que consumían para paliar los estragos de décadas dedicadas a la actuación. Madonna resolvió, en una de las decisiones más convencionales de una carrera muy poco convencional, que su cara ya no iba a envejecer. Pero tenemos la suerte de haber crecido en la época de Madonna. No defendió la tradición sino la libertad: la posibilidad de amar a quien queramos, de cambiar a voluntad, de decir lo que se nos dé la gana, de hacer dinero, de flirtear con la fama, de desear más de lo que se nos da. Deberíamos anhelar que entre nuestras heroínas haya más chicas malas como ella. Eso nos otorga una mayor libertad en el mundo real.

Joanna Biggs es escritora y editora de Harper's Magazine. Es inglesa, vive en Nueva York y escribe regularmente para London Review of Books y The New York of Books.


  1. Whit Hill, Not About Madonna: My Little Pre-Icon Roommate and Other Memoirs (Heliotrope, 2011). 

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